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Authors: Apóstolos Doxiadis

Tags: #Ciencia, Drama, Histórico

El tío Petros y la conjetura de Goldbach (6 page)

BOOK: El tío Petros y la conjetura de Goldbach
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Sin embargo, dado que nunca había publicado nada, forzosamente debíamos llegar a la conclusión (y en este particular Sammy aplicaba una forma de
reductio ad absurdum
) de que mentía y jamás había intentado probar la conjetura de Goldbach.

—Pero ¿con qué fin iba a mentir al respecto? —le pregunté a mi amigo con perplejidad.

—Bueno, es muy probable que haya inventado la historia de la conjetura de Goldbach para justificar su inactividad en el campo de las matemáticas… Por eso he empleado una palabra tan fuerte como «impostor». Verás, el problema es tan célebremente difícil que nadie podía culparlo si no lo resolvía.

—Pero es absurdo —protesté—; para el tío Petros las matemáticas lo han sido todo en su vida, ¡su único interés y pasión! ¿Por qué iba a abandonarlas y buscar excusas para su inactividad? ¡No tiene sentido!

Sammy sacudió la cabeza.

—Me temo que la explicación es bastante deprimente. Me la sugirió un distinguido catedrático de la facultad con quien discutí el caso. —Debió de ver indicios de desolación en mi cara, porque se apresuró a añadir—: ¡Sin mencionar la identidad de tu tío, naturalmente! —A continuación resumió la teoría del «distinguido catedrático» —: Es probable que en algún punto previo de su trayectoria tu tío perdiera la capacidad intelectual o la fuerza de voluntad (o bien ambas cosas) para continuar con las matemáticas. Por desgracia, éste es un problema bastante común entre los niños prodigio. El agotamiento y las crisis nerviosas son el destino de muchos genios precoces…

Era evidente que Sammy había contemplado la desoladora probabilidad de que ese lamentable destino también pudiera ser el suyo, pues pronunció su conclusión con solemnidad, incluso con tristeza.

—No es que en un momento dado tu tío Petros haya querido abandonar las matemáticas. Es que fue incapaz de continuar.

♦ ♦

Después de mi conversación con Sammy en Nochevieja, mi actitud hacia el tío Petros volvió a cambiar. La rabia que había sentido al descubrir que me había tendido una trampa empujándome a probar la conjetura de Goldbach dio paso a sentimientos más benévolos. Ahora se sumaba un elemento de compasión: qué terrible debía de haber sido para él, después de unos comienzos tan brillantes, sentir que empezaba a perder su gran don, su único talento, su única fuente de dicha en la vida. ¡Pobre tío Petros!

Cuanto más pensaba en ello, más me enfurecía con el anónimo «distinguido catedrático» que se había atrevido a formular cargos tan graves contra alguien a quien ni siquiera conocía y sin contar con la mínima información. También me irritaba la actitud de Sammy. ¿Con qué derecho lo acusaba tan a la ligera de ser un «impostor»?

Llegué a la conclusión de que debíamos dar al tío Petros la oportunidad de defenderse, de responder tanto a las burdas generalizaciones de sus hermanos («uno de los fiascos de la vida», etcétera) como a los análisis despectivos del «distinguido catedrático» y de Sammy, el presuntuoso niño prodigio. Había llegado el momento de que el acusado hablara en su defensa. Huelga decir que decidí que la persona más cualificada para escucharlo era yo, su pariente cercano y su víctima. Al fin y al cabo, estaba en deuda conmigo.

Tenía que prepararme.

Aunque había roto su telegrama de disculpas en fragmentos minúsculos, no había olvidado el contenido. Mi tío me había pedido que me informara sobre el teorema de la incompletitud de Kurt Gödel; de alguna misteriosa manera, en él residía la explicación de su despreciable conducta. (Aunque no sabía nada del teorema de la incompletitud, no me gustaba cómo sonaba: el prefijo de negación «in» estaba cargado de significado; el vacío al que apuntaba parecía tener consecuencias metafóricas).

En cuanto se me presentó la primera oportunidad, concretamente a la hora de escoger mis asignaturas para el siguiente semestre, interrogué a Sammy al respecto con cuidado de que no sospechara que la pregunta tenía algo que ver con el tío Petros.

—¿Has oído hablar del teorema de la incompletitud de Kurt Gödel?

Sammy abrió los brazos en un ademán de cómica exageración.

—¡Vaya por Dios! —exclamó—. ¡Me preguntas si he oído hablar del teorema de la incompletitud de Kurt Gödel!

—¿A qué rama pertenece? ¿Topología?

Sammy me miró boquiabierto.

—¿El teorema de la incompletitud? A la lógica matemática, ¡ignorante!

—De acuerdo, deja de hacer el payaso y háblame de él. Cuéntame qué dice.

Sammy me explicó en términos generales el contenido del gran descubrimiento de Gödel. Me habló de Euclides y su visión de la construcción de teorías matemáticas, empezando con los axiomas y fundamentos y luego pasando de las herramientas para una inducción lógica rigurosa a los teoremas. Después se saltó veintidós siglos para hablar del «segundo problema de Hilbert» y hacer un rápido repaso de los
Principia Mathematica
[5]
de Russell y Whitehead, para terminar con el propio teorema de la incompletitud, que explicó con toda la sencillez de que fue capaz.

—Pero ¿es posible? —pregunté cuando hubo terminado, mirándolo con los ojos como platos.

—Es más que posible —respondió Sammy—. ¡Es un hecho probado!

Dos

Fui a Ekali dos días después de llegar a Grecia para las vacaciones de verano. Había concertado una cita con el tío Petros por carta porque no quería pillarlo por sorpresa. Siguiendo con la comparación judicial, le di tiempo de sobra para que preparara su defensa.

Llegué a la hora acordada y nos sentamos en el jardín.

—Bueno, sobrino favorito —era la primera vez que me llamaba así—, ¿qué noticias me traes del Nuevo Mundo?

Si pensaba que iba a permitirle fingir que aquélla era una reunión social, la visita de un sobrino atento a su afectuoso tío, estaba equivocado.

—Mira, tío —dije en tono beligerante—, dentro de un año recibiré mi diploma y ya estoy rellenando formularios para matricularme en el ciclo superior. Tu ardid ha fracasado. Te guste o no, voy a ser matemático.

Se encogió de hombros, alzó las palmas de las manos hacia el cielo en un ademán de resignación y recitó un popular dicho griego:

—Aquel que está destinado a ahogarse no morirá en la cama. ¿Se lo has contado a tu padre? ¿Está contento?

—¿Por qué ese súbito interés en mi padre? —gruñí—. ¿Acaso fue él quien te pidió que urdieras nuestro supuesto «trato»? ¿Fue suya la perversa idea de que demostrara mis aptitudes tratando de resolver la conjetura de Goldbach? ¿O te sientes tan en deuda con él porque te ha mantenido durante todos estos años que le retribuyes poniendo en vereda a su ambicioso hijo?

El tío Petros encajó mis golpes bajos sin cambiar de expresión.

—No te culpo por estar furioso —dijo—. Sin embargo, deberías tratar de entenderme. Aunque es verdad que mi método fue cuestionable, los motivos eran tan puros como la nieve.

Solté una carcajada burlona.

—¡No hay nada puro en hacer que tu fracaso determine mi vida!

Suspiró.

—¿Tienes tiempo para escucharme?

—Todo el tiempo del mundo.

—¿Estás cómodo?

—Mucho.

Entonces préstame atención. Escucha y luego juzga por ti mismo.

La Historia de Petros Papachristos

Mientras escribo esto no puedo fingir que recuerdo las frases y expresiones exactas que usó mi tío aquella lejana tarde de verano. He optado por recrear su narrativa en tercera persona para presentarla de forma más completa y coherente. Cuando me ha fallado la memoria, he consultado su copiosa correspondencia con familiares y colegas matemáticos, así como los gruesos volúmenes encuadernados en piel de sus diarios personales, en los que describía los progresos de sus investigaciones.

Petros Papachristos nació en Atenas en noviembre de 1895. Pasó su primera infancia en una soledad casi absoluta, pues fue el primogénito de un comerciante hecho a sí mismo cuya única preocupación era su trabajo y de un ama de casa cuya única preocupación era su marido.

Los grandes amores a menudo nacen de la soledad, y tal parece haber sido el caso de la larga relación de mi tío con los números. Descubrió sus dotes para el cálculo muy pronto, y no pasó mucho tiempo antes de que éste se convirtiera, por falta de otras oportunidades de expansión emocional, en una auténtica pasión. A la más tierna edad llenaba las horas vacías haciendo complicadas sumas, casi siempre mentalmente. Cuando la llegada de sus dos hermanos animó la vida del hogar, ya estaba tan consagrado a su tarea que los cambios en la dinámica familiar no consiguieron distraerlo.

El colegio al que asistía, una institución francesa dirigida por jesuitas, hacía honor a la brillante reputación de la orden en el campo de las matemáticas. El hermano Nicolás, su primer maestro, advirtió las dotes de Petros y lo tomó bajo su tutela. Con su asesoramiento, el niño empezó a hacer ejercicios que estaban muy por encima de las posibilidades de sus compañeros de clase. Como la mayoría de los matemáticos jesuitas, el hermano Nicolás se especializaba en geometría clásica (una disciplina que ya entonces estaba pasada de moda). Dedicaba mucho tiempo a crear ejercicios que, a pesar de ser ingeniosos y casi siempre endiabladamente difíciles, carecían de un profundo interés matemático. Petros los resolvía con sorprendente rapidez, al igual que aquellos que su maestro sacaba de los manuales de matemáticas de los jesuitas.

Sin embargo, desde el principio demostró una pasión especial por la teoría de números, un campo en el que los jesuitas no destacaban. Su indiscutible talento, sumado a la práctica constante durante los años de la infancia, se reflejó en una habilidad casi sobrenatural. A los once años, tras aprender que todo entero positivo puede expresarse mediante la suma de cuatro cuadrados, Petros sorprendía a los buenos de los jesuitas proporcionándoles la composición de cualquier número que le sugirieran después de escasos segundos de reflexión.

—¿Qué tal 99, Pierre? —le preguntaban.

—Noventa y nueve es igual a 8
2
más 5
2
más 3
2
más 1
2
—respondía él.

—¿Y 290? —Doscientos noventa es igual a 12
2
más 9
2
más 7
2
más 4
2
.

—Pero ¿cómo lo haces con tanta rapidez?

Petros describió un método que a él le parecía obvio, pero que para sus profesores era difícil de entender e imposible de aplicar sin papel, lápiz y tiempo suficiente. El procedimiento se basaba en saltos de lógica que pasaban por alto los pasos intermedios del cálculo, una prueba concluyente de que el niño había desarrollado hasta un punto extraordinario su intuición matemática.

Después de enseñarle prácticamente todo lo que sabían, cuando Petros tenía unos quince años los jesuitas descubrieron que eran incapaces de responder al continuo torrente de preguntas sobre matemáticas de su brillante alumno. Entonces el director decidió ir a ver al padre de Petros. Puede que el
père
Papachristos no tuviera mucho tiempo para sus hijos, pero sabía cuál era su deber para con la Iglesia ortodoxa griega. Había matriculado a su hijo mayor en una escuela dirigida por extranjeros cismáticos porque gozaba de prestigio en la élite social a la que deseaba pertenecer. Sin embargo, cuando el director le sugirió que enviara a su hijo a un monasterio en Francia con el fin de que cultivara su talento para las matemáticas, lo primero que pensó fue que se trataba de una maniobra proselitista.

«Los condenados papistas quieren apoderarse de mi hijo», se dijo.

Sin embargo, aunque no había hecho estudios superiores, el viejo Papachristos no tenía un pelo de tonto. Sabía por experiencia que uno prospera con mayor facilidad en el terreno para el que está naturalmente dotado y no tenía intención de poner obstáculos en el camino de su hijo. Hizo averiguaciones en los círculos pertinentes y descubrió que en Alemania había un gran matemático griego que también pertenecía al culto ortodoxo, el célebre profesor Constantin Carathéodory.

Le escribió de inmediato pidiéndole una cita.

Padre e hijo viajaron juntos a Berlín, donde Carathéodory, vestido como un banquero, los recibió en su despacho de la universidad. Después de una breve charla con el padre, pidió que lo dejara a solas con el hijo. Lo llevó hasta la pizarra, le dio un trozo de tiza y lo interrogó. Siguiendo sus indicaciones, Petros resolvió integrales, calculó la suma de series y demostró proposiciones. Luego, cuando consideró que el profesor había terminado el examen, le habló de sus descubrimientos personales: complicadas construcciones geométricas, complejas identidades algebraicas y, sobre todo, observaciones relacionadas con las propiedades de los enteros.

Una de ellas era la siguiente:

—Todo número par mayor que 2 puede expresarse como la suma de dos primos.

—No podrás probar eso —dijo el famoso matemático.

—Todavía no —repuso Petros—, pero estoy seguro de que se trata de un principio general. ¡Lo he verificado hasta el número 10000!

—¿Y qué me dices de la distribución de los números primos? —preguntó Carathéodory—. ¿Se te ocurre una forma de calcular cuántos primos existen menores que un número dado n?

—No —respondió Petros—, pero conforme
n
tiende a infinito, la cantidad de primos se aproxima a
n
dividido por su logaritmo neperiano.

Carathéodory se quedó sin habla.

—¡Debes de haberlo leído en algún sitio!

—No, señor, pero parece una extrapolación razonable de mis tablas. Además, los únicos libros que hay en mi colegio son de geometría.

Una amplia sonrisa reemplazó la expresión severa del profesor, que llamó al padre de Petros y le dijo que someter a su hijo a dos años más de bachillerato equivaldría a perder un tiempo precioso. Negar a aquel chico extraordinariamente dotado la mejor educación matemática podría calificarse de «negligencia criminal». Carathéodory haría las gestiones necesarias para que Petros fuera admitido de inmediato en la universidad… si el padre daba su consentimiento, naturalmente.

♦ ♦

Mi pobre abuelo no pudo negarse: no tenía intención de cometer un delito, y mucho menos contra su primogénito.

Se hicieron las gestiones necesarias y pocos meses después Petros regresó a Berlín. Se instaló en la casa familiar de un empresario amigo de su padre, en Charlottenburg.

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