El viajero (34 page)

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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

BOOK: El viajero
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—Muchas gracias —contestó ella esbozando una amplia sonrisa—. La muerte me sorprendió muy joven, tenía diecisiete años.

Su aire inocente impidió a Pascal indagar sobre la causa de su prematura muerte. Ya lo intentaría más adelante. Además, una vez recuperado del ataque de los carroñeros y del hechizo de las sirenas, estaba impaciente por llegar al cementerio.

—Beatrice, te agradezco mucho lo que has hecho por mí, pero ahora tengo que ir al cementerio de Montparnasse, es muy urgente...

—Nadie mejor que yo te puede guiar. Te están esperando, vamos.

* * *

—¿Y dice que es su abuela?

Aquella empleada del Instituto Anatómico Forense no parecía muy simpática y, en efecto, no lo era. Observaba a Daphne con ciertas reticencias.

—Sí, necesito ver a la niña antes de perderla para siempre... —respondió la bruja con el gesto lacrimoso que requerían las circunstancias.

La empleada dudaba.

—Pero es que lo que me pide es un poco irregular... ¿Y quién es el chico que la acompaña?

Los interrumpió un médico que debía de estar escuchando la conversación.

—Soy el doctor Marcel Laville. ¿Algún problema?

Laville, que había reconocido a la bruja al instante, pues en cierto modo esperaba su visita, no puso objeción alguna a la petición de la anciana, que fue conducida junto a Dominique hasta el depósito donde se guardaban los cuerpos.

El chico notó cómo sus manos resbalaban debido a un sudor nervioso. Nunca había visto un muerto, y eso que de hospitales sabía mucho por experiencia propia.

Daphne caminaba a su lado, en silencio. Aquella oportuna aparición del médico apenas la había sorprendido; encajaba con su inexplicable intuición de que se ofrecía ante ellos un camino expedito para su labor sagrada. Qué misterio. Percibía en su piel una extraña complicidad del entorno, que le provocaba una confianza absurda ante una misión que, siendo realista, no podía salir bien. Ni siquiera contaban con un plan de huida.

«El Bien proveerá», se dijo.

La bruja no quiso compartir con Dominique sus sensaciones, pues lo que el chico necesitaba, dadas las circunstancias, era no distinguir en la bruja ni el más leve atisbo de inseguridad.

Llegaron hasta una amplia sala, de olor aséptico y colores neutros. La cámara frigorífica que contenía los cadáveres era una especie de enorme cajonera metálica empotrada en una de sus paredes, que emitía el zumbido típico de los aparatos eléctricos. Una pantalla de cristal líquido informaba de la temperatura del interior.

Cada una de las puertas de los compartimentos de aquella inmensa nevera contaba con una placa en la que podía leerse un nombre. En cuanto el médico localizó la que buscaba, agarró el asa y tiró de ella, sacando así una camilla sobre la que, envuelto en una funda de plástico, se adivinaba un bulto humano. A continuación, el doctor Laville abrió la cremallera y Daphne y Dominique pudieron contemplar el deteriorado rostro de una chica muy joven. Parecía dormida, aunque su extrema palidez delataba su verdadero estado.

—¿Le importaría dejarnos solos, por favor? —solicitó la bruja—. Necesitamos intimidad para despedirnos.

El médico pareció dudar un momento, pero en seguida aceptó. En realidad, su aparente titubeo respondía a una simple pose para salvaguardar su enigmático papel en aquella historia; él debía quedarse al margen mientras no fuera imprescindible su aparición en escena. No podía intervenir antes, es lo que requería su otra identidad.

Marcel sonrió. Por supuesto que estaba dispuesto a dejar sola a aquella extraña pareja, pues era muy consciente de lo que se disponían a hacer. Él mismo lo había preparado todo para que aquel encuentro se produjera con éxito.

—Avísenme en cuanto hayan terminado —advirtió con gesto rutinario, iniciando sus pasos hacia la puerta de la sala.

Cuando Marcel Laville se hubo marchado, Daphne abandonó su pose de abuelita consternada. Ajena a lo cerca que se quedaba el doctor para supervisar el proceso, inició las comprobaciones:

—¿Qué hora es? Estamos en un sótano, así que no podemos calcular cuánto tiempo queda de luz natural.

Dominique, sufriendo con aprensión el extraño olor que despedía aquel cuerpo inerte, consultó su reloj.

—No tenemos mucho tiempo.

—Pues démonos prisa.

La bruja abrió su enorme bolso y extrajo de él dos estacas de madera, un mazo, un enorme cuchillo, ajos y una botella pequeña con gasolina.

—¿Estás preparado? —ella atendía al gesto congestionado de Dominique, que se dedicaba a respirar profundamente para intentar recuperar la calma. Era su primer encuentro directo con la muerte. El chico habría preferido una misión inicial más sencilla, que le sirviese de transición al nuevo Dominique implicado en fenómenos esotéricos.

—Sí, sí, estoy preparado —respondió él haciendo un esfuerzo por recordar su propio compromiso—. Adelante.

Lo primero que hizo la vidente fue observar el cadáver. Aparte de las marcas de la autopsia, presentaba dos minúsculas cicatrices en el cuello, a la altura de la yugular.

—Sí, Melanie fue mordida.

Daphne estudió el interior de aquel cajón metálico.

—Hay arañazos —confirmó—. Melanie ya es un vampiro, ha despertado. Anoche debió de intentar salir, pero como todavía está muy débil, no lo logró. Necesita su primera dosis de sangre para recuperar energía.

Dominique creyó desmayarse de miedo. En un rato, aquella muerta iba a despertar. Y ellos allí. ¿Estaban locos?

Daphne dejó sus objetos sobre una mesa cercana y llegó hasta la puerta de la sala, que cerró bloqueándola con el pestillo.

—No nos interesa que nos interrumpan, ¿verdad? —guiñó un ojo a Dominique—. Busca el compartimento de Raoul y ábrelo.

Dominique aproximó su silla hasta la cámara frigorífica, alucinado por el modo en que hablaba Daphne: empleaba el mismo tono que habría usado para pedirle un simple pañuelo. ¿Cómo era capaz, en medio de aquel panorama tan lúgubre?

Dominique leyó el nombre de Raoul en una de las etiquetas de aquellos cajones. Lo que le gustó fue que la vidente se dirigiese a él como si no existiera su silla de ruedas. Orgulloso, se dio cuenta de que nadie le había dejado al margen, incluso en las peligrosas circunstancias en las que se encontraban. Eso aumentó su determinación.

—Abre la cremallera y comprueba las lesiones del cuello —la voz resuelta de la bruja ayudó a Dominique a encontrar algo de convicción en lo que se disponían a hacer. Si sus padres lo estuvieran viendo...

El chico se percató del giro radical que podía dar una vida en poco tiempo, una conclusión a la que su amigo Pascal hacía días que había llegado.

—Sí, Daphne. También fue mordido.

—De acuerdo. Habrá que clavarles la estaca a la vez, para evitar despertares anticipados.

Dominique se quedó sin respiración. Su adrenalina subía y bajaba como una montaña rusa.

—Pensé que de eso te ibas a encargar tú, Daphne —confesó.

—Era mi intención, pero no puedo clavar dos estacas a la vez. Lo entiendes, ¿no?

—Claro.

La bruja se le acercó y le colocó un ramillete de ajos alrededor del cuello. Por su parte, Dominique dejó asomar una cadena de oro con un crucifijo que colgaba bajo su barbilla.

—Lo más importante es que no dudes —aleccionó la bruja a su ayudante—. Oigas lo que oigas, veas lo que veas, golpea la estaca e introdúcela en su corazón. No pares, no te detengas hasta que lo hayas hecho. Después, ya me encargaré yo del resto.

Dominique tragaba saliva sin parar. Asintió con la cabeza, los ojos clavados en los objetos que sostenían sus manos temblorosas.

—Aunque no puedes ayudarte de los latidos, calcula el punto exacto del corazón —le susurró Daphne, que se encontraba en la misma posición sobre Melanie—. Y apoya la punta de la estaca justo encima.

Un trueno retumbó en el exterior, metros más arriba. Atardecer de tormenta.


El Señor es mi pastor
—comenzó a recitar con voz trémula Dominique—,
nada me falta. Él me lleva a pacer en las verdes praderas. Él me guía más allá de las aguas inmóviles...

Siguió rezando hasta llegar a unas palabras que se le antojaron especialmente consoladoras:


Y aunque marche por el valle de las sombras, no temeré el mal...

CAPITULO XXVII

EN efecto, en el cementerio estaban esperando a Pascal. Una multitud de muertos aguardaba fuera de sus tumbas, de pie, junto a la puerta principal del recinto.

—Veo que ya conoces a Beatrice —observó Lafayette con gesto aprobador—. Es encantadora, sí. Buena chica. Viene a visitarnos cada cierto tiempo, cuando su deambular la acerca por aquí.

—¿Cómo me iba a olvidar de vosotros? —repuso ella mientras obsequiaba con varios besos a conocidos y amigos.

—¿Cómo va todo en tu mundo, Viajero? —quiso saber Lafayette, preocupado—. Intuimos que no traes buenas noticias.

La gravedad del rostro de Pascal se agudizó.

—Mal. El vampiro ha enviado a una chica viva hacia la Oscuridad.

Todos los presentes asintieron con semblantes serios.

—Lo sabemos. ¡Maldito demonio! —exclamó el capitán Mayer—. El ser maligno que atravesó la Puerta Oscura ya ha empezado a hacer de las suyas, y lo ha hecho a lo grande. Secuestrar a una viva...

Pascal se vio obligado a intervenir:

—Esa chica, Michelle, es amiga mía. Por eso el vampiro la envió al Mal...

Entre la multitud se hizo un respetuoso silencio.

—Vaya —comentó el capitán—. Todo empieza a cobrar sentido. Y tu rostro te delata, chico; no se trata de una simple amiga, ¿verdad?

Pascal se ruborizó, a pesar de las circunstancias.

—No —reconoció—. Es algo más.

—El vampiro sabía eso, seguro —aventuró Mayer—. El amor es un sentimiento demasiado poderoso. Se percibe en el aire. Tienes que actuar en seguida si quieres recuperar a Michelle. Porque supongo que querrás intervenir...

—¡Claro! —contestó Pascal, convencido—. Haré lo que haga falta. Para eso he venido.

—No esperábamos menos de ti —reconoció Lafayette—. ¡Eres todo un Viajero!

Se oyó un grito. Alguien bajó a toda velocidad del muro que rodeaba el cementerio, y en el gentío empezó a apreciarse movimiento. Muchos individuos se alejaron rumbo a sus tumbas.

—Vaya, qué oportuno —comentó Mayer con cierto fastidio—. Tenemos visita.

—¿Visita? —Pascal no entendía—. ¿Por eso se va todo el mundo?

—No se trata de un encuentro cordial —aclaró el militar—. Nuestros vigías del muro siempre nos avisan cuando se aproximan criaturas del Mal, para que no nos pillen por sorpresa. Ocurre muy pocas veces, la verdad. Solo cuando están muy hambrientos.

—Es evidente que tu presencia, Pascal, no pasa desapercibida para nadie, porque no es normal que se atrevan a entrar en un cementerio —añadió Lafayette—. Te están buscando. Seguro.

El chico palideció. Ya había tenido suficiente con el pernicioso asedio de las sirenas.

—Pero ¿no se supone que esos monstruos no pueden pisar los senderos iluminados?

—Y no lo hacen —contestó el capitán sin perder su parsimonia—. Trepan por los muros del cementerio y así entran. Pero no suponen un gran peligro. Los seres que se acercan son simples carroñeros. Dentro de nuestras sepulturas estamos a salvo, así que nos meteremos en ellas hasta que se vayan. Las pocas ocasiones en las que llegan tan lejos como para acceder a un camposanto, tardan poco en largarse. Beatrice, como puede moverse muy rápido, se alejará por los caminos de luz, por si acaso, y volverá más tarde.

«Otra vez los repugnantes carroñeros», pensó Pascal. «No se conforman con su primer fracaso. Tienen hambre.»

—Y yo, ¿cómo puedo protegerme? —Pascal estaba cada vez más nervioso, mientras contemplaba cómo todos los presentes iban desapareciendo de allí, enterrándose bajo sus lápidas o accediendo a sus panteones.

—Tranquilo, no te dejaremos solo —aseguró Lafayette—. Te ocultaremos en la tumba de la familia Blommaert; varios de sus miembros ya han sido llamados por el Bien, así que hay espacio para ti.

—¿Me tengo que meter en una tumba? —Pascal se debatía entre el asco y el miedo, y eso que todo parecía mejor que quedarse aguardando la tumultuosa llegada de los carroñeros.

Mayer asintió.

—No queda más remedio. Será solo hasta que pase el peligro.

Apenas quedaba nadie por allí; los más rezagados terminaban de introducirse en sus ataúdes, fuera de la vista del chico. Lafayette, oteando la noche desde lo alto del muro, bajó para despedirse de Pascal:

—Viajero, debo cobijarme. ¡Ten cuidado y no salgas hasta que te avisemos!

Pascal tragó saliva, aquel ambiente se iba haciendo cada vez más agobiante.

—De acuerdo, Charles —logró murmurar.

Lo vieron alejarse a buena velocidad.

Mayer y Pascal caminaban hacia la sepultura de los Blommaert bajo una atmósfera silenciosa, expectante, a la que empezaban a llegar algunos gruñidos amenazadores. Los carroñeros estaban muy cerca, husmeando. Pascal notaba las pupilas de los cadáveres escondidos en sus panteones clavadas en sus espaldas.

—¿No tenéis miedo? —preguntó Pascal acelerando el paso—. Se os ve reaccionar con tanta naturalidad...

—Esas hienas se limitan a merodear entre las lápidas. Por eso instauramos la costumbre de tener guardianes en los muros y la verja, y eso que sus incursiones solo ocurren cada mucho tiempo. Salvo que seas un imprudente, no corres peligro.

Por fin llegaron al lugar donde se refugiaría Pascal, un panteón mediano con aire griego, cuyo portalón de entrada aparecía flanqueado por dos columnas que sujetaban un dintel donde figuraban los apellidos de dos familias: Caccia y Blommaert.

Los sonidos guturales emitidos por las bestias se oían cada vez más cerca. Mayer llamó a la puerta de aquella sepultura y explicó la situación.

—No hay problema —dijo Samuel Blommaert, un joven de apariencia elegante—. ¡Pasa, Viajero! Deprisa.

—Muchas gracias, capitán —dijo Pascal a Mayer antes de obedecer, introduciéndose entre las columnas de la entrada.

—Es lo menos que podemos hacer. Ahora te toca a ti echar el resto.

Mayer desapareció entre cruces, obeliscos y lápidas, en dirección a su propio monumento.

Una vez estuvo el chico en el interior de aquel panteón, Samuel se apresuró a bloquear la puerta por dentro mientras le presentaba a sus padres, que también se encontraban todavía en aquel mundo. En seguida, aquel amable matrimonio se despidió y procedió a introducirse en sus ataúdes. Samuel esperó unos instantes y, cerrando sus respectivas tapas de madera, recolocó las losas de piedra que cubrían los nichos.

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