Elena sabe (3 page)

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Authors: Claudia Piñeiro

Tags: #Drama, Policial

BOOK: Elena sabe
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Roberto Almada, aquel a quien Rita insistía en llamar mi novio. El atrofiado, como lo llamaba Elena delante de su hija para provocarla. O el jorobadito, como le decían de chico en el barrio. Pero Elena ya no puede verle la joroba, apenas si llega al pecho con mucho esfuerzo, y la espalda de Roberto se curva recién sobre el omóplato derecho. Hola, Doña Elena, vuelve a decir, y el doña se le clava a Elena en el medio de los dos ojos; ella dice, ah, Roberto, no te reconocí, por los zapatos, nuevos ¿no? Él se mira los zapatos y contesta que sí, que son nuevos. Los dos quedan en silencio, los zapatos gastados de Elena frente a los de Roberto. Roberto mueve sus pies incómodo, mi mamá le manda cariños y dice que cuando quiera pase por la peluquería, que si quedó conforme de la otra vez le regala un corte y un peinado, y Elena agradece, aunque sabe que la otra vez, la única vez que estuvo en la peluquería de la madre de Roberto fue la tarde en que murió su hija, entonces sus pensamientos están a punto de irse en dirección a aquel momento, pero los detiene, porque ella no puede darse ahora ese lujo. Volver a esa tarde la haría perder su tren, y a fuerza de voluntad la espanta para quedarse ahí, frente a Roberto. Lo único que necesitaría de la peluquería de su madre es que alguien le quitara otra vez ese bozo que le crece como una sombra, y que le cortara las uñas de los pies. Las de las manos se las corta sola, o se las lima, pero las de los pies no. Hace rato que ella no llega hasta allá abajo, después de la muerte de Rita la del dedo gordo se empieza a clavar en la punta del zapato y tiene miedo de que se le termine quebrando donde no debe, o rajando el cuero gastado, lo que sería peor aún. Rita se las cortaba cada quince días, traía la palangana con agua tibia, un pedazo de jabón blanco para que se derritiera dentro y ablandara las durezas, y una toalla limpia, siempre la misma, la que lavaba cada vez y guardaba con la palangana. Fruncía la cara de asco mientras se las cortaba, pero lo hacía, tratando de mirar apenas las uñas escamadas de viejas, infladas como una esponja seca, sucias. Colocaba un pie de Elena sobre su rodilla, y cortaba. Y cuando terminaba se lavaba las manos con detergente puro, una, dos, tres veces, algunas ocasiones con la excusa de desinfectar la toalla de posibles hongos se lavaba las manos con lavandina pura, qué harán los que no tienen como yo una hija que me corte las uñas, Rita, se las dejarán crecer mugrientas, mamá. Ya le deposité su jubilación en su caja de ahorro como quedamos, dice Roberto y Elena dice gracias otra vez y se olvida de sus uñas. Después de la muerte de Rita, Roberto se ofreció a cobrarle la jubilación para evitarle hacer colas en su estado. ¿Qué estado, Roberto?, preguntó Elena, para que no se tenga que molestar, ¿y desde cuándo te preocupa que yo me moleste?, yo siempre me preocupé por usted, Elena, y por su enfermedad, no sea injusta, andate a la mierda, Roberto, dijo ella, pero aceptó. Antes los trámites los hacía Rita, que ya no estaba, y aunque a Elena no le caía bien ese hombre, tener un amigo dentro del banco no dejaba de tener sus ventajas. Si usted supiera cuánto extraño a su hija, le oye decir, y a Elena la frase le molesta tanto como supone le molestarían las palabras escritas en las cartas que no leyó, esas que guarda en la caja del televisor que le dio un vecino, atadas con la cinta de raso que Rita eligió para ellas. Sabe que él no pudo matarla, no por lo que dice, ni por lo que hizo ese día, ni por lo que nunca pudo hacer, sino porque un contrahecho como él no habría podido con Rita. Son muy pocos los que habrían podido con ella, y aun así la verdad se le escurre, le cuesta entender quién pudo haber sido, por eso necesita ayuda, porque no hay imputados, ni siquiera sospechosos, ni motivos, ni hipótesis, sólo la muerte. Estoy apurada, pierdo el tren de las diez, le dice Elena que empieza a elevar un pie en el aire para ponerse en marcha, y él le pregunta, ¿se atreve a viajar sola?, vivo sola, Roberto, le dice ella sin interrumpir el paso que inició. Apenas después de un silencio breve él dice, vaya, vaya. Pero ella ya está yendo, hacia la estación, busca con el rabillo del ojo en las baldosas a su alrededor y sabe que Roberto está todavía detrás de ella, mirándola, porque sus zapatos siguen ahí, quietos, dos manchas de cuero negro que brillan casi tanto como las baldosas donde se apoyan, apuntando en dirección adonde ella va, sola, sin que nadie la acompañe, con la uña del dedo gordo clavándosele en la punta del zapato mientras recorre el camino que la llevará, dos cuadras mediante, a la boletería donde sacará su boleto, lo apretará con fuerza en su puño cerrado hasta guardado en el bolsillo de su saco, bajará la escalera, atravesará el túnel impregnado de olor a orina y subirá al andén a esperar, cansada, doblada, que llegue su tren.

4

Rita apareció colgada del campanario de la iglesia. Muerta. Una tarde de lluvia, y eso, la lluvia, Elena sabe, no es un detalle menor. Aunque todos digan que fue un suicidio. Amigos o no, todos. Pero por más que insistan, o callen, nadie puede rebatirle que Rita no se acercaba a la iglesia cuando amenazaba lluvia. No se acercaba ni muerta, habría dicho su madre si alguien le hubiera preguntado antes de aquella vez. Pero ni muerta ya no puede decirlo, porque ahí estaba, ese cuerpo sin vida que ya no era su hija, en el campanario un día de lluvia, aunque ella no pudiera explicarse cómo llegó hasta allí. Rita le tenía miedo a los rayos, desde chica, y sabía que la cruz sobre la iglesia los atraía. Es el pararrayos del pueblo, le había enseñado su padre sin saber que esa sola frase haría que nunca más quisiera pasar cerca de él un día de tormenta. Si venía lluvia no se acercaba a la iglesia ni a la casa de los Inchauspe, la única casa del barrio que en aquella época tenía pileta. El agua es el mejor conductor de la electricidad y las piletas son como imanes, había escuchado decir a un ingeniero en el noticiero donde comentaban un accidente en un club provincial en medio de una tormenta eléctrica cuando un rayo mató a dos chicos que nadaban desobedeciendo el cartel de Prohibido Bañarse. Y si con los años hubo más piletas en el barrio, o más pararrayos, prefirió no enterarse, porque cada conocimiento de ese tipo no hacía otra cosa que paralizarla. No pisar la vereda de damero de la partera, no ir a la iglesia los días de lluvia y no acercarse a la casa de los Inchauspe ya eran bastantes complicaciones como para seguir agregando más. Sin mencionar que Rita se tocaba la nalga derecha si se cruzaba con un pelirrojo, al tiempo que decía con el mismo tono con que decía el padrenuestro, pelirrojo la puta que te parió, o se tocaba con la mano derecha el pecho izquierdo si alguien mencionaba a Liberti, un pobre viejo que era considerado reta en el barrio por haber estado en momentos inoportunos en lugares inoportunos, frente a la casa de Ferrari cuando se le cayó el pino encima y le partió el techo, haciendo la cola en el banco cuando le robaron la jubilación a la viuda de Gande, en la esquina en la que el doctor Benegas se llevó puesto con su auto cero kilómetro al camión de la basura, y otras coincidencias equivalentes. Preferible no saber, decía Rita. Cuando empezó a trabajar en el colegio parroquial, a los diecisiete años, unas semanas después de la muerte de su padre y porque el Padre Juan intercedió ante la Junta Cooperadora para que a pesar de su edad le dieran la vacante que dejaba el difunto, Rita aprendió a inventar excusas de distinto tipo cada vez que un día de lluvia la mandaban a hacer algún trámite a la parroquia. Trabajos impostergables, dolores de estómago o de cabeza, hasta falsos desmayos. Lo que fuera con tal de no acercarse a esa cruz un día de lluvia. Así fue siempre. Y Elena cree, y sabe, que eso no pudo haber cambiado repentinamente ni siquiera el día de su muerte. Aunque nadie la escuche, aunque a nadie le importe. Si su hija apareció en la iglesia un día de lluvia fue porque alguien la llevó hasta allí a la rastra, viva o muerta. Alguien o algo, le contestó el inspector Avellaneda, el policía que le asignaron en la comisaría para que siguiera el caso, ¿por qué dice algo?, inspector, ¿algo qué?, no, no sé, digo, contestó Avellaneda, si no sabe no diga, lo retó ella.

La descubrieron unos chicos a los que el Padre Juan les tenía encargado subir a tocar las campanas para anunciar la misa de siete. Bajaron a los gritos y corrieron por el medio de la nave principal hasta la sacristía. El Padre Juan no les creyó, salgan de acá, diablos, pero los chicos insistieron y lo llevaron a los empujones. El cuerpo colgaba de una soga, y la soga del mismo eje del que colgaba la campana de bronce. Una soga gastada que nadie se explica cómo aguantó su peso el tiempo necesario para darle muerte, olvidada en el campanario junto con unos tablones de madera desde la última vez que limpiaron la cúpula, según supo Elena más tarde leyendo el expediente. Dios Santo, murmuró el Padre y aunque la reconoció de inmediato no dijo su nombre, cómo no reconocerla, levantó una silla caída justo debajo del cuerpo pendiente y se subió para tomarle el pulso. Está muerta, dijo, algo que los chicos ya sabían porque ellos muchas veces jugaron a estar muertos, a ser policías o ladrones, a disparar a matar o morir, por eso sabían que esa mujer que colgaba de la campana no estaba jugando. El Padre Juan los llevó otra vez a la sacristía por el mismo camino, pero esta vez los hizo persignar y bajar levemente las rodillas cuando pasaron frente al sagrario que guardaba las hostias que ya habían sido bendecidas. Ustedes esperen acá, les dijo, y llamó a la policía. Le pidió al comisario que vinieran después de la misa de siete, la gente ya está entrando en la iglesia y no quisiera suspender el oficio, menos hoy que es Solemnidad de Corpus Christi, el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, jueves siguiente a la Santísima Trinidad, total ya nada podemos hacer por esa mujer más que rezar, comisario. El comisario se comprometió a no entorpecer el oficio religioso. El muerto muerto está, Padre, o mejor dicho la muerta, y para la gente va a ser un golpe muy duro, muy tremendo, mejor que vayan en paz y se enteren mañana, ¿qué hay de la familia?, ¿la conoce, Padre?, no tiene familia, comisario, sólo la madre, es una mujer enferma, no sé cómo se lo va a tomar, usted no se preocupe, Padre, que de eso nos encargamos nosotros, al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. El comisario cortó y empezó con los arreglos, el tiempo que le pedía el Padre Juan no era más que el que él mismo necesitaba para llamar al móvil que estaba de recorrida, juntar un par de agentes y avisarle a un juez. Ustedes esperan acá hasta que yo vuelva, no se les ocurra moverse, les dijo el Padre Juan a los chicos mientras se ponía la sotana que correspondía a la liturgia, Dios los va a estar mirando, y por ahora ni una palabra a nadie, agregó, pero no hacía falta, porque los dos habían quedado mudos, hundidos en el sillón de la sacristía.

No hubo campanas para anunciar esa misa, pero misa hubo. Si alguien hubiera prestado atención y además tuviera buena memoria, recordaría que en el silencio de la iglesia sólo se oía la lluvia cayendo sobre el patio de la parroquia. Pero nadie prestó atención a la lluvia de aquella tarde más que Elena. La memoria de los detalles, Elena sabe, es sólo para gente valiente, y ser cobarde o valiente no puede elegirse.

El Padre dijo, en el nombre del Padre, y todos dejaron sus asientos y se persignaron de espaldas al cuerpo que colgaba unos metros más arriba, ignorándolo. Habría unas veinte personas, con sus paraguas mojados desperdigados en los asientos donde abundaban los lugares vacíos. Desde el altar el Padre Juan podía ver el balcón donde se ubicaba el órgano y donde los domingos cantaba el coro. Junto al órgano alcanzó a ver los primeros escalones de la escalera que lleva al campanario. Nunca antes se había dado cuenta de que desde el altar podía verlos. Los alimentó con flor de trigo, y los sació con la miel sacada de la piedra, aleluya. Antes del credo entró en la iglesia el primer agente de policía. El ruido de las bisagras que sostenían la puerta de madera hizo que muchos se dieran vuelva a ver quién entraba a esa hora, tan tarde que la misa ya no le valía. Era raro ver un policía en la misa de siete y menos de uniforme, pero el agente enseguida se quitó la gorra mojada, se persignó y se ubicó en la última fila como si hubiera venido a escuchar la palabra de Dios. Hermanos: yo aprendí del Señor lo que yo os tengo enseñado, y es: que el Señor Jesús, la noche misma en que había de ser traidoramente entregado, tomó el pan, y dando gracias, lo partió, y dijo. Pero después de la ofrenda aparecieron dos agentes más y no alcanzó con que se sacaran la gorra mojada y se persignaran para disipar sospechas, aunque se dieran cuenta e intentaran tapar con las gorras el arma reglamentaria que llevaban en su cintura. Un murmullo creció en medio de los rezos. Varias mujeres se apuraron a agarrar la cartera que habían dejado en el banco de adelante y se la colgaron del brazo, alguna por temor a que la policía estuviera persiguiendo un ladrón dentro de la iglesia y que ese ladrón en su huida se atreviera además a cargar con su cartera; otras por temor a que un acontecimiento inminente, todavía no identificado, las obligara a salir corriendo de un momento a otro; el resto simplemente porque se lo vieron hacer a las otras. Examínese, pues, a sí mismo el hombre, y, así prevenido, coma de aquel pan, o beba de aquel cáliz, porque quien come y bebe indignamente, se traga y bebe su propia condenación. Cuando quienes estaban en condiciones de comulgar, o quienes a pesar de no estado lo hicieron, volvían por los pasillos laterales con la hostia pegada al paladar, fue que se sintió el impacto, un ruido primero ambiguo, difícil de atribuir a un origen preciso, y luego un golpe seco, seguido de un rebote. Todas las cabezas giraron y miraron hacia arriba, menos la del Padre Juan, que sólo tuvo que levantar los ojos. Los tres agentes se calzaron la gorra y subieron. En ti esperan Señor y en ti están fijos los ojos de todos, el que come mi carne y bebe mi sangre mora en mí y yo en él. Desde el altar, mientras guardaba las hostias que no habían sido entregadas en la eucaristía, el Padre Juan vio cómo los tres agentes subían con rapidez los primeros escalones que llevaban al campanario y desaparecían uno detrás del otro. La gente también miraba, y luego miraban al Padre como pidiendo una explicación. Recíbelo el malo, el bueno: para éste es de vida lleno, para aquél manjar mortal. La soga que colgaba del eje de las campanas finalmente había cedido, el peso del cuerpo desarmó el nudo y Rita, muerta, se desparramaba sobre el piso del campanario. Vida al bueno, muerte al malo, da este manjar regalado, ¡oh, qué efecto desigual! El padre se levantó, y avanzó hacia el centro del altar a dar la última bendición. Tú que vives y reinas, por los siglos de los siglos. Y pudieron ir en paz. Les ruego que salgan todos y vayan a sus casas, no hay nada que puedan hacer acá, ni por ustedes ni por nadie. Acompañó a los feligreses hasta la puerta, y ante la insistencia de algunos tuvo que decir, alguien se ahorcó colgándose de las campanas, pero no dijo quién, y una vez que se fue el último de los presentes el Padre Juan subió otra vez al campanario de su iglesia. Además de los tres agentes había un hombre de traje, alguien que había subido sin que el padre lo viera, ¿y usted quién es?, el juez interviniente, le respondió uno de los agentes. El juez tomaba notas, un policía dibujaba con tiza el contorno del cuerpo de Rita sobre el piso de cemento, otro tomaba fotos, y el tercero guardaba con cuidado la soga que hasta hacía unos minutos había estado rodeando su cuello en una bolsa de plástico donde escribía en una etiqueta blanca y ante la mirada atenta del juez y del cura: evidencia número uno. Una de las pocas evidencias que integraron la causa de esa muerte.

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