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Authors: César Vidal

Tags: #Historico

El testamento del pescador (2 page)

BOOK: El testamento del pescador
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II

Han pasado ya años pero aún me parece sentir sobre las sienes la misma insoportable presión que sufría la mañana que tuve que comparecer ante el césar Nerón. Me decía interiormente que había bebido en exceso a la vez que lamentaba la deplorable impericia del esclavo que me masajeaba torpemente el cráneo para librarlo de aquel dolor. Mientras me vestía, intenté recapitular todo lo que mi memoria había ido almacenando en relación con los egipcios y su repugnante religión. En trabajosa procesión desfilaron por mi mente las repulsivas momias y las estatuas ciclópeas, los gigantescos templos de gélido interior y los hieráticos sacerdotes de vestiduras de lino, los extraños signos escritos con que llenan interminables paredes y columnas y el desasosegante culto a animales cuya simple visión revolvería el estómago de cualquier mortal. Sí, todo eso lo recordaba bien pero no podía decir lo mismo de sus divinidades. ¿Anubis era el de la cabeza de chacal o, por el contrario, se trataba del dios halcón?

¿Isis era la diosa que había buscado infructuosamente el pene de su esposo o ésa era Sejmet? Por más vueltas que le daba no conseguía que aquellos datos se esclarecieran y llegué a temer que aquel esfuerzo me llevara a perder la cabeza. Bueno, no tenía sentido atormentarme de aquella manera. Respiré hondo y salí a la calle, donde me esperaba una silla gestatoria. Roma no ha mejorado en nada desde aquel entonces. También en la época —que tantos recuerdan con afecto— del césar Nerón la ciudad ya estaba llena de desocupados que no trabajaban fundamentalmente porque les resultaba más grato vivir a costa del erario público. Vagos y charlatanes, aquellos romanos estaban dispuestos a seguir a cualquiera que no tuviera la osadía de señalarles que debían mantenerse mediante el esfuerzo propio y no gracias a los impuestos que pagaban los demás. No pude evitar el sentir una profunda sensación de asco al contemplarlos. Yo había combatido y arriesgado mi vida durante años para mantener las virtudes que habían convertido a Roma en el imperio más importante del orbe pero, nos gustara o no, cada vez nos parecíamos menos al pueblo que había derrotado a Pirro, a Aníbal y a Mitrídates. Saberlo no sólo no me dejaba indiferente. En realidad, me provocaba una insoportable mezcla de tristeza e ira.

Mientras me hallaba sumido en pensamientos tan poco halagüeños, la silla bamboleante gestatoria se detuvo ante la morada del césar. Ni que decir tiene que los esclavos estaban más que al tanto de mi llegada y que me franquearon la entrada y me condujeron hacia mi destino con correcta aunque fría soltura. Fui así a parar a una sala espaciosa y diáfana cuyo suave frescor contrastaba con la calígine de las calles. Bien, resultaba obvio que el césar Nerón no disfrutaba con el sofocante calor romano y sabía además cómo acondicionar sus moradas para librarse de su áspero abrazo.

—¿Vitalis?

La mención de mi nombre me hizo girar la cabeza para descubrir a mi inesperado interlocutor. Respondí afirmativamente a la vez que realizaba el obligado saludo marcial.

—Pensaba que serías más alto —dijo el recién llegado con un deje de desilusión— y… y algo menos gordo.

Dio unos pasos hacia mí y, finalmente, se detuvo a una distancia suficientemente corta como para que pudiera percibir un aroma dulzón similar al de un campo de rosas o al de un ramo de lilas en sazón. Siempre he soportado mal los perfumes, incluso cuando se derraman sobre la piel de las mujeres, y el descubrirlo ahora en aquel hombre no hizo que disminuyera mi habitual reacción de desagrado.

—Me han hablado muy bien de ti, Marco junio Vitalis —dijo mientras se apartaba y me lanzaba una mirada de arriba abajo que me hizo sentirme como una res llevada al mercado—. Al parecer tienes bastante experiencia en Oriente. ¿Te llaman «Asiático» por eso, verdad?

—Así es —respondí mientras me preguntaba por la identidad de aquel personaje oloroso, afeminado y pálido.

—Yo soy el césar —exclamó entonces mi acompañante a la vez que me sumía en el más profundo de los estupores— y necesito tus servicios.

—Tus deseos son órdenes para mí, césar —respondí mientras reprimía la impresión desagradable que aquella extraña figura me había provocado en los instantes anteriores.

A su agobiante perfume unía el uso de unas vestimentas vaporosas de un color peculiar que con aquella luz extraña lo mismo hubiera podido ser púrpura que malva. Para colmo, estaba aquella barba extraña. Confieso que soporto mal esa moda griega de no rasurarse el rostro. Es sucia y fea aunque los helenos se empeñan en presentarla como algo varonil —¡varoniles los griegos!— y hermoso. Al parecer, el césar había abrazado esa costumbre, aunque justo era reconocer que, por lo menos, no la seguía hasta el final y conservaba una barba limitada casi a una línea delgada de pelos rizados que le bordeaba el rostro partiendo desde ambas sienes. Horror por horror, mejor que fuera pequeño.

—Bien, bien, Vitalis —dijo el césar con gesto de aprobación a la vez que se arrellanaba voluptuosamente en un mullido triclinio. Respiró hondo, juntó las yemas de los dedos, me clavó la mirada y preguntó:

—¿Qué sabes de los judíos?

Por un instante guardé silencio. ¡Los judíos! ¿Por qué deseaba el césar Nerón averiguar algo sobre aquel pueblo bárbaro y extraño? Lo sensato era que hubiera querido ampliar sus conocimientos sobre los egipcios, pero los judíos…

—Son un pueblo bárbaro… —comencé a decir.

—Sé que son un pueblo bárbaro —me interrumpió el césar mientras sus ojos despedían una lucecilla brillante.

Tragué saliva y proseguí:

—Adoran a un solo dios que no puede ser representado —proseguí intentando aparentar una calma que no sentía— y que, según afirman, les ha dado diversas leyes. Por ejemplo, practican la circuncisión…

—Eso ya lo sé —dijo Nerón con un gesto de evidente desagrado—. ¿Qué sabes acerca de un personaje al que llaman en griego
Jristós
?

—¿
Jristós
? —repetí—.
Jristós
significa «ungido» en lengua griega.

—Sé de sobra lo que significa en lengua griega —exclamó Nerón con voz cansina—. Pero ¿qué significa ese sujeto en la religión de los judíos?

Como si se tratara de un fogonazo me vino a la cabeza el recuerdo de una conversación que había mantenido con un judío de Alejandría, un personaje curioso que conocía sensiblemente bien la filosofía helénica y podía hablar con enorme soltura, aunque con fuerte acento, la lengua de Platón.

—El… ungido —comencé a decir— es un personaje… legendario. No ha existido nunca ni existe en la actualidad, pero los judíos llevan ya esperándolo siglos. Su llegada fue anunciada por algunos de sus hombres del pasado, una especie de Sibilas con barba que hablaban en su lengua. Había esperado que el comentario hiciera sonreír al césar, pero no pareció captar el humor implícito en mis palabras.

—¿Qué se supone que debe hacer ese ungido cuando… llegue? —preguntó Nerón con ún tono glacial.

—Fundamentalmente su labor se centrará en acabar con los enemigos de Israel e instaurar un reino de paz y justicia —respondí—. Los judíos esperan incluso que los muertos volverán a la vida para disfrutar de su gobierno.

—¿Que los muertos volverán a la vida? —indagó el césar súbitamente sorprendido—. ¿Quieres decir que sus almas regresarán de algún… lugar?

—No —respondí satisfecho por haber conseguido atrapar la atención del césar con mis comentarios—. Los judíos creen más bien que esas almas se verán revestidas por los cuerpos que tenían al morir, en otras palabras, que los cadáveres se levantarán de sus tumbas para vivir de nuevo. Una mueca de profunda repulsión deformó el nítido trazado de la recortada barbita de Nerón.

—Cuesta creer en que haya una vida después de ésta —comentó—, al menos para los que sois mortales, pero que además se levanten los cuerpos de los sepulcros… sí, definitivamente, esos judíos sostienen ideas absurdas.

—Ciertamente, césar —corroboré con una sonrisa de complicidad.

—«Asiático», ¿tienes alguna idea de cómo ese
Jristós
va a llevar a cabo sus propósitos? —preguntó.

—Noooo… realmente lo ignoro —respondí—, pero, césar, ¿qué importancia puede tener? Se trata de un dudoso personaje que es sólo fruto de una imaginación calenturienta. No ha llegado en siglos y no llegará en el futuro.

Una sombra lúgubre cruzó el rostro del césar mientras escuchaba mis palabras. Por segunda vez, sus ojos adquirieron un tono flamígero que ahora parecía unido a una frialdad pétrea.

—Vitalis —dijo con una voz neutra—, me temo que ese
Jristós
podría haber llegado ya y que ha comenzado a crearnos problemas.

III

Por un instante, fui incapaz de reaccionar frente a las inesperadas palabras que acababa de pronunciar Nerón. ¡El
Jristós
judío, el personaje anunciado siglo tras siglo por sus escritos sagrados, podía haber llegado! En realidad, esa poco verosímil circunstancia no me preocupaba especialmente, pero la referencia del césar a los problemas que pudiera causar no me resultaba tan baladí. Bien estaba que tuviéramos que soportar a los judíos entre nosotros, que contuviéramos nuestro justificado asco ante sus prácticas absurdas o que no comentáramos en voz alta lo que nos parecían sus locas creencias, pero que, por añadidura, tuviéramos que enfrentarnos con algún disturbio cruento a causa de aquel personaje… No, eso me parecía excesivo.

—Soy un leal servidor de Roma —respondí imprimiendo a mis palabras la mayor resolución.

—No me cabe duda, Vitalis —dijo el césar—, por eso te he llamado. El tal
Jristós
nació hace ya varias décadas y por lo que he podido averiguar fue debidamente ejecutado por el gobernador Poncio Pilato… Pilato… sí, había oído hablar de él cuando había estado en Judea. Los judíos conservaban en general un pésimo recuerdo de su gobierno, pero la sensación que yo tenía era la de que había logrado mantener inquebrantable el orden en medio de unas condiciones nada fáciles. No me extrañaba un ápice que se hubiera desembarazado del
Jristós
.

—Todo indicaba que el final era la cruz —prosiguió el césar—, pero, de manera incomprensible, los seguidores del
Jristós
no se desbandaron. Por alguna razón que desconozco, en lugar de desaparecer crecieron y crecieron, se expandieron y se expandieron hasta llegar aquí, a la misma urbe de Roma.

Guardé silencio. Conocía suficientemente la historia como para saber que los rumores que afirmaban que Espartaco, el gladiador rebelde, no había muerto no habían dejado de crear problemas a Roma durante un tiempo. Pero la persistencia de los seguidores del
Jristós
era otra cuestión. Si era Pilato el que lo había crucificado significaba que ya podían haber pasado treinta años desde su muerte. Parecían demasiados para que aún contara con partidarios.

—De cualquier forma —prosiguió el césar— creo que el problema está a punto de resolverse. Hace apenas unos días cayó en nuestras manos uno de los caudillos del movimiento.

—¿Romano? —pregunté sorprendido e inmediatamente me arrepentí de la falta de respeto que significaba interrumpir al césar y, sobre todo, formularte una cuestión.

—No —respondió Nerón sin advertir en apariencia la incorrección de mi comportamiento—. Es, como cabía esperar, un judío. Al parecer, durante años llevó a cabo sus fechorías en Asia y sólo llegó a Roma recientemente. Sin embargo, conoció personalmente al crucificado y eso le proporciona un prestigio especial que no me resulta difícil comprender. Si estuvieras en mi lugar, ¿qué harías con ese hombre?

—Si se tratara de un sedicioso no dudaría ni un instante en proceder a su ejecución —respondí prontamente—. No podemos permitir que el imperio se vea sometido al menor peligro por culpa de unos fanáticos.

—Tienes razón —reconoció el césar—, pero por lo que llevo visto hasta ahora los seguidores del
Jristós
no constituyen un grupo normal. He decidido ocuparme personalmente de la instrucción de la causa de ese hombre, obtener el máximo de información posible y sólo entonces actuar en consecuencia.

Asentí perplejo tras escuchar aquellas palabras. Sin duda, la acción del césar no era habitual ya que, por lo común, bastaba la justicia ordinaria para acabar con cualquier amenaza que se presentara contra el imperio. Con todo, en aquel comportamiento inesperado me pareció percibir una buena señal. El aspecto externo de Nerón podría no ser el que yo consideraba más apropiado para un romano pero sus frases dejaban de manifiesto que era mucho más agudo de lo que hubiera podido parecer a primera vista y que, desde luego, ningún protocolo iba a impedirle cumplir con lo que consideraba que era su deber.

—Ahí es precisamente donde entras tú, Vitalis —dijo el césar saltando con agilidad desde el mullido triclinio—. Quiero que seas un asistente de la instrucción, que me busques todos los datos que puedan resultar pertinentes para acabar con ese hombre y, sobre todo, que tomes nota de todo a fin de que no pueda quedar lugar a dudas sobre la justicia de la condena, caso de pronunciarse.

En ese momento, de buena gana le hubiera dicho que nada de aquello me parecía necesario ya que incluso opinaba que resultaba excesivo que el príncipe en persona se ocupara de semejante causa. Sin embargo, la oportunidad que se me brindaba de trabajar a su lado y de mostrarle mi celo y competencia me parecía demasiado atractiva como para desaprovecharla.

—César —dije con el tono más firme que pude—, estoy totalmente a tus órdenes.

—Lo sé, Vitalis, lo sé —comentó Nerón mientras se apartaba del triclinio y se acercaba hasta mí—. Va a tratarse de un trabajo arduo pero no me cabe duda de que lo realizarás a la perfección. De momento, y antes de que se inicie la investigación con los interrogatorios obligados, necesito que recojas toda la información necesaria sobre el movimiento y me la entregues.

—Así se hará, césar —respondí—. ¿Qué plazo tengo para llevar a cabo ese informe preliminar?

—Dos días —dijo Nerón con la misma tranquilidad con que respiraba. Luego cubrió la escasa distancia que mediaba entre nosotros y posó su diestra en mi hombro.

—No me cabe ninguna duda de que no me defraudarás.

¿Defraudarle? Maldecirle fue lo que hice un millar de veces antes de llegar a mi casa después de nuestra entrevista. ¿Cómo podía yo reunir información sobre el movimiento de los seguidores del
Jristós
en un espacio tan breve de tiempo? De buena gana me hubiera encerrado entre cuatro paredes y hubiera comenzado a trasegar jarra tras jarra de vino hasta que hubiera desaparecido la indignación que se había apoderado de mí. No podía hacerlo. En realidad, necesitaba tener la mente más clara que nunca.

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