El sueño de los justos (21 page)

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Authors: Francisco Pérez de Antón

BOOK: El sueño de los justos
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»La mañana del domingo 23 de enero de 1870 (mi memoria se resiste a olvidar ese día), yo había ido con la tía al estudio de don Claudio Buchanan, a sacarme unas fotos, y más tarde a la pastelería de don Juan Jallade. Subimos por Mercaderes hasta el Portal del Comercio, hicimos unas compras en el almacén de los Saravia y dimos un paseo por la Calle Real.

»Los entornos de la plaza estaban muy concurridos. La gente había salido de misa de once y los vendedores de golosinas y frutas hacían su agosto a esa hora.

»En eso notamos que algunas personas empezaban a correr hacia el palacio. Y ya sabes lo que ocurre en casos así: basta que dos miren a un balcón para que les imiten cientos.

»Alcancé a detener a una mengala que venía hacia nosotras y le pregunté si tenía idea de lo que ocurría.

»—¿Es que no lo sabe, seño? ¡El general Cruz ha llegado a la capital! —me dijo con los ojos muy abiertos y haciendo sentirme estúpida.

»—¡Uy, uy, uy! —exclamó la tía—. Hay que volver a casa de inmediato y llamar a Tirso, el carpintero, para que tapie las ventanas. Esto puede acabar en saqueos, como en los días

de Carrera, si no en algo peor.

»Echamos a correr hacia los soportales del palacio para no cruzar la Plaza de Armas. íbamos sofocadas por la prisa y ansiosas por escapar de allí. Entonces alcancé a ver que, por la esquina del nuevo mercado, asomaba una formación de soldados a caballo y a pie.

»Caminando entre las dos filas de jinetes, venía un hombre agobiado por el peso de una red cubierta de musgo y tusas de maíz que traía sobre los hombros. Le seguía un centenar de hombres armados, algunos con los pantalones rotos, otros sin quepis o con las guerreras sin abrochar. Y correteando atrás de ellos, iba una chusma gritona que, al salir del embudo de la calle, se dispersó por la plaza como agua derramada.

»Los soldados traían sangre y polvo pegados a los uniformes y los ojos muy irritados, como si hubiesen estado de fiesta toda la noche, pero la multitud que se agolpaba a su alrededor sólo parecía tener ojos para la red que cargaba el pobre hombre. Algo debía de haber en su interior que atraía las miradas de la chusma y que suscitaba en ella toda clase de gritos y gestos.

»Cuando el cortejo llegó frente al palacio, uno de los de a caballo dijo algo al cargador que no alcancé a entender. El hombre depositó la red en el suelo y buscó algo entre las hojas. Después, con ese gesto estoico tan peculiar de nuestra gente, alzó en sus manos una cabeza humana que aún goteaba sangre y de cuyas orejas colgaban sendas cintas de color azul.

»Tuve una impresión semejante a la que había tenido con el toro que corneaba a diestra y siniestra en el atrio de San Francisco. Ver la cabeza de un hombre separada de su cuerpo, con la boca entreabierta y la mirada vidriosa, es una experiencia atroz. Provoca en ti una sensación de irrealidad aterradora y un pánico irracional a perder el control sobre ti misma porque, más allá de la repugnancia y el trastorno, llegas a pensar que la locura se ha instalado en tu cerebro.

»No podíamos, sin embargo, movernos del lugar donde nos habíamos detenido. El gentuzal se apretujaba a nuestro alrededor, llevándonos de un lado para otro, en tanto el oficial de la tropa bramaba:

»—¡Viva el presidente Cerna! ¡Viva nuestro despotismo!

»Una mujer de ojos saltones se hizo eco de la invitación y gritó con voz chillona:

»—¡Que mueran los liberales! ¡Que viva el padre Ripal-da y la Virgen del Rosario!

»La sangre caía sobre el cabello y los ojos del hombre de la red, en tanto la chusma arrojaba escupitajos e injurias a un rostro ceniciento, privado de toda expresión. Y al tiempo que escuchaba los vivas y los mueras, me daba cuenta de la facilidad con que la plebe se deja arrastrar por impresiones pasajeras, y de su inclinación a la lisonja sin causa y a la crueldad sin motivo.

»—¡Dios mío! —susurró la tía Emilia—. ¡Es el general Serapio Cruz!

»Buen número de paseantes abandonaron precipitadamente la plaza. Otros, indignados por el hecho, tapaban los ojos de sus hijos o se hincaban en el suelo, pidiendo perdón al Señor Sepultado.

»Pero en este país la desgracia inspira poca piedad. La mayoría contemplaba la cabeza de Cruz con un gesto intraducibie, casi estúpido, como si vieran un ternero de tres patas. Y no vale decir que sólo la civilización y la cultura pueden terminar con estos ritos. Francia decapitó sin piedad, lo mismo que Rusia e Inglaterra. Hay algo enfermizo en el género humano que le lleva a celebrar tan bárbaros carnavales.

»Cruz había sido sorprendido esa mañana en la Vega del Tercero, cerca de Palencia. Los dominicos lo habían delatado y, luego de un breve combate, el general Solares, quien para más escarnio era compadre de Cruz, lo mandó decapitar. Y ahora, la cabeza de uno de los hombres más temidos de Guatemala, era exhibida ante su pueblo, como si fuera la de un animal salvaje, apresado y degollado por sus cazadores.

»Las salvas de artillería y los repiques de campanas atronaron poco después la ciudad. La casa presidencial se llenó de jesuítas, curas y frailes que iban a rendir homenaje a Cerna. También el obispo llegó, junto con diputados, ministros y civiles. Todos querían sobarle la levita al presidente. Así era de inicua aquella gente tan comulgadora. Ni siquiera supieron celebrar la victoria sobre Cruz con honor».

2 de febrero de 1870

[...]
Hoy he sabido de la muerte de Serapio Cruz. No podía (no quería, en realidad) creerlo. Trato de mantener el espíritu incólume, pero admito con tristeza que algunos de mis amigos tenían razón: la de Cruz era una insurgencia condenada a perecer, aunque nadie imaginó este final. No he dejado de pensar en él durante todo el día. Hay algo vergonzoso y horrible en este tiempo que nos ha tocado vivir, amor mío, y es la progresiva degradación de la vida humana y esa cultura que hace de la muerte un ritual, si no un espectáculo. Como escribía días atrás don Lorenzo Montúfar desde su exilio en Costa Rica, nuestro país ha visto levantar diputados de sus sillas para quitarles la vida como perros. Ha visto asesinar a un marimbero en la vía pública y colgar los pedazos del infeliz en lugares piíblicos por no permitir que una hija suya fuera concubina del general Carrera. Ha visto destruir colegios en Totonicapán y Quezaltenango con el fin de que los niños no se educaran. Ha visto fusilar presos en la cárcel sin otro motivo que no caber en prisión. Ha visto arrebatar de su familia a un joven y conducirlo al pie del Castillo de San fosé, para que fuera ejecutado en castigo por haber dicho que era liberal. Ha visto cometer cuantos crímenes de lesa humanidad pueden cometerse, en tanto escucha a diario, en la cátedra de Dios, hacer alabanza de ello. Para establecer este régimen y mantenerlo treinta años, fue preciso ahogar la imprenta y la tribuna, continúa diciendo don Lorenzo, expulsar del país o encerrar en bóvedas mortíferas o quitar la vida a ciudadanos que tuvieron el valor de hacer frente a la barbarie y recordar a la gente sus derechos tantas veces conculcados. Pero nuestro pueblo sabrá un día distinguir entre sus defensores y sus verdugos, conocerá sus derechos, sabrá que en él reside el poder soberano y hará sonar la hora suprema de las expiaciones.

Así escribe don Lorenzo, pero ¿cuándo llegará ese día, si es que llega? La muerte de Cruz me ha dejado sin fe y sin esperanzas, pues, si el gobierno de Cerna no cae, ¿cuándo será que usted y yo podamos volver a vernos?
[...]

«La burbuja en la que había vivido hasta entonces yacía a mis pies, reventada. Una voz interior me decía: no es posible, no puede ser que estas cosas me sucedan a mí. ¿Por qué la fatalidad y la desdicha se han cebado conmigo? Otra voz, en cambio, me susurraba: abre los ojos, más allá de la música, el teatro, los libros, los buenos modales, los ambientes amistosos, hay un mundo primitivo y feroz que no conoces. Detrás de una naturaleza deslumbrante, plagada de verdor, de volcanes y de lagos, de rezos y procesiones suntuosas, hay otra obsesionada con la venganza y el crimen. La una encubre a la otra, como la belleza de Luzbel encubría su soberbia. Ante ti no tienes la cabeza del general Cruz, sino una idea decapitada. El sueño de la libertad ha muerto y con ella la esperanza de volver a ver a Néstor Espinosa. Entiéndelo y no te hagas ilusiones. Entre Néstor y tú se ha abierto un abismo que nadie podrá salvar».

26 de febrero de 1870

[...]
Me dice usted que los periódicos hablan de la revolución de Cuba y de la guerra franco-prusiana, pero que, respecto a lo que sucede en el país, les mantienen en la oscuridad. No me extraña. A la oscuridad siempre le ha gustado nuestro clima. Somos como las luciérnagas. Tenemos movimientos erráticos y nuestra luz es de corta vida.

Durante mi infancia, en abril, poco antes de las lluvias, tratábamos de cazarlas de noche y untarnos las manos y la cara con sus vientres para convertirnos en fantasmas por el breve tiempo que duraba la fosforescencia en la piel. Era una ilusión fugaz, como la de nuestras luces. No somos capaces de iluminar la noche. Sólo producimos uno que otro resplandor, atrayente, pero efímero. Somos penitentes en busca de esa luz intensa que no somos capaces de generar.

Me ha costado asumir este hecho, pero entiendo que no se puede razonar allí donde la razón no ha despertado. La verdad no es hija de la razón, sino de la experiencia y el tiempo, y pensar que la razón por sí sola puede abrirnos la puerta al porvenir es como querer sembrar flores en un arenal
[...]

«El terror se desató en el país tras la repulsiva muerte de Cruz, un pánico más agudo si cabe que el del cólera o la fiebre amarilla. La gente se desquició por completo.

Parecía que el mismísimo Dante hubiera llegado al Valle de la Ermita para recordarnos el lema que hay escrito a las puertas del Infierno. A las persecuciones y atropellos, siguieron las torturas de los sospechosos. Hubo ejecuciones en el llano de Buenavista y los púlpitos temblaron bajo los sermones de los clérigos. Sólo el párroco de Candelaria se atrevió a condenar la decapitación. No somos animales, peroraba, no somos salvajes, sólo en un país africano puede permitirse tal atrocidad.

»Otra cosa eran los jesuítas. Lo comprobé unos días más tarde cuando asistí a una boda en La Merced. Desentendiéndose de la pareja que ese día celebraba sus esponsales, el padre Rafael Espinosa, hermano de Néstor, dijo durante el sermón que los fusilamientos habían sido
«actos indispensables de justicia para salvar la religión del Crucificado-».

»—¡La gavilla del general Cruz no tenía virtud ni moral ni sentido de lo humano! —dijo a una feligresía pasmada por el vigor de su verba—. ¡Sólo era una horda de impíos y ladrones sobre quienes Dios ha hecho caer todo el peso de Su venganza! ¿Qué creía conseguir esa cosecha de herejes con la nefasta doctrina de la soberanía popular, esa farsa que se funda en la negación de la Providencia divina, que podían venir a robarnos y a matarnos y a saquear nuestras casas y a violar a nuestras madres, a nuestras esposas, a nuestras hijas? ¿Que podían arrasar nuestros templos y robarse nuestros cálices, nuestras custodias y nuestros objetos sagrados? Siempre ha sido propensión de los salvajes destruir lo que no pueden crear, ¡pero eso se ha terminado! ¡Los bárbaros tienen su merecido! ¡La bestia de la conspiración liberal-masónica ha sido descabezada y la paz retorna hoy a nuestro país y nuestros hogares gracias a la benevolencia del Altísimo!

»Los jesuítas bendecían a los criminales y condenaban a las víctimas, saludaban al terror del Gobierno, estimulaban la represión e incitaban la denuncia. Y de esa cuenta, la vida fue volviendo a su falta de pulso, y las mentes, a su habitual desidia. La sujeción política de los humildes tenía lugar en los templos, desde los cuales el quietismo volvía a tutelar nuestro postergado confín.

»Todo se deterioró a raíz de aquella abominable ignominia. El correo clandestino comenzó a ser irregular. Los caballos de
Don Chema
Samayoa tenían dificultades para acercarse a Tívoli. Y las cartas de Néstor empezaron a espaciarse y, cosa muy rara en él, a ser cada vez más breves.

»Cierto día de diciembre, recibí la más corta de cuantas había recibido hasta entonces. Me llegó por correo ordinario, no por el de doña Soledad. Había sido remitida desde Veracruz. Venía sin firma, sin encabezado ni fecha y decía más o menos así:

Amada mía: Soy hombre paciente, pero en modo alguno resignado, y he dispuesto hoy obrar en consecuencia. No tendrá noticias de mí durante un tiempo. Lamento no poder ser más explícito. Todo cuanto puedo decirle por ahora es que las luciérnagas han empezado a reunirse y que yo formo parte de su enjambre. Prepárese a escuchar toda clase de rumores adversos, pero tenga confianza en mí. Pronto llegará la luz y, con su fulgor, el sueño que los justos anhelan. No me olvide, amor mío.

«Intuí que la existencia de Néstor había adquirido un propósito que yo no alcanzaba a descifrar. Sus titubeos acerca de qué hacer con su vida parecían haberse disipado. Aquella carta rezumaba una seguridad y una fuerza para mí desconocidas y, en aquellas pocas líneas, parecía palpitar el impulso que necesitaba para escapar del destierro.

»Todos tenemos un momento así a cierta edad y aquél, sin duda, fue el suyo. Néstor no estaba hecho para la vida rutinaria y mediocre que le procuraba el exilio. Ansiaba volver a Guatemala y rehacer su vida aquí. Su freno había sido su templanza y también la inseguridad en sus propias fuerzas. Pero, tras la muerte de Cruz, dejó de ser la persona que yo había conocido.

»Pasó el verano, vinieron las lluvias y una tarde de intenso aguacero nos llegó una nota de doña Cristina Sabo-río, la esposa de don Miguel García Granados, indicando escuetamente que deseaba hablar con nosotras. La cita nos extrañó, pues el club de damas había dejado de reunirse.

»Debió de ser hacia septiembre del 70. Doña Cristina acababa de regresar de Chiapas, adonde había viajado para encontrarse con su esposo, quien llevaba más de un año en el exilio. Nos recibió con la amabilidad y cortesía habituales, pero en lugar de hacerlo en la sala principal, nos llevó a un cuarto pequeño y apartado, lejos de la servidumbre y las visitas. Una vez allí nos dijo con mucho misterio que don Miguel ultimaba los preparativos de una invasión al país para derrocar a Cerna.

»—Pero no como la de Cruz —se apresuró a aclarar—. No con una chusma de indios analfabetos armados con machetes y lanzas, sino con nuestra propia gente. Un ejército formal y en condiciones. Con oficiales y armas modernas. Por eso las he llamado. Tenemos que volver a organizamos, conseguir dinero y ayudas. Ésta es nuestra última oportunidad. O sacamos al Gobierno ahora o nos aguarda una noche más larga y más negra que la de los últimos treinta años.

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