Read El sueño de los justos Online
Authors: Francisco Pérez de Antón
»Doña Cristina se volvió a mí y con sonrisa sibilina agregó:
»—Por cierto, tengo buenas noticias para usted, Cla-rita.
»Me azogó un presentimiento y creí que mi corazón había cesado de palpitar.
»—Néstor Espinosa —dijo, bajando la voz— se ha unido al movimiento revolucionario, donde cumple una importantísima diligencia que le ha encargado mi esposo. Una misión secreta de la que no puedo decirle mucho más. Nadie, ni siquiera yo, sé dónde se encuentra. Miguel no me lo quiso decir. Me pidió, eso sí, que se lo contara para que no extrañara el silencio de Néstor. Mi esposo dice que es un buen muchacho y que espera mucho de él en esta hora decisiva para la patria.
»No expresé ninguna emoción, a pesar de que doña Cristina y la tía Emilia me miraban como quien mira a un pollito salir de un huevo, esperando, no sé, que me pusiera a piar o que estallara en sollozos.
»—¿No le hace eso feliz, Clarita? —dijo doña Cristina, extrañada quizás de que no revelara mis sentimientos.
»¡Claro que me sentía feliz! Después de casi año y medio sin esperanzas, la ilusión de volver a ver a Néstor volvía con la fuerza de un torrente. Pero no quería exponer mi corazón a los demás, qué demonios. Así que, dominando mi impulso a responder, me limité a decir un humilde con la cara que podía haber mostrado santa Catalina de Siena.
»Todo fue distinto desde entonces. De un día para otro, Néstor había dejado de ser el hombre destruido por el exilio y la distancia para volverse (en mis sueños, sobra decir), un caballero aguerrido y valeroso. Saber que estaba luchando por volver a la patria y liberarla, no sólo aupaba mi espíritu, sino que creaba en mí la ilusión de poder encontrarme un día con aquel encantador aventurero. Lo que es más, si había sido un abogado tímido y dulce quien me había atraído un año antes, ahora me seducía la imagen del hombre con armadura y espada, que se enfrentaba al mundo por un ideal, el héroe que arriesgaba su vida para rescatar a su amada del dragón.
»Ríete de mí, si quieres, pero no creas que mi visión era menos romántica que la de los seguidores de don Miguel. Al igual que ellos, yo ignoraba que a las revoluciones les ocurre lo que al amor: no es posible separar de ellas ese elemento entre platónico y galante que las nutre cuando son inmaduras. Pero fue maravilloso, en verdad. Mi suerte había cambiado. Esa tarde, en casa de doña Cristina, volvieron a sonar en mis oídos la fanfarria y las voces de
Ecco le trombe.
Tancredi, el verdadero, el mío, el bueno, se acercaba a Siracusa para reencontrarse con su amada y rescatar a la patria del tirano.
»
Ahora, mírame a los ojos, Elena, y dime, ¿tenía o no el derecho a soñar? Estaba enamorada, desfallecía por Néstor. Le amaba más allá de sus palabras y sus cartas. Vivía inmersa en la tibia marea de la melancolía y las tentaciones propias de mis primeros ardores. Había esperado casi dos años, recluida en casa, agobiada por la tortura de perderlo y, de pronto, me llegaba la noticia de que volvía, de que era un ser real y no un fantasma. ¿Habría cambiado su rostro? ¿Sería distinto a como yo lo imaginaba ahora? ¿Y cómo sonaría su voz al pronunciar mi nombre? Daba igual, la fortuna se me había puesto de cara, volvía el sueño. Y el pesar, verdugo de tantas horas, rendía confundido su látigo ante aquella alegría inesperada».
Puerto de Veracruz,
enero de 1871
Desde las primeras horas del día, el malecón se había convertido en un espacio apenas transitable por el que se desplazaba el enjambre de gente que se daba cita allí cada mañana. Fardos de brin, barriles de tabaco, cajas, acémilas, cordajes, carretas de mano y bártulos de toda especie dificultaban el paso de los viajeros. Inesperadas ráfagas de viento arrojaban sobre los viandantes el humo de los comedores y les impregnaba la ropa con tufaradas a pescado frito, emanaciones que, de modo fugaz, aromatizaba la fragancia que a su paso dejaba algún cargador con un saco de vainillas a la espalda. La muchedumbre se movía con lentitud bajo la ardiente solana, entre un rumor de voces difusas y vahos a yodo y a sal. Y sólo de vez en cuando algún chillido de gaviota, algún relincho o el grito imperioso de algún marinero, se alzaba sobre el runrún de la colmena.
Vadeando trajinantes y viajeros, rostros desvelados, vendedores de baratijas y mozos de cuerda con calzones a los tobillos, Néstor Espinosa y Francisco Andreu se deslizaron por entre el gentío y los bultos, en busca de la angosta calzada del muelle. Altivas chisteras, sombreros de paja, gorras, bombines y uno que otro quitasol, dama incluida, bailaban una variopinta danza en torno a ambos. El oleaje se agolpaba en los muelles y, por entre las rendijas que los transeúntes dejaban a su paso, se entreveía una mar rizada, color azul pavo, sobre la cual afloraban inesperados cogollos de espuma.
Cuatro barcos de regular calado se alineaban en el espigón y, frente a ellos, del otro lado de la dársena, se alzaba la imponente fortaleza de San Juan de Ulúa, ombligo de la nación siglos atrás, defensa de la ciudad más tarde y calabozo ahora.
—¿Es ése el barco? —preguntó Néstor.
Andreu asintió con la cabeza.
A la distancia de un grito, se mecía un navio de regular tonelaje, amarrado con grandes sogas a los bolardos enterrados en el muelle. El vapor, de bandera británica, tenía tres mástiles y una chimenea, y cada vez que se hinchaba el oleaje, provocaba en el muro del malecón un chapoteo semejante al de un enorme cachalote.
Del lado de proa, bajo un rótulo en letras blancas donde se leía
Ann Porter
, una orquestina integrada por un arpa, dos guitarrillos y un violín, entristecía los adioses. Y al pie de la rampa por la que una larga fila de personas se introducían en el barco como hormigas en su agujero, un funcionario de bigote enmarañado y cigarro en boca revisaba documentos y papeles.
Andreu le entregó dos salvoconductos del gobierno mexicano. El hombre los leyó, los revisó, los firmó y, al tiempo que los devolvía, dijo:
—Recuerden, señores. Ustedes son personas indocumentadas y este salvoconducto sólo sirve para viajar. Por lo tanto, ninguno de nuestros consulados les podrá prestar auxilio en el extranjero.
Tomó el cigarro entre los dedos, frunció las cejas y, haciendo un guiño, gruñó:
—Así que pórtense bien.
La cubierta del navio estaba tan atestada como el malecón. Filtrándose entre la gente, Néstor y Francisco Andreu caminaron hasta una escotilla por la que descendieron a un camarote de dimensiones parecidas a las de una celda monacal. Dos literas, una encima de otra, un gavetero clavado al piso y dos sillas era todo su amueblado. El habitáculo guardaba un calor sofocante y despedía un fuerte olor a humedad salobre.
Néstor se quitó la levita, el chaleco, el alzacuellos y el lazo y se subió las mangas de la camisa.
— Hasta que el vapor no se ponga en marcha, este lugar será insufrible —le dijo a Andreu, quien había empezado a deshacer la valija—. Le espero en cubierta.
Se dirigió a la baranda de estribor. Había menos gente de aquel lado y desde allí podía contemplar la ciudad amurallada, con sus pequeños baluartes en las esquinas, la fortaleza de San Juan de Ulúa y el malecón. Algunas casas sin techo y otras aún en ruinas daban fe del bombardeo a que había sido sometida la ciudad, años antes, por la armada de Estados Unidos. Más allá de las murallas, del Cabildo y las torres de los templos, corría una extensa planicie. Y lejos, sobre el horizonte, se alzaba una cordillera de la que emergía el imponente Pico de Orizaba.
Néstor aspiró la brisa húmeda que batía la ensenada de Veracruz. Un puerto, pensó, era un lugar donde todo concluía y empezaba, un punto de partida y un destino, un espacio para el encuentro de emociones antagónicas, como la tristeza de quienes se van y el gozo de los que vuelven.
Andreu se acercó, sonriendo.
—Nunca había estado en un barco tan grande —dijo a modo de saludo— ni con tanto pasajero. ¿Y usted?
—Viajé en uno más grande a Liverpool, hará dos años.
—Cómo puede flotar un monstruo así es algo que me gustaría saber.
El monótono martilleo de la máquina de vapor, que hasta ese momento había sido sólo un rumor lejano, aceleró sus pulsiones y las enormes hélices del barco arrojaron una ruidosa bocanada de espuma y agua. La nave había soltado amarras y con las velas desplegadas se movía suavemente hacia la bocana del puerto.
Néstor dirigió la mirada al horizonte. Sobre la cresta de una ola observó una formación de siete pelícanos. El líder fijaba la velocidad del vuelo y los demás le seguían, imitando sus movimientos y guardando la misma altura sobre el agua. Era un recital admirable de coordinación y armonía que Néstor siguió por unos momentos, deslumbrado, hasta que las aves se alzaron sobre el agua y se dirigieron a alta mar.
Aquella equilibrada formación contrastaba con el desorden de su mente. La vida podía ser generosa, luego de haber sido despiadada, pero nunca se excedía en la compensación. A la hora de resarcir al herido, siempre pedía algo a cambio. Y el precio del resarcimiento era aquella aventura a la que se había comprometido dos semanas atrás. No estaba muy seguro de haber hecho lo debido, pero sólo una decisión así podría restaurar el equilibrio de su vida.
Volvió la mirada a
Chico
Andreu. No tenía con él mucha confianza, pero le parecía un buen hombre. Su primer encuentro había tenido lugar en una casa de la calle de Tacuba, en el centro de la ciudad de México.
Basilio
le había hablado de un grupo de exiliados que, a las órdenes del general García Granados, preparaba una invasión por Chiapas. La mayoría de los miembros de la hermandad se habían incorporado ya al grupo, pero Néstor se resistía. ¿Qué pintaba un abogado, a quien para mayor afrenta no le gustaban las armas, en un movimiento armado?
Pero las personas cambian. A veces a causa de otros y sin que ellas se lo propongan. La muerte de Cruz había alterado su espíritu de tal modo que, una tarde, resolvió asistir a la cita que
Basilio
le había concertado en aquella casa de la calle de Tacuba. Debía preguntar allí por Francisco Andreu, más conocido por
Chico.
El lacayo que le había abierto le ofreció un sillón de mimbre en el corredor y desapareció tras una puerta del segundo patio. Néstor aguardó cinco, diez, quince minutos sin que nadie apareciera. Se levantó del sillón y deambuló por el corredor un rato, dejando vagar la mirada por geranios y begonias y deteniéndose de vez en cuando ante la fuente, para escuchar su gorgoteo. Creía haber llegado a una casa deshabitada, cuando volvió a aparecer el lacayo.
—Por aquí, señor —le dijo con ademán cortés.
Le condujo hasta una especie de despacho donde se dio de manos a boca con un hombre a quien, de no ser porque vestía una levita bien cortada, cuello duro y corbatín, hubiera tomado por un monje vestido de seglar. Su rostro demacrado, su barba apostólica, algo lacia, su extrema delgadez, mostraban las huellas de un prolongado ayuno o alguna enfermedad crónica.
—Siéntese, por favor —le dijo a Néstor.
Varias pilas de papeles se alineaban sobre un escritorio de madera forrado de cuero y ribeteado con tachuelas doradas. A un lado, yacía un periódico a medio abrir, y al alcance de la mano, había una pequeña taza con un líquido color oscuro.
Néstor se quitó el sombrero y se sentó en una silla angosta y dura, sin dejar de observar el febril garabateo de Andreu sobre un papel.
La operación aún duró unos minutos, al cabo de los cuales, el hombre guardó el escrito en una carpeta y, luego, tomando otro pliego en blanco, escribió en la parte superior lo que a Néstor le pareció un nombre y una fecha.
—Me dicen que su apellido es Espinosa.
—Sí, señor, Néstor Espinosa, para servirle.
—¿De los Espinosa de oriente? —preguntó Andreu.
—Esos son mis tíos abuelos. Mi padre nació en la capital y se llamaba Valdemar.
—¿El que compraba y vendía algodón?
—Así es.
Andreu dejó de tomar notas.
—Mi familia tiene una finca en Tiquisate, que yo administraba, y el algodón que producíamos allí se lo vendíamos a don Valdemar, ¿qué le parece?
Néstor esbozó una sonrisa. La entrevista no podía tener mejor comienzo.
—Ahora, dígame, ¿en qué puedo servirle?
—Quiero unirme a ustedes.
—¿A ustedes? —repuso Andreu, con cara de sorpresa—. ¿Quiénes son ustedes?
—Bueno, no sé cómo se llamen. Supe que gestaban una insurrección y quería unirme a ella.
—No sé a qué se refiere.
Néstor tuvo en ese momento la sospecha de haber sido víctima de una estúpida broma de
Basilio
o, en el mejor de los casos, de no haber hecho una pregunta discreta ni menos un comentario inteligente.
—Me dijeron que aquí... —balbució.
Un ruidoso carruaje traqueteó tras la ventana a espaldas de Andreu y Néstor se interrumpió unos segundos. A pesar de su expresión, triste y doliente, como el de un rostro de
El Greco,
aquel hombre tenía unas pupilas inquietas que se movían sin cesar del pecho a los hombros, a la levita y al rostro de Néstor.
—¿Qué sabe hacer? —le preguntó cuando pasó el ruido.
—Soy abogado.
—¿Conoce algo de armas? ¿Sabe cómo usarlas?
—No mucho... Nada, en realidad. No sé nada de armas.