El tío Petros y la conjetura de Goldbach (11 page)

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Authors: Apóstolos Doxiadis

Tags: #Ciencia, Drama, Histórico

BOOK: El tío Petros y la conjetura de Goldbach
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Petros terminó su monografía de doscientas páginas poco después de Navidad. Con la habitual aunque ligeramente hipócrita modestia de muchos matemáticos al publicar resultados importantes, se titulaba «Algunas observaciones sobre el problema de particiones». Petros la hizo mecanografiaren la facultad y envió copias a Hardy y a Littlewood, supuestamente para que le señalaran alguna incorrección o le dijeran si había cometido algún error deductivo poco evidente. En realidad, sabía que no había incorrecciones ni errores; sencillamente disfrutaba imaginando la sorpresa de los dos grandes genios de teoría de números. De hecho, ya se recreaba en la admiración que les produciría su hazaña.

Tras enviar el manuscrito, Petros decidió que merecía unas pequeñas vacaciones antes de volver a entregarse por entero a la conjetura, de modo que dedicó los días siguientes de forma exclusiva al ajedrez.

Se apuntó al mejor club de ajedrez de la ciudad, donde descubrió con alegría que era capaz de vencer a casi todos los jugadores y poner en aprietos a los pocos y selectos campeones a los que no podía superar con facilidad. Descubrió una pequeña librería especializada, propiedad de un entusiasta de los trebejos, donde compró gruesos volúmenes de teoría de aperturas y descripciones de partidas. Ubicó el tablero que había comprado en Innsbruck en una mesa pequeña delante de la chimenea, junto a un cómodo y mullido sillón tapizado en terciopelo verde. Allí se reunía cada noche con sus nuevas amigas blancas y negras.

Esta situación se prolongó durante casi dos semanas.

—Dos semanas muy felices —me dijo. La absoluta certeza de que Hardy y Littlewood reaccionarían con entusiasmo ante su monografía aumentaba la dicha que lo embargaba.

Sin embargo, la respuesta, cuando por fin llegó, fue cualquier cosa menos entusiasta y puso un súbito punto final a la felicidad de Petros. La reacción no era la que había previsto. En una nota bastante breve Hardy le informaba de que su primer resultado importante (el que él había bautizado en privado como teorema de particiones de Papachristos) había sido descubierto dos años antes por un joven matemático austriaco. Hardy expresaba asombro ante el hecho de que Petros no lo supiera, ya que su publicación había causado sensación en el círculo de los teóricos de números y había proporcionado fama a su joven autor. ¿Acaso no seguía los avances en ese campo? En cuanto al segundo teorema, Ramanujan, en una de sus últimas y brillantes corazonadas, había propuesto una versión general sin demostración en una carta a Hardy desde India pocos días antes de su muerte en 1920. En los años siguientes Hardy y Littlewood habían conseguido llenar las lagunas y habían publicado su prueba en el número más reciente de las Actas de la Royal Society, de las cuales adjuntaba un ejemplar.

Hardy terminaba su carta con una nota personal, expresando su pesar a Petros por el giro que habían tomado los acontecimientos. También le sugería, con la discreción propia de su estirpe y clase, que quizás en el futuro le convendría mantener un contacto más estrecho con sus colegas científicos. Si Petros hubiera llevado la vida normal de un investigador matemático, señalaba Hardy, asistiendo a los congresos y debates internacionales, carteándose con sus colegas, informándose de los progresos de sus investigaciones y revelándoles los suyos, no habría llegado en segundo lugar a esos dos descubrimientos, por lo demás extremadamente importantes. Si continuaba con su voluntario aislamiento, era muy probable que ese «lamentable incidente» se repitiese.

♦ ♦

Mi tío se detuvo en este punto del relato. Llevaba varias horas hablando, empezaba a oscurecer y el canto de los pájaros en el huerto se había ido apagando poco a poco. Un solitario grillo rompía rítmicamente el silencio. El tío Petros se levantó y fue con paso cansino a encender una lámpara, una bombilla desnuda que proyectó una luz mortecina sobre el lugar donde estábamos sentados. Mientras regresaba a mí lado, entrando y saliendo lentamente del pálido resplandor amarillo y la violácea oscuridad, casi parecía un fantasma.

—Conque ésa es la explicación —murmuré cuando él volvió a sentarse.

—¿Qué explicación? —preguntó con aire ausente.

Le conté que Sammy Epstein no había encontrado ninguna mención a Petros Papachristos en el índice bibliográfico de teoría de números aparte de la publicación conjunta con Hardy y Littlewood sobre la función ζ de Riemann. También le hablé de la «teoría del agotamiento» que un «distinguido catedrático» de la universidad había sugerido a mi amigo, y según la cual su supuesta dedicación a la conjetura de Goldbach era una tapadera para ocultar su inactividad.

Tío Petros rió con amargura.

—¡De eso nada! Era verdad, sobrino favorito. Puedes decirle a tu amigo y a su «distinguido catedrático» que, en efecto, trabajé para probar la conjetura de Goldbach… ¡mucho y durante largo tiempo! Sí, y obtuve resultados intermedios, unos resultados importantes y maravillosos, pero no los publiqué cuando debía y otros se me adelantaron. Por desgracia, en el mundo de la ciencia no hay medalla de plata. El primero en anunciar y publicar un descubrimiento se lleva toda la gloria. No queda nada para otros. —Hizo un pausa—. Como dice el refrán, más vale pájaro en mano que ciento volando, y mientras yo perseguía a los cien, perdí el que tenía…

Por alguna razón, no me pareció que la resignada serenidad con que expresó esa conclusión fuese sincera.

—Pero, tío Petros —dije—, ¿no te sentiste terriblemente frustrado al recibir la respuesta de Hardy?

—Claro que sí, y «terriblemente» es la palabra más precisa. Estaba desesperado, lleno de ira, frustración y pena; incluso consideré brevemente la posibilidad de suicidarme. Pero eso fue entonces, en otra vida, cuando yo era otra persona. Ahora, cuando examino mi vida en retrospectiva, no me arrepiento de nada de lo que hice ni de lo que no hice.

—¿No te arrepientes? ¿Quieres decir que no te pesa el haber dejado escapar la oportunidad de hacerte famoso, de que te reconocieran como un gran matemático?

Levantó un dedo en un ademán de advertencia.

—¡Un matemático muy bueno, quizá, pero no un gran matemático! Había descubierto dos buenos teoremas, nada más.

—¡Eso no es moco de pavo!

Tío Petros negó con la cabeza.

—El éxito en la vida se mide con la vara de los objetivos que te has fijado. Cada año en el mundo se publican miles de teoremas nuevos, pero sólo un centenar por siglo hacen historia.

—Sin embargo, tío, tú mismo has dicho que tus teoremas eran importantes.

—Piensa en aquel joven —repuso—, el austriaco que publicó «mi» teorema de las particiones, porque todavía pienso en él como si me perteneciese. ¿Acaso ese resultado lo puso a la altura de un Hilbert o un Poincaré? Puede que consiguiera un pequeño hueco para su retrato en alguna sala secundaria del Edificio de las Matemáticas, pero nada más. Tomemos como ejemplo a Hardy y a Littlewood, ambos matemáticos de primera. Es probable que ellos obtuvieran un puesto en la galería de personajes célebres, pero aun así no lograron que les erigieran una estatua en la majestuosa entrada, junto a las de Euclides, Arquímedes, Newton, Euler, Gauss… ésa era mi única aspiración, y nada, excepto la demostración de la conjetura de Goldbach, que también significaba desentrañar los misterios profundos de los números primos, podría haberme llevado allí…

Le brillaban los ojos cuando con una profunda vehemencia, concluyó:

—Yo, Petros Papachristos, un hombre que nunca publicó nada de valor, pasaré a la historia de las matemáticas, o mejor dicho no pasaré a la historia de las matemáticas, como alguien que no logró nada. Eso no me molesta, ¿sabes? No me arrepiento de nada. Jamás me habría contentado con la mediocridad. Prefiero mis flores, mi huerto, mi tablero de ajedrez o la conversación que estoy teniendo ahora contigo a una falsa inmortalidad, una especie de nota a pie de página en la historia de las matemáticas. ¡Prefiero el anonimato total!

Esas palabras reavivaron la chispa de mi admiración adolescente hacia él y volví a verlo como el prototipo del héroe romántico.

—De modo que era una cuestión de todo o nada, ¿eh, tío?

Él asintió despacio.

—Sí, podría expresarse así.

—¿Y ése fue el final de tu vida creativa? ¿O alguna vez volviste a trabajar en la conjetura de Goldbach?

Me miró con expresión de sorpresa.

—¡Claro que sí! De hecho, el trabajo más importante lo hice después de aquello. —Sonrió—. Ya llegaremos a ese punto, mi querido muchacho. No te preocupes, ¡en mi historia no habrá
ignorabimus
! —Rió con ganas de su propio chiste, demasiado alto para mi gusto, se inclinó hacia mí y me preguntó en voz baja—: ¿Has estudiado el teorema de la incompletitud de Gödel?

Sí —respondí—, pero no sé qué tiene que ver con…

Me atajó levantando una mano.


Wir müssen wissen, wir werden wissen! In der Mathematik gibt es kein ignorabimus
—declamó con estridencia, tan alto que su voz retumbó entre los pinos y regresó para inquietarme. De inmediato se me cruzó por la cabeza la sugerencia de Sammy de que podría estar loco. ¿Era probable que los recuerdos hubieran agravado su estado, que hubieran terminado de desquiciarlo?

Fue un alivio que prosiguiera en un tono más normal.

—¡Debemos saber y sabremos! ¡En matemáticas no hay
ignorabimus
! Eso dijo el gran David Hilbert en el Congreso Internacional de Matemáticas de 1900, proclamando a las matemáticas como el paraíso de la Verdad Absoluta. El sueño de Euclides, la visión de un todo coherente y completo.

♦ ♦

El tío Petros reanudó su relato.

El sueño de Euclides había sido transformar una colección arbitraria de observaciones numéricas y geométricas en un sistema perfectamente articulado, en el que sería posible partir de verdades elementales aceptadas
a priori
y progresar paso a paso aplicando operaciones lógicas para demostrar con rigor todas las proposiciones verdaderas. Las matemáticas son como un árbol con raíces firmes «los axiomas», un tronco fuerte «la demostración rigurosa» y ramas que crecen constantemente y dan flores maravillosas «los teoremas». Los modernos matemáticos, geómetras, teóricos de números, algebristas y los más recientes analistas, topólogos, geómetras algebraicos, teóricos de grupos, etcétera, los practicantes de todas las nuevas disciplinas que continúan emergiendo en nuestros días (ramas nuevas del mismo y viejo árbol) nunca se han desviado del camino del gran pionero: axiomas, pruebas rigurosas, teoremas.

Con una sonrisa amarga Petros recordó la insistente exhortación de Hardy a cualquiera que le importunara con hipótesis (en especial al pobre Ramanujan, cuya mente las producía como hierba en suelo fértil): «¡Demuéstrela! ¡Demuéstrela!». De hecho, a Hardy le gustaba decir que si una familia noble de matemáticos necesitara un lema heráldico, no habría otro mejor que «
quod erat demostrandum
».

En 1910, durante el Segundo Congreso Internacional de Matemáticas, celebrado en París, Hilbert anunció que había llegado el momento de llevar el antiguo sueño a sus últimas consecuencias. A diferencia de Euclides, los matemáticos modernos tenían a su disposición el lenguaje de la lógica formal, que les permitía examinar con rigor las propias matemáticas. En consecuencia, la sagrada trinidad de axiomas-pruebas rigurosas-teoremas debía aplicarse no sólo a los números, formas e identidades algebraicas de las diversas teorías matemáticas, sino también a las propias teorías. Al fin los matemáticos podían demostrar con precisión lo que durante milenios había sido su credo fundamental e incuestionable, el núcleo de su visión: que en matemáticas toda proposición verdadera puede demostrarse.

Unos años después, Russell y Whitehead publicaron su monumental
Principia Mathematica
, proponiendo por primera vez una forma totalmente rigurosa de hablar de la deducción, la teoría de pruebas. Sin embargo, aunque esta nueva herramienta traía consigo la gran promesa de una respuesta definitiva a la propuesta de Hilbert, los dos lógicos ingleses no consiguieron demostrar la importante propiedad. La «completitud de las teorías matemáticas» (es decir, el hecho de que dentro de ellas toda proposición verdadera es demostrable) todavía no ha sido probada, pero entonces nadie tenía la menor duda de que un día cercano se conseguiría. Los matemáticos seguían creyendo, igual que Euclides, que habitaban el Reino de la Verdad Absoluta. La victoriosa proclama que se oyó en el congreso de París «debemos saber y sabremos, en matemáticas no hay
ignorabimus
» aún constituía el único artículo de fe indiscutible de todo matemático.

Interrumpí esta exaltada excursión histórica:

—Todo eso lo sé, tío. Naturalmente, cuando acepté tu sugerencia de estudiar el teorema de Gödel necesité informarme de sus antecedentes.

—No es cuestión de antecedentes —me corrigió—, sino de psicología. Tienes que comprender el clima emocional en el que trabajaban los matemáticos en aquellos días felices, antes de Kurt Gödel. Me has preguntado de dónde saqué valor para continuar después de mi gran decepción. Bien, ésta es la explicación…

A pesar de que no había conseguido demostrar la conjetura de Goldbach, el tío Petros estaba convencido de que ese objetivo estaba a su alcance. Como heredero espiritual de Euclides, su fe era inquebrantable. Dado que casi con seguridad la conjetura era cierta (nadie, excepto Ramanujan, guiado por su vago «pálpito», había dudado seriamente de ello), la prueba existía en alguna parte y en alguna forma.

Prosiguió con un ejemplo.

—Supón que un amigo te dice que ha perdido una llave en algún lugar de la casa y te pide que lo ayudes a buscarla. Si crees que su memoria es irreprochable y confías plenamente en su honestidad, ¿qué significa eso?

—Significa que en efecto ha perdido la llave en algún lugar de la casa.

—¿Y si además te dijera que desde ese momento nadie ha entrado en la casa?

—Entonces podríamos dar por sentado que nadie la había sacado de allí.

—¿Ergo?

—Ergo, la llave sigue ahí y si la buscamos durante el tiempo suficiente, habida cuenta de que la casa es finita, tarde o temprano la encontraremos.

Mi tío aplaudió.

—¡Excelente! Es precisamente esa certeza la que reavivó mi optimismo. Después de recuperarme de mi primera decepción, una mañana me levanté y me dije: «¡Qué demonios! ¡La prueba sigue ahí, en alguna parte!».

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