El resto de los presentes, que también observaban la escena con atención y curiosidad, eran el Cardenal Vicario de Roma y presidente de la Conferencia Episcopal Italiana, Su Eminencia Carlo Colli, un hombre tranquilo de apariencia afable; el Arzobispo Secretario de la Sección Segunda, Monseñor Françoise Tournier (al que reconocí por su solideo color violeta, y no púrpura, exclusivo de los cardenales), y el silencioso combatiente rubio, que fruncía las cejas transparentes como si estuviera profundamente disgustado por aquella situación.
De repente, el Prefecto se volvió hacia mí y, empujándome por el hombro, me adelantó hasta situarme a su altura, frente al Secretario de Estado.
—Esta es la doctora Ottavia Salina, Eminencia —dijo a modo de presentación; los ojos de Sodano me examinaron de arriba a abajo en cuestión de segundos. Menos mal que ese día me había vestido decentemente, con una bonita falda gris y un conjunto de jersey y rebeca color salmón. Unos treinta y ocho o treinta y nueve años bien llevados, se estaría diciendo, cara agradable, pelo corto y negro, ojos negros y mediana estatura.
—Eminencia… —musité, al tiempo que hacia una genuflexión e, inclinando la cabeza en señal de respeto, besaba el anillo que el Secretario de Estado había colocado ante mis labios.
—¿Es usted religiosa, doctora? —preguntó por todo saludo. Tenía un ligero acento del Piamonte.
—La hermana Ottavia, Eminencia —se apresuró a aclararle el Prefecto—, es miembro de la Orden de la Venturosa Virgen María.
—¿Y por qué viste de seglar? —inquirió, de pronto, el Arzobispo Secretario de la Sección Segunda, Monseñor Françoise Tournier, desde su asiento—. ¿Acaso su Orden no utiliza hábitos, hermana?
El tono era profundamente ofensivo, pero no me iba a dejar intimidar. A estas alturas de mi vida en la Ciudad, había pasado infinidad de veces por la misma situación y estaba curtida en una y mil batallas por mi género. Le miré directamente a los ojos para responder:
—No, Monseñor. Mi Orden abandonó los hábitos tras el Concilio Vaticano II.
—¡Ah, el Concilio…! —susurró con patente disgusto. Monseñor Tournier era un hombre muy apuesto, un verdadero candidato, por su aspecto, a Príncipe de la Iglesia, uno de esos petimetres que siempre salen espléndidamente en las fotografías—. «¿Está bien que la mujer ore a Dios con la cabeza descubierta?» —se preguntó en voz alta, citando la primera epístola de San Pablo a los Corintios.
—La hermana Ottavia, Monseñor —puntualizó el Prefecto, a modo de descargo—, es doctora en Paleografía e Historia del Arte, además de poseer otras muchas titulaciones académicas. Dirige desde hace ocho años el Laboratorio de Restauración y Paleografía del Archivo Secreto Vaticano, es docente de la Escuela Vaticana de Paleografía, Diplomática y Archivística y ha obtenido numerosos premios internacionales por sus trabajos de investigación, entre ellos el prestigioso Premio Getty, Monseñor, en dos ocasiones, en 1992 y 1995.
—¡Ajá! —exclamó, dejándose convencer, el Cardenal Secretario de Estado, Sodano, al tiempo que tomaba asiento despreocupadamente junto a Tournier—. Bueno… Pues por eso está usted aquí, hermana, por eso hemos solicitado su presencia en esta reunión.
Todos me miraban con evidente curiosidad, pero yo permanecí en silencio, expectante, no fuera que por hablar el Arzobispo Secretario citara también en mi honor aquel pasaje de san Pablo que dice «Las mujeres cállense en las asambleas, que no les está permitido tomar la palabra». Supuse que Monseñor Tournier, así como el resto de la concurrencia, preferiría antes que a mí, y con bastante diferencia, a sus propias religiosas-sirvientas, de las que cada uno de los presentes debía tener, como mínimo, tres o cuatro, o a las monjitas polacas de la Orden de María Niña, que, ataviadas con hábito y con toca a modo de tejadillo, se ocupaban de preparar las comidas de Su Santidad, limpiar sus aposentos y tener siempre reluciente su ropa; o a las hijas de la Congregación de las Pías Discípulas del Divino Maestro, que ejercían de telefonistas de la Ciudad del Vaticano.
—Ahora —continuó Su Eminencia Angelo Sodano—, el Arzobispo Secretario, Monseñor Tournier, le explicará por qué ha sido usted convocada, hermana. Guglielmo, ven —le dijo al Prefecto—, siéntate a mi lado. Monseñor, le cedo la palabra.
Monseñor Tournier, con esa certidumbre que sólo poseen quienes saben que su aspecto físico les allana sin dificultades cualquier camino en esta vida, se incorporó serenamente de su asiento y extendió una mano, sin mirar, hacia el soldado rubio, que le entregó, con ademán disciplinado, un abultado dossier de tapas negras. Me dio un vuelco el estómago, y por un momento pensé que, fuera lo que fuera aquello que yo había hecho mal, debía ser terrible y, con seguridad, saldría de aquel despacho con el finiquito en la mano.
—Hermana Ottavia —empezó Monseñor; su voz era grave y nasal, y evitaba mirarme al hablar—, en esta carpeta encontrará usted unas fotografías que podríamos calificar… ¿cómo?, como insólitas, sin duda. Antes de que las examine, debemos informarle que en ellas aparece el cuerpo de un hombre recientemente fallecido, un etíope sobre cuya identidad todavía no estamos muy seguros. Observará que se trata de ampliaciones de ciertas secciones del cadáver.
¡Ah…! Entonces ¿no me iban a despedir?
—Quizá sería conveniente preguntar a la hermana Ottavia —intervino por primera vez el Cardenal Vicario de Roma, Su Eminencia Carlo Colli— si va a poder trabajar con un material tan desagradable —me miró con una cierta preocupación paternal en el rostro y continuó—. Ese pobre desdichado, hermana, murió en un penoso accidente y quedó muy desfigurado. Resulta bastante enojoso contemplar esas imágenes. ¿Cree usted que podrá soportarlo? Porque, si no es así, sólo tiene que decírnoslo.
Yo estaba paralizada por el estupor. Tenía la profunda sensación de que se habían equivocado de persona.
—Discúlpenme, Eminencias —tartamudeé—, pero ¿no sería más correcto que consultaran con un patólogo forense? No consigo comprender en qué puedo ser yo de utilidad.
—Verá, hermana —me atajó Tournier, retomando la palabra e iniciando un lento paseo en el interior del círculo de oyentes—, el hombre que aparece en las fotografías estaba implicado en un grave delito contra la Iglesia Católica y contra las demás Iglesias cristianas. Lamentándolo mucho, no podemos darle más detalles. Lo que nosotros queremos es que usted, con la mayor discreción posible, realice un estudio de ciertos signos que, en forma de peculiares cicatrices, fueron descubiertos en su cuerpo al quitarle la ropa para practicar la autopsia. Escarificaciones creo que es la palabra correcta para este tipo de, ¿cómo podríamos decirlo…?, de tatuajes rituales o marcas tribales. Parece ser que ciertas culturas antiguas tenían por costumbre decorar el cuerpo con heridas ceremoniales. En concreto —dijo abriendo la carpeta y echando una ojeada a las fotografías—, las de este pobre desgraciado son realmente curiosas: muestran letras griegas, cruces y otras representaciones igualmente… ¿artísticas? Sí, sin duda la palabra es artísticas.
—Lo que Monseñor está intentando decirle —interrumpió de pronto Su Eminencia, el Secretario de Estado, con una sonrisa cordial en los labios—, es que debe usted analizar todos esos símbolos, estudiarlos y darnos una interpretación lo más completa y exacta posible. Por supuesto, puede utilizar para ello todos los recursos de Archivo Secreto y cualquier otro medio del que disponga el Vaticano.
—En cualquier caso, la doctora Salina cuenta con mi total apoyo —declaró el Prefecto del Archivo, mirando a los presentes en busca de aprobación.
—Te agradecemos el ofrecimiento, Guglielmo —puntualizó Su Eminencia—, pero, aunque la hermana Ottavia trabaja habitualmente a tus órdenes, en este caso, no va a ser así. Espero que no te ofendas, pero desde este momento y hasta que termine el informe, la hermana queda adscrita a la Secretaria de Estado.
—No se preocupe, Reverendo Padre —añadió suavemente Monseñor Tournier, haciendo un gesto de elegante desinterés con la mano—. La hermana Ottavia dispondrá de la inestimable cooperación del capitán Kaspar Glauser-Röist, aquí presente, miembro de la Guardia Suiza y uno de los agentes más valiosos de Su Santidad, al servicio del Tribunal de la Sacra Rota Romana. Él es el autor de las fotografías y el coordinador de la investigación en curso.
—Eminencias…
Era mi voz temblorosa la que se había escuchado. Los cuatro prelados y el militar se volvieron a mirarme.
—Eminencias —repetí con toda la humildad de la que fui capaz—, les agradezco infinitamente que hayan pensado en mi para un asunto tan importante, pero me temo que no voy a poder encargarme de llevarlo a cabo —suavicé aún más la inflexión de mis palabras antes de continuar—, no sólo porque en este momento no puedo abandonar el trabajo que estoy haciendo, que ocupa por completo mi tiempo, sino porque, además, carezco de los conocimientos elementales para manejar las bases de datos del Archivo Secreto y necesitaría también la ayuda de un antropólogo para poder centrar los aspectos más destacados de la investigación. Lo que quiero decir…, Eminencias…, es que no me siento capaz de cumplir el encargo.
Monseñor Tournier fue el único que dio señales de estar vivo cuando terminé de hablar. Mientras los demás permanecían mudos por la sorpresa, él inició una sonrisilla sarcástica que me hizo sospechar su manifiesta oposición a utilizar mis servicios antes de que yo entrara en el gabinete. Podía oírlo diciendo despectivamente: «¿Una mujer…?». De manera que fue su actitud socarrona y mordaz la que me hizo dar un giro de ciento ochenta grados y decir:
—… Aunque, bien pensado, quizá sí podría realizarlo, siempre y cuando me dieran el tiempo suficiente para ello.
La mueca burlona de Monseñor Tournier desapareció como por encanto y los demás relajaron súbitamente sus expresiones tensas, manifestando su alivio con grandes suspiros de satisfacción. Uno de mis grandes pecados es el orgullo, lo reconozco, el orgullo en todas sus variaciones de arrogancia, vanidad, soberbia… Nunca me arrepentiré lo suficiente ni haré la suficiente penitencia, pero soy incapaz de rechazar un desafío o de amilanarme ante una provocación que ponga en duda mi inteligencia o mis conocimientos.
—¡Espléndido! —exclamó Su Eminencia, el Secretario de Estado, dándose un golpe en la rodilla con la palma de la mano—. ¡Pues no hay más que hablar! ¡Problema resuelto, gracias a Dios! Muy bien, hermana Ottavia, desde este instante, el capitán Glauser-Röist estará a su lado para colaborar con usted en cualquier cosa que necesite. Cada mañana, cuando empiecen su jornada de trabajo, él le hará entrega de las fotografías y usted se las devolverá al terminar. ¿Alguna pregunta antes de ponerse en marcha?
—Sí —repuse, extrañada—. ¿Acaso el capitán podrá entrar conmigo en la zona restringida del Archivo Secreto? Es un seglar y…
—¡Naturalmente que podrá, doctora! —afirmó el Prefecto Ramondino—. Yo mismo me encargaré de preparar su acreditación, que estará lista para esta misma tarde.
Un soldadito de juguete (¿qué otra cosa son los guardias suizos?) estaba a punto de poner fin a una venerable y secular tradición.
Comí en la cafetería del Archivo y dediqué el resto de la tarde a recoger y guardar todo lo que tenía sobre la mesa del laboratorio. Aplazar mi estudio del
Panegyrikon
me irritaba más de lo que podía reconocer, pero había caído en mi propia trampa y, en cualquier caso, tampoco hubiera podido escapar de un mandato directo del Cardenal Sodano. Además, el encargo recibido me intrigaba lo suficiente como para sentir un pequeño cosquilleo de perversa curiosidad.
Cuando todo hubo quedado en perfecto orden y listo para iniciar una nueva tarea a la mañana siguiente, recogí mis bártulos y me marché. Cruzando la columnata de Bernini, abandoné la plaza de San Pedro por la via di Porta Angelica y pasé distraídamente junto a las numerosas tiendas de
souvenirs
todavía repletas de cantidades abrumadoras de turistas llegados a Roma por el gran Jubileo. Aunque los ladronzuelos del Borgo conocían de manera aproximada a quienes trabajábamos en el Vaticano, desde que había empezado el Año Santo —en los diez primeros días de enero llegaron a la ciudad tres millones de personas— su número se había multiplicado con los peligrosos rateros venidos en masa de toda Italia, así que sujeté el bolso con fuerza y aceleré el paso. La luz de la tarde se difuminaba lentamente por el oeste y yo, que siempre le he tenido un cierto miedo a esa luz, no veía el momento de refugiarme en casa. Ya no faltaba mucho. Afortunadamente, la directora general de mi Orden había considerado que tener a una de sus religiosas en un puesto tan destacado como el mío bien merecía la compra de un inmueble en las inmediaciones del Vaticano. Así que tres hermanas y yo habíamos sido las primeras habitantes de un minúsculo apartamento situado en la Piazza delle Vaschette, con vistas sobre la fuente barroca que antaño recibía la saludable Agua Angelica, de grandes poderes curativos para los trastornos gástricos.
Las hermanas Ferma, Margherita y Valeria, que trabajaban juntas en un colegio público de las cercanías, acababan de llegar a casa. Estaban en la cocina, preparando la cena y charlando alegremente de menudencias. Ferma, que era la mayor de todas con sus cincuenta y cinco años de edad, seguía aferrándose obstinadamente al uniformado atuendo —camisa blanca, rebeca azul marino, falda del mismo color por debajo de la rodilla y gruesas medias negras— que adoptó tras la retirada de los hábitos. Margherita era la Superiora de nuestra comunidad y la directora del colegio en el que las tres trabajaban y tenía sólo unos pocos años más que yo. Nuestro trato había pasado, con el transcurrir de los años, de distante a cordial y de cordial a amistoso, pero sin entrar en profundidades. Por último, la joven Valeria, de origen milanés, era la profesora de los más pequeños del colegio, los de cuatro y cinco años, entre los que abundaban, cada vez más, los hijos de emigrantes árabes y asiáticos, con todos los problemas de comunicación que eso entrañaba en un aula. Recientemente, la había visto leyendo un grueso libro sobre costumbres y religiones de otros continentes.
Las tres respetaban muchísimo mi trabajo en el Vaticano aunque, en realidad, tampoco conocían muy a fondo mi ocupación; sólo sabían que no debían indagar en ello (supongo que estaban advertidas y que nuestras superioras les habían hecho especial hincapié en este asunto) ya que, en mí contrato laboral con el Vaticano, una cláusula muy explícita dejaba claro que, bajo pena de excomunión, tenía prohibido hablar de mi trabajo con personas ajenas al mismo. No obstante, como sabía que les gustaba, de vez en cuando les contaba algo recientemente descubierto sobre las primeras comunidades cristianas o los comienzos de la Iglesia. Obviamente, sólo les hablaba de lo bueno, de lo que se podía confesar sin socavar la historiografía oficial ni los puntales de la fe. ¿Para qué explicarles, por ejemplo, que en un escrito de Ireneo —uno de los Padres de la Iglesia— del año 183, celosamente guardado por el Archivo, se mencionaba como primer Papa a Lineo y no a Pedro, que ni siquiera aparecía mencionado? ¿O que la lista oficial de los primeros Papas, recogida en el
Catalogus Liberianus
del año 354, era completamente falsa y que los supuestos Pontífices que en ella aparecían mencionados (Anacleto, Clemente I, Evaristo, Alejandro…) ni siquiera existieron? ¿Para qué contarles nada de todo esto…? ¿Para qué decirles, por ejemplo, que los cuatro Evangelios habían sido escritos con posterioridad a las Epístolas de Pablo, verdadero forjador de nuestra Iglesia, siguiendo su doctrina y enseñanzas, y no al revés como creía todo el mundo? Mis dudas y mis temores, que Ferma, Margherita y Valeria captaban con gran intuición, mis luchas internas y mis grandes sufrimientos, eran un secreto del que sólo podía hacer partícipe a mi confesor, el mismo confesor que teníamos todos los que trabajábamos en los sótanos tercero y cuarto del Archivo Secreto, el padre franciscano Egilberto Pintonello.