Read El tío Petros y la conjetura de Goldbach Online
Authors: Apóstolos Doxiadis
Tags: #Ciencia, Drama, Histórico
Convencido de que a esas alturas todas las heridas causadas por mi breve y traumática historia de matemático habían cicatrizado, me sentí encantado, incluso divertido, al descubrir la identidad de mi nuevo compañero de cuarto. En nuestra primera noche juntos, mientras cenábamos en el comedor de la universidad para conocernos mejor, le dije con naturalidad:
—Puesto que eres un genio de las matemáticas, Sammy, estoy seguro de que podrás probar con facilidad que todo número par mayor que 2 es la suma de dos primos.
Se echó a reír.
—Si pudiera probar eso, tío, no estaría aquí cenando contigo; ya sería catedrático, quizás incluso tendría la medalla Fields, el Nobel de las matemáticas.
Antes de que terminara de hablar, en un instante de revelación, adiviné la horrible verdad. Sammy la confirmó con sus siguientes palabras:
—La afirmación que acabas de hacer es la conjetura de Goldbach, ¡uno de los problemas irresueltos más difíciles de todos los campos de las matemáticas!
Mis reacciones pasaron por las fases denominadas (si no recuerdo mal lo que aprendí en Psicología Elemental en la universidad) «las cuatro etapas del duelo»: negación, ira, depresión y aceptación.
De ellas, la primera fue la que duró menos.
—No… ¡no es posible! —tartamudeé en cuanto Sammy hubo terminado de pronunciar las horribles palabras. Aún tenía la esperanza de haberle entendido mal.
—¿Qué quieres decir con que no es posible? —preguntó—. ¡Lo es! La conjetura de Goldbach, que así se llama la hipótesis, pues nunca ha sido demostrada, es que todos los números pares son la suma de dos primos. Lo afirmó por primera vez un matemático llamado Goldbach en una carta dirigida a Euler
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. Aunque se ha demostrado que es verdad incluso en números primos altísimos, nadie ha conseguido formular una prueba general.
No escuché las palabras siguientes de Sammy, porque ya había pasado a la fase de la ira.
—¡Maldito cabrón! —exclamé en griego—. ¡Hijo de puta! ¡Que Dios lo condene! ¡Que se pudra en el infierno!
Mi nuevo compañero de cuarto, totalmente estupefacto ante el hecho de que una hipótesis de teoría de números pudiera provocar semejante arrebato de pasión mediterránea, me rogó que le contara qué me pasaba; pero yo no estaba en condiciones de dar explicaciones.
Tenía diecinueve años y hasta entonces había llevado una vida protegida de los peligros del mundo. Aparte de un vaso de whisky que había bebido con mi padre para celebrar «entre hombres adultos» mi graduación del instituto y de los obligatorios sorbos de vino para brindar en la boda de un pariente u otro, nunca había probado el alcohol. Por lo tanto, las exorbitantes cantidades que ingerí esa noche en un bar cercano a la universidad (empecé con cerveza, luego pasé al bourbon y terminé con ron) deberían multiplicarse por un n importante para ilustrar el efecto que causaron.
Cuando iba por el tercer o cuarto vaso de cerveza, y todavía en relativa posesión de mis facultades, escribí al tío Petros. Más tarde, ya en la fase de certeza fatalista de mi muerte inminente y antes de perder el conocimiento, entregué la carta al camarero con su dirección y lo que quedaba de mi asignación mensual, pidiéndole que cumpliera mi última voluntad y la enviara. La amnesia parcial que envuelve los acontecimientos de esa noche ha nublado para siempre el contenido detallado de la carta. (No tuve suficiente valor para buscarla entre los papeles de mi tío muchos años después, cuando heredé sus archivos). No obstante, por lo poco que recuerdo, en ella no faltaba ninguna maldición, vulgaridad, condena ni blasfemia. En líneas generales le decía que había destruido mi vida y que, en consecuencia, cuando regresara a Grecia lo mataría, aunque sólo después de torturarlo con los métodos más perversos que pudiera concebir la imaginación humana.
No sé cuánto tiempo permanecí inconsciente, luchando con mis desquiciadas pesadillas. Sospecho que fue a última hora de la tarde del día siguiente cuando empecé a recuperar la conciencia. Estaba tendido en la cama de mi habitación, en la residencia estudiantil, y Sammy también se encontraba allí, ante su escritorio, inclinado sobre los libros. Gruñí y él se acercó a explicarme lo sucedido: unos compañeros me habían encontrado inconsciente en el jardín, enfrente de la biblioteca. Me habían llevado a la enfermería, donde el médico no había tenido dificultades para diagnosticar mi estado. De hecho, no había necesitado examinarme, ya que mi ropa estaba cubierta de vómito y apestaba a alcohol.
Mi nuevo compañero de cuarto, obviamente preocupado por el futuro de nuestra convivencia, me preguntó si esas cosas me ocurrían a menudo. Humillado, balbuceé que era la primera vez.
—La culpa es de la conjetura de Goldbach —murmuré y volví a sumirme en el sueño.
♦ ♦
Tardé dos días en recuperarme de una espantosa jaqueca. Después (por lo visto el torrente de alcohol me arrastró por toda la etapa de la ira), entré en la siguiente fase del duelo: la depresión. Durante dos días y sus noches permanecí hundido en un sillón de la sala de estudiantes de nuestra planta, mirando sin ver las imágenes en blanco y negro de la pantalla del televisor.
Fue Sammy quien me sacó de mi voluntario letargo, demostrando un espíritu de camaradería que no casaba en absoluto con la imagen arquetípica del matemático egocéntrico y distraído. Tres noches después de mi borrachera, se plantó delante de mí y se quedó mirándome fijamente.
—¿Sabes que mañana es el último día para matricularse? —pregunto con severidad.
—Mmm… —murmuré.
—Así que ya te has matriculado, ¿no?
Negué con la cabeza.
—¿Por lo menos has decidido qué asignaturas elegirás? Volví a negar con la cabeza y él frunció el entrecejo.
—No es asunto mío, pero ¿no crees que deberías prestar atención a esos asuntos urgentes en lugar de sentarte todo el día delante de la caja tonta?
Según me confesaría más tarde, no fue el simple impulso de socorrer a un ser humano en crisis lo que lo empujó a asumir la responsabilidad, sino que la curiosidad por descubrir la relación entre su nuevo compañero de cuarto y el célebre problema matemático era irresistible. Una cosa está clara: con independencia de cuál fuera su motivación, la larga charla que mantuve esa noche con Sammy cambió el curso de mi vida. Sin su comprensión y su apoyo no habría sido capaz de traspasar un límite crucial. Y lo que quizá sea más importante, dudo que alguna vez hubiera perdonado al tío Petros.
Comenzamos a hablar en el comedor, mientras cenábamos, y continuamos durante toda la noche en nuestra habitación, bebiendo café. Se lo conté todo. Le hablé de mi familia, de mi temprana fascinación por el tío Petros y mis descubrimientos graduales sobre sus hazañas, de sus dotes de ajedrecista, sus libros, la invitación de la Sociedad Helénica de Matemáticas y su cátedra en Múnich. Le repetí el breve resumen que mi padre había hecho de su vida, de sus precoces éxitos y del misterioso (al menos para mí) papel de la conjetura de Goldbach en su posterior y triste fracaso. Mencioné mi decisión inicial de estudiar matemáticas y la discusión que había tenido con el tío Petros una tarde de verano tres años antes, en la cocina de su casa de Ekali. Finalmente describí nuestro «trato».
Sammy me escuchó sin interrumpirme una sola vez, con sus pequeños ojos entornados en un gesto de intensa concentración. Sólo cuando llegué al final de la historia y expliqué el problema que mi tío me había pedido que resolviera para demostrar que tenía madera de matemático, Sammy estalló, presa de una súbita cólera:
—¡Qué cabrón! —exclamó.
—Lo mismo digo —apunté.
—Ese hombre es un sádico —prosiguió Sammy—. ¡Vamos, es un psicópata! Sólo una mente perversa puede concebir una estratagema para hacer que un colegial pase el verano entero tratando de resolver la conjetura de Goldbach convencido de que sólo le han puesto un ejercicio difícil. ¡Qué cerdo!
Los remordimientos que sentía a causa del feroz vocabulario que había usado en mi delirante carta al tío Petros hicieron que por un instante intentara defenderlo y buscar una justificación lógica para su conducta.
—Puede que sus intenciones no fueran tan malas —murmuré—. Quizá creyó que estaba protegiéndome de una decepción mayor.
—¿Con qué derecho? —preguntó Sammy en voz alta, dando un puñetazo en mi escritorio. (A diferencia de mí, él se había criado en una sociedad que no esperaba que los hijos cumplieran las expectativas de los adultos de su familia).—. Toda persona tiene derecho a arriesgarse a sufrir la decepción que escoja —añadió con vehemencia—. Además, ¿qué demonios es eso de «ser el mejor» y «no un mediocre distinguido»? Podrías haber sido un gran… —Se interrumpió en mitad de la frase, boquiabierto de asombro—. Un momento, ¿por qué hablo en pasado? —preguntó con una sonrisa de oreja a oreja—. ¡Todavía puedes ser un gran matemático! Alcé la vista, sorprendido.
—¿Qué dices, Sammy? Es demasiado tarde, ¡lo sabes!
—¡En absoluto! El plazo para matricularse para la licenciatura termina mañana.
—No me refiero a eso. Ya he perdido demasiado tiempo haciendo otras cosas y…
—Tonterías —replicó con firmeza. Si te esfuerzas, conseguirás recuperar el tiempo perdido. Lo importante es que recobres tu entusiasmo, la pasión que sentías por las matemáticas antes de que tu tío la destruyera desvergonzadamente. Creéme, puedes hacerlo, ¡yo te ayudaré!
Fuera despuntaba el alba y había llegado el momento de la última y cuarta fase que completaría el proceso de duelo: la aceptación. El ciclo había terminado. Retomaría mi vida en el punto en que la había dejado cuando el tío Petros, mediante su cruel estratagema, me había desviado del camino que entonces consideraba mi auténtico destino.
Sammy y yo tomamos un suculento desayuno en el comedor y luego estudiamos la lista de asignaturas de la facultad de Matemáticas. Me explicó el contenido de cada una igual que un maître experimentado presentaría las mejores opciones de una carta de platos. Tomé notas y a primera hora de la tarde me dirigí a la secretaría y rellené el formulario de matrícula para el semestre que empezaba: Introducción al Análisis, Introducción al Análisis Complejo, Introducción al álgebra Moderna y Topología General.
Naturalmente, declaré mi nuevo campo de especialidad: Matemáticas.
♦ ♦
Pocos días después de que empezaran las clases, durante la etapa más difícil en mis esfuerzos por penetrar en esta nueva disciplina, llegó un telegrama del tío Petros. Cuando encontré el aviso no tuve duda alguna sobre la identidad del remitente y al principio consideré la posibilidad de no ir a buscarlo. Sin embargo, la curiosidad fue más fuerte.
Hice una apuesta conmigo mismo sobre si trataría de defenderse o si se limitaría a reñirme por el tono de mi carta. Opté por la segunda posibilidad y perdí.
El telegrama rezaba:
Comprendo muy bien tu reacción. Stop. Para entender mi conducta tendrías que familiarizarte con el teorema de la incompletitud. Stop.
En ese entonces yo no sabía nada del teorema de la incompletitud de Kurt Gödel. Tampoco tenía el menor deseo de descubrirlo; ya me costaba demasiado esfuerzo dominar los teoremas de Lagrange, Cauchy, Fatou, Bolzano, Weierstrass, Heine, Borel, Lebesque, Tichonov et. al. de mis diversas asignaturas. Además, empezaba a aceptar la idea de Sammy según la cual la conducta de Petros hacia mí demostraba señales inconfundibles de demencia. El último mensaje lo demostraba: ¡pretendía justificar su canallada mediante un teorema matemático! Las obsesiones de ese viejo desgraciado ya no me interesaban.
No mencioné el telegrama a mi compañero de cuarto ni volví a pensar en él.
♦ ♦
Pasé las vacaciones de Navidad estudiando con Sammy en la biblioteca de la facultad de Matemáticas
[4]
.
Sammy me invitó a celebrar la Nochevieja con él y su familia en Brooklyn. Bebimos bastante y estábamos achispados cuando me llevó aparte a un rincón tranquilo.
—¿Soportarías volver a hablar de tu tío? —preguntó. Después de aquella primera conversación que había durado toda la noche, no habíamos vuelto a tocar el tema, como si hubiera un acuerdo tácito entre los dos.
—Claro que lo soportaría —le respondí entre risas—, pero ¿qué queda por decir?
Sammy sacó un papel del bolsillo y lo desplegó.
—He hecho algunas pesquisas discretas sobre el tema —confesó.
—¿Qué clase de «pesquisas discretas»? —pregunté sorprendido.
—No imagines nada inmoral; ha sido fundamentalmente una investigación bibliográfica.
—¿Y?
—¡Y he llegado a la conclusión de que tu querido tío Petros es un impostor!
—¿Un impostor? —Era lo último que esperaba oír de él, y puesto que la sangre siempre tira, de inmediato salté en su defensa—. ¿Cómo te atreves a decir eso, Sammy? Es un hecho probado que fue profesor de Análisis en la Universidad de Múnich. ¡No es ningún impostor!
Él se explicó:
—He consultado los índices bibliográficos de todos los artículos publicados en revistas matemáticas de este siglo. Sólo encontré tres artículos firmados por él, pero nada, ni una sola palabra, sobre la conjetura de Goldbach ni nada remotamente relacionado con ella.
Yo no entendía cómo ese hallazgo lo inducía a acusarlo de impostor.
—¿De qué te extrañas? Mi tío es el primero en admitir que no consiguió probar la conjetura. No había nada que publicar. ¡Me parece perfectamente comprensible!
Sammy sonrió con desdén.
—Eso es porque no tienes la menor idea de cómo se hacen las cosas en el mundo de la investigación —explicó—. ¿Sabes qué contestó David Hilbert cuando sus colegas le preguntaron por qué no había intentado probar la hipótesis de Riemann, otro célebre problema aún por demostrar?
—No, no lo sé. Instrúyeme.
—Declaró: «¿Por qué iba a matar a la gallina de los huevos de oro?». Verás, lo que quiso decir es que precisamente cuando los grandes matemáticos procuran resolver grandes problemas es cuando nacen las grandes matemáticas, los así llamados «resultados intermedios», aunque los problemas iniciales sigan sin resolver. Para darte un ejemplo que seas capaz de comprender, el campo de la teoría de series finitas proviene de los intentos de Evariste Galois de resolver la ecuación de quinto grado en su forma general…
En esencia, el argumento de Sammy era el siguiente: un matemático profesional de primer orden, y según todos los indicios el tío Petros lo había sido en su juventud, no podía haber consagrado su vida a batallar con un gran problema, como la conjetura de Goldbach, sin descubrir en el proceso ni un solo resultado intermedio de algún valor.