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Authors: César Vidal

Tags: #Historico

El testamento del pescador (3 page)

BOOK: El testamento del pescador
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¿Quién podía ayudarme a salir de aquel atolladero?

Me hallaba a punto de traspasar el umbral cuando el nombre de Livio Marcio Roscio me vino a la cabeza con la misma claridad que el rayo luminoso que rasga el firmamento negro en medio de la silenciosa noche. Sí, claro, ciertamente si existía alguien que pudiera sumergirse en medio de los atestados archivos imperiales y arrancarles la información que pudiera abrigar sobre aquellos seres extraños sin duda se trataba de Roscio. El problema fundamental residía en el hecho de que ya era un hombre de cierta edad cuando yo había abandonado la ciudad unos años atrás y no tenía ninguna razón para esperar que estuviera vivo. ¡Tenía que estarlo!

Durante el breve tiempo que restaba de luz solar mis esclavos y asistentes se entregaron a la nada fácil tarea de dar con Roscio. Les informé de que sería absurdo que lo buscaran en tabernas, lupanares o mercados de esclavos. Ésos eran lugares donde cabía la posibilidad de hallar a senadores, caballeros o legionarios pero no a mi extraño conocido. No. Si deseaban dar con la pista que les condujera ante su presencia lo más seguro sería que se dirigieran a los vendedores de libros. Aún recuerdo el gesto de extrañeza absolutamente total con que mis laboriosos fámulos escucharon aquellas palabras antes de salir de mi casa. Sin embargo, yo estaba convencido de no equivocarme y, efectivamente, no erré en mis apreciaciones. Dieron con él precisamente cuando regateaba con un tozudo campesino por el precio de unos añosos y amarillentos manuscritos redactados en etrusco, un lenguaje ya muerto que muy pocos de nuestros eruditos conocían aún.

—Sí, sé a quiénes te refieres —me dijo pensativo una vez que le hube explicado la misión que me había encomendado el césar—. Los seguidores del
Jristós
son conocidos como los nazarenos y también como cristianos, aunque ellos prefieren referirse a sí mismos como la gente del Camino.

—¿Nazarenos? ¿Cristianos? ¿La gente del Camino? ¿Estás seguro de que hablamos del mismo grupo? —indagué un tanto suspicaz.

—Sin ningún género de dudas —respondió Roscio—. El nombre de nazarenos deriva de Nazaret, un poblachón de Galilea donde vivió su fundador, un tal Jesús; cristianos no es sino una adaptación a nuestra lengua de un término griego, el de seguidores del
Jristós
o ungido…

—¿Y lo del Camino?

—Eso es lo más fácil de explicar —respondió Roscio—. Pretenden que su religión no es un conjunto de ritos o creencias sino una forma de vida, una manera de comportarse en esta existencia para agradecer que Dios les ha regalado ya la futura.

—Sin duda, son gente extraña —dije un tanto sobrecogido por las raras palabras que acababa de escuchar.

—¡No lo dudes! —reconoció Roscio—. ¿Sabes cómo llaman a los lugares donde colocan a sus muertos?

Negué con la cabeza. Lo ignoraba pero además tampoco me hubiera importado que así fuera de no tener que acumular para el césar información sobre aquel extraño movimiento.

—Nada más y nada menos que cementerios —respondió Roscio conteniendo a duras penas una carcajada.

—¿Cementerios? —pregunté dubitativo—. ¿Utilizan la palabra griega para los dormitorios?

—Exactamente —dijo Roscio—. ¡Creen que los cuerpos de los muertos están dormidos a la espera de ser levantados a la vida por su
Jristós
!

Ya conocía lo que los judíos pensaban sobre los muertos y de ello le había hablado a Nerón, pero que los nazarenos además consideraran que los cadáveres sólo dormían… Bueno, sin duda, aquello era añadir el mal gusto a lo absurdo.

—¿Crees que podrás reunirme toda la información posible sobre ellos? indagué.

—Sí, si consigo sobornar a los funcionarios debidos —respondió con la misma tranquilidad con que podría haber descrito el estado del tiempo. Me aparté de él unos pasos hasta llegar al diminuto templete de los lares que descansaba en uno de los rincones más tranquilos de la estancia. No hubiera podido decir sin lugar a dudas si creía en aquellas divinidades familiares que custodiaban mi hogar, pero sí sabía que el dinero que colocara a su lado disfrutaba del carácter de lo sacrosanto y que, difícilmente, un ladrón se habría atrevido a caer, a la vez, en el hurto y la profanación. Abrí una de las portezuelas del mueble consagrado y extraje un saquete de sobado cuero. Lo sopesé por un instante y luego se lo lancé con gesto rápido a Roscio. Lo atrapó al vuelo y con un simple movimiento de muñeca calculó su contenido.

—Creo que con esto habrá bastante —respondió—, pero no puedo asegurarlo. Si necesito más dinero, no dudaré en pedirlo. No rechisté. Conocía a Roscio desde hacía el suficiente tiempo como para saber que, a diferencia de la mayoría de los romanos, era honrado, no se dejaba corromper y no malgastaba el dinero.

Pasé el resto del día intentando controlar la impaciencia que me provocaba aquella ansiosa búsqueda en la que no podía colaborar ni poco ni mucho, viéndome obligado a adoptar el cometido de mero financiador. Así llegó la noche —en la que apenas pude conciliar el sueño— y amaneció un nuevo día y Roscio no hizo acto de presencia.

Soporté la inacabable espera con un talante que iba empeorando a medida que pasaban las horas. Cuando el rojizo sol comenzó a ocultarse tras la sinuosa línea del horizonte, apenas podía controlar una impaciencia sorda que me mordía como si fuera un perro hambriento y, a la vez, insaciable. Comencé entonces a vaciar copa tras copa de vino itálico mientras me preguntaba sobre lo que me depararían los Hados si durante la jornada siguiente no disponía de la suficiente información como para contentar al césar Nerón.

No menos de tres jarros habían desaparecido ya en mi gaznate cuando sobre Roma descendió un espeso silencio que sólo ocasionalmente se veía roto por los cantos desafinados de algún grupo de borrachos desorientados. Roscio, por supuesto, seguía sin aparecer y en medio de los suaves vapores de mi dormilona embriaguez comencé a sentir un pesar profundo mezclado con una melancolía áspera que me oprimía despiadadamente el corazón extrayendo de su interior los recuerdos más diversos. Me encontraba sumido en una curiosa remembranza infantil cuando unos pasos apresurados me devolvieron al mundo solitario en que el miedo y la desesperanza picoteaban mi corazón como hacen los buitres con la carroña.

Contemplé, primero, la negra silueta de un enjuto esclavo que se iluminaba con una tea negriamarilla pero antes de que pudiera abrir la boca, un fuerte manotazo lo apartó a un lado y ante mí quedó, recortada contra el trasluz, la blanda figura de Roscio. Sus vestimentas estaban tan sucias que hubiérase dicho que había caído en una zanja de camino para mi casa.

—Estimado Vitalis —dijo con una sonrisa—, he encontrado lo que me pediste.

IV

Tomamos asiento al lado de una mesa sobre la que Roscio fue desplegando los variopintos pergaminos que había traído ocultos en el interior de una gastada bolsa de tela áspera. Nadie hubiera podido negar que había aprovechado de la mejor manera cada minúsculo rincón de su material de escribir valiéndose de una letra pequeña y apretada. Difícilmente hubiera logrado otra persona dejar constancia de tanto en un espacio tan reducido.

—Como te dijo el propio césar Nerón —comenzó Roscio—, el fundador de los nazarenos fue un judío ejecutado por orden de Poncio Pilato durante el principado de Tiberio. Las razones de su crucifixión no resultan del todo claras pero parece ser que fueron los miembros del Sinedrio, una especie de senado de su nación, los que lo entregaron a nuestro gobernador.

—Pero eso no terminó con sus seguidores…

—En absoluto —aceptó Roscio—. No sólo no acabaron con ellos sino que a los pocos años se habían establecido en Roma. De hecho, el césar Claudio ya tuvo algunos problemas con ellos.

—¿Claudio? —exclamé sorprendido—. Nunca se me hubiera ocurrido que le interesaran estas cosas.

—Mucho más de lo que te puedas imaginar —dijo Roscio aumentando mi curiosidad—. Hace una década, más o menos, decidió incluso expulsarlos de Roma.

—¿Por qué? —interrogué confuso.

—No es fácil de saber —respondió Roscio—. Tanto ellos como los judíos fueron arrojados de nuestras calles por una decisión personal suya. Quizá a quienes no podía soportar Claudio era a los judíos, en general, o quizá no aguantaba que discutieran los partidarios y los adversarios del
Jristós
.

—¿Esa orden se revocó? —pregunté.

—Sin duda, la prueba es que se puede encontrar judíos y nazarenos por las calles de Roma sin ninguna dificultad.

—¿Y en el resto del imperio? —indagué.

—Han desarrollado una notable actividad y por lo que he podido averiguar no han sido pocas las veces en que han tenido que comparecer ante la justicia —dijo Roscio mientras rebuscaba entre sus voluminosas notas.

—¿Con qué resultados?

—En general, buenos —contestó Roscio—. Por regla general, han sido otros judíos los que los han arrastrado ante nuestros tribunales por disputas de carácter religioso. En esas ocasiones, nuestros magistrados deciden que semejante conflicto no entra en el campo de sus competencias y se inhiben. Existe un personaje… sí, aquí está… aquí lo tengo. Eché un vistazo a las manos de Roscio y vi que apilaba un material abundante que no era menos de la mitad del total.

—Se trata de un ciudadano romano —prosiguió Roscio— aunque de origen judío llamado Paulo. Por lo visto, su padre sirvió como abastecedor de tiendas de campaña para nuestras legiones acampadas en Asia Menor y en señal de gratitud se le concedió la ciudadanía romana. Durante años, ese Paulo perteneció a uno de los grupos religiosos en que se dividen los judíos, pero, ¡paf!, de repente un día se convirtió en un seguidor del
Jristós
.

—¿Se conocen las razones? —pregunté.

—Se conoce lo que este hombre dice —respondió Roscio—, pretende que el
Jristós
se le apareció vivo después de ser ejecutado por Pilato.

—¿Su espíritu vino del mundo de los muertos? —exclamé más que indagué.

—No estoy seguro —contestó Roscio—. Sea como sea, parece ser que el tal Paulo es muy aficionado a relatar esa historia. Según él, esa aparición es una especie de garantía de que en algún momento futuro sucederá lo mismo con todo el género humano.

—Esa doctrina extraña y absurda me saca de quicio —comenté irritado.

—Lo comprendo —asintió mi compañero—. Hasta cierto punto se comprende que los otros judíos quisieran matarlo por ir diciendo esas cosas. Semejante locura no se merece otra respuesta. Hace unos tres años intentaron asesinarlo en Jerusalén y tuvieron que intervenir nuestros soldados para evitarlo.

—¿Y?

—Nuestros funcionarios en la zona no constituyen un ejemplo de probidad —comenzó a decir con cuidado Roscio.

—Lo sé de sobra pero preferiría que te centraras en nuestro tema.

—El caso es que Félix, nuestro hombre en la región, lo tuvo casi dos años a la espera de juicio. Al parecer, esperaba que el tal Paulo le diera dinero a cambio de que lo dejara libre…

—Pero Paulo no quiso o no pudo hacerlo… —intuí.

—Efectivamente y cuando Félix abandonó el cargo, Paulo seguía detenido. Finalmente, en la época de Festo, el sucesor de Félix, se le sometió a proceso. Seguramente, deberían haberlo puesto en libertad porque no existía ningún cargo contra él pero, aprovechando su ciudadanía romana, a Paulo se le ocurrió apelar al césar.

—Y lo enviaron a Roma, supongo.

—Efectivamente. Tras un viaje accidentado que incluyó hasta un naufragio llegó aquí. No se le levantó la vigilancia, pero se le autorizó para que recibiera a gente y se comunicara libremente con los que desearan visitarlo. Ya sabes que nuestra ley es benévola para con los ciudadanos antes de que se les encuentre culpables.

—¿Cuál fue el resultado del proceso? —pregunté pasando por alto el comentario final de Roscio.

—Eso es lo mejor —dijo mi amigo con una sonrisa a medias divertida, a medias desangelada—. No hubo tal proceso. Tras dos años a la espera de juicio, se cumplió el plazo legal de detención preventiva, de manera que se le puso en libertad… y voló. A decir verdad parece que le faltó tiempo para abandonar Roma.

—¿Se sabe adónde ha ido?

Roscio se encogió de hombros.

—Nada seguro pero parece que, al menos por una temporada, recaló en Hispania.

¡Hispania! Desde luego había que reconocer que aquel Paulo disponía de un notable afán viajero. Él solito se había recorrido las tierras que baña el Mare Nostrum de un extremo a otro. Lo más seguro era que a esas alturas sus cansados huesos se estuvieran blanqueando en alguno de sus innumerables rincones.

—¿Tienes noticia de que esos… nazarenos hayan estado involucrados en alguna sedición, en algún conflicto contra Roma?

—No, Vitalis, no —respondió Roscio—. En general, tengo la sensación de que son desequilibrados en los que ha hecho presa un conjunto de enseñanzas extrañas pero que, en absoluto, resultan peligrosos. Si me apuras, hasta creo que les sobran los motivos para mirar con simpatía a nuestros magistrados. He encontrado al menos dos casos en que la ausencia de funcionarios romanos fue aprovechada por sus enemigos judíos para asesinar a pedradas a alguno de sus cabecillas. Sí, aquí está… El primero fue un tal Esteban hace unos treinta años y el segundo, hace un par de años, un personaje extraño llamado Jacobo que tenía la misma sangre que su
Jristós
. Desde luego, yo no esperaría que se alzaran en armas contra nosotros salvo que se vuelvan rematadamente locos y decidan acabar con la única protección de que disfrutan en el imperio.

Roscio se entregó a detallarme a continuación alguno de los abundantes episodios de los que había sido protagonista el citado Paulo, pero a esas alturas mi interés por el extraño grupo había disminuido considerablemente. Lejos de contar en su seno con algún filósofo o con sacerdotes que practicaran complicados y mágicos ritos, todo indicaba que los nazarenos eran en su aplastante mayoría judíos que profesaban creencias raras sobre la existencia después de la muerte y que pertenecían a los sectores más humildes de la población del imperio. Quizá hubiera resultado excesivo esperar encontrar entre ellos a un Platón o a un Aristóteles, incluso a un Séneca, pero es que, por lo que me había contado Roscio, ninguno destacaba especialmente en nada que fuera interesante. El mismo Paulo no pasaba de ser un oscuro fabricante de tiendas, que había nacido ciudadano romano por la generosidad de nuestra patria y no a causa de un linaje de alcurnia y al que sus antiguos correligionarios aborrecían a causa de abstrusas doctrinas absurdas de la cabeza a los pies. ¡Y ése era el más destacado!

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