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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El último Catón (2 page)

BOOK: El último Catón
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—Buzzonetti —susurré, taladrándole con la mirada—. Recoja ahora mismo sus cosas y preséntese al Viceprefecto.

Jamás había consentido un descuido semejante en mi laboratorio. Buzzonetti era un joven dominico que había cursado sus estudios en la Escuela Vaticana de Paleografía, Diplomática y Archivística, especializándose en codicología oriental. Yo misma le había dado clase de paleografía griega y bizantina durante dos años antes de pedirle al Reverendo Padre Pietro Ponzio, Viceprefecto del Archivo, que le ofreciese un puesto en mi equipo. Sin embargo, por mucho que apreciara al hermano Buzzonetti, por mucho que conociera su enorme valía, no estaba dispuesta a permitir que siguiera trabajando en el Hipogeo. Nuestro material era único, irremplazable y, cuando dentro de mil años, o de dos mil, alguien quisiese consultar la carta de Güyük a Inocencio IV, debía poder hacerlo. Así de simple. ¿Qué le habría pasado a un empleado del museo de Louvre que hubiera dejado, abierto, un bote de pintura sobre el marco de la Gioconda…? Desde que estaba al frente del Laboratorio de restauración y paleografía del Archivo Secreto Vaticano, nunca había consentido errores semejantes en mi equipo —todos los sabían— y no los iba a consentir entonces.

Mientras pulsaba el botón del ascensor era plenamente consciente de que mis adjuntos no me apreciaban demasiado. No era la primera vez que notaba en mi espalda sus miradas cargadas de reproche, así que no me permitía pensar que contaba con su estima. Sin embargo, no creía que conseguir el afecto de mis subordinados o de mis superiores fuera el motivo por el cual, ocho años atrás, me habían dado la dirección del Laboratorio. Me afligía profundamente despedir al hermano Buzzonetti, y sólo yo sabía lo mal que me iba a sentir durante los próximos meses, pero era por tomar ese tipo de decisiones por lo que había llegado hasta donde me encontraba.

El ascensor se detuvo silenciosamente en el cuarto piso inferior y abrió sus puertas para brindarme paso. Introduje la llave de seguridad en el panel, pasé mi tarjeta identificativa por el lector electrónico y pulsé el cero. Instantes después, la luz del sol, que entraba a raudales por las grandes cristaleras del edificio desde el patio de San Dámaso, se coló en mi cerebro como un cuchillo, cegándome y aturdiéndome. La atmósfera artificial de los pisos inferiores bloqueaba los sentidos e incapacitaba para distinguir la noche del día y, en más de una ocasión, cuando me hallaba ensimismada en algún trabajo importante, me había sorprendido a mí misma abandonando el edificio del Archivo con las primeras luces del día siguiente, totalmente ajena al paso del tiempo. Parpadeando todavía, miré distraída mi reloj de pulsera; era la una en punto del mediodía.

Para mi sorpresa, el Reverendísimo Padre Guglielmo Ramondino, en lugar de esperarme cómodamente en su gabinete, como yo suponía, paseaba de un lado al otro del enorme vestíbulo con un grave gesto de impaciencia en la cara.

—Doctora Salina —musitó, estrechándome la mano y encaminándose hacia la salida—, acompáñeme, por favor. Tenemos muy poco tiempo.

Hacía calor en el jardín Belvedere aquella mañana de principios de marzo. Los turistas nos miraron ávidamente desde los ventanales de los corredores de la pinacoteca como si fuéramos exóticos animales de un extravagante zoológico. Siempre me sentía muy extraña cuando caminaba por las zonas públicas de la Ciudad y no había nada que me molestase más que dirigir la mirada hacia cualquier punto por encima de mi cabeza y encontrar, apuntándome, el objetivo de una cámara fotográfica. Por desgracia, ciertos prelados disfrutaban exhibiendo su condición de habitantes del Estado más pequeño del mundo y el padre Ramondino era uno de ellos. Vestido de
clergyman
y con la chaqueta abierta, su enorme corpachón de campesino lombardo se dejaba ver a varios kilómetros de distancia. Se esmeró en llevarme hasta las dependencias de la Secretaría de Estado, en la primera planta del Palacio Apostólico, por los lugares más próximos al recorrido de los turistas y, mientras me contaba que íbamos a ser recibidos en persona por Su Eminencia Reverendísima el cardenal Angelo Sodano (con quien, al parecer, le unía una estrecha y vieja amistad), despachaba amplias sonrisas a derecha e izquierda como si desfilara en una procesión provinciana del Domingo de Resurrección.

Los guardias suizos apostados a la entrada de las dependencias diplomáticas de la Santa Sede ni siquiera pestañearon al vernos pasar. No así el sacerdote secretario que llevaba el control de las entradas y salidas, quien tomó buena nota en su libro de registro de nuestros nombres, cargos y ocupaciones. En efecto, nos comentó poniéndose en pie y guiándonos a través de unos largos pasillos cuyas ventanas daban a la plaza de San Pedro, el Secretario de Estado nos aguardaba.

Aunque trataba de disimularlo, avanzaba junto al Prefecto con la sensación de tener un puño de acero oprimiéndome el corazón: a pesar de saber que el asunto que estaba motivando todas aquellas extrañas situaciones no podía estar relacionado con errores en mi trabajo, repasaba mentalmente todo lo que había hecho durante los últimos meses a la búsqueda de cualquier hecho culpable que mereciese una reprimenda de la más alta jerarquía eclesiástica.

El sacerdote secretario se detuvo, por fin, en una de las salas —una cualquiera, idéntica a las demás, con los mismos motivos ornamentales y las mismas pinturas al fresco— y nos pidió que esperásemos un momento, desapareciendo detrás de unas puertas tan ligeras y delicadas como hojas de pan de oro.

—¿Sabe dónde nos encontramos, doctora? —me preguntó el Prefecto con ademanes nerviosos y una sonrisilla de profunda satisfacción en los labios.

—Aproximadamente, Reverendo Padre… —repuse mirando con atención a mi alrededor. Había un olor especial allí, como de ropa recién planchada y todavía caliente mezclado con barniz y ceras.

—Estas son las dependencias de la Sección Segunda de la Secretaría de Estado —hizo un gesto con la barbilla abarcando el espacio—, la sección que se encarga de las relaciones diplomáticas de la Santa Sede con el resto del mundo. Al frente, se encuentra el Arzobispo Secretario, Monseñor Françoise Tournier.

—¡Ah, sí, Monseñor Tournier! —afirmé con mucha convicción. No tenía ni idea de quién era, pero el nombre me resultaba ligeramente familiar.

—Aquí, doctora Salina, es donde con mayor facilidad puede comprobarse que el poder espiritual de la Iglesia está por encima de gobiernos y fronteras.

—¿Y por qué hemos venido a este lugar, Reverendo Padre? Nuestro trabajo no tiene nada que ver con esta clase de cosas.

Me miró con turbación y bajó la voz.

—No sabría decirle el motivo… En cualquier caso, lo que sí puedo asegurarle es que se trata de un asunto del más alto nivel.

—Pero, Reverendo Padre —insistí, tozuda—, yo soy personal laboral del Archivo Secreto. Cualquier asunto de máximo nivel debería tratarlo usted, como Prefecto, o Su Eminencia, Monseñor Oliveira. ¿Qué hago yo aquí?

Me miró con cara de no saber qué responder y, dándome unos golpecitos alentadores en el hombro, me abandonó para acercarse a un nutrido corro de prelados que se encontraba cerca de los ventanales buscando los cálidos rayos del sol. Fue entonces cuando percibí que el olor de ropa recién planchada procedía de aquellos prelados.

Era casi la hora de comer, pero allí nadie parecía preocupado por eso; la actividad seguía desarrollándose febrilmente por los pasillos y dependencias, y era constante el tráfago de eclesiásticos y civiles discurriendo de un lado a otro por todos los rincones. Nunca antes había tenido la oportunidad de estar en aquel lugar y me entretuve observando, maravillada, la increíble suntuosidad de las salas, la elegancia del mobiliario, el inapreciable valor de las pinturas y de los objetos decorativos que allí había. Media hora antes me encontraba trabajando, sola y en completo silencio, en mí pequeño laboratorio, con mi bata blanca y mis gafas, y ahora me hallaba rodeada de la más alta diplomacia internacional en un lugar que parecía ser uno de los centros de poder más importantes del mundo.

De pronto, se oyó el chirrido de una puerta al abrirse y se escuchó un tumulto de voces que nos hizo girar la cabeza en esa dirección a todos los presentes. Inmediatamente, un nutrido y bullicioso grupo de periodistas, algunos con cámaras de televisión y otros con grabadoras, hizo su aparición por el corredor principal, soltando risotadas y exclamaciones. La mayoría eran extranjeros —fundamentalmente europeos y africanos—, pero también había muchos italianos. En conjunto, serían unos cuarenta o cincuenta reporteros los que inundaron nuestra sala en cuestión de segundos. Algunos se pararon a saludar a los sacerdotes, obispos y cardenales que, como yo, deambulaban por allí, y otros avanzaron apresuradamente hacia la salida. Casi todos me miraron a hurtadillas, sorprendidos de encontrar a una mujer en un lugar donde algo así no era habitual.

—¡Se ha cargado a Lehmann de un plumazo! —exclamó un periodista calvo y con gafas de miope al pasar junto a mí.

—Está claro que Wojtyla no piensa dimitir —afirmó otro, rascándose una patilla.

—¡O no le dejan dimitir! —sentenció osadamente un tercero.

El resto de sus palabras se perdieron mientras se alejaban corredor abajo. El presidente de la Conferencia Episcopal alemana, Karl Lehmann, había realizado unas peligrosas declaraciones semanas atrás, afirmando que, si Juan Pablo II no se encontraba en condiciones de guiar con responsabilidad a la Iglesia, sería deseable que encontrara la voluntad necesaria para jubilarse. La frase del obispo de Maguncia, que no había sido el único en expresar tal sugerencia dada la mala salud y el mal estado general del Sumo Pontífice, había caído como aceite hirviendo en los círculos más cercanos al Papa y, al parecer, el cardenal Secretario de Estado, Angelo Sodano, acababa de dar cumplida respuesta a tales opiniones en una tormentosa rueda de prensa. Las aguas estaban revueltas, me dije con aprensión, y aquello no iba a parar hasta que el Santo Padre reposara bajo tierra y un nuevo pastor asumiera con mano firme el gobierno universal de la Iglesia.

De entre todos los asuntos del Vaticano que más interesan a la gente, el más fascinante sin duda, el más cargado de significaciones políticas y terrenales, aquel en el que mejor se muestran no sólo las ambiciones más indignas de la Curia, sino también los aspectos menos piadosos de los representantes de Dios, es la elección de un nuevo Papa. Desgraciadamente, estábamos en puertas de tan espectacular acontecimiento y la Ciudad era un hervidero de maniobras y maquinaciones por parte de las diferentes facciones interesadas en colocar a su candidato en la Silla de Pedro. Lo cierto es que, en el Vaticano, hacía ya mucho tiempo que se vivía con una gran sensación de provisionalidad y de fin de pontificado y aunque a mí, como hija de la Iglesia y como religiosa, tal problema no me afectara en absoluto, como investigadora con varios proyectos pendientes de aprobación y financiación sí me perjudicaba muy directamente. Durante el pontificado de Juan Pablo II —de marcada tendencia conservadora—, había sido imposible llevar a cabo determinado tipo de trabajos de investigación. En mi fuero interno, anhelaba que el próximo Santo Padre fuera un hombre más abierto de miras y menos preocupado por atrincherar la versión oficial de la historia de la Iglesia (¡había tanto material clasificado bajo los epígrafes de
Reservado
y
Confidencial
!). Sin embargo, no albergaba muchas esperanzas de que se produjera una renovación significativa, ya que el poder acumulado por los cardenales nombrados por el propio Juan Pablo II durante más de veinte años convertía en imposible la elección en el Cónclave de un Papa del ala progresista. Salvo que el Espíritu Santo en persona estuviera decidido a un cambio y ejerciera su poderosa influencia en un nombramiento tan poco espiritual, iba a ser realmente difícil que no saliera designado un nuevo Pontífice del grupo conservador.

En ese instante, un sacerdote vestido con sotana negra se acercó hasta el Reverendo Padre Ramondino, le dijo algo al oído, y este me hizo una señal, levantando las cejas, para que me preparara: nos estaban esperando y debíamos entrar.

Las exquisitas puertas se abrieron frente a nosotros silenciosamente y yo esperé a que el Prefecto entrara en primer lugar, como manda el protocolo. Una estancia tres veces más grande que la sala de espera de la que procedíamos, completamente decorada con espejos, molduras doradas y pinturas al fresco —que reconocí de Rafael—, albergaba el despacho más diminuto que había visto en mi vida: al fondo, casi invisible para mis ojos, una escribanía clásica, colocada sobre una alfombra y seguida por un sillón de respaldo alto, constituía todo el mobiliario. A un lado de la estancia, por el contrario, bajo los esbeltos ventanales que dejaban pasar la luz del exterior, un grupo de eclesiásticos conversaba animadamente, ocupando unos pequeños taburetes que quedaban ocultos bajo sus sotanas. De pie tras uno de aquellos prelados, un extraño y taciturno seglar permanecía al margen de la charla, exhibiendo una actitud tan obviamente marcial que no me cupo ninguna duda de que se trataba de un militar o un policía. Era terriblemente alto (más de un metro noventa de estatura), corpulento y fornido como si levantara pesas todos los días y masticara cristales en las comidas, y llevaba el pelo rubio tan rapado que apenas se le apreciaban algunos brillos en la nuca y en la frente.

Al vernos llegar, uno de los cardenales, al que reconocí inmediatamente como el Secretario de Estado, Angelo Sodano, se puso en pie y vino a nuestro encuentro. Era un hombre de talla mediana y aparentaba unos setenta y tantos años, con una amplia frente producto de una discreta calvicie y con el pelo blanco engominado bajo el solideo de seda púrpura. Usaba unas gafas anticuadas, de pasta terrosa y grandes cristales de forma cuadrangular, y vestía sotana negra con ribetes y botones púrpuras, faja tornasolada y calcetines del mismo color. Una discreta cruz pectoral de oro destacaba sobre su pecho. Su Eminencia lucía una gran sonrisa amistosa cuando se acercó al Prefecto para intercambiar los besos de salutación.

—¡Guglielmo! —exclamó—. ¡Qué alegría volver a verte!

—¡Eminencia!

La satisfacción mutua por el reencuentro era evidente. Así pues, el Prefecto no había fantaseado al hablarme de su vieja amistad con el mandatario más importante del Vaticano (después del Papa, por supuesto). Cada vez me encontraba más perpleja y desorientada, como si todo aquello fuera un sueño y no una realidad tangible. ¿Qué había pasado para que yo estuviera allí?

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