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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El último Catón (6 page)

BOOK: El último Catón
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—Doctora Salina —musitó nada más cerrar la puerta a su espalda—, se me ha ocurrido una idea.

—Le escucho —repuse, alejando de mí, con las dos manos, el tedioso compendio.

—Necesitamos un programa informático que coteje las imágenes de las cruces del etíope con todos los ficheros de imágenes del Archivo y la Biblioteca.

Enarqué las cejas en un gesto de extrañeza.

—¿Es posible hacer eso? —pregunté.

—El servicio de informática del Archivo puede hacerlo.

Me quedé pensando unos instantes.

—No sé… —objeté meditabunda—. Debe ser muy complicado. Una cosa es escribir unas palabras en un ordenador y que la máquina busque el mismo texto en las bases de datos, y otra es cotejar dos imágenes de un objeto que pueden estar archivadas en tamaños diferentes, en formatos incompatibles, tomadas desde ángulos distintos o, incluso, con una calidad tan mala que el programa no pueda reconocerlas como iguales.

Glauser-Röist me miró con lástima. Era como si, subiendo ambos una misma escalera, ese hombre siempre estuviera unos peldaños por encima de mí y, al volverse para mirarme, tuviera que doblar el cuello hacia abajo.

—Las búsquedas de imágenes no se hacen usando esos factores que usted ha mencionado —en su tono había un matiz de conmiseración—. ¿No ha visto en las películas cómo los ordenadores de la policía comparan el retrato robot de un asesino con las fotografías digitales de delincuentes que tienen en sus archivos…? Se utilizan parámetros del tipo «distancia entre los ojos», «ancho de la boca», «coordenadas de la frente, la nariz y la mandíbula», etc. Son cálculos numéricos los que emplean esos programas de localización de fugitivos.

—Dudo mucho —silabeé enojada— que nuestro servicio de informática tenga un programa para localizar fugitivos. No somos la policía, capitán. Somos el corazón del mundo católico y en la Biblioteca y el Archivo sólo trabajamos con la historia y con el arte.

Glauser-Röist se dio la vuelta y empuñó de nuevo la manija de la puerta.

—¿Adónde va? —pregunté enfadada, viendo que me dejaba con la palabra en la boca.

—A hablar con el Prefecto Ramondino. Él dará las órdenes necesarias al servicio de informática.

El viernes después de comer, la hermana Chiara pasó a recogerme con su coche y abandonamos Roma por la autopista del sur. Ella iba a pasar el fin de semana en Nápoles, con su familia, y estaba encantada de poder viajar acompañada; la distancia entre ambas ciudades no es excesivamente grande, sin embargo se hace aún más ligera si hay alguien al lado con quien conversar. Pero Chiara y yo no éramos las únicas que abandonábamos Roma ese fin de semana. El Santo Padre, cumpliendo uno de sus más ardientes deseos, sacaba fuerzas de flaqueza para peregrinar, en pleno Jubileo, a los sagrados lugares de Jordania e Israel (el monte Nebo, Belén, Nazaret…). Resultaba admirable comprobar cómo un cuerpo en tan lamentable estado y una mente tan agotada y con tan escasos momentos de auténtica lucidez, despertaban y revivían ante la inminencia de un viaje agotador. Juan Pablo II era un auténtico peregrino del mundo; el contacto con las multitudes le vigorizaba. Así pues, la Ciudad que yo dejaba atrás aquel viernes hervía en preparativos y trámites de última hora.

En Nápoles cogí el ferry nocturno de la
Tirrenia
que me dejaría en Palermo a primeras horas del sábado. Aquella noche hacía un tiempo excelente, así que me abrigué bien y me acomodé en una butaca de la cubierta del segundo piso dispuesta a disfrutar de una plácida travesía. Rememorar el pasado no era una de mis aficiones favoritas, sin embargo, cada vez que cruzaba aquel pedazo de mar en dirección a mi casa me invadía la hipnótica ensoñación de los años vividos allí. En realidad, lo que yo quería ser de pequeña era espía: con ocho años, lamentaba que ya no hubiera guerras mundiales en las que participar como Mata-Hari; a los diez, me fabricaba pequeñas linternas con pilas de petaca y minúsculas bombillas —robadas de los juegos de electrónica de mis hermanos mayores—, y me pasaba las noches escondida bajo las mantas leyendo cuentos y novelas de aventuras. Más tarde, en el internado de las monjas de la Venturosa Virgen María, al que me mandaron a los trece años (después de aquella escapada en barca con mi amigo Vito), seguí practicando esa especie de catarsis que era la lectura compulsiva, transformando el mundo a mi gusto con la imaginación y convirtiéndolo en aquello que me hubiera gustado que fuera. La realidad no resultaba ni agradable ni feliz para una niña que percibía la vida a través de una lente de aumento. Fue en el internado donde leí por primera vez las
Confesiones
de san Agustín y el
Cantar de los cantares
, descubriendo una profunda semejanza entre los sentimientos derramados en aquellas páginas y mi turbulenta e impresionable vida interior. Supongo que aquellas lecturas ayudaron a despertar en mí la inquietud de la vocación religiosa, pero todavía tuvieron que pasar algunos años y muchas otras cosas antes de que yo profesara. Con una sonrisa, recordé la inolvidable tarde en que mi madre me arrebató de las manos una libreta escolar emborronada con las aventuras de la espía norteamericana Ottavia Prescott… Si hubiera descubierto una pistola o una revista de hombres desnudos no hubiera resultado más escandalizada: para ella, como para mi padre y el resto de los Salina, la afición literaria era un pasatiempo sin sentido, más propio de gente bohemia y desocupada que de una joven de buena familia.

La luna se exhibía, blanca y luminosa, en el cielo oscuro, y el olor acre del mar, transportado por el aire frío de la noche, llegó a ser tan intenso que me tapé la boca y la nariz con las solapas del abrigo, cobijándome después hasta el cuello con la manta de viaje. La Ottavia de Roma, la paleógrafa del Vaticano, se iba quedando tan atrás como la costa italiana, surgiendo, desde algún lugar remoto, la Ottavia Salina que jamás había abandonado Sicilia. ¿Quién era el capitán Glauser-Röist…? ¿Qué tenía yo que ver con un etíope muerto…? En pleno proceso de transformación, me fui quedado profundamente dormida.

Cuando abrí los ojos, el cielo se iluminaba gradualmente con la luz roja del sol de levante y el ferry estaba entrando a buena marcha en el golfo de Palermo. Antes de atracar en la estación marítima, mientras plegaba la manta y recogía la bolsa de viaje, pude divisar los gruesos brazos de mi hermana mayor, Giacoma, y de mi cuñado Domenico agitándose cariñosamente desde el muelle… Ya no me cabía ninguna duda de que había vuelto a casa.

Tanto los marineros del ferry como el resto del pasaje, los carabineros de la estación y la gente que esperaba al pie de la escalerilla recién tendida, me miraron con una enorme curiosidad mientras descendía; la presencia de Giacoma, la más famosa de los
nuevos
Salina, y de la
discretísima
escolta —dos impresionantes coches blindados de cristales oscuros y dimensiones kilométricas— hacía imposible pasar desapercibida.

Mi hermana me estrechó entre sus brazos hasta casi romperme, mientras mi cuñado me daba cariñosos golpecitos en el hombro y uno de los hombres de mi padre cogía el equipaje y lo metía en el maletero.

—¡Te dije que no vinieras a buscarme! —protesté al oído de Giacoma, que me soltó y me miró sin comprender, exhibiendo una deslumbrante sonrisa. Mi hermana, que acababa de cumplir cincuenta y tres años, exhibía un largo cabello negro como el carbón y tanta pintura en la cara como la paleta de Van Gogh. Aún así resultaba hermosa y hubiera sido muy atractiva de no ser por los veinte o treinta kilos que le sobraban.

—¡Pero qué tonta eres! —exclamó lanzándome a los brazos del grueso Domenico, que volvió a estrujarme—. ¿Cómo vas a llegar tú sola a Palermo y a coger el autobús para ir a casa? ¡Imposible!

—Además —añadió Domenico, mirándome con reproche paternal—, tenemos algunos problemas con los Sciarra de Catania.

—¿Qué pasa con los Sciarra? —quise saber, preocupada. Concetta Sciarra y su hermana pequeña, Doria, habían sido mis amigas de la infancia. Nuestras familias siempre se habían llevado bien y nosotras habíamos jugado juntas muchas tardes de domingo. Concetta era una persona generosa y comprensiva. Desde la muerte de su padre, dos años atrás, ella había asumido el mando de las empresas Sciarra y, por lo que yo sabía, sus relaciones con nosotros eran bastante buenas. Doria, sin embargo, era la cara opuesta de la moneda: retorcida, envidiosa y egoísta, buscaba siempre la manera de que los demás cargaran con las culpas de sus malas acciones y a mí me había profesado una envidia ciega desde pequeña que la llevaba a robarme mis juguetes y mis libros o a romperlos sin el menor miramiento.

—Están invadiendo nuestros mercados con productos más baratos —me explicó mi hermana, impávida—. Una guerra sucia incomprensible.

Enmudecí. Una acción tan grave tenía todo el aspecto de ser una despreciable provocación, aprovechándose, quizá, del inevitable deterioro de mi padre, que ya rondaba los ochenta y cinco años. Pero la buena de Concetta debía saber que, por muy debilitado que estuviese Giuseppe Salina, sus hijos no iban a consentir una cosa así.

Abandonamos la dársena a toda velocidad, sin frenar ante el semáforo en rojo que brillaba en la confluencia con la via Francesco Crispi, que tomamos hacia la derecha en dirección a La Cala. Tampoco en la via Vittorio Emanuele hicimos mucho caso a las señales, pero no había de qué preocuparse: nuestros tres vehículos, por ser de quien eran, disfrutaban de absoluta preferencia en cualquier cruce y de indulgencia plenaria ante las indicaciones de stop. Dejamos a la izquierda el palacio de los Normandos, salimos de la ciudad por Calatafimi, y, a pocos kilómetros de Monreale, en pleno valle de la Conca D’Or —hermosamente verde y cubierto de flores tempranas—, el primero de los coches torció bruscamente a la derecha, tomando la carretera privada que llevaba directamente a nuestra casa, la antigua y monumental Villa Salina, construida por mi bisabuelo Giuseppe a finales del siglo
XIX
.

—Mientras te arreglas y pones tus cosas en su sitio —me explicó mi hermana, arreglándose el pelo negro con ambas manos—, Domenico y yo iremos al aeropuerto a recoger a Lucia, que llega a las diez.

—¿Y Pierantonio?

—¡Llegó anoche de Tierra Santa! —gritó Giacoma alborozada.

Sonreí ampliamente, feliz como una lagartija al sol. La presencia de Pierantonio, no confirmada hasta el último minuto, convertía en espléndido un encuentro como aquel. Llevaba dos años sin ver a mi hermano, el hombre más bueno y dulce del mundo, con el que, al decir de toda la familia, me unía no sólo un parecido físico extraordinario, sino también una similitud de genio y carácter que, por ende, nos había convertido en inseparables durante toda la vida. Pierantonio entró en la orden franciscana a los veinticinco años —cuando yo tenía quince—, una vez acabada brillantemente su carrera de arqueología, y al año siguiente le enviaron a Tierra Santa, primero a Rodas, en Grecia, y más tarde a Chipre, Egipto, Jordania y, por fin, a Jerusalén, donde había recibido, en 1998, el nombramiento de Custodio de Tierra Santa (un cargo instituido en 1342 por el Papa Clemente VI para asegurar la presencia católica en los Santos Lugares después de la derrota definitiva de los cruzados). Así pues, mi hermano Pierantonio era una figura realmente importante dentro del mundo cristiano de Oriente, que arrastraba consigo ese olor especial de los personajes santos y polémicos.

—¡Mamá estará contenta! —exclamé alborozada, echando una mirada por el cristal de la ventanilla.

Protegida con verjas de hierro y altos muros de cemento, la vieja casa de cuatro pisos había cambiado mucho en los últimos tiempos: numerosas cámaras de vigilancia, dispuestas a lo largo del perímetro de la villa, examinaban cualquier movimiento que se produjera en los alrededores y las casetas de los guardianes, que en mi infancia eran tan sólo unos destartalados cajones de madera con sillas de enea en su interior, se habían transformado en auténticos puestos de control a ambos lados de la verja corredera, dotados de ordenadores capaces de controlar a distancia cualquier dispositivo de seguridad y alarma.

Los hombres de mi padre hicieron una leve inclinación de cabeza al paso de nuestro coche y yo no pude evitar soltar una exclamación de alegría al reconocer entre ellos a Vito, mi viejo amigo de la niñez.

—¡Es Vito! —grité mientras sacudía frenéticamente el brazo a través del cristal trasero. Vito me sonrío con timidez, de forma casi imperceptible.

—Acaba de salir de la
giudiziarie
[2]
—sonrió Domenico, ajustándose la chaqueta a la tripa—. Tu padre está muy contento de tenerle de vuelta.

El vehículo se detuvo por fin frente a la puerta de casa. Mi madre, vestida, como siempre, íntegramente de negro, nos esperaba en la parte superior de los escalones apoyada en su sempiterno bastón de plata. Los setenta y cinco años de intensa vida que agotaban las espaldas de aquella noble dama siciliana —la menor de las hijas de la familia Zafferano—, no habían menguado ni un ápice de su porte altivo.

Subí los escalones de dos en dos y me estreché contra mi madre como si no la hubiera visto desde el día de mi nacimiento. La había echado mucho de menos y sentí un alivio pueril al encontrarla en tan buen estado, al comprobar que sus besos eran firmes y que su cuerpo seguía tan fuerte y enérgico como siempre. Di gracias a Dios, con un nudo de emoción en la garganta, porque no le hubiera pasado nada durante mi ausencia. Ella, sonriendo, se alejó un poco de mí para examinarme con atención.

—¡Mi pequeña Ottavia! —exclamó con una mueca de felicidad—. ¡Tienes un aspecto excelente! ¿Ya sabes que ha venido tu hermano Pierantonio? ¡Está deseando verte! Quiero que los dos me contéis muchas cosas —me puso la mano en el hombro y me empujó suave, pero animosamente, hacia el interior de la casa—. ¿Cómo está el Santo Padre? ¿Se encuentra bien de salud?

El resto del día fue una continua ida y venida de miembros de la familia: Giuseppe, el mayor, vivía en la villa con Rosalia, su mujer, y sus cuatro hijos; Giacoma y Domenico, que también vivían en la villa con nuestros padres, tenían cinco hijos que llegaron desde la Universidad de Mesina y los internados donde estudiaban. Cesare, el tercero, estaba casado con Letizia y tenía otros cuatro buenos elementos que, afortunadamente, residían en Agrigento. Pierluigi, el quinto, llegó a media tarde con su mujer, Livia, y sus cinco hijos. Salvatore, el séptimo —el hermano inmediatamente superior a mí—, era el único que estaba separado, pero, aún así, apareció también por la tarde con tres de sus cuatro hijos. Y, por fin, Águeda, la pequeña —que ya tenía treinta y ocho años—, apareció con Antonio, su marido, y sus tres retoños, el menor de los cuales era mi querida Isabella, de cinco años de edad.

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