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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El último Catón (7 page)

BOOK: El último Catón
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Pierantonio, Lucia y yo éramos los tres religiosos de la familia. Siempre me ha producido una cierta zozobra cotejar las expectativas que mi madre tenía para cada uno de sus hijos con lo que, más tarde, hemos hecho nosotros con nuestras vidas. Es como si Dios otorgara a las madres la clarividencia necesaria para adivinar lo que va a suceder, o, y esto es lo más preocupante, como si Dios ajustara sus planes a lo que las madres desean. Misteriosamente, Pierantonio, Lucia y yo habíamos tomado los votos tal y como mi madre siempre anheló; todavía la recuerdo hablando con mi hermano, cuando este tenía diecisiete o dieciocho años, y diciéndole: «No puedes ni imaginar el orgullo que sería para mi verte convertido en sacerdote, en un buen sacerdote, y podrías serlo porque tienes el carácter perfecto para conducir con mano firme, como mínimo, una diócesis», o peinando el hermoso cabello rubio de Lucía mientras le susurraba al oído: «Eres demasiado lista e independiente como para someterte a un marido; a ti el matrimonio no te va. Estoy segura de que serías mucho más feliz llevando una vida como la de las religiosas de tu colegio: viajes, estudio, libertad, buenas amigas…». Y no hablemos de lo que me decía a mí: «De todos mis hijos, Ottavia, tú eres la más brillante, la más orgullosa… Tienes un carácter tan especial, tan fuerte, que sólo Dios podría hacer de ti la persona que yo desearía que fueras». Todas estas cosas las repetía con la fuerza y la convicción de una pitonisa que vaticinara el futuro. Extrañamente, lo mismo sucedió con el resto de mis hermanos: sus ocupaciones, estudios o matrimonios se ajustaron como un guante a las predicciones maternas.

Me pasé el día entero con la pequeña Isabella en brazos, de un lado a otro de la casa, hablando con los miembros de mi amplia familia y saludando a tíos, primos y conocidos que se acercaban hasta la casa para felicitar por adelantado a mi padre y traerle regalos. Era tanta la gente reunida, que yo apenas pude abrazarle y darle un beso antes de volver a perderle de vista. Sólo recuerdo que mi padre, con un gesto de infinito cansancio, me miró con orgullo durante un segundo, me acarició la mejilla con la rugosa piel de su mano y… fue abducido por el oleaje humano. Aquello, más que una casa, parecía una feria.

A media tarde, tenía un dolor terrible de espalda por culpa del peso de Isabella que, ni por piedad, consintió en soltarse de mi cuello. Cada vez que intentaba dejarla en el suelo, subía las piernas y las ceñía en torno a mi cintura como un pequeño mono. Cuando llegó la hora de preparar la cena, las mujeres nos encaminamos hacia la cocina para ayudar a las sirvientas y los hombres se reunieron en el salón grande para tratar sobre los asuntos y negocios de la familia. No me extrañó, pues, ver aparecer instantes después la alta figura de mi hermano Pierantonio entre las cazuelas y las sartenes. No pude por menos que reconocer que su forma de moverse y de caminar guardaba un cierto parecido con las elegantes maneras de Monseñor Tournier, el Arzobispo Secretario de la Sección Segunda de la Secretaría de Estado. Las diferencias entre ambos eran infinitas, desde luego —uno de ellos, para empezar, era mi hermano favorito, y el otro, no—, pero sin duda existía esa característica común de avanzar por la vida muy seguros de sí mismos y de su carisma.

Mi madre, obviamente, lo miró embelesada mientras se acercaba a ella.

—Mamá —dijo Pierantonio dándole un beso en la mejilla—, permite que me lleve un rato a Ottavia. Me gustaría mucho charlar con ella antes de cenar, dando un paseo por el jardín.

—¿Y a mí quién me ha pedido opinión? —repuse desde el otro lado de la cocina, rehogando unas verduras en la sartén con mano experta—. A lo mejor no quiero ir.

Mi madre sonrío.

—¡Calla, calla! ¿Cómo no vas a querer? —bromeó, como si fuera inconcebible que yo no deseara salir a pasear con mi hermano.

—¡Y a las demás que nos parta un rayo, ¿verdad?! —protestaron Giacoma, Lucia y Águeda.

Pierantonio, muy zalamero, les dio un beso a cada una y, luego, chasqueó los dedos como si llamara al camarero de un bar.

—Ottavia… vamos.

María, una de las cocineras, me quitó la sartén de las manos. Era toda una confabulación.

—No he visto en toda mi vida —empecé a decir mientras me quitaba el delantal y lo dejaba sobre el banco de la cocina— un fraile franciscano menos humilde que el padre Salina.

—Custodio, hermana… —replicó él—, Custodio de Tierra Santa.

—¡Siempre tan modesto! —carcajeó Giacoma, y el resto de la concurrencia le hizo coro con sus risas.

Si hubiera podido mirar a mi familia desde fuera, como una simple espectadora, entre las muchas cosas que me habrían llamado la atención, sin duda alguna hubiese destacado la adoración que todas las mujeres Salina sentían por Pierantonio. Nunca nadie disfrutó de una liga de melosas aduladoras más fervientes y sumisas. Los más nimios deseos del dios Pierantonio eran ejecutados con el fanatismo propio de las bacantes griegas, y él, que lo sabía, gozaba como un niño actuando como un caprichoso Dionisos. La culpa de todo esto era, desde luego, de mi madre, que nos había transmitido, como un virus, la idolatría ciega por su hijo preferido. ¿Cómo no íbamos a concederle al pequeño dios cualquier antojo si, a cambio, nos obsequiaba con sus besos y monerías…? ¡Con lo poco que costaba hacerlo feliz!

El dios me cogió por la cintura y salimos al patio trasero en busca de la puerta del jardín.

—¡Cuéntame cosas! —exclamó pletórico, una vez que pisamos el suave césped que rodeaba la casa.

—Cuéntame tú —repuse mirándole. Tenía unas pronunciadas entradas en el pelo y unas cejas asilvestradas que le conferían un aire salvaje—. ¿Cómo es que el importante Custodio de Tierra Santa abandona su puesto justo cuando el Santo Padre está a punto de llegar a Jerusalén?

—¡Caramba, disparas a matar! —rió, pasándome un brazo por los hombros.

—Me encanta que hayas podido venir —le expliqué—, tú lo sabes, pero me extraña mucho que lo hayas hecho: Su Santidad parte mañana para tus dominios.

Miró hacia el cielo, distraído, haciendo ver que el asunto no tenía ninguna importancia, pero yo, que le conocía bien, sabía que ese gesto suyo implicaba todo lo contrario.

—Bueno, ya sabes… Las cosas no son siempre como parecen.

—Mira, Pierantonio, a lo mejor engañas a tus frailes, pero a mí, no.

Sonrió, sin dejar de mirar al cielo.

—¡Pero bueno…! ¿Me vas a contar de una vez porque el Ilustrísimo Custodio de Tierra Santa sale de allí cuando el Sumo Pontífice está a punto de llegar? —insistí, antes de que empezara a hablarme de la belleza de las estrellas.

El pequeño dios recuperó su expresión vivaracha.

—No puedo contarle a una monja que trabaja en el Vaticano los problemas que la Orden Franciscana tiene con los altos prelados de Roma.

—Sabes que me paso la vida encerrada en mi laboratorio. ¿A quién iba a contarle esos problemas?

—¿Al Papa…?

—¡Sí, claro! —proferí en mitad del jardín, parándome en seco.

—¿Al cardenal Ratzinger…? —canturreó—. ¿Al cardenal Sodano…?

—¡Venga ya, Pierantonio!

Pero algo debió notarme en la cara cuando mencionó al cardenal Secretario de Estado, porque abrió mucho los ojos y enarcó las cejas maliciosamente.

—Ottavia… ¿conoces a Sodano?

—Me lo presentaron hace algunas semanas… —reconocí, evasiva.

Me levantó la cara, cogiéndome por la barbilla y pegó su nariz a la mía.

—Ottavia, pequeña Ottavia… ¿Por qué frecuentas tú a Angelo Sodano, eh? Intuyo algo muy interesante que no quieres contarme.

¡Qué malo es conocerse!, pensé en aquel momento, y que malo ser la penúltima de una familia llena de hermanos mayores con experiencia en manipulaciones y abusos.

—Tampoco tú me has contado los problemas que tenéis los franciscanos con Su Santidad, y mira que te lo he pedido —me zafé.

—Hagamos un trato —propuso alegremente, sujetándome por el brazo y obligándome a caminar de nuevo—. Yo te cuento por qué he venido y tú me cuentas de qué conoces al todopoderoso Secretario de Estado.

—No puedo.

—¡Sí puedes! —alborotó, feliz como un niño con zapatos nuevos. ¡Quién diría que aquel explotador de hermanas pequeñas tenía cincuenta años!—. Bajo secreto de confesión. En la capilla tengo los ornamentos. Vamos.

—Escucha, Pierantonio, esto es muy serio y…

—¡Fantástico, me encanta que sea muy serio!

Lo que más rabia me daba era saber que yo misma me había descubierto, que sólo con que hubiera disimulado un poquito más no me habría encontrado en aquella situación. Era yo quién había levantado la liebre para aquel pesado e incansable perro perdiguero, y, cuanta más angustia demostraba, más crecía su curiosidad. ¡Pues bien, se había terminado!

—Basta ya, Pierantonio, en serio. No puedo contarte nada. Precisamente tú, más que nadie, deberías comprenderlo.

Mi voz debió sonar realmente severa porque le vi retroceder en sus intenciones y cambiar drásticamente de actitud.

—Tienes razón… —concedió con cara arrepentimiento—. Hay cosas que no pueden contarse… ¡Pero nunca hubiera imaginado que mi hermana estuviera metida en los entresijos del poder vaticano!

—Y no lo estoy, es sólo que han requerido mis servicios para una extraña investigación. Algo muy raro, no se… —murmure pensativa, pinzándome el labio inferior con el pulgar y el índice de la mano—, lo cierto es que me encuentro desconcertada.

—¿Algún documento extraño…? ¿Algún códice misterioso…? ¿Algún secreto vergonzante del pasado de la Iglesia…?

—¡Qué más quisiera yo! De esos ya he visto muchos. No, es algo bastante más inusitado, y lo peor es que me ocultan la información que necesito.

Mi hermano se detuvo y me observó con un gesto de determinación en la cara.

—Pues pasa por encima de ellos.

—No te comprendo —le dije, deteniéndome yo también y sacudiendo un bichito de la hierba con la punta del zapato. Hacía fresco a esa hora del anochecer. Pronto encenderían las luces del jardín.

—Que pases por encima. ¿No quieren un milagro? Pues dáselo. Mira, yo tengo muchos problemas en Jerusalén, más de los que puedas imaginar —se puso de nuevo en marcha, lentamente, y yo le seguí. De repente, mi hermano parecía más que nunca un importante jefe de Estado agobiado por las responsabilidades—. La Santa Sede nos ha encomendado, a los franciscanos de Tierra Santa, tareas muy diversas y difíciles, desde el restablecimiento del culto católico en los Santos Lugares hasta la acogida de peregrinos, pasando por el impulso de los estudios bíblicos y las excavaciones arqueológicas. Tenemos escuelas, hospitales, dispensarios, casas de ancianos y, sobre todo, la propia Custodia, que entraña multitud de conflictos políticos con nuestros vecinos de otras religiones. ¿Sabes cuál es, en estos momentos, mi problema principal…? El Santo Cenáculo, donde Jesús instituyó la Eucaristía. Actualmente es una mezquita y está administrada por las autoridades israelíes. Pues bien, el Vaticano me presiona continuamente para que negocie un acuerdo de compra. ¿Y acaso me da el dinero…? ¡No! —exclamó enfadado; la frente y las mejillas empezaban a coloreársele de un rojo intenso—. Ahora mismo tengo trescientos veinte religiosos, de treinta y seis países diferentes, trabajando en Palestina-Israel, Jordania, Siria, Líbano, Egipto, Chipre y Rodas, y no pases por alto que Tierra Santa es una zona muy conflictiva, donde se lucha a golpe de fusil, bombas y repugnantes maniobras políticas. ¿Cómo sostengo todo este tinglado de obras religiosas, culturales y sociales…? ¿Crees que mi Orden, que no tiene una lira, puede ayudarme? ¿Crees que tu riquísimo Vaticano me da algo…? ¡Nada, nadie me da nada! El Santo Padre desvió dinero de la Iglesia, millones y millones entregados bajo mano, a través de testaferros, empresas falsas y transferencias bancarias en paraísos fiscales, para sostener al sindicato polaco Solidaridad y hacer caer el comunismo en su país. ¿Cuántas liras crees que nos entrega a nosotros a cambio de lo que nos pide, eh…? ¡Ninguna! ¡Nada! ¡Cero!

—Eso no es del todo cierto, Pierantonio —musité apenada—. La Iglesia realiza una colecta anual en todo el mundo para vosotros.

Me miró con ojos llameantes de ira.

—¡No me hagas reír! —soltó despectivamente, dándome la espalda y tomando el camino de regreso hacia la casa.

—Está bien, pero, al menos, termina de explicarme cómo puedo conseguir la información que necesito —le rogué mientras se alejaba de mía pasos descomunales.

—¡Sé lista, Ottavia! —exclamó sin volverse—. Hoy día el mundo está lleno de recursos para obtener lo que uno desea. Sólo tienes que priorizar, que valorar lo que es importante y lo que no lo es. Averigua hasta qué punto estás dispuesta a desobedecer o a actuar por tu cuenta, al margen de tus superiores e, incluso… —vaciló— e, incluso, a pasar por encima de lo que te dicta tu propia conciencia.

La voz de mi hermano tenía un profundo tono de amargura, como si tuviera que vivir permanentemente con el peso insoportable de actuar contra su propia conciencia. Me pregunté si yo sería capaz, si tendría el valor de contravenir las instrucciones recibidas y conseguir por mi cuenta la información que deseaba. Pero antes de articular el pensamiento ya sabía la respuesta: sí, por supuesto que sí, pero ¿cómo?

—Estoy dispuesta —declaré en mitad del jardín. Debí recordar esa frase que dice: «Ten cuidado con lo que deseas porque lo puedes conseguir». Pero no lo hice.

Mi hermano se volvió.

—¿Qué quieres? —bramó—. ¿Qué es lo que quieres?

—Información.

—¡Pues cómprala! ¡Y si no puedes comprarla, obtenla por ti misma!

—¿Cómo? —pregunté, desorientada.

—Investiga, indaga, pregunta a la gente que esté en posesión de ella, interrógales con inteligencia, busca en los archivos, en los cajones, en las papeleras, registra los despachos, los ordenadores, las basuras… ¡Róbala si es preciso!

Pasé la noche muy inquieta, sin dormir, dando vueltas y vueltas en mi vieja cama. A mi lado, Lucia descansaba a pierna suelta y roncaba suavemente con el sueño de los benditos. Las palabras de Pierantonio me golpeaban en la cabeza y no veía cómo podría llevar a cabo esas cosas terribles que me había sugerido: ¿cómo interrogar con inteligencia a ese peñasco rocoso de Glauser-Röist? ¿Cómo registrar los despachos del Secretario de Estado o del Arzobispo Monseñor Tournier? ¿Cómo entrar en los ordenadores del Vaticano si no tenía la más remota idea de cómo funcionaban esas dichosas máquinas?

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