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Authors: Adam Fawer

Tags: #Ciencia-Ficción, Intriga, Policíaco

El Teorema (51 page)

BOOK: El Teorema
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El líquido helado corrió por su brazo, camino del cerebro. Tras su estela, su cuerpo flotó en la nada. El brazo, el hombro y luego… ¡uau! Desaparecieron las preocupaciones. Todo estaba de perlas. La rodilla dejó de latirle, desapareció el dolor en la espalda, las molestias en el cuello se esfumaron. Notaba la mente entumecida pero la sensación era deliciosa, absolutamente deliciosa.

En el rostro de David apareció una sonrisa. Comenzó a reírse. Eso hizo que los párpados tiraran de los sujetadores, pero no le importó. Si antes le hacían un daño tremendo, ahora le hacían cosquillas. Todo le hacía cosquillas. Se sintió invadido por la euforia y suspiró. Ahora comprendía que no había nada importante. Le parecía absurdo que antes se preocupara tanto.

De pronto sintió mucho sueño. Quería cerrar los ojos y dormir, pero no podía porque… bueno… sencillamente no lo recordaba. Tampoco tenía importancia; se dijo que podía dormir incluso con los ojos abiertos. Eso sería fantástico, dormir con los ojos abiertos.

Realmente… fantástico…

Capítulo 32

Nava apretó con fuerza la culata de la pistola mientras el ascensor subía al sexto piso. Se colocó ligeramente de costado, para no quedar directamente a la vista cuando se abrieran las puertas. El ascensor se detuvo con un suave chasquido metálico y las puertas se abrieron.

La cabina estaba vacía.

Antes de entrar, miró el techo para asegurarse de que no hubiera ninguna sorpresa. No había más que tres círculos de luz fluorescente junto con una pequeña cámara de vigilancia. Agachó la cabeza y cuadró los hombros cuando entró en la cabina. Con la gorra de béisbol y el mono gris, consideró que podría pasar por un hombre para cualquiera que estuviese delante del monitor de la cámara.

Entró en la cabina y apretó el botón de «SS». Las puertas se cerraron y el ascensor inició su descenso al subsuelo. Notó un tirón en el estómago cuando el ascensor se detuvo. Empuñó el arma oculta en el bolsillo del pantalón y sintió el frío del metal a través de la tela.

Se abrieron las puertas y tardó una fracción de segundo en evaluar el entorno. La habitación era pequeña, no tenía más de doce metros cuadrados, con el suelo y las paredes blancas. Una puerta blindada con un escáner de huellas dactilares. Una mesa en forma de «L» color gris plata y una hilera de pequeños monitores en blanco y negro.

Había dos guardias sentados detrás de la mesa. A diferencia del guardia del vestíbulo principal, estos dos eran peligrosos: jóvenes, atléticos con el pelo muy corto. Era obvio que se trataba de mercenarios; uno era hispano y el otro anglosajón. Nava adoptó una expresión aburrida y caminó con toda naturalidad hacia ellos. Dejó el paquete sobre la mesa con una mano mientras con la otra empuñaba la pistola.

—Traigo un paquete para el doctor Forsythe —explicó. El guardia anglosajón miró a su colega hispano, sin saber cómo actuar. El hispano estaba al mando. Era bueno saberlo. Nava sacó la pistola y le disparó al cuello.

El hombre no tuvo tiempo de sorprenderse. Se desplomó en la silla y la sangre brotó en el punto donde el dardo sedante le había atravesado la piel. Antes de que el anglosajón pudiera reaccionar, Nava apretó la boca del cañón contra su ojo derecho. El hombre hizo una mueca de dolor.

—Pon las manos detrás de la cabeza —dijo Nava.

El hombre se apresuró a obedecerla.

—¿Cómo te llamas?

—Jeffreys.

Nava señaló con un movimiento de cabeza el escáner.

—¿Es el único que hay?

—Sí —contestó Jeffreys.

—¿Qué otras medidas de seguridad hay?

El mercenario titubeó una fracción de segundo y Nava le hundió el arma un poco más en el ojo.

—Hay escáneres por todas partes.

—¿Has apretado la alarma silenciosa?

—No.

—¿Cada cuánto te comunicas con los otros guardias?

—Cada quince minutos.

—¿Cuándo fue el último control?

—El nuestro fue a las 10.45. El siguiente será a las once. —Nava consultó su reloj. Eran las 10:47. Disponía de trece minutos. Hubiese preferido que fuesen veinte, pero tendría que apañárselas.

—¿Cuántos guardias más hay en el sector?

—Creo… —El ojo izquierdo del guardia miró hacia el techo, como si estuviese contando mentalmente—. Seis —respondió—. No, no, espera… siete. Estoy seguro de que son siete.

—¿Incluidos tú y tu compañero?

—Sí.

—¿La huella de su pulgar abrirá todas las puertas del sector? —Nava señaló al hombre tendido en el suelo. Jeffreys tragó saliva cuando comprendió el significado de la pregunta, pero acabó por responder.

—Sí.

Sin decir ni una palabra más, Nava apartó el arma del ojo del guardia y le disparó en el brazo. Jeffreys se desplomó junto a su colega. Nava se agachó detrás de la mesa y sujetó la mano derecha del hispano. Con la daga que llevaba sujeta al tobillo, le cortó los tendones laterales del pulgar y metió la punta de la daga en la articulación; el pulgar se desprendió fácilmente y brotó un chorro de sangre.

Nava se limpió las manos en el uniforme del hombre. Luego cortó un par de tiras de tela de la manga. Una la utilizó para envolver el pulgar y la otra para vendar la mano herida. No podía creer que su fuente se hubiera olvidado de mencionarle los escáneres. Por fallos como éste prefería hacer su propio reconocimiento del terreno. Se preguntó qué otra cosa se habría olvidado. No tardaría en averiguarlo.

Se acercó a los monitores y buscó en las pantallas hasta dar con lo que le interesaba. David. Sus ojos miraban al techo, aunque parecía estar inconsciente. Su pecho se movía rítmicamente. En un pequeño rótulo blanco en la esquina inferior derecha de la pantalla aparecía escrito «CIO». Estaba a punto de marcharse cuando le llamó la atención otra de las pantallas.

Jasper. Lo mismo que David, estaba sujeto a una silla de metal reclinable, con los ojos abiertos. Sin embargo, a diferencia de éste, parecía estar consciente. Mantenía el entrecejo fruncido y le temblaban las manos. Se compadeció de su sufrimiento. El monitor indicaba que se encontraba en D8. El ala D, muy lejos de David. Era extraño que tuvieran a los prisioneros tan separados. No tendría tiempo para salvarlos a los dos.

Consultó su reloj: las 10.48. Le quedaban doce minutos. Tendría que darse prisa.

Nava miró a lo largo del pasillo. Como el recibidor, todo era de un blanco casi cegador debido a la intensidad de las luces fluorescentes. El pasillo tenía una longitud aproximada de veinte metros y se bifurcaba al final. Cuando llegó allí, oyó las voces profundas de dos hombres. Se detuvo para pensar. No quería aparecer y disparar sin más; si se le escapaba uno, corría el riesgo de que hiciera sonar la alarma.

Si conseguía incapacitarlos a los dos, sin recurrir a los disparos, podría esconder los cuerpos en alguna habitación. Pero si uno de los hombres conseguía efectuar un disparo, se acabaría el rescate. Tenía que tomar una decisión.

Se decidió por no utilizar las pistolas. Guardó las armas y se preparó para el combate cuerpo a cuerpo. Luchaba mucho mejor sin estorbos, pero si las cosas se ponían feas siempre podía recurrir a la daga.

Primero, necesitaba separarlos. Sería mucho más sencillo imposibilitar a uno antes de que el otro supiera lo que pasaba, y después atacar al segundo. Retrocedió unos pasos y se ocultó en el hueco de una de las puertas. Luego estornudó, o fingió un estornudo. Era un truco muy viejo, pero la experiencia le había enseñado que sólo los mejores trucos sobrevivían para llegar a viejos.

La conversación de los hombres cesó de inmediato. Ella casi sentía cómo escuchaban, con los oídos atentos al más mínimo ruido. Contuvo el aliento.

—¿Has oído eso?

—Parecía un estornudo.

—Sí. Quédate aquí. Iré a comprobarlo.

Oyó el ruido de las pisadas que se acercaban por el pasillo. Nava esperó a tenerlo casi a su lado. Se miraron el uno al otro durante una fracción de segundo antes de que ella atacara. El hombre medía casi un metro noventa, pesaba alrededor de ciento diez kilos, tenía el pelo rubio, una frente alta y empuñaba una pesada porra que de inmediato descargó contra la cabeza de la muchacha. Nava se adelantó y le sujetó el antebrazo con ambas manos. Continuó moviéndose hacia adelante al tiempo que le retorcía la muñeca con todas sus fuerzas con la intención de lanzarlo por encima del hombro.

Pero era demasiado rápido; levantó el otro brazo y le descargó un tremendo golpe en el pecho con el canto de la mano que le cortó la respiración y la obligó a soltarle la muñeca. Sólo le quedaba un segundo antes de que el otro guardia dedujera que algo no iba bien. No había tiempo para florituras.

Le sujetó los hombros y le descargó un tremendo rodillazo en la entrepierna que le aplastó los testículos contra la pelvis. El color ya había desaparecido de su rostro cuando Nava le propinó un brutal directo a la barbilla que lo dejó inconsciente. Se desplomó como un castillo de naipes.

—¿McCoy, estás bien? —gritó una voz un segundo después de que la porra del guardia chocara ruidosamente contra el suelo. Si el otro era listo, haría sonar la alarma antes de investigar. Pero dado que la mayoría de los tipos que se dedicaban a ese trabajo no destacaban por la inteligencia, Nava supuso que tendría una oportunidad. Recogió la porra de McCoy, corrió hasta el final del pasillo y dobló en la esquina.

El segundo guardia era mucho más bajo, pero tenía el físico de un levantador de pesas. Nava le arrojó la porra a las rodillas sin mucha fuerza. En un acto reflejo, el hombre se agachó para cogerla y quedó expuesto al ataque. Fue un error que nunca más volvería a cometer.

Nava se volvió de lado y como si fuese la coz de una muía, lo golpeó con el tacón en la sien. El guardia no cayó, pero el golpe consiguió desorientarlo durante unos segundos, que era todo lo que ella necesitaba. Le golpeó en el cuello con el codo y luego le destrozó la mandíbula de un rodillazo.

El hombre se desplomó, inconsciente.

Un minuto más tarde, después de administrarles un anestésico, a cada uno arrastró a los guardias hasta una habitación. Se quitó la gorra y se puso una bata blanca de laboratorio que le iba grande. Reanudó la marcha hacia CIO.

Después de atravesar la siguiente puerta de seguridad, entró en otro pasillo blanco brillantemente iluminado que parecía no tener final. Era angosto, apenas si había espacio para que dos personas caminaran a la par. Cada tres metros, había una puerta a la derecha. Dos hombres montaban guardia a ambos lados de ella, a unos treinta metros de distancia. Nava supuso que era la que correspondía a CIO.

Mientras avanzaba por el pasillo, consideró las pocas opciones a su alcance. Era obvio que una maniobra de distracción no funcionaría, dado que no había ningún lugar donde ocultarse. Quizá podría acercarse lo suficiente para dispararles con la pistola anestésica, pero lo dudaba. La lucha cuerpo a cuerpo era otra opción. Por el lado positivo, la estrechez del pasillo le daría una pequeña ventaja, porque podría maniobrar mejor en un espacio pequeño que los dos gigantones. Pero la estrechez también significaba que si caía no tendría dónde refugiarse. Caerían sobre ella en un santiamén.

No, la lucha cuerpo a cuerpo era arriesgar demasiado. Librarse de los otros guardias había resultado relativamente sencillo, pero la suerte podía abandonarla en cualquier momento. Su mayor ventaja era la sorpresa, y tenía que aprovecharla. Dejó caer la carpeta que llevaba y las hojas se desparramaron por el suelo delante de la habitación C6. Uno de los guardias miró en su dirección, pero la descartó al tomarla por una de las protegidas de Forsythe. Nava comenzó a recoger los papeles de espaldas a los centinelas y aprovechó para pasar disimuladamente la pistola con silenciador de la funda de debajo de la axila a uno de los bolsillos de la bata.

Hubiese preferido emplear la pistola anestésica, pero no había margen para el error; con una bala, incluso si el disparo no era preciso, conseguiría debilitar al objetivo. Por desgracia, como los guardias estaban en la misma línea, sólo tenía un blanco despejado. Necesitaba acercarse más.

Acabó de recoger los papeles y caminó de nuevo hacia los guardias. Mantuvo la cabeza baja para fingir que se avergonzaba de su torpeza y dejó que su larga cabellera le cayera sobre el rostro. C8. Sólo le faltaban seis metros para el contacto. Bajó una mano y la metió en el bolsillo con toda naturalidad.

C9. Tres metros.

Tocó el frío metal y pasó los dedos rápidamente por la boca del cañón antes de sujetar la empuñadura. Se detuvo y miró a los guardias con timidez cuando llegó a la puerta. El más alto de los dos era delgado, con los músculos bien marcados. No había ninguna duda de que sabía valerse. El otro tenía la constitución de un tanque. Oyó el rumor de una voz en el auricular que llevaba.

—Aquí, Dalton —respondió. Nava tensó los músculos. Si habían encontrado a los otros dos guardias, necesitaba atacar en ese momento. Pero no podía arriesgarse a que el desconocido interlocutor oyera el alboroto. Decidió esperar, a sabiendas de que si alertaban a Dalton, ella lo vería en sus ojos antes de que tuviesen tiempo de reaccionar.

—Sí, comprendido —manifestó Dalton. Cortó la comunicación. Su mirada era amenazadora, pero Nava no advirtió ningún cambio.

—¿Puedo ayudarla, señorita? —preguntó el guardia delgado, con una voz profunda y desafiante.

—Me envían para que examine al paciente —contestó Nava con su mejor voz de niña inocente y nerviosa.

El hombre la miró como si ella fuese la persona más estúpida del planeta.

—Esta es una zona restringida. Usted…

Dejó de hablar cuando la bala le abrió un agujero en el pecho.

Nava movió el arma hacia Dalton pero él le cogió la muñeca y el disparo salió desviado hacia lo alto. El proyectil atravesó el techo, y una lluvia de trozos de plástico y los cristales de una de las luces cayó sobre ellos. Dalton le retorció la muñeca y la pistola cayó al suelo. Con la otra mano le sujetó la garganta al tiempo que se lanzaba hacia delante para estrellar su cuerpo contra la pared.

La cabeza de Nava rebotó contra ésta con un golpe hueco. Comenzó a boquear a medida que la mano del hombre aumentaba la presión. Nava tenía la mano derecha aplastada contra la pared y Dalton estaba demasiado cerca para que ella pudiera utilizar los pies. Lo golpeó en los riñones con la mano libre, pero él ni parpadeó. Notaba su aliento caliente en la piel mientras continuaba estrangulándola. El reconocimiento apareció súbitamente en su rostro cuando la miró a los ojos.

BOOK: El Teorema
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