Read El tío Petros y la conjetura de Goldbach Online
Authors: Apóstolos Doxiadis
Tags: #Ciencia, Drama, Histórico
Empezaba a impacientarse conmigo, a ser el de siempre.
—Hijo, ¿sabes cuál es el secreto de la vida? —preguntó, ceñudo.
—No, no lo sé.
Antes de revelármelo se sonó la nariz con estruendo en un pañuelo de seda con sus iniciales bordadas.
—El secreto de la vida es fijarse siempre metas alcanzables. Pueden ser fáciles o difíciles, dependiendo de las circunstancias, tu carácter y aptitudes, pero ¡siempre deben ser al-can-za-bles! De hecho, creo que colgaré un retrato del tío Petros en tu habitación con la inscripción: ¡NO SEGUIR ESTE EJEMPLO!
♦ ♦
Mientras escribo esto, en la madurez, me resulta imposible describir la desazón que produjo en mi espíritu adolescente esta primera aunque tendenciosa e incompleta versión de la historia del tío Petros. Era evidente que mi padre me la había relatado como advertencia, pero sus palabras causaron exactamente el efecto contrario: en lugar de predisponerme contra su descarriado hermano mayor, me empujaron hacia él, como si de repente se hubiera convertido en una brillante estrella en mi firmamento.
Mi descubrimiento me había dejado atónito. No sabía qué era exactamente la famosa conjetura de Goldbach (sin duda estaría fuera del alcance de mi intelecto) y en su momento no me interesé en averiguarlo. Lo que me fascinaba era la idea de que mi cordial, retraído y aparentemente modesto tío era en verdad un hombre que, por decisión propia, había luchado durante años en los confines de la ambición humana. Ese hombre a quien conocía desde siempre, que de hecho era un pariente cercano, ¡se había pasado la vida tratando de resolver uno de los problemas más difíciles de la historia de las matemáticas! Mientras sus hermanos estudiaban, se casaban, tenían hijos y dirigían el negocio de la familia, desaprovechando su vida junto con el resto de la humanidad anónima en las rutinas diarias de la subsistencia, la procreación y el ocio, él, como un Prometeo redivivo, se esforzaba por echar luz sobre el más oscuro e inaccesible rincón del conocimiento.
El hecho de que hubiera fracasado en su intento no sólo no lo rebajaba ante mis ojos, sino que, por el contrario, lo elevaba a la más alta cumbre de la excelencia. ¿Acaso la decisión de librar la Gran Batalla, aunque uno supiera que era desesperada, no era el rasgo que definía al héroe romántico ideal?
Es más, ¿en qué se diferenciaba mi tío de Leónidas y sus tropas espartanas protegiendo las Termópilas? Los últimos versos del poema de Cavafis, que había aprendido en el colegio, se me antojaron ideales para describir al tío Petros:
… Pero el mayor honor recae en aquellos que prevén,
como muchos en efecto prevén,
que Efialtes el Traidor aparecerá al fin,
y entonces los persas finalmente podrán
pasar por el estrecho desfiladero…
Aun antes de oír la historia del tío Petros, los comentarios despectivos de sus hermanos, además de despertar mi curiosidad, me habían inspirado pena (una reacción muy diferente, por cierto, de la de mis primos, que se habían adherido por completo al desprecio de su padre). En cuanto me enteré de la verdad —y aunque se tratara de una versión llena de prejuicios— elevé a mi tío a la categoría de modelo.
La primera consecuencia fue un cambio en mi actitud ante las clases de Matemáticas, que hasta entonces encontraba bastante aburridas, y una notable mejora en mi rendimiento. Cuando llegó el siguiente informe escolar y mi padre vio que mis notas en álgebra, Geometría y Trigonometría habían subido a sobresaliente, enarcó las cejas en un gesto de perplejidad y me dirigió una mirada extraña. Hasta es posible que sospechara algo, pero no podía enfadarse: ¿cómo iba a reñirme por destacar en el colegio?
En la fecha en que la Sociedad Helénica de Matemáticas iba a celebrar el doscientos cincuenta cumpleaños de Leonhard Euler me presenté en el auditorio antes de hora, lleno de expectación. Aunque las matemáticas del bachillerato no me ayudaban a descifrar su significado preciso, el nombre de la conferencia —«Lógica formal y los cimientos de las matemáticas»— me había intrigado desde el momento en que había leído la invitación. Había oído hablar de «recepciones formales» y de «simple lógica», pero ¿cómo se combinaban los dos conceptos? Había aprendido que los edificios tenían cimientos, pero… ¿las matemáticas?
Mientras el público y los conferenciantes ocupaban sus lugares, esperé en vano ver la figura delgada y ascética de mi tío. Como debería haber imaginado, no asistió. Yo ya sabía que nunca aceptaba invitaciones, pero entonces descubrí que no estaba dispuesto a hacer excepciones ni siquiera por las matemáticas.
El primer conferenciante, el presidente de la Sociedad, mencionó su nombre con especial respeto:
—Por desgracia, el profesor Petros Papachristos, el matemático griego de fama internacional, no podrá dirigirse a nosotros debido a una ligera indisposición.
Sonreí con suficiencia, orgulloso de ser el único en el público que sabía que la «ligera indisposición» de mi tío era un subterfugio, una excusa para preservar su tranquilidad.
A pesar de la ausencia del tío Petros, me quedé hasta el final de la conferencia. Escuché con fascinación un breve resumen de la vida del homenajeado (al parecer, Leonhard Euler había marcado un hito en la historia con sus descubrimientos en prácticamente todas las ramas de las matemáticas). Luego, cuando el conferenciante principal subió al estrado y empezó a hablar de «los fundamentos de las teorías matemáticas según la lógica formal», me sumí en un estado de éxtasis. A pesar de que no entendí más que algunas de sus primeras palabras, mi espíritu se deleitó en la poco familiar dicha de definiciones y conceptos desconocidos, todos símbolos de un mundo que, aunque misterioso, desde el principio se me antojó casi sagrado a causa de su inconmensurable sabiduría. Los nombres mágicos, nunca oídos, se sucedían interminablemente, cautivándome con su sublime musicalidad: el problema del continuo, el aleph, Gottlob Frege, razonamiento inductivo, el programa de Hilbert, verificabilidad y no-verificabilidad, pruebas de consistencia, pruebas de completitud, conjunto de conjuntos, la máquina de Von Neumann, la paradoja de Russell, el álgebra de Boole… En cierto punto, en medio de tan embriagadoras olas, tuve la fugaz impresión de oír las importantes palabras «conjetura de Goldbach», pero antes de que lograra concentrarme, el tema había tomado nuevos derroteros mágicos: los axiomas de Peano para la aritmética, el teorema de los números primos, los sistemas abiertos y cerrados, más axiomas, Euclides, Euler, Cantor, Zenón, Gödel…
Por extraño que parezca, la conferencia sobre «los fundamentos de las teorías matemáticas según la lógica formal» obró su poderosa magia sobre mi alma adolescente precisamente porque no reveló ninguno de los secretos que había presentado: no sé si habría tenido el mismo efecto si hubiera explicado sus misterios de manera exhaustiva. Por fin entendía el cartel situado en la entrada de la Academia de Platón:
Oudeis ageometretos eiseto
(«prohibida la entrada a los ignorantes en geometría»). La moraleja de la tarde emergió con claridad cristalina: las matemáticas eran una disciplina infinitamente más interesante que resolver ecuaciones de segundo grado o calcular el volumen de sólidos, las insignificantes tareas que realizábamos en el colegio. Sus practicantes vivían en un auténtico paraíso conceptual, un majestuoso reino poético inaccesible para el profano.
Aquella velada en la Sociedad Helénica de Matemáticas fue un momento crucial de mi vida. Fue allí y entonces cuando decidí convertirme en matemático.
♦ ♦
Al final de ese curso lectivo me otorgaron un premio por tener las notas más altas en Matemáticas. Mi padre se jactó de ello ante el tío Anargyros… ¡como si pudiera haber hecho otra cosa!
Yo había terminado mi penúltimo año de bachillerato y mis padres habían decidido que estudiaría en una universidad estadounidense. Puesto que el sistema en ese país no exige declarar el principal campo de interés del alumno en el momento de matricularse, tuve la oportunidad de posponer el momento de revelar a mi padre la terrible verdad —pues así la calificaría él— durante unos años más. (Por suerte, mis dos primos ya habían escogido una carrera que garantizaba al negocio familiar una nueva generación de empresarios). De hecho, lo distraje durante un tiempo con vagos comentarios sobre mis intenciones de estudiar Económicas mientras urdía mi plan: una vez que estuviera matriculado en la universidad, con el Atlántico entero entre yo y la autoridad de mi padre, podría dirigir los estudios hacia mi verdadero Destino.
Ese año, en la fiesta de san Pedro y san Pablo, no pude resistirme más. En cierto momento llevé al tío Petros aparte e impulsivamente le confesé mis intenciones.
—Tío, estoy pensando en estudiar Matemáticas.
Mi entusiasmo no produjo una reacción inmediata. Mi tío permaneció callado e impasible, mirándome fijamente con expresión muy seria. Me estremecí al pensar que aquél debía de ser el aspecto que tenía mientras luchaba por desvelar los misterios de la conjetura de Goldbach.
—¿Qué sabes de matemáticas, jovencito? —preguntó tras un breve silencio.
No me gustó su tono, pero proseguí de acuerdo con mis planes:
—He sido el primero de la clase, tío Petros. ¡Me han dado el premio del instituto!
Por unos instantes pareció sopesar esa información y luego se encogió de hombros.
—Es una decisión importante —dijo—, que no deberías tomar sin meditarla antes. ¿Por qué no vienes a verme una tarde y hablamos del asunto? —Luego añadió, innecesariamente—: Sería preferible que no se lo dijeras a tu padre.
Fui a verlo pocos días después, en cuanto conseguí una buena coartada.
El tío Petros me condujo a la cocina y me ofreció una bebida fría hecha con cerezas ácidas de su huerto. Luego se sentó frente a mí con aspecto solemne y profesional.
—Veamos, ¿qué son las matemáticas en tu opinión? —preguntó. El énfasis en la última palabra sugería que cualquier respuesta que le diera sería equivocada.
Balbuceé una sucesión de lugares comunes, como que era «la más sublime de las ciencias» y tenía maravillosas aplicaciones en el campo de la electrónica, la medicina y la exploración espacial.
El tío Petros frunció el entrecejo.
—Si te interesan las aplicaciones prácticas, ¿por qué no estudias ingeniería? O física. Esas ciencias también están relacionadas con cierta clase de matemáticas.
Otra inflexión cargada de significado. Era evidente que él no tenía en gran estima esa «clase» de matemáticas. Antes de humillarme aún más, decidí que no estaba a su altura y lo admití.
—Tío, no puedo explicar el porqué con palabras. Lo único que sé es que quiero ser matemático. Supuse que lo entenderías…
Él reflexionó por unos instantes y al cabo preguntó:
—¿Sabes jugar al ajedrez?
—Un poco, pero no me pidas que juegue, por favor. Sé muy bien que perdería.
Petros sonrió.
—No iba a proponerte una partida; sólo quiero darte un ejemplo que comprendas. Mira, las verdaderas matemáticas no tienen nada que ver con las aplicaciones prácticas ni con los procedimientos de cálculo que aprendes en el colegio. Estudian conceptos intelectuales abstractos que, al menos mientras el matemático está ocupado con ellos, no guardan relación alguna con el mundo físico y sensorial.
—Me parece bien —dije.
—Los matemáticos —prosiguió— encuentran el mismo placer en sus estudios que los jugadores de ajedrez en el juego. De hecho, desde un punto de vista psicológico, el verdadero matemático se parece a un poeta o a un compositor musical; en otras palabras, a alguien preocupado por la creación de belleza y la búsqueda de armonía y perfección. Es el polo opuesto al hombre práctico, el ingeniero, el político o… —hizo una pausa, buscando una figura aún más aborrecible en su escala de valores—, claro está, el hombre de negocios.
Si me contaba aquello con el fin de desanimarme había escogido el camino equivocado.
—Es precisamente lo que busco, tío Petros —repuse con entusiasmo—. No quiero ser ingeniero; no quiero trabajar en la empresa de la familia. Quiero enfrascarme en las verdaderas matemáticas igual que tú… ¡como hiciste con la conjetura de Goldbach!
¡Caray! ¡La había fastidiado! Antes de salir hacia Ekali había decidido que no haría ninguna referencia a la conjetura de Goldbach durante la conversación; pero en mi entusiasmo había sido lo bastante imprudente para soltárselo.
Aunque el tío Petros permaneció impertérrito, noté un ligero temblor en su mano.
—¿Quién te ha hablado de la conjetura de Goldbach? —preguntó en voz baja.
—Mi padre —murmuré.
—¿Y qué te dijo exactamente?
—Que intentaste resolverla.
—¿Sólo eso?
—Y… que no lo lograste.
Su mano dejó de temblar.
—¿Nada más?
—Nada más.
—Mmm… —dijo—. ¿Qué te parece si hacemos un trato?
—¿Qué clase de trato?
—Escúchame: yo creo que en matemáticas, igual que en el arte o en los deportes, si uno no es el mejor, no es nada. Un ingeniero de caminos, un abogado o un dentista que sea sencillamente eficaz puede tener una vida profesional creativa y satisfactoria. Sin embargo, un matemático medio (naturalmente, no me refiero a un profesor de secundaria, sino a un investigador), es una tragedia andante, una tragedia viviente…
—Pero tío —lo interrumpí—, yo no tengo la menor intención de ser un matemático medio. Quiero ser un número uno.
Mi tío sonrió.
—Al menos en eso te pareces a mí. Yo también era demasiado ambicioso. Pero verás, jovencito, no basta con tener buenas intenciones. Este campo no es como otros, en los que la diligencia siempre tiene una compensación. Para llegar a la cima en el mundo de las matemáticas necesitas algo más, una condición absolutamente imprescindible para el éxito.
—¿Y cuál es?
Me dirigió una mirada de perplejidad por ignorar lo obvio.
—¡Talento, desde luego! La aptitud natural en su máxima expresión. Nunca lo olvides:
Mathematicus nascitur non fit
; el matemático nace, no se hace. Si no tienes esa aptitud especial en los genes, trabajarás en vano durante toda tu vida y un día acabarás siendo un mediocre. Un mediocre distinguido, quizá, pero mediocre al fin.
Lo miré fijamente a los ojos.
—¿Cuál es el trato, tío?
Titubeó un momento, como si estuviera pensándolo. Por fin dijo: