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Authors: César Vidal

Tags: #Historico

El testamento del pescador (8 page)

BOOK: El testamento del pescador
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—Este relato me ha abierto el apetito —dijo Nerón a la vez que bostezaba sin ningún disimulo—. Mi estómago está ansioso por llenarse de cosas más sustanciosas que las fábulas de este viejo bárbaro.

Un nuevo coro de risas aduladoras acogió las palabras del césar. Con todo, no me dio la sensación de que nadie se sintiera verdaderamente divertido. En realidad, tuve la impresión de que reían para aliviar la tensión que les provocaba el viejo pescador. Sin embargo, éste no parecía en absoluto alterado por los sarcasmos de Nerón. Como si no se hubiera percatado de la actitud de los presentes continuó hablando:

—En aquellos días comenzamos a recorrer los pueblos anunciando la Buena nueva. Visitábamos los lugares de dos en dos y luego volvíamos a reunimos con Jesús y a contarle todo lo que habíamos hecho y enseñado. Una de esas veces nos dijo: Vámonos a un lugar aislado y podréis descansar un poco. La verdad es que por aquel entonces eran muchos los que acudían hasta nosotros y apenas teníamos tiempo ni siquiera para comer…

Sentí un escalofrío al escuchar la palabra «comer». Iba conociendo a Petrós y su extraordinaria capacidad para responder sutilmente a las palabras de Nerón. Lo más seguro era que ahora relatara algo que ridiculizara su comentario sobre la comida y si lo hacía… bueno, por nada en el mundo habría deseado encontrarme en su enjuto pellejo. Quizá estaba en mis manos la posibilidad de impedir aquello. Dejé el cálamo que utilizaba para tomar notas sobre la mesa e inicié el movimiento de levantarme. No era muy cortés para con el césar hacerlo antes que él pero por esta vez estaba dispuesto a asumir ese riesgo. Al fin y a la postre, siempre podía argumentar que le había entendido mal.

—Nos fuimos entonces solos en una barca a un lugar desierto —prosiguió Petrós, que ahora miraba directamente a Nerón sin atender a mis movimientos—. Sin embargo, nos vieron muchos y reconocieron a Jesús y nos siguieron a pie desde las ciudades. De esta manera, yendo por tierra mientras cruzábamos el mar, llegaron antes que nosotros y pudieron esperar a que atracáramos. Jesús, al ver que eran tantos, sintió compasión de ellos, porque eran como ovejas que no tenían pastor; y entonces comenzó a enseñarles muchas cosas. Así fue pasando el tiempo y cuando ya era muy tarde, nos acercamos a él y le dijimos: El lugar es desierto, y la hora ya muy avanzada. Despídete de ellos para que se vayan a los campos y aldeas de alrededor, y compren pan porque no tienen qué comer. Entonces Jesús nos respondió: dadles vosotros de comer. Aquellas palabras nos llenaron de estupor. ¿Cómo íbamos nosotros a ir a los pueblos de alrededor y comprar pan para ellos? Nos habría costado no menos de doscientos denarios. ¡El salario de más de medio año de trabajo! ¡Nunca habíamos tenido tanto dinero junto! Jesús escuchó nuestros comentarios desalentados y nos dijo: Mirad a ver cuántos panes tenéis. No tardamos mucho en hacer el arqueo de nuestras provisiones. No pasaban de cinco panes y dos peces. Entonces nos mandó que dijéramos a la gente que se recostara por grupos. Recuerdo que la hierba estaba verde y que parecía invitarnos a tumbarnos en ella. Aquella multitud se acomodó en grupos de cien y de cincuenta. Cuando ya estuvieron todos situados, Jesús tomó los cinco panes y los dos peces, levantó los ojos al cielo, pronunció una bendición sobre los alimentos, partió los panes y nos los dio para que los repartiéramos. Con los dos peces hizo lo mismo. De esa manera, comieron todos, y se saciaron. Incluso recogimos doce cestas repletas de los pedazos que sobraron. No había menos de cinco mil hombres.

Apenas dijo cinco mil hombres, Petrós guardó silencio y yo me di cuenta de que aún seguía en mi postura intermedia entre permanecer sentado y levantarme.

—Bien, muy bien —dijo Nerón con voz sarcástica—. Ya sabemos que el
Jristós
daba de comer a la gente pan de cebada y pescado. Vitalis, puedo prometerte que mi mesa resultará mucho más abundante. Se suspende la sesión hasta la tarde.

X

Cuando entré en la habitación descubrí que Nerón ya se había acomodado en su mullido triclinio. En otro momento, seguramente me hubiera esperado pero la irritación que lo había poseído durante aquel día lo había catapultado a la sala. Quizá tenía la intención de calmar con la comida un estado de ánimo extraordinariamente nervioso. En honor a la verdad, había que decir que, si ésos eran sus deseos, no carecía de medios para realizarlos. Los conocedores de la buena cocina siempre han afirmado en Roma que la comida debe ir
ab ovo usque ad mala
[1]
. Por lo que yo podía ver, el césar había dado órdenes para que nos sirvieran tres platos. El primero —la
gustatio
o
promulsis
— debía ser, de acuerdo con el canon, ligero y por lo que podía contemplar consistía en una selección de huevos, verduras, pescado y mariscos preparados de manera muy sencilla. En la segunda mesa, algo más ancha y larga que la anterior, se sumaban fuentes que contenían el plato principal, la
prima mensa
. Rehogadas, rebozadas, cocidas o en salsa, las verduras se veían acompañadas de codornices, pichones, costillas de cerdo, tajadas de buey adobado y pedazos de jamón envueltos en harina o miel. Los platos de la
secunda mensa
no eran inferiores en calidad a los colocados sobre el mueble anterior. Las aceitunas de los colores y los tonos más diversos, las frutas de formas más apetitosas, los pasteles y dulces de aromas más tentadores rivalizaban en poder de atracción. Entonces me percaté de que junto a aquellas delicias descansaba una cubeta de aspecto cilíndrico. ¿Podría tratarse de lo que yo estaba pensando?

No tardé mucho en obtener una respuesta. Uno de los esclavos que nos servía se acercó al recipiente y retiró la servilleta inmaculadamente limpia que lo tapaba. Entonces, una vaharada blanca y fría se escapó de entre sus paredes y ascendió causándome con su visión una gratísima sensación de frescor. Sí, no me había equivocado en mi suposición. A unos pasos de mí reposaba la última moda en la cocina romana. En el interior de aquel cacharro se habían fundido en deliciosa mezcla los copos de una nieve que quizá había cuajado a varias jornadas de viaje con la pulpa machacada de maduros melocotones. O mucho me equivocaba o aquel sorbete de frutas marcaría la conclusión de una comida que se prometía apetitosa.

—Bien, Vitalis —preguntó con impaciencia el césar—. ¿Te parece esta comida peor que la del jefe del pescador?

Por primera vez en todo el día sonreí. No, ciertamente no existía punto de comparación entre aquel festín y los ásperos panes de cebada acompañados de los miserables peces judíos. No podía ser de otra manera. Tampoco había punto de contacto entre el tal
Jristós
y el césar. El hombre al que seguía Petrós era un simple artesano que un día había abandonado todo para anunciar a la gente que estaba enferma y que sólo podía encontrar curación en él. No parecía, por otro lado, que hiciera distinciones entre adultos y niños, entre hombres y mujeres, entre ricos y pobres. Se dirigía hacia todos y no sólo podía curarlos. También los había alimentado, protegido de los elementos, liberado de los espíritus inmundos. Nerón, por el contrario, era el dueño de Roma y siéndolo, podía considerarse señor del mundo.

—A medida que vamos avanzando en esta investigación más convencido quedo de lo que he pensado desde el principio —comenzó a decir el césar mientras comenzaba a consumir caracoles con su gusto habitual—. Ese judío tan sólo pretendía soliviantar al pueblo contra nosotros. Primero, les habla de un reino que pretende legitimar relacionándolo con un dios, ese dios único en el que creen los judíos; luego, va creando una red de partidarios que difundan ese mensaje sedicioso por esa tierra y a continuación, se presenta como un taumaturgo, como un mago capaz de aquietar las olas, calmar el viento o arrancar a un difunto del mundo de los muertos.

¡Menudo farsante! Y si sólo se hubiera tratado de eso… Guardé silencio cuando el césar concluyó con su exposición. Quizá no le faltara razón pero ¿qué sucedería si aquellos actos habían sucedido, si efectivamente lo que el pescador había relatado se correspondía con la realidad, si de verdad había curado enfermos y expulsado espíritus inmundos y levantado de la muerte cadáveres, si había dado de comer a miles de hombres?

—…lo peor —prosiguió Nerón— es que les ha dado de comer. ¡Pan! ¡Pan!

¡Pan! No hay maldad que la plebe no sea capaz de hacer para asegurarse el pan. Matarán a sus hijos y venderán a sus esposas para asegurarse el pan. Ese
Jristós
lo entendió y decidió dárselo. El cómo lo consiguió es secundario y no nos importa. El caso es que les llenó la andorga y los miserables a los que se garantiza pitanza obedecen ciegamente. Cada vez estoy más convencido de que una de las mejores cosas que hizo Pilato fue crucificarlo.

—Sí —reconocí—. Sus pretensiones de ser hijo de Dios resultaban excesivas…

—¿Excesivas? —dijo Nerón abriendo las manos como si de un abanico se tratara—. ¿Excesivas? ¡Son una verdadera locura! Pero… pero si era un simple artesano… Si… si hasta ese pescador lo ha reconocido… Si ni siquiera los judíos que le conocían de su pueblo creían en él… ¡Hijo de Dios! ¿Qué te parecen los pichones, Vitalis?

Por un instante no supe qué responder. ¿Cómo podía el césar saltar de una cuestión a otra con esa facilidad? Debía reconocer que me costaba mucho poder seguirle en algunos momentos.

—Fíjate en su linaje —regresó el césar a su argumento a la vez que repelaba un muslito de ave—. No sabemos cómo se llamaba su padre. Da la sensación de que sólo tenía madre. A lo mejor es que se trataba de un simple huérfano, pero también podría significar cosas peores. Y no se trata sólo de su ascendencia, Vitalis. Cuando nace el hijo de un dios, su alumbramiento viene acompañado de acontecimientos admirables, de muestras indubitables de su categoría. ¿Qué pasó cuando nació el
Jristós
? ¡Nada!

¡Absolutamente nada! Todo lo contrario que conmigo… No pude evitar dar un respingo cuando escuché aquella última frase.

¿Realmente el césar se estaba comparando con aquel judío crucificado por uno de nuestros hombres? Si no era ésa su intención, lo que sucedió después habría resultado incomprensible. Mientras engullía aceitunas, frutas y pastelillos en rápida sucesión, comenzó a explicarme cómo él no era sino una divinidad egipcia que se había encarnado para mayor prosperidad de Roma. En realidad, actuando así nos hacía un enorme favor a los romanos porque si se hubiera manifestado en toda su gloria no hubiéramos podido soportar su fulgor.

—¿No lo crees así, Vitalis?

Había seguido con desgana la última parte de la conversación y ahora aquella inesperada pregunta ejerció sobre mí el mismo efecto que si me hubieran golpeado la frente con un martillo. El césar, el hombre más poderoso del orbe, el señor de Roma, me preguntaba a mí, humilde y fiel funcionario del imperio, si creía que era la encarnación de un dios adorado desde hacía siglos en un lejano país de África.

De buena gana hubiera respondido que carecía de elementos de juicio para analizar semejante cuestión, que mi especialidad eran el combate y la administración de justicia, incluso la gerencia de asuntos prácticos, pero que no era perito en dioses. Todo eso hubiera ansiado explicarlo a ser posible con las mismas palabras sencillas que había utilizado a lo largo de toda mi existencia. Finalmente, miré a Nerón, tragué saliva y dije:

—Por supuesto que sí,
domine
, por supuesto que sí.

XI

—Bien, Petrós —dijo Nerón sonriendo—. No cabe duda de que nos has entretenido hasta ahora con todas esas historias de magia oriental. No han sido originales, eso hay que reconocerlo en honor a la verdad, pero no narras mal. Realmente es una pena que en lugar de dedicarte al hermoso arte de la comedia, que yo personalmente tanto admiro, hayas decidido emplear tu vida en la sedición contra Roma…

Apenas había pronunciado aquellas palabras el césar, el intérprete dio un respingo y abrió la boca como si fuera a formular alguna defensa. No llegó a articular ni una palabra. Un rápido movimiento de la diestra de Nerón dejó de manifiesto que no tenía la menor intención de permitir interrupciones.

—Nuestro interés fundamental es conocer cómo se articuló esa rebelión continuó Nerón con un tono de voz repentinamente endurecido —y no voy a tolerar más desviaciones de esa línea fundamental. ¡Intérprete, pregúntale a Petrós si me ha comprendido!

Las últimas palabras sonaron como el áspero restallido de un látigo en medio de la estancia. El traductor se volvió hacia Petrós pero éste, antes de que pudiera decir nada, asintió con la cabeza. Sí, ciertamente conocía el latín lo suficiente como para entendemos.

—Bien, bien, bien… —dijo Nerón sonriendo—. ¿Cómo os dijo ese Jesús que iba a implantar su reino? Y, te lo ruego, evita contarnos otra historia de pájaros y espigas y todas esas estupideces campesinas. Petrós cerró los ojos en señal de asentimiento. Desde luego, nada en él parecía denotar que padeciera temor o desconcierto. O mucho me equivocaba o sólo diría lo que considerara justo y no lo que el césar deseaba escuchar. Precisamente al llegar a esa conclusión, sentí cómo las mejillas me ardían y rápidamente me llevé la mano derecha hasta ellas como si así pudiera evitar la vergüenza que, repentinamente, me había asaltado.

—En cierta ocasión —comenzó a decir Petrós— habíamos salido por las cercanías de Cesarea de Filipo. Llevábamos ya un buen rato andando cuando Jesús nos preguntó: ¿Quién dicen los hombres que soy yo? En los meses anteriores, habíamos escuchado opiniones de todo tipo sobre Jesús y en ese momento le dijimos que había gente que pensaba que era Elías o algún otro de los profetas de Israel. Nos escuchó con atención y entonces preguntó: Y vosotros, ¿quién decís que soy? No me había preguntado a mí en especial pero en ese momento sentí algo que me empujaba a responder y me oí a mí mismo diciendo: Tú eres el
Jristós
. Pensé entonces que se alegraría de que le hubiera identificado sin la menor duda. Sin embargo, no fue eso lo que sucedió. Todo lo contrario. Comenzó a enseñarnos que era necesario que padeciera mucho, y que le rechazaran los ancianos, los principales sacerdotes y los escribas, y que lo mataran pero que al cabo de tres días se levantaría de entre los muertos. Todo esto… todo esto lo dijo tan claramente que…

Por primera vez desde que se había iniciado la instrucción, la voz de Petrós se quebró. Era obvio que se encontraba bajo el efecto de una profunda emoción y que su tranquila resolución de los días anteriores se había desmoronado al llegar a este punto de la historia. Guardó silencio por un instante y respiró hondo, como si le faltara el aire. El intérprete también se hallaba conmovido. Hasta ese momento había traducido al pescador sin acusar el cansancio, pero ahora parecía agradecer la interrupción.

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