Read El tío Petros y la conjetura de Goldbach Online
Authors: Apóstolos Doxiadis
Tags: #Ciencia, Drama, Histórico
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El primer presagio de la rendición de Petros Papachristos, del fin de sus desvelos por demostrar la conjetura de Goldbach, se presentó en un sueño que tuvo en Cambridge, poco después de Navidad. Al principio no comprendió el verdadero significado de esa señal.
Como muchos matemáticos que trabajan durante largos períodos con problemas aritméticos básicos, Petros había adquirido la cualidad denominada «de amistad con los enteros», esto es, un conocimiento profundo de la idiosincrasia y las peculiaridades de miles de números específicos. He aquí algunos ejemplos: un «amigo de los enteros» identificará de inmediato como primos los números 199, 457 o 1009. De manera automática asociará el 220 con el 284, puesto que están ligados por una relación atípica (la suma de los divisores enteros de cada uno es igual a la del otro). Leerá con naturalidad el 256 como «2 a la octava potencia», que como bien sabe está seguido por un número de gran interés histórico, dado que el 257 puede expresarse como 2
2
3
+ 1, y una hipótesis sostenía que todos los números de la forma 2
2
n
+ 1 eran primos
[10]
.
Aparte de sí mismo, el primer hombre a quien mi tío conoció que poseyera esta cualidad (y extraordinariamente desarrollada) era Srinivasa Ramanujan. Petros la había visto demostrada en muchas ocasiones, y a mí me contó esta anécdota
[11]
:
Un día de 1918, él y Hardy fueron a visitar al matemático indio al sanatorio donde estaba ingresado. Para romper el hielo, Hardy mencionó que el taxi que los había llevado allí tenía el número de matrícula 1729, que él, personalmente, encontraba «bastante aburrido». Después de reflexionar apenas unos instantes, Ramanujan replicó con vehemencia:
—No, no, Hardy. Es un número muy interesante; de hecho, es el entero más pequeño que puede expresarse de dos maneras diferentes como la suma de dos cubos
[12]
.
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Durante los años en que Petros trabajó en la conjetura con el método elemental, su «amistad con los enteros» se desarrolló hasta extremos extraordinarios. Al cabo de un tiempo los números dejaron de ser para él entidades inanimadas; cobraron vida, cada uno de ellos con una personalidad diferente. De hecho, junto con la certeza de que la solución existía en algún lugar, tal facultad reafirmó su decisión de perseverar durante los momentos más difíciles; en sus propias palabras, siempre que trabajaba con números enteros se sentía «entre amigos».
Esta familiaridad provocó la afluencia de determinados números en sus sueños. De entre la masa anónima y anodina de enteros que hasta el momento había poblado sus representaciones oníricas, empezaron a emerger actores individuales, incluso, en ocasiones, protagonistas. El 65, por ejemplo, por alguna misteriosa razón aparecía como un caballero de la City con bombín, siempre acompañado de uno de sus divisores primos, el 13, una especie de duende ágil y extraordinariamente veloz. El 333 era un rechoncho holgazán que le quitaba de la boca alimentos a sus hermanos 222 y 111, mientras que el 8 191, conocido como el «número primo de Mersenne», lucía invariablemente el atuendo de un
gamin
francés, incluso con el cigarrillo Gauloise entre los labios.
Algunas de sus visiones eran graciosas y placenteras; otras, indiferentes, y las había más repetitivas y fastidiosas. Sin embargo, ciertos sueños matemáticos sólo podían calificarse de pesadillas, si no por su cariz aterrador y angustioso, al menos por su profunda e infinita tristeza. Aparecían números pares específicos, personificados como parejas de gemelos. (Recordemos que un número par siempre tiene la forma de 2k, esto es, la suma de dos enteros iguales). Los gemelos lo miraban fijamente, inmóviles e inexpresivos, pero en sus ojos había una angustia que, aunque muda, era intensa; la angustia de la desesperación. Si hubieran podido hablar, con toda seguridad habrían dicho: «¡Ven, por favor! ¡Date prisa! ¡Libéranos!».
Una variación de estas tristes apariciones despertó a Petros una noche de finales de enero de 1933. Fue el sueño que más adelante bautizaría con el nombre de «el heraldo de la derrota».
Soñó con 2
100
(dos a la centésima potencia, un número enorme) personificado en dos jovencitas idénticas, pecosas y bellísimas, que lo miraban fijamente con sus ojos oscuros; pero esta vez no había únicamente tristeza en su mirada, como en las visiones anteriores de los enteros, sino también ira, odio incluso. Después de contemplarlo durante largo rato (lo que habría bastado para calificar al sueño de pesadilla) una de las gemelas negó con la cabeza con movimientos enérgicos y bruscos. Su boca se crispó en una sonrisa perversa, con la expresión de crueldad de una amante rechazada. «Nunca nos alcanzarás», murmuró.
En ese momento Petros saltó de la cama, empapado en sudor. Las palabras que había pronunciado 2
99
(que es la mitad de 2
100
) sólo podían significar una cosa: él no estaba destinado a demostrar la conjetura de Goldbach. Naturalmente, Petros no era una vieja supersticiosa para dar crédito a los augurios, pero el profundo agotamiento de tantos años de trabajo infructuoso empezaba a cobrarse su tributo. Sus nervios no eran tan fuertes como antes y el sueño lo inquietó de manera inaudita.
Incapaz de volver a dormirse, salió a caminar por las oscuras y brumosas calles para liberarse de esa angustiosa sensación.
Al alba, mientras paseaba entre los antiguos edificios de piedra, oyó que, a su espalda, unos pasos se aproximaban a él. Le asaltó el pánico y se volvió con brusquedad. Un hombre joven, vestido con ropa deportiva, surgió de la bruma, corriendo con energía, lo saludó y desapareció otra vez; su respiración rítmica se apagó gradualmente hasta que volvió a reinar un silencio absoluto.
Todavía alterado por la pesadilla, Petros no estaba seguro de si esa imagen había sido real o un remanente de su mundo onírico. Sin embargo, cuando pocos meses después el mismo hombre se presentó en sus habitaciones del Trinity College con una misión fatídica, lo identificó en el acto como el corredor del amanecer. Después de que se hubo marchado, Petros pensó que su primer encuentro con él al alba había sido una críptica y ominosa advertencia, puesto que se había producido inmediatamente después de su visión del 2
100
, con su mensaje de derrota.
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El fatídico encuentro se produjo pocos meses después del primero. En su diario, Petros señala la fecha exacta con un lacónico comentario, la primera y última referencia cristiana que encontré en sus páginas: «17 de marzo de 1933. Teorema de Kurt Gödel. ¡Ruego que María, Madre de Dios, tenga compasión de mí!».
Sucedió a última hora de la tarde. Petros había pasado el día en sus habitaciones y se encontraba sentado en el borde del sillón, estudiando los paralelogramos de judías que había dispuesto en el suelo frente a él, abstraído en sus pensamientos, cuando oyó un golpe en la puerta.
—¿Profesor Papachristos?
Se asomó una cabeza rubia. Petros tenía una excelente memoria visual y de inmediato reconoció al joven corredor, que le pidió mil disculpas por molestarlo.
—Por favor, perdone mi intromisión, profesor —dijo—, pero estoy desesperado por obtener su ayuda.
Petros se sorprendió, pues creía que su presencia en Cambridge había pasado completamente inadvertida. No era famoso, ni siquiera muy conocido, y salvo en el club de ajedrez de la universidad, al que acudía casi cada noche, no había cambiado más de un par de palabras con nadie, aparte de Hardy y Littlewood, en su estancia allí.
—¿Mi ayuda? ¿Para qué?
—Para descifrar un texto alemán difícil —respondió el joven—, un texto de matemáticas. —Se disculpó otra vez por robarle su precioso tiempo para una tarea tan humilde. Sin embargo, ese artículo en particular tenía tanta importancia para él, que al enterarse de que un importante matemático había llegado al Trinity College desde Alemania no había podido resistir la tentación de pedirle ayuda para traducirlo.
La actitud del joven reflejaba una ansiedad tan infantil que Petros no encontró el modo de negarse.
—Será un placer ayudarle si puedo. ¿A qué campo pertenece el artículo?
—Lógica formal, profesor. Los
Grundlagen
, los fundamentos de las matemáticas.
Petros experimentó un gran alivio al descubrir que no se trataba de teoría de números. Por un instante había temido que el joven desconocido quisiera sonsacarle datos sobre su trabajo en la conjetura de Goldbach con la excusa de sus dificultades con la lengua. Dado que casi había terminado con el trabajo del día, le dijo al visitante que se sentara.
—¿Cómo ha dicho que se llama?
—Mi nombre es Alan Turing, profesor. Soy estudiante de licenciatura.
Turing le entregó la revista que contenía el artículo que le interesaba, abierta en la página indicada.
—Ah, el
Monatshefte für Mathematik und Physik
—dijo Petros—. La Revista Mensual de Matemáticas y Física, una publicación muy prestigiosa. Veo que el título del artículo es «
Über formal unentscheidbare Sätze der Principia Mathematica und verwandter Systeme
». Eso significa… Veamos… «Sobre sentencias formalmente indecidibles de
Principia Mathematica
y sistemas afines». El autor es Kurt Gödel, de Viena. ¿Es muy conocido en su campo?
Turing lo miró sorprendido.
—No me dirá que no ha oído hablar de este artículo, profesor, ¿verdad?
Petros sonrió.
—Estimado joven, las matemáticas también han sido infectadas por la peste moderna de la superespecialización. Me temo que no tengo la menor idea de lo que se hace en lógica formal, ni en ningún otro campo ajeno al mío. En consecuencia, fuera de la teoría de números, soy un completo ignorante.
—Pero, profesor —protestó Turing—, el teorema de Gödel interesa a todos los matemáticos, y en especial a los teóricos de números. Su primera aplicación es la base misma de la aritmética, el sistema axiomático de Peano-Dedekind.
Para sorpresa de Turing, Petros tampoco sabía gran cosa del sistema axiomático de Peano-Dedekind. Como la mayoría de los matemáticos dedicados a la investigación, consideraba que la lógica formal, la disciplina cuyo principal tema de estudio son las propias matemáticas, era demasiado minuciosa y probablemente innecesaria. Veía los incansables intentos de fijar fundamentos rigurosos y el examen exhaustivo de los principios básicos casi como una pérdida de tiempo. El dicho popular según el cual «si algo funciona, mejor no tocarlo» podría ilustrar su actitud: el trabajo de un matemático no consistía en reflexionar constantemente sobre las bases tácitas e incuestionables de los teoremas, sino en tratar de demostrarlos.
Sin embargo, la pasión de su joven visitante despertó la curiosidad de Petros.
—¿Qué ha demostrado ese joven señor Gödel que es tan importante para los teóricos de números?
—Ha resuelto el «problema de la completitud».
Petros sonrió. El «problema de la completitud» no era otra cosa que la búsqueda de una demostración formal del hecho de que todas las proposiciones verdaderas son demostrables.
—Muy bien —dijo Petros con amabilidad—. Sin embargo, tengo que decirle, sin menospreciar al señor Gödel, desde luego, que para el investigador activo la completitud de las matemáticas siempre ha sido evidente. A pesar de ello, es agradable saber que por fin alguien se ha sentado y lo ha demostrado.
Turing sacudía la cabeza con vehemencia, la cara encendida de entusiasmo.
—Ésa es la cuestión, profesor Papachristos. ¡Gödel no lo ha demostrado!
Petros se mostró intrigado.
—No entiendo, señor Turing… Acaba de decir que ese joven ha resuelto el problema de la completitud, ¿no?
—Sí, profesor, pero contrariamente a las expectativas de todos, incluidos Hilbert y Russell, lo ha resuelto en términos negativos. ¡Ha demostrado que la aritmética y todas las teorías matemáticas no son completas!
Petros no estaba lo bastante familiarizado con los conceptos de la lógica formal para comprender el auténtico significado de esas palabras.
—¿Qué dice?
Turing se arrodilló junto al sillón y señaló con entusiasmo los símbolos arcanos del artículo de Gödel.
—Mire, este genio ha demostrado, y de manera concluyente, que con independencia de los axiomas que se acepten, una teoría de números necesita, forzosamente, contener proposiciones que no pueden demostrarse.
—Se refiere a las proposiciones falsas, naturalmente.
—No, me refiero a las proposiciones verdaderas; verdaderas pero indemostrables.
Petros dio un respingo.
—¡No es posible!
—Sí lo es, y la prueba está aquí, en estas quince páginas. ¡La verdad no siempre es demostrable!
Mi tío sintió un súbito mareo.
—Pero… no puede ser… —Pasó rápidamente las páginas, tratando de absorber en un momento, si era posible, el intrincado argumento del artículo, mientras murmuraba, ajeno por completo a la presencia del estudiante—: Es un escándalo… No es normal… Es una aberración…
Turing sonreía con orgullo.
—Así es como reaccionan todos los matemáticos al principio… Pero Russell y Whitehead han declarado, tras examinar la demostración de Gödel, que es irreprochable. De hecho, el término que han empleado es «sublime».
—¿Sublime? Pero lo que prueba, si es que en realidad lo prueba, lo cual me niego a creer, es el fin de las matemáticas.
Durante horas Petros examinó el breve pero denso texto. Tradujo mientras Turing le explicaba los conceptos subyacentes de lógica formal que aquél desconocía. Cuando hubieron terminado, lo leyeron de nuevo desde el principio, repasando la prueba paso por paso, mientras Petros trataba desesperadamente de encontrar algún fallo en el proceso deductivo.
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Ése fue el principio del fin.
Turing se marchó pasada la medianoche. Petros no pudo dormir y lo primero que hizo a la mañana siguiente fue ir a ver a Littlewood. Para su sorpresa, éste ya estaba al corriente del teorema de la incompletitud de Gödel.
—¿Cómo es que no me lo ha mencionado antes? —preguntó Petros—. ¿Cómo es posible que se quedara tan tranquilo conociendo la existencia de semejante cosa?
Littlewood se mostró sorprendido.
—¿Por qué está tan nervioso, amigo? Gödel investiga algunos casos muy especiales, estudia paradojas en apariencia inherentes a todos los sistemas axiomáticos. ¿Qué tiene eso que ver con nosotros, los matemáticos que estamos en la línea de combate?