—Mateo Leví se puso tan contento porque Jesús le había invitado a seguirle —continuó Petrós— que decidió dar una fiesta a la que invitó a sus amigos. De esta manera, cuando Jesús estaba reclinado a la mesa en casa de Mateo Leví, también se hallaban presentes muchos publicanos y pecadores. También nosotros, sus primeros discípulos, nos encontrábamos allí aunque no termináramos de entender el comportamiento de Jesús. De hecho, los escribas y los fariseos, al ver que comía con los publicanos y con los pecadores, nos dijeron a los discípulos: ¿Qué es esto de que coma y beba con los publicanos y pecadores? ¿Cómo puede hacerlo? Sin embargo, cuando Jesús les oyó, dijo: Los sanos no necesitan al médico, sino los que están enfermos. Yo no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores. Reconozco que al escuchar aquellas palabras no pude evitar sentirme confuso. Que Jesús comiera con gente de mala nota no me parecía especialmente adecuado pero tampoco me sorprendía. A fin de cuentas, el césar disfrutaba juntándose con actores, invertidos y prostitutas. Sin embargo, me parecía especialmente hiriente que se hubiera permitido indicar que toda aquella gente estaba enferma y, para remate, tuviera la pretensión de curarla. ¿Así que se consideraba un médico del alma? Desde luego ya podía serlo para ocuparse de un espíritu tan corrompido como sólo podía tenerlo un publicano. En cualquier caso, no podía ni quería dejarme impresionar y mucho menos permitir que aquel pescador, al que comenzaba a intuir más astuto de lo que aparentaba, controlara el interrogatorio. Carraspeé y dije:
—¿Y el publicano fue el último del grupo más cercano al
Jristós
?
El intérprete tradujo mis palabras y Petrós escuchó atentamente para negar con la cabeza a continuación. Luego abrió la boca y respondió a mi pregunta.
—Durante aquel tiempo, Jesús no se tomaba apenas un momento de descanso. En realidad, rara era la vez que podíamos quedamos en la misma población donde habíamos pasado la noche anterior. Sin embargo, un día se retiró a la orilla del mar en compañía de los que le éramos más cercanos. Le seguía ya entonces una gran multitud de Galilea, y de Judea, y de Jerusalén, y de Idumea, y del otro lado del Jordán, y de los alrededores de Tiro y de Sidón. Casi todos ellos acudían a su lado porque habían escuchado las cosas que hacía. Como las multitudes eran inmensas, nos tenía avisados para que le tuviéramos siempre lista una barca en la que pudiera refugiarse si se le echaban encima. La verdad es que había curado a muchos con sólo tocarlos y los que estaban poseídos por espíritus inmundos, al verle, se postraban delante de él, y daban voces, diciendo: Tú eres el Hijo de Dios.
—Responde a la pregunta que te han formulado —le interrumpí nada deseoso de que Nerón volviera a impacientarse con la inoportuna mención de los demonios.
—Uno de esos días —prosiguió Petrós en nada alterado por mis palabras— Jesús subió al monte, y convocó a los que él quiso; y de entre aquel pequeño grupo nos escogió a doce, para que estuviéramos con él, y para enviarnos a predicar, y para otorgarnos autoridad para curar enfermedades y para expulsar demonios.
Dirigí la vista hacia Nerón y comprobé que el césar había pensado lo mismo que yo. Los seguidores del
Jristós
estaban gobernados por un grupo de lugartenientes que pretendían disfrutar de los mismos poderes taumatúrgicos que Jesús. Quizá incluso se presentaban como hijos de un dios. En cualquier caso, eso resultaba ahora mismo secundario. Lo importante era determinar de quién se trataba y localizarlos de manera inmediata. Si el viejo hablaba por las buenas, bien, y si se negaba a hacerlo, el hecho de que no fuera ciudadano romano nos dejaba el camino abierto para aplicarle medidas que solían ser eficaces para desatar las lenguas más reacias a expresarse.
—Sus nombres, rápido —dije imperativo mientras ordenaba con la mirada al escribano que no perdiera un solo dato.
Confieso que en aquellos momentos hubiera esperado al menos cierta resistencia por parte de Petrós. Sin embargo, éste, como si la información que le había pedido fuera totalmente baladí, dijo en su tono suave:
—Primero me llamó a mí, Simón, poniéndome de sobrenombre el de Kefas, una palabra que se traduce al griego como Petrós; luego llamó a Jacobo, el hijo de Zebedeo, y a Juan, su hermano, a Andrés, a Felipe, a Bartolomé, a Mateo Leví, el publicano del que hablé antes, a Tomás, a Jacobo, el hijo de Alfeo, a Tadeo, a Simón el celoso, y a judas Iscariote, que más tarde… más tarde…
Por primera vez desde que habían dado inicio los interrogatorios, Petrós vaciló. No sólo su labio inferior pareció temblar sino que incluso tuve la impresión de que se le humedecían los ojos. ¿Qué estaba sucediendo?
¿Qué parte delicada del alma del pescador acababa de tocar sin pretenderlo? ¿Quién era aquel judas?
—¿Y todos recibisteis la orden de anunciar el reino de Dios?
Guardé silencio. Era el césar el que acababa de formular la pregunta y resultaba impensable que le interrumpiera para plantear la cuestión que acababa de pasarme por la cabeza.
—Sí —respondió Petrós—. Así fue.
—Bien —dijo el césar con una sonrisa de satisfacción—. Este tribunal se tomará un descanso hasta mañana. El reo volverá mientras tanto a su mazmorra.
—La clave de lo que enseñan estos seguidores del
Jristós
se halla en su proclama sobre otro reino —dijo Nerón mientras extraía un caracol de su caparazón valiéndose de un afiligranado ganchito de plata—. En realidad, ese Jesús no pretendía más que proclamarse rey. Comenzó su conspiración en una zona especialmente levantisca donde había gente dispuesta a escucharlo… No es extraño, me dije, que lo hicieran si los curaba de sus enfermedades y los libraba de los ataques de fuerzas malignas. Naturalmente, me guardé mucho de expresar con palabras lo que se me movía en el interior del corazón.
—…como era de esperar, le escucharon. Todos sabemos lo que es el populacho. Tú, Vitalis, conoces de sobra lo fácil que es contentarlo o ponerlo en contra de la autoridad. Seguramente, ese
Jristós
también lo sabía. Sin duda. Entonces, en cuanto que ese Jesús se vio provisto de un cierto eco, comenzó a crear una administración. Doce lugartenientes de los que por lo menos uno sabía cómo recaudar impuestos, algo esencial para que un reino subsista…
Quizá el césar tenga razón, pensé, pero ¿cuál era la utilidad de tanto pescador? ¿Pensaba destinarlos al abastecimiento de palacio? ¿Quería extender su dominio sobre los habitantes del mar? No, las cosas no resultaban tan claras. Había piezas que distaban mucho de encajar.
—…naturalmente, Poncio Pilato decidió quitarlo de en medio e hizo muy bien, pero sus seguidores se empeñaron en mantener viva la llama del reino y llegaron hasta aquí, hasta el corazón del imperio.
Nerón extrajo otro cuerpecillo sazonado de caracol y se lo introdujo en la boca. Chasqueó la lengua con placer y tendió la mano hacia una copa dorada rebosante de vino. Lo bebió golosamente, casi sin paladearlo. Se le veía contento. Lamentablemente, yo no me sentía tan satisfecho, de manera que volví a dormir mal aquella noche. Eso sí, en esta ocasión por mis sueños no se arrastraron cadáveres nauseabundos surgidos de la tumba. Sólo aparecían leprosos que gemían por el dolor que salía de sus muñones carcomidos, endemoniados que se convulsionaban bajo el efecto de los espíritus inmundos que los dominaban e inválidos de todo tipo que pedían alivio para su desgracia. Cuando me desperté por la mañana, sentí la boca insoportablemente pastosa y un peso semejante a una piedra de buen tamaño sobre la boca del estómago. Ordené a uno de mis esclavos que me recorriera el cuerpo con friegas para reanimar mi más que decaído espíritu. Tan sólo lo consiguió a medias.
Cuando llegué al lugar donde debía continuar la instrucción de la causa contra Petrós me encontraba decididamente mareado. Seguía sintiendo un dolor ahora casi insoportable en el vientre y de vez en cuando me subía por la garganta una náusea. Hubiera podido atribuir aquel malestar a la cena de la noche anterior pero no tenía ningún deseo de engañarme. Mi desasosiego se debía a otras causas en las que, al menos de momento, no quena detenerme mucho. Bastante tenía ya con lograr que Nerón no me causara algún disgusto.
Desde luego, el césar no compartía mi sombrío estado de ánimo. A decir verdad parecía radiante. A todos nos agrada comprobar que nuestras suposiciones son correctas y más cuando parecen indicar que somos especialmente perspicaces. A Nerón no le pasaba nada diferente. Su vanidad estaba más que satisfecha y esa circunstancia le proporcionaba una innegable dicha. Cuando me miró, sobre su barbita recortada se dibujaba una sonrisa de engreída satisfacción.
—Salve, Vitalis, ¿dispuesto a ayudar a Roma a imponer la justicia? —me preguntó rozando el entusiasmo.
—Sí, césar, totalmente dispuesto —respondí intentando aparentar una fortaleza que distaba mucho de poseer.
—Pues vamos allá…
Carraspeó con impaciencia y bastó aquel gesto para que el silencio más absoluto se apoderara de la estancia. Eché un vistazo al pescador. Parecía tranquilo y despejado, lo que me provocó un desagradable pujo de envidia. Su intérprete, sin embargo, era presa de una notable palidez. Se le notaba cansado, incluso tenso, como si en él se hubiera acumulado la obligada zozobra que debía padecer la persona cuyas palabras traducía. Razones para la preocupación no le faltaban. Si era también un seguidor del
Jristós
y erón condenaba a Petrós su futuro adquiriría negros tonos.
—Bien, Petrós —comenzó a decir Nerón—. Ayer este tribunal escuchó cómo Jesús comenzó a propagar su enseñanza y la manera en que reunió a sus primeros seguidores…
Realizó una breve pausa y comenzó a hojear algunas notas garrapateadas que tenía ante sí. Al parecer, había decidido no dejar nada a la improvisación.
—Su enseñanza giraba en torno a…
el reino de Dios
—dijo al fin—. Sin duda, una nueva forma de reino que este tribunal desearía conocer con más claridad porque lo estima esencial para el desarrollo de la presente causa. Petrós, ¿podrías explicar qué es exactamente ese reino de Dios del que hablaba tu jefe?
El intérprete tradujo pronunciando las palabras con lo que me pareció un ligero temblor de voz. Sí, estaba inquieto. Quizá incluso comenzaba a percatarse del camino que había comenzado a transitar Nerón. Por lo que se refería a Petrós… bueno, parecía condenadamente indiferente, como si no apreciara ningún riesgo adicional en la manera en que se había iniciado aquella sesión judicial. Terminó de escuchar la traducción, dirigió la mirada hacia Nerón y comenzó a hablar.
—En cierta ocasión comenzó Jesús a enseñar junto al mar, y se reunió alrededor de él mucha gente. Había tanta que tuvo que subir a una barca. Se sentó en ella y mientras toda la muchedumbre permanecía en tierra junto al mar comenzó a hablarles sobre el reino de Dios y les dijo: Un sembrador salió a sembrar y al hacerlo, una parte de la semilla cayó a la vera del camino, y vinieron las aves del cielo y se la comieron. Otra parte cayó entre pedregales, donde no había mucha tierra y brotó pronto porque la tierra no era profunda. Cuando salió el sol, se quemó y como carecía de raíz, se secó. Otra parte cayó entre espinos y los espinos crecieron y la ahogaron de tal manera que no llegó a dar fruto. Sin embargo, hubo otra parte que cayó en buena tierra, y dio fruto, porque brotó y creció, y produjo a treinta, a sesenta, y a ciento por uno. Entonces al terminar el relato les dijo: El que tenga oídos para oír, que oiga.
Miré de reojo a Nerón. Se le había abierto la boca y su quijada inferior colgaba suelta confiriéndole una innegable expresión de estupor. Sin duda, no era aquello lo que esperaba escuchar. Por lo que a Petrós se refería, si había reparado en el aspecto del rostro del césar no parecía que se sintiera muy afectado. En realidad, se encontraba inmerso en el relato como si estuviera verdaderamente contemplando lo que narraba.
—Cuando Jesús se quedó solo —prosiguió—, los que estábamos cerca de él le preguntamos por el sentido de aquellas palabras… Nerón respiró hondo y se pasó la diestra por el rostro. Era posible que las últimas palabras del pescador le hubieran infundido algo de ánimo.
—Entonces Jesús nos dijo: A vosotros os es dado conocer el misterio del reino de Dios pero a los que están fuera les enseño todo recurriendo a historias…
—Claro, claro… —pude escuchar que susurraba Nerón como si aquellas últimas palabras confirmaran sus sospechas.
—… para que aunque vean, no perciban y aunque oigan, no comprendan a menos que cambien de mente y así se les perdonen los pecados —continuó Petrós—. Debéis entender esta historia para que podáis comprender las otras. El sembrador es el que siembra la palabra de Dios. Los que están junto al camino son aquellos en quienes se siembra la palabra, pero apenas la han escuchado viene Satanás y les arranca la palabra que se sembró en sus corazones. Los que fueron sembrados en pedregales son los que escuchan la palabra e incluso la reciben con alegría, pero carecen de raíz y por eso perseveran poco. Apenas llegan las dificultades o sobreviene la persecución por causa de la palabra, tropiezan. Los que recibieron la semilla entre espinos son aquellos que oyen la palabra, pero la ansiedad del mundo en que vivimos, y el engaño de las riquezas, y el deseo de otras cosas penetran en ellos y ahogan la palabra de tal manera que no da ningún fruto. Por último, están aquellos que recibieron la semilla en buena tierra. Ésos son los que escuchan la palabra y la aceptan y dan fruto a treinta, a sesenta y a ciento por uno.
Volví a dirigir la mirada hacia Nerón. Desde luego, estaba incómodo. Las referencias al príncipe de los demonios le inquietaban pero el mensaje de aquella historia de siembras y campos resultaba escandalosamente claro. Ese tal Jesús estaba predicando una doctrina que, fundamentalmente, pretendía cambiar los corazones de los hombres. En realidad, comenzaba a sospechar que sus curaciones y sus expulsiones de espíritus inmundos casi resultaban algo secundario en comparación con esa enseñanza. No hubiera podido decir en qué consistía, pero lo que sí resultaba innegable es que Jesús había señalado con claridad la manera en que las distintas personas podían reaccionar frente a ella. Sólo los que la escuchaban y no se dejaban acobardar por las dificultades o enredar por las riquezas y la vanidad tenían posibilidad de salvación; en cuanto a los otros… sólo les esperaba el dominio de Satanás o una vida sin fruto o quizá ambas situaciones sumadas. Pero… pero ¿quién era aquel judío para enseñar cosas semejantes?