Read El tío Petros y la conjetura de Goldbach Online
Authors: Apóstolos Doxiadis
Tags: #Ciencia, Drama, Histórico
Mi padre y el tío Anargyros, en un inusitado arrebato de pasión democrática, trataron de convencerlo de que rechazara ese dudoso honor. Comentarios como «ese viejo tonto se convertirá en el lacayo de la junta» o «le hará el caldo gordo a los coroneles» se repetían constantemente en nuestras oficinas comerciales y en las casas de la familia. En momentos de mayor sinceridad, los dos hermanos más jóvenes (aunque ya viejos) confesaban un motivo menos noble: la tradicional reticencia de los hombres de negocios a que los identificaran con una facción política por lo que podía ocurrir si otra subía al poder. Pero yo, que ya era un experto observador de la familia Papachristos, también advertí en ellos cierta dosis de envidia y la imperiosa necesidad de demostrar que su juicio negativo de la vida de Petros había sido acertado. La visión del mundo de mi padre y el tío Anargyros siempre había estado fundada en la sencilla premisa de que el tío Petros era malo y ellos buenos, una cosmología en blanco y negro que sólo distinguía entre cigarras y hormigas, entre diletantes y «hombres responsables». No les entraba en la cabeza que el gobierno oficial del país, fuera o no una dictadura, honrara a «uno de los fiascos de la vida», mientras las únicas recompensas que ellos habían obtenido por sus esfuerzos (unos esfuerzos que, dicho sea de paso, también habían alimentado a Petros) eran económicas.
Yo, sin embargo, adopté una postura diferente. Más allá de mi convicción de que el tío Petros merecía ese honor (al fin y al cabo era justo que obtuviese algún reconocimiento por el trabajo de su vida, aunque procediera de los coroneles), tenía un motivo oculto. De modo que fui a Ekali y, ejerciendo toda mi influencia de «sobrino favorito», lo convencí de que desoyera los hipócritas llamamientos al deber democrático de sus hermanos y sus propias dudas y aceptara la Medalla de Oro al Mérito.
La ceremonia de premio, la «mayor vergüenza para la familia», según el tío Anargyros (súbitamente convertido al radicalismo en la vejez), se celebró en el auditorio principal de la Universidad de Atenas. El rector de la facultad de Física y Matemáticas, vestido con toga, dio un pequeño discurso sobre la contribución del tío Petros a la ciencia. Como era de prever, se refirió al método Papachristos para la solución de ecuaciones diferenciales, que ensalzó con rebuscadas y efusivas figuras retóricas. No obstante, me llevé una agradable sorpresa cuando mencionó de pasada que Hardy y Littlewood habían «recurrido a nuestro distinguido compatriota para que les ayudara a resolver sus problemas más difíciles». En medio de estas alabanzas dirigí algunas miradas disimuladas al tío Petros y lo vi ruborizarse una y otra vez, en cada ocasión un poco más encogido en el sillón dorado, semejante a un trono, donde lo habían sentado. Después de que el primer ministro (el archidictador) le entregara la Medalla de Oro al Mérito hubo una pequeña recepción durante la cual mi pobre tío se vio obligado a posar para los fotógrafos entre los capitostes de la junta. (Debo confesar que en este punto de la ceremonia me sentí culpable por haberlo animado a aceptar ese honor).
Cuando todo hubo terminado, Petros me pidió que lo acompañase a casa y jugara con él al ajedrez «para ayudarlo a recuperarse». Comenzamos la partida. Yo ya jugaba lo bastante bien para ofrecerle una resistencia decente, pero no lo suficiente para acaparar todo su interés después del suplicio por el que acababa de pasar.
—¿Qué te ha parecido ese circo? —preguntó alzando la vista del tablero.
—¿La ceremonia de premios? Bueno, fue algo aburrida, pero me alegro de que hayas asistido. Mañana saldrá en todos los periódicos.
—Sí —respondió—, dirán que el método Papachristos para la solución de ecuaciones diferenciales está casi a la altura de la teoría de la relatividad de Einstein y el principio de indeterminación de Heisenberg; que es una de las grandes conquistas de la ciencia del siglo XX… ¡Cuántas necedades dijo el rector! A propósito —añadió con una sonrisa amarga—, ¿te fijaste en el significativo silencio que siguió a los «ooohs» y «aaahs» de admiración ante mi sorprendente juventud en el momento en que hice el «gran descubrimiento»? Casi era posible oír los pensamientos de todo el mundo: pero ¿qué hizo el galardonado durante los siguientes cincuenta y cinco años de vida?
Cualquier señal de autocompasión por su parte me sacaba de mis casillas.
—¿Sabes, tío? —lo provoqué—. Nadie, salvo tú, tiene la culpa de que la gente no sepa nada de tu trabajo en la conjetura de Goldbach. ¿Cómo iban a saberlo, si no se lo dijiste a nadie? Si hubieras escrito un informe de tus investigaciones, las cosas serían diferentes. La propia historia de tu búsqueda es digna de publicarse.
—Sí —replicó con sarcasmo—, una nota a pie de página en el libro de los grandes fracasos matemáticos de nuestro siglo.
—Bueno —musité—, la ciencia avanza tanto gracias a los fracasos como a los éxitos. Además, es bueno que hayan reconocido tu trabajo con las ecuaciones diferenciales. Me sentí orgulloso de oír el nombre de nuestra familia en relación con algo que no fuera el dinero.
De repente, con una inesperada sonrisa en los labios, tío Petros me preguntó:
—¿Lo conoces?
—¿Qué cosa?
—¿El método Papachristos para la solución de ecuaciones diferenciales?
Me había pillado por sorpresa y respondí sin pensar:
—No, no lo conozco.
Su sonrisa se desvaneció.
—Bueno, supongo que ya no lo enseñan…
Me invadió un repentino sentimiento de euforia: ésa era la oportunidad que había estado esperando. Aunque en la universidad había descubierto que, en efecto, el método Papachristos ya no se enseñaba (el advenimiento del cálculo electrónico lo había dejado obsoleto), mentí, y lo hice con gran vehemencia:
—¡Desde luego que lo enseñan, tío! Pero yo nunca escogí una optativa sobre ecuaciones diferenciales.
—Entonces toma lápiz y papel y te lo explicaré.
Contuve una exclamación de triunfo. Yo lo había convencido de que aceptara la medalla precisamente con la esperanza de que el premio volviera a despertar su vanidad matemática y reavivara su interés por su arte, al menos lo suficiente para que hablara de la conjetura de Goldbach y los verdaderos motivos por los que la abandonó. La explicación del método Papachristos era un excelente preámbulo.
Corrí a buscar lápiz y papel antes de que cambiara de idea.
—Tendrás que tener un poco de paciencia —comenzó—. Ha pasado mucho tiempo. Veamos —murmuró mientras empezaba a escribir—, supongamos que tenemos una derivada parcial en la forma de Clairaut, ¡así! Ahora tomamos…
Atendí a sus símbolos y explicaciones durante casi una hora. Aunque no terminaba de seguir el hilo de su razonamiento, demostré una admiración exagerada por cada paso.
—¡Es absolutamente brillante, tío! —exclamé cuando hubo terminado.
—Tonterías. —Aunque restó importancia a mis alabanzas, noté que su modestia no era del todo sincera—. No son matemáticas de verdad, sino cálculos tan sencillos como la cuenta de la vieja.
Por fin llegaba el momento que yo había estado esperando.
—Entonces háblame de las verdaderas matemáticas, tío Petros. Háblame de tu trabajo con la conjetura de Goldbach.
Me dirigió una mirada de soslayo, astuta, inquisitiva y al mismo tiempo indecisa.
—¿Puedo preguntar cuál es el motivo de tu interés, señor Casi-matemático?
Yo había planeado mi respuesta con antelación para someterlo a un chantaje emocional.
—¡Me lo debes, tío! Aunque no sea por otra cosa, para compensarme por aquel angustioso verano de mis dieciséis años, cuando luché durante tres meses para demostrarla, manoteando para mantenerme a flote en el insondable mar de mi ignorancia.
Petros fingió meditar mi respuesta durante algunos instantes, como para hacerme ver que no se rendía con facilidad. Cuando sonrió, supe que yo había ganado.
¿Qué quieres saber exactamente sobre la conjetura de Goldbach?
♦ ♦
Me marché de Ekali pasada la medianoche con un ejemplar de la
Introducción a la Teoría de Números
de Hardy y Wright. (Mi tío había dicho que debía prepararme aprendiendo los «principios básicos»). Debería señalar para el profano en la materia que los libros de matemáticas no suelen leerse como las novelas, en la cama, la bañera, un cómodo sillón o sentados en la taza del váter. En este caso, leer significa entender, y para ello es preciso contar con una superficie dura, papel, lápiz y bastante tiempo libre. Dado que yo no tenía intención de convertirme en un teórico de números a la avanzada edad de treinta años, leí el libro de Hardy y Wright sólo con moderada atención (en matemáticas, «moderada» equivale a «considerable» en cualquier otro campo), sin perseverar hasta comprender del todo los datos que se me resistían en un primer intento. Aun así, y teniendo en cuenta que el estudio del libro no era mi principal ocupación, tardé un mes en terminarlo.
Cuando regresé a Ekali, tío Petros, que Dios lo tenga en su gloria, comenzó a examinarme como si fuera un colegial.
—¿Has leído todo el libro?
—Sí.
—Enúnciame el teorema de Landau.
Lo hice.
—Escribe la prueba del teorema de Euler para la función, la extensión del pequeño teorema de Fermat.
Tomé papel y lápiz e hice lo mejor que pude lo que me pedía.
—Ahora demuestra que los ceros complejos de la función ζ de Riemann tienen una parte real igual a 1/2.
Me eché a reír y él me imitó.
—¡No! ¡Otra vez, no, tío Petros! —exclamé—. Ya tuve bastante con la conjetura de Goldbach. ¡Búscate a otro para endosarle la hipótesis de Riemann!
Durante los dos meses y medio siguientes tuvimos nuestras «diez lecciones sobre la conjetura de Goldbach», como las llamó él. Lo que ocurrió en ellas está registrado por escrito, con fechas y horas. Mientras avanzaba hacia mi objetivo principal (que mi tío admitiera la verdadera razón por la que había abandonado sus investigaciones), se me ocurrió que también podría alcanzar una segunda meta en el proceso: apunté meticulosamente todo lo que decía con el fin de publicar, después de su muerte, una breve reseña de su odisea. Quizá se tratara de una insignificante nota a pie de página en la historia de las matemáticas, pero aun así sería un digno tributo al tío Potros y, si bien no a su éxito final, desgraciadamente al menos a su ingenio y sobre todo a su dedicación y perseverancia.
Durante sus lecciones fui testigo de una sorprendente metamorfosis. El sereno y afable anciano que conocía desde mi infancia, fácil de confundir con un funcionario retirado, se transformó ante mis ojos en un hombre iluminado por una prodigiosa inteligencia e impulsado por un poder interior de profundidad insondable. Yo ya había tenido fugaces vislumbres de esta especie, durante discusiones matemáticas con mi antiguo compañero de cuarto, Sammy Epstein, o incluso con el propio tío Petros, cuando se sentaba ante el tablero de ajedrez. Sin embargo, mientras lo escuchaba desentrañar los misterios de la teoría de números observé por primera y única vez en mi vida la genialidad en su forma auténtica y pura. No era preciso entender de matemáticas para percibirla. El brillo de sus ojos y la íntima fuerza que emanaban de su ser constituían pruebas concluyentes. Era un auténtico pura-sangre.
La inesperada ventaja adicional fue que el último vestigio de ambivalencia sobre mi decisión de abandonar las matemáticas (que al parecer había estado latente en mi interior durante todos aquellos años) desapareció por completo. Observar a mi tío en plena tarea era más que suficiente para confirmar que se había tratado de una decisión sabia. Yo no estaba hecho de la misma pasta que él, y entonces lo comprendí sin la menor sombra de duda. Ante la personificación de lo que yo no era en modo alguno, acepté por fin como verdadera la máxima de
mathematicus nascitur non fit
. El verdadero matemático nace, no se hace. Yo no había nacido matemático y había hecho bien en abandonar mis estudios.
♦ ♦
El contenido exacto de nuestras diez lecciones no forma parte del propósito de este libro y ni siquiera haré referencia a él. Lo único que vale la pena señalar es que en la octava lección ya habíamos cubierto la primera parte de las investigaciones del tío Petros sobre la conjetura de Goldbach, que culminó con su brillante teorema de particiones (que ahora lleva el nombre del austriaco que lo redescubrió) y con su otro resultado importante, atribuido a Ramanujan, Hardy y Littlewood. En la novena clase me explicó todo lo que fui capaz de entender sobre sus razones para pasar del método analítico al algebraico. Para la siguiente me pidió que llevara dos kilos de judiones. De hecho, primero me había pedido simples judías blancas, pero luego se corrigió, con una tímida sonrisa.
—Mejor que sean judiones, para que los vea mejor. No me estoy haciendo precisamente más joven, sobrino favorito.
Mientras conducía hacia Ekali para asistir a la décima clase (que, aunque yo aún lo ignoraba, sería la última), me sentí inquieto: sabía, por lo que él mismo me había contado, que Petros había abandonado su investigación mientras trabajaba con el «célebre método de las judías». Muy pronto, quizás incluso en esa lección inminente, llegaríamos al momento crucial en que se había enterado del teorema de Gödel y había puesto punto final a sus intentos de probar la conjetura de Goldbach. Sería entonces cuando yo tendría que atacar las defensas a las que con tanto fervor se aferraba y demostrar que su racionalización sobre la imposibilidad de probar la conjetura era una simple excusa.
Cuando llegué a Ekali me condujo en silencio a su peculiar salón, que encontré transformado. Había puesto contra las paredes todos los muebles, incluidos el sillón y la mesita del tablero de ajedrez, y apilado los libros en montones aún más altos alrededor del perímetro de la estancia para dejar una amplia zona despejada en el centro. Sin decir una sola palabra tomó la bolsa de mis manos y comenzó a disponer los judiones en el suelo trazando varios rectángulos. Yo lo miré en silencio.
Cuando hubo terminado, dijo:
—Durante las clases anteriores estudiamos las primeras técnicas que empleé para abordar la conjetura. Con ellas hice un buen trabajo matemático, quizás excelente, pero siempre dentro de las matemáticas tradicionales. Aunque los teoremas que demostré eran difíciles e importantes, seguían y ampliaban líneas de pensamiento iniciadas por otros. Hoy, sin embargo, te presentaré mi hallazgo más importante y original, un avance revolucionario.