Mis tres hermanas y yo, después de dejar la cena al horno y la mesa puesta, entramos en la capilla de casa y nos sentamos sobre los cojines esparcidos por el suelo, alrededor del Sagrario, frente al cual ardía permanentemente la luz de una minúscula vela. Rezamos juntas los misterios dolorosos del Rosario y, luego, nos quedamos calladas, recogidas en oración. Estábamos en Cuaresma y, esos días, por recomendación del padre Pintonello, andaba yo reflexionando sobre el pasaje evangélico de los cuarenta días de ayuno de Jesús en el desierto y las tentaciones del demonio. No era, precisamente, plato de mi gusto, pero siempre he sido tremendamente disciplinada y no se me hubiera ocurrido contravenir una indicación de mi confesor.
Mientras oraba, la entrevista mantenida aquel mediodía con los prelados volvía una y otra vez a mi cabeza, estorbándome. Me preguntaba si podría realizar con éxito un trabajo del que me ocultaban información y, además, el asunto tenía un cariz muy extraño. «El hombre que aparece en las fotografías —había dicho Monseñor Tournier— estaba implicado en un grave delito contra la Iglesia Católica y las demás Iglesias cristianas. Lamentándolo mucho, no podemos darle más detalles.»
Esa noche tuve unas horribles pesadillas en las que un hombre maltrecho y descabezado, que era la reencarnación del demonio, se me aparecía en todas las esquinas de una larga calle por la que yo avanzaba a trompicones, como borracha, tentándome con el poder y la gloria de todos los reinos del mundo.
A las ocho en punto de la mañana, el timbre de la puerta de la calle empezó a sonar con insistencia. Margherita, que fue quien contestó, entró poco después en la cocina con cara de circunstancias:
—Ottavia, un tal Kaspar Glauser te espera abajo.
Me quedé petrificada.
—¿El capitán Glauser-Röist? —mascullé, con la boca llena de bizcocho.
—Si es capitán, no lo ha dicho —puntualizó Margherita—, pero el nombre coincide.
Engullí el bizcocho, sin masticar, y me bebí de un trago el café con leche.
—Cosas de trabajo… —me disculpé, abandonando precipitadamente la cocina bajo la mirada sorprendida de mis hermanas.
El piso de la Piazza delle Vaschette era tan pequeño, que en un suspiro me dio tiempo a ordenar mi habitación y a pasar por la capilla para despedirme del Santísimo. Al vuelo, descolgué de la percha de la entrada el abrigo y el bolso, y salí, cerrando la puerta tras de mí sumida en la confusión. ¿Qué hacía el capitán Glauser-Röist esperándome abajo? ¿Habría pasado algo?
Escondido detrás de unas impenetrables gafas negras, el robusto soldadito de juguete se apoyaba, inexpresivo, contra la portezuela de un ostentoso Alfa Romeo de color azul oscuro. Es costumbre romana estacionar el coche en la misma puerta del sitio al que se va, tanto si molesta al tráfico como si no. Cualquier buen romano explicará cachazudamente que, de ese modo, se pierde menos tiempo. El capitán Glauser-Röist, a pesar de su nacionalidad suiza —obligatoria para todos los miembros del pequeño ejército vaticano—, debía llevar muchos años viviendo en la ciudad, porque había adoptado sus peores costumbres con absoluta placidez. Ajeno a la expectación que estaba despertando entre los vecinos del Borgo, el capitán no movió ni un músculo de la cara cuando, por fin, abrí la puerta del zaguán y salí a la calle. Me alegró mucho comprobar que, bajo los inmoderados rayos del sol, la aparente lozanía del enorme militar suizo quedaba un poco malograda, distinguiéndose en su cara —engañosamente juvenil— los signos del paso del tiempo y unas pequeñas arrugas junto a los ojos.
—Buenos días —dije, abrochándome el abrigo—. ¿Ocurre algo, capitán?
—Buenos días, doctora —pronunció en un correctísimo italiano que, sin embargo, no ocultaba una cierta entonación germana en la pronunciación de las erres—. La he estado esperando en la puerta del Archivo desde las seis de la mañana.
—¿Y por qué tan pronto, capitán?
—Creía que era su hora de empezar a trabajar.
—Mi hora de empezar a trabajar es a las ocho —mascullé con un tono desagradable.
El capitán echó una mirada indiferente a su reloj de pulsera.
—Ya son las ocho y diez —anunció, frío como una piedra e igual de simpático.
—¿Sí…? Bueno, pues vamos.
¡Qué hombre tan irritante! ¿Acaso no sabía que los jefes siempre llegamos tarde? Forma parte de los privilegios del cargo.
El Alfa Romeo atravesó las callejuelas del Borgo a toda velocidad, porque el capitán también había adoptado la forma suicida de conducción romana y, antes de poder decir amén, estábamos cruzando la Porta Santa Anna y dejando atrás los barracones de la Guardia Suiza. Si no grité, ni quise abrir la portezuela y tirarme durante el trayecto, fue gracias a mi origen siciliano y a que, de joven, me saqué el carnet de conducir en Palermo, donde las señales de tráfico sirven de adorno y todo se basa en la relación de fuerzas, el uso del claxon y el vulgar sentido común. El capitán detuvo bruscamente el vehículo en un aparcamiento que ostentaba una placa con su nombre y apagó el motor con expresión satisfecha. Aquel fue el primer rasgo humano que pude observar en él y me llamó mucho la atención; sin duda, conducir le encantaba. Mientras caminábamos hacia el Archivo por parajes del Vaticano desconocidos hasta ese momento para mí —atravesamos un moderno gimnasio, lleno de aparatos, y un polígono de tiro que yo ni sabía que existía—, todos los guardias con los que nos íbamos cruzando se cuadraban ante nosotros y saludaban marcialmente a Glauser-Röist.
Uno de los asuntos que más había acuciado mi curiosidad a través de los años era el origen de los llamativos uniformes multicolores de la Guardia Suiza. Por desgracia, en los documentos catalogados del Archivo Secreto no existía ninguna prueba que confirmara o desmintiera que el diseño había sido realizado por Miguel Ángel, como se rumoreaba por ahí, pero yo confiaba que dicha prueba apareciera el día menos pensado entre la ingente cantidad de documentación todavía por estudiar. En cualquier caso, Glauser-Röist, al contrario que sus compañeros, parecía no utilizar nunca el uniforme, pues en las dos ocasiones en que le había visto vestía de paisano y, por cierto, con una ropa indudablemente muy cara, demasiado para el magro sueldo de un pobre guardia suizo.
Cruzamos en silencio el vestíbulo del Archivo Secreto, pasando por delante del despacho cerrado del Reverendo Padre Ramondino y entramos simultáneamente en el ascensor. Glauser-Röist introdujo su flamante llave en el panel.
—¿Lleva usted las fotografías encima, capitán? —pregunté con curiosidad mientras descendíamos hacia el Hipogeo.
—Así es, doctora —cada vez le encontraba un parecido mayor con una afilada roca de acantilado. ¿De dónde habrían sacado a un tipo así?
—Entonces supongo que empezaremos a trabajar ahora mismo, ¿no es cierto?
—Ahora mismo.
Mis adjuntos se quedaron boquiabiertos cuando vieron pasar a Glauser-Röist por el corredor en dirección al laboratorio. La mesa de Guido Buzzonetti estaba dolorosamente vacía aquella mañana.
—Buenos días —exclamé en voz alta.
—Buenos días, doctora —murmuró alguien por no dejarme sin respuesta.
Pero si el silencio más cerrado nos acompañó hasta la puerta de mi despacho, el grito que yo dejé escapar al abrirla se escuchó hasta en el Foro Romano.
—¡Jesús! ¿Qué ha pasado aquí?
Mi viejo escritorio había sido desplazado sin misericordia hasta uno de los rincones y, en su lugar, una mesa metálica con un gigantesco ordenador ocupaba el centro del cuarto. Otros armatostes informáticos habían sido colocados sobre pequeñas mesillas de metacrilato sacadas de algún despacho en desuso y decenas de cables y enchufes recorrían el suelo y colgaban de las baldas de mis viejas librerías.
Me tapé la boca con las manos, horrorizada, y entré pisando con tanta precaución como si estuviera caminando entre nidos de serpientes.
—Vamos a necesitar este equipo para trabajar —anunció la Roca a mi espalda.
—¡Espero que sea cierto, capitán! ¿Quién le ha dado permiso para entrar en mi laboratorio y organizar este lío?
—El Prefecto Ramondino.
—¡Pues podían haberme consultado!
—Montamos el equipo anoche, cuando usted ya se había ido —en su voz no había ni una pequeña nota de aflicción o sentimiento; se limitaba a informarme y punto, como si todo cuanto él hiciera estuviera por encima de cualquier discusión.
—¡Espléndido! ¡Realmente espléndido! —silabeé cargada de rencor.
—¿Desea usted empezar a trabajar o no?
Me giré como si me hubiera abofeteado y le miré con todo el desprecio del que fui capaz.
—Terminemos cuanto antes con todo esto.
—Como usted quiera —murmuró arrastrando mucho las erres. Se desabrochó la chaqueta y, de algún lugar incomprensible, sacó el abultado dossier de tapas negras que Monseñor Tournier me había mostrado el día anterior—. Es todo suyo —dijo, ofreciéndomelo.
—¿Y usted qué va a hacer mientras yo trabajo?
—Usaré el ordenador.
—¿Con qué objeto? —pregunté, extrañada. Mi analfabetismo informático era una asignatura pendiente que sabía que algún día tendría que afrontar, pero, por el momento, como buena erudita, me encontraba muy a gusto despreciando esos diabólicos chismes.
—Con objeto de resolver cualquier duda que usted tenga y facilitarle toda la información existente sobre cualquier tema que desee.
Y ahí quedó eso.
Empecé examinando las fotografías. Eran muchas, treinta exactamente, y venían numeradas y clasificadas por orden temporal, es decir, de principio a fin de la autopsia. Tras una ojeada inicial, seleccioné aquellas en las que se veía, tendido sobre una mesa metálica, el cuerpo entero del etíope en las posiciones de decúbito supino y decúbito prono (boca arriba y boca abajo). A primera vista, lo más destacable era la fractura de los huesos de la pelvis —por el arco poco natural que dibujaban las piernas— y una tremenda lesión en la zona parietal derecha del cráneo que había dejado al descubierto, entre astillas de hueso, la gelatina gris del cerebro. Deseché, por inútiles, el resto de las imágenes, pues, pese a que el cadáver debía presentar multitud de lesiones internas, ni sabía apreciarlas, ni creía que fueran relevantes para mi trabajo. Me fijé, eso sí, en que, probablemente a causa del impacto, se había mutilado la lengua con los dientes. Aquel hombre jamás hubiera podido hacerse pasar por otra cosa distinta de lo que era —etíope—, pues sus rasgos étnicos resultaban muy acusados. Como a la mayoría de ellos, se le veía bastante flaco y espigado, de carnes magras y fibrosas, y la coloración de su piel destacaba por demasiado oscura. Las facciones de su cara, sin embargo, constituían la prueba definitiva y delatora de su origen abisinio: pómulos altos y muy marcados, mejillas hundidas, grandes ojos negros —que aparecían abiertos en las fotografías, con un resultado impresionante—, frente amplia y huesuda, labios gruesos y nariz fina, casi de perfil griego. Antes de que le raparan la parte de la cabeza que permanecía íntegra, presentaba un pelo áspero y acaracolado, bastante sucio y manchado de sangre; después del rasurado, en el centro mismo del cráneo, podía verse con total claridad una fina cicatriz con la forma de la letra griega sigma mayúscula (Σ).
Aquella mañana no hice otra cosa que observar, una y otra vez, las terribles imágenes, repasando cualquier detalle que me resultara significativo. Las escarificaciones destacaban sobre la piel como líneas de carreteras en un mapa, algunas carnosas y abultadas, muy desagradables, y otras estrechas, casi imperceptibles, a modo de hilos de seda. Pero todas, sin excepción, presentaban una coloración sonrosada, incluso rojiza en algunos puntos, que les confería el repulsivo aspecto de injertos de piel blanca sobre piel negra. A media tarde, tenía el estómago acalambrado, la cabeza embotada y la mesa llena de anotaciones y esquemas de las escarificaciones del fallecido.
Encontré otras seis letras griegas repartidas por el cuerpo: en el brazo derecho, sobre el bíceps, una tau (Τ), en el izquierdo, una ípsilon (Υ), en el centro del pecho, sobre el corazón, una alfa (Α), en el abdomen una rho (Ρ), en el muslo derecho, sobre el cuádriceps, una ómicron (Ο) y en el izquierdo, en idéntico lugar, otra sigma (Σ). Justo debajo de la letra alfa y por encima de la rho, en la zona de los pulmones y el estómago, se veía un gran Crismón, el conocido monograma, tan habitual en los tímpanos y altares de las iglesias medievales, formado por las dos primeras letras griegas del nombre de Cristo, ΧΡ —ji y rho—, superpuestas.
Este Crismón, sin embargo, presentaba una curiosa peculiaridad: le habían añadido una barra transversal que ayudaba a componer la imagen de una cruz. El resto del cuerpo, exceptuando las manos, los pies, las nalgas, el cuello y la cara, estaba lleno de otras muchas cruces de la más original factura que hubiera visto en mi vida.
El capitán (Glauser-Röist permanecía largos ratos sentado frente al ordenador, tecleando sin descanso misteriosas instrucciones, pero, de vez en cuando, acercaba su silla a la mía y se quedaba contemplando en silencio la evolución de mis análisis. Por eso, cuando, súbitamente, me preguntó si me sería de ayuda disponer de un dibujo del cuerpo humano a tamaño natural para ir señalando las cicatrices, me sobresalté. Antes de responderle, hice un par de exageradas afirmaciones y negativas con la cabeza para aliviar mis doloridas cervicales.
—Es una buena idea. Por cierto, capitán, ¿hasta dónde está autorizado a informarme sobre este pobre hombre? Monseñor Tournier comentó que usted había hecho estas fotografías.