Read Elena sabe Online

Authors: Claudia Piñeiro

Tags: #Drama, Policial

Elena sabe (7 page)

BOOK: Elena sabe
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A Elena le hubiera gustado ser abuela. Si fuera, hoy no estaría sola caminando por esos pasillos en una terminal de tren que huele a fritanga, haciendo el recorrido que cree que la llevará a encontrar un cuerpo que la ayude. Porque si tuviera un nieto le estaría hablando de Rita, contándole cómo era ella cuando tenía su edad, cómo era antes. Y él le preguntaría, y ella inventaría anécdotas, adornaría las que recuerda, inventaría la hija que Rita no fue, todo para él, para ese chico, el que le daría un nombre, abuela, aunque Rita estuviera muerta, y entonces el olor a fritanga desaparecería. Pero no desaparece, se le mete por la nariz y la recorre, recorre su cuerpo doblado, se le pega a la ropa, la toma toda, entera, mientras ella se arrastra. Los altoparlantes anuncian un nuevo tren con atraso, la gente a su alrededor protesta, silba, y Elena está ahí, en medio de los silbidos, sin nieto y sin hija. Todavía no decidió si una vez que abandone la estación ferroviaria va a viajar en subte o en taxi. Dependerá de cómo se sienta cuando termine de andar ese pasillo. Porque son las once y ése no es tiempo de otra pastilla, la próxima será recién pasado el mediodía, un rato después de comer algo que asegure que la medicación va a ser asimilada como debe serlo, algo que no tenga demasiadas proteínas, el doctor Benegas le prohibió las proteínas en el almuerzo, algo como el sándwich de queso que lleva en la cartera. Se coloca en una de las filas y se deja llevar por el resto de la gente. Se imagina que así debe ser en las canchas de fútbol cuando se juega un clásico. Nunca fue a una cancha. Rita tampoco. A lo mejor, si tuviera un nieto, iría. Avanza como puede. Vamos, vamos, apuren, dice el que pide los boletos. Y la gente avanza, empujándose uno al otro sin que a nadie le parezca raro ni el roce ni la fuerza de quien no conoce más que por compartir el mismo camino estrecho. Es el turno de Elena, parada junto al hombre que pide los boletos mete la mano en el bolsillo del saco y busca el suyo, hurga, mueve los dedos dentro del hueco de tela, llega hasta el fondo, sube vacía, la fila no se alarga detrás de ella porque ya no queda nadie por pasar, pero otro tren está entrando en la estación y pronto el lugar se llenará otra vez de personas apuradas, ansiosas por pasar por encima de ella o de quien fuera necesario con tal de llegar antes vaya ella a saber dónde, está bien, pase, le dice el guarda antes de que encuentre el boleto y la apura, pero ella sigue buscando, pase señora, pase, insiste. Elena lo mira sin levantar la cabeza, como ella sabe, o puede, estira los globos oculares hacia arriba y lo mira al ras de su frente, por entre las cejas. Le duelen los párpados y las mejillas, pero lo mira, mientras saca la mano del bolsillo y le extiende el boleto para que él también vea.

2

El inspector Avellaneda es otro que nunca quiso ver, Elena piensa. Usted le pone voluntad pero le faltan anteojos, inspector. Benito Avellaneda aceptó la crítica con la misma resignación con que había aceptado la tarea a la que fue asignado bajo precisas indicaciones: atender a la madre de la occisa, escuchada, pero aclararle siempre y en cada encuentro que para la policía y la justicia el caso estaba cerrado, suicidio. Si es necesario ofrézcale asistencia psicológica, Avellaneda, le dijo el comisario, pero Avellaneda nunca se atrevió, para él, una madre, propia o de otro, es sagrada, y no se la podía maltratar de esa manera. Avellaneda no es ni era inspector, nunca pasó de cabo, su responsabilidad de atender a Elena fue su castigo, una especie de probation clandestina dentro de los cuadros de la policía luego de haber sido descubierto en el tesoro de la sucursal del Banco Provincia de Glew, donde había sido asignado a tareas de custodia de traslado de efectivo, con el pantalón abollado a la altura de los tobillos y el pene entre las manos apuntando en dirección a la empleada bancaria que lo esperaba semidesnuda contra las cajas de seguridad. Jódase, Avellaneda, la próxima vez sea más discreto, le dijo su superior y lo asignó a tareas de oficina. Asentar cambios de domicilio, recibir quejas por ruidos molestos, redactar denuncias de robos de coches, derivar denuncias de maltratos al personal correspondiente, contravenciones, certificados de buena conducta, y no mucho más hasta que apareció el caso de Elena, o de Rita, o de ambas, hágase llamar inspector, cabo, tiene mi permiso, le indicó el comisario, así la mujer siente que estamos en el tema, que le damos importancia, la viejita me da pena, Avellaneda, a usted también le va a dar, pero tiene que ser fuerte, el tema está cerrado aunque ella le quiera seguir dando vueltas al asunto y no se resigne, bastante hacemos, ¿no le parece?, que un hombre de nuestra fuerza la atienda no será para cumplir con ningún deber sino por estrictas cuestiones humanitarias.

Encontrarse con Avellaneda los lunes, miércoles y viernes se convirtió muy pronto en la rutina más esperada dentro de las múltiples rutinas de Elena. A las diez en punto llegaba a la comisaría y lo esperaba. Demasiado impuntual para ser policía, inspector Avellaneda, va a llegar siempre tarde a la escena del crimen, será por eso que no me ascienden, señora, le contestó y se puso colorado porque se acordó de la bóveda del tesoro de Glew donde había firmado su final de carrera y no precisamente por llegar tarde. A Avellaneda le sobraban kilos o se le había encogido el saco, porque aunque hubiera querido jamás podría haberse abrochado el blazer azul con escudo de la Policía de la Provincia que llevaba puesto. Los cuellos de todas sus camisas estaban gastados. Si Elena los hubiese visto le habría ofrecido dárselos vuelta como hacía con los cuellos de las camisas de su marido, pero su posibilidad de visión, sentada en el escritorio frente a él, no sobrepasaba el segundo botón desabrochado. Al principio Avellaneda se sentía incómodo con la mirada de esa mujer clavada en su barriga, hasta que se dio cuenta de que no era algo personal, que por más que quisiera Elena no podía mirar más alto que eso, así que a medida que avanzaban los encuentros aprendió a meter la panza para dentro, a aguantar la respiración, o a agacharse frente a ella para quedar con sus cabezas a la misma altura y poder mirada a la cara, tanto, que esos días terminaba con dolor de espalda.

En los primeros encuentros Elena iba a pedir explicaciones, preguntaba por los avances de la investigación, exigía respuestas a preguntas que nadie se había hecho. Ella no fue a matarse, inspector, la soga estaba en la iglesia, la silla donde se paró era de la iglesia, ella no lo planeó, alguien lo hizo por ella. Y Avellaneda se la quedaba mirando como quien mira a una tía que ve cada tanto, a la que le sigue la conversación casi sin escucharla, con el solo objetivo de hacerle pasar bien el rato. Al principio discutían, es que para la justicia y la policía no hay dudas de que fue un suicidio, señora, decía el cabo Avellaneda, pero si llovía, inspector, respondía ella, y Avellaneda se quedaba sin palabras porque sí llovía aunque eso no tuviera para él y los suyos la menor importancia. Pronto Avellaneda aprendió a responder, sí, señora, llovía, sin discutir la lluvia, pero tampoco haciendo nada de lo que Elena hubiera esperado. Para que pasara el tiempo asignado a la entrevista él mismo le leía hojas del expediente, a veces se equivocaba y leía como novedades hojas que ya habían discutido semanas atrás. A Elena le llevó poco tiempo darse cuenta de que no podía haber avances porque ni siquiera había investigación. Entonces ella misma empezó a llevarle datos para investigar. La agenda de Rita que nadie le pidió, su libreta de teléfonos, los nombres de todas las personas que conocía su hija en una lista hecha a mano con su letra trabada por la enfermedad, si no entiende lo que dice me pregunta, inspector, entiendo, señora, no se preocupe, le respondió el cabo mientras sostenía en la mano el papel que Elena le daba y se preguntaba en silencio cuánto tiempo le habría llevado a esa mujer pintar esas letras azules atravesadas, retorcidas, sobre la hoja Rivadavia rayada. Una lista de los últimos lugares donde había estado los días anteriores a su muerte. En la casa de Roberto Almada, en el colegio parroquial, en el supermercado, en la peluquería de la madre de Roberto, en las oficinas de la obra social donde seguía reclamando un reintegro por un estudio renal que se había hecho Elena hacía más de dos meses y que todavía no le autorizaban, a ver si dejás de oler a pis de una vez, mamá. En el consultorio del doctor Benegas, dijo Avellaneda, ¿cuándo estuvo mi hija en el consultorio del doctor Benegas?, dos días antes de su muerte, ¿no sabía?, no, no me dijo, no le dijo pero estuvo, Elena, pero si ella no estaba enferma, no fue por ella, fue por usted, yo no tenía turno con Benegas, a hablar de usted fue, Elena, inspector, usted no estará desconfiando del doctor Benegas, ¿o sí?, no, claro que no, dijo el cabo, sólo le digo que a esa lista de lugares donde su hija estuvo antes de su muerte tiene que agregarle que estuvo con el doctor Benegas si quiere que esté completa, claro que quiero, inspector, a lo mejor, algo de lo que habló, algo de lo que le dijo el médico, usted sí está desconfiando del doctor Benegas, inspector, usted no me engaña, no, Elena, sólo le digo que su hija también estuvo ahí, si quiere lo toma, si no, lo deja, usted lo toma, inspector, usted es el que tiene que investigar, ése es su deber, yo soy la madre, como le parezca, Elena, contestó el cabo pero no pareció tener voluntad de agregar nada a la lista. Entonces Elena le sacó el papel de la mano, se estiró hasta la otra punta del escritorio para agarrar una birome olvidada en una latita de gaseosa decorada con plasticolas de colores, y escribió debajo de su lista de garabatos, consultorio del doctor Benegas. Luego le devolvió la lista al cabo, tome, inspector, dijo, haga su trabajo, y hágalo bien.

3

Elena se decide por un taxi; atraviesa el hall central de Plaza Constitución adivinando obstáculos. Como una nadadora obligada a mirar el fondo de una pileta, trata de respetar el andarivel que ella misma se traza, y avanza. Pero los demás no entienden de andariveles y se le cruzan, desde cualquier dirección, hacia cualquier dirección. Los atentos la esquivan, los que no lo son, la empujan. Ella sigue, como si no existieran, como siente que ella no existe para ellos. Pero existen, avanzan, se alejan, pares de pies unos junto a otros yendo y viniendo. Y Elena en el andarivel que sólo ella conoce y respeta. Alguien la empuja y le pide disculpas sin esperar respuesta. Otro la esquiva pero la mochila que lleva sobre su hombro la golpea en el suyo con brutalidad e irreverencia. Muchos pies forman un círculo imperfecto a dos metros de su marcha. Palos que deben sostener estandartes, o banderas o carteles. Palos que sostienen quejas. Sueldos que no se pagan, despidos, vendedores ambulantes que no quieren ser echados, a Elena no le importa, ella también lleva el palo con su queja aunque nadie lo vea. Alguien que grita por un megáfono, y el círculo aplaude. Alguien que habla de Dios, de algún dios, y del Hijo de Dios. Otra larga cola de zapatos, zapatos que calzan a quienes van a reclamar un papel que confirme que el tren en el que viajaron, otra vez, llegó tarde, y así no le descuenten el día en sus trabajos. Taxi mejor que subte, piensa, mientras rodea el círculo imperfecto de zapatos que ahora aplauden y vivan a la voz del micrófono, o a Dios, o a su Hijo. Taxi mejor que subte. No porque el subte sólo la lleve a Carranza y de ahí le queden aún diez cuadras, como le dijeron en la remisería de la esquina de su casa. Taxi mejor que subte porque en media hora no podrá levantarse del asiento, cualquier asiento, el que sea donde haya dejado caer su cuerpo. Y no quiere que eso le pase en el túnel de un subte. A pesar de que hace tiempo, años, que no sube a uno se acuerda muy bien, entonces elige taxi. Recuerda haber visto los trenes vacíos desaparecer en el hueco de la terminal de subterráneos, mientras en la plataforma inversa reaparecía otro tren dispuesto a hacer el camino inverso. No sabe si era el mismo. Nunca antes le había importado, pero ahora puede que se siente y no consiga pararse cuando lo necesite, entonces le importa. Sabe que el tren tragado por el hueco necesariamente saldrá porque si no ese espacio se llenaría de coches y ya no cabrían, ¿pero cuándo? ¿Esa misma tarde? ¿Ese mismo día? ¿Antes de que la próxima pastilla empiece a hacer efecto? ¿O después? El tiempo de Elena no es como el tiempo de los trenes que andan bajo tierra de una terminal a la otra. No tiene cronogramas ni horarios acordados que deban ser cumplidos. Su tiempo se cuenta en pastillas. Esas pastillas de distintos colores que lleva en la cartera, en un pastillero de bronce con varios compartimentos que le regaló Rita para su último cumpleaños. Para que no hagas lío, le dijo, y lo dejó sobre la mesa. No estaba envuelto sino metido en una bolsa de plástico blanca casi transparente, sin nombre, como las que dan en los supermercados, pero más débil y sin estampa. ¿Y la velita?, preguntó Elena. Entonces Rita buscó en el último cajón del aparador de la cocina hasta encontrar una vela usada, de las muchas que guardaban por si se cortaba la luz, chorreada de cera, sucia de mugre acumulada en tanto tiempo perdida en un cajón donde iba a parar de todo, enclenque, quebrada al medio pero sostenida por la mecha interna. Le acomodó la punta de la mecha quemada, le raspó la dureza con las yemas de sus dedos y la encendió, la acercó a Elena y le dijo, soplá. Y Elena sopló, torciendo la cabeza de costado para que el soplo llegara, llevando los labios de lado como en la seña del siete de velo, babeando sobre la mesa de fórmica, será posible que nunca tengas a mano el pañuelo, mamá. La llama de la vela apenas se movió, soplá otra vez, mamá, y Elena otra vez llevó los labios de lado, trató de inflar las mejillas y juntar más aire en la boca, de apuntar directo al blanco, de estirar el cuello torcido hacia la vela un poco más, y hubiera soplado, si no fuera que en ese momento una gota de cera derretida cayó sobre la mano de Rita esta vez sí la habría apagado, puta mierda, dijo su hija, agitó la vela en el aire, una, dos, tres veces, hasta que se apagó, y Elena tuvo que tragarse el aire.

Si ella no pudiera levantarse cuando tuviera que bajar del coche, desaparecería dentro de ese túnel negro donde no sabe qué pasa y, lo que es peor, donde Elena no sabe cómo se mide el tiempo. Ese otro tiempo tan distinto del que mide ella sin agujas. Como el limbo, piensa, un lugar eterno de donde nunca se sale ni para ir al cielo ni para ir al infierno. O el cielo o el infierno, pero eso de quedarse a mitad de camino, siempre le pareció la peor alternativa. Limbo o purgatorio, se pregunta; ya no se acuerda de la diferencia entre limbo y purgatorio, aunque sabe que la hay y que ella, en algún tiempo, la sabía. Se pregunta si hoy, yendo de camino a la casa de Isabel Mansilla a hablar de su hija muerta, tiene importancia no acordarse. Le da risa la palabra purgatorio porque ella se purga, todos los días, su cuerpo es un purgatorio que camina, que a veces, a ratos, camina. Se purga con laxantes desde que Ella convirtió a sus intestinos en perezosos. No es que funcionen mal, le dijo el doctor Benegas cuando se quejó de los tantos días que pasaban sin que ella fuera al baño, los intestinos de los que padecen Parkinson se ponen perezosos, Elena, nada que no se pueda solucionar con una compota de ciruela todas las mañanas o con un buen plato de acelga al mediodía. Purgas. Por eso, y aunque duda de que exista alguno de los tres, ni cielo, ni infierno, ni purgatorio, elige un taxi. Sale del edificio y busca la parada. Pregunta en un puesto de diarios. ¿Usted para dónde va?, le pregunta el diariero. y Elena se da cuenta de que ni siquiera viendo, el hombre entiende. Porque no importa cuál sea la parada que tiene mejor orientación de acuerdo con el destino que Elena lleva. Lo que importa es que sea la más cercana. La posible mientras su cuerpo todavía responda con sus pasos arrastrados. Mientras no se apague y la deje sola, detenida en esa ciudad ajena. Sola, sin cuerpo. ¿Se puede ser algo sin cuerpo que obedezca?, Elena piensa mientras arrastra los pies hacia el lugar que le indicó el diariero. ¿Qué es uno cuando no es su brazo que no se mueve para calzarse una campera, ni su pierna que no se eleva en el aire dispuesta a dar un paso, ni su cuello que no se yergue impidiéndole andar de cara al mundo? Si uno no tiene un rostro para enfrentar el mundo, ¿qué es? ¿Uno es el cerebro, que no puede mandar a nadie pero sigue pensando? ¿O es el pensamiento mismo, algo que no se puede ver ni tocar fuera de ese órgano rugoso guardado dentro del cráneo como un tesoro? Elena no se plantea que uno sin cuerpo sea el alma, porque no cree ni en el alma ni en la vida eterna. Aunque nunca se haya atrevido a contárselo a nadie. Apenas sí se lo dijo a ella misma, cuando ya no pudo mentirse más. Porque Antonio, su marido, era un católico practicante, y no la habría entendido. Además de no entenderla le habría dado un disgusto, tantos años trabajando en el colegio parroquial, no sólo como celador y portero sino como catequista, y venirse a enterar de que su mujer, la madre de su hija, no creía en el alma ni en la vida eterna. Insensata, ahora sabe Elena, porque así la llamó el Padre Juan el día del velorio de su hija, ella o cualquiera que se quedara viendo la muerte como si después de la vida en esta Tierra no existiera nada. Tal vez por eso el compromiso con la fe católica de Rita haya sido tan ambivalente, casi esquivo. Porque la educó un católico ferviente, y una que mentía serio. Por eso Rita llevaba una cruz colgando del cuello pero se atrevía a faltar a misa cuando llovía, porque le tenía más miedo a los rayos que a la doble falta que cometía, mentir y no ir a misa. Y no confesaba todos sus pecados sino algunos. Ni rezaba todas las noche, hay días que no se Lo merece, decía. Pero visitaba siete iglesias todos los Viernes Santos, y hacía ayuno y abstinencia no sólo el viernes de Semana Santa sino también el jueves, el Miércoles de ceniza, y todos los viernes de la Cuaresma. Estrenaba una bombacha rosa todas las Navidades aunque bien supiera que eso poco podía tener que ver con los preceptos de la iglesia y los Evangelios, y le regalaba otra a Elena, que ella siempre terminaba cambiando por una negra, ¿cómo se te ocurre que yo puedo ponerme una bombacha rosa, Rita?, ¿qué problema te hacés, si nadie más que yo te la va a ver, mamá? No entraba en la iglesia con los hombros descubiertos. No mordía la hostia. Hacía ayuno de una hora antes de comulgar. Llegaba a misa siempre antes de que empezara el credo para que le valiera. Se persignaba cada vez que pasaba frente a una iglesia. Como si su religión se basara más en la tradición, en lo que el folklore y la gente fue instituyendo como rito, que en el dogma o en la fe. Rita, a su manera, tuvo Dios, un Dios propio al que ella fue armando como un rompecabezas con sus propias reglas. Su Dios y su dogma. Elena no. ¿Por qué entonces le quedan dentro esas palabras que no son su rezo? ¿Por qué le siguen apareciendo el cielo y el infierno? ¿Por qué aparecen la resurrección, el credo, el pésame Dios mío y me arrepiento, la penitencia, el pecado, y en el nombre del Padre? Palabras sí, pero ni Dios ni dogma. Ni cuerpo ahora, piensa, y cuando lo hace piensa en ella, pero también en Rita, enterrada bajo tierra. Dos cuerpos muertos. El suyo, y ese otro que alguna vez estuvo dentro de ella, alimentándose de ella, respirando el aire que ella respiraba, y que ahora volvió al barro que somos, como pide el Evangelio. El cuerpo de su hija. Ojalá pudiera creer en el alma y en la vida eterna, y que fuimos barro y al barro volveremos, piensa, pero sabe, Elena, que el único barro al que volvemos una y otra vez es ése que descubre en sus zapatos mientras se sube al taxi y dice derecho por 9 de Julio hasta Libertador, y por Libertador hasta que se convierte en Figueroa Alcorta y entonces derecho hasta el Planetario, y ahí a la izquierda hasta el Monumento a los Españoles, y otra vez por Libertador hasta Olleros, y aunque no dice una dirección exacta el taxista sabe dónde ir, o al menos le alcanza, porque sin hacer preguntas se mueve, casi tan torpe como ella, atravesando con su cuerpo el asiento de lado a lado para encender el reloj que marca la tarifa, y acomodar algo en la guantera. Elena sabe aunque no pueda verlo porque lo oye moverse y porque el lugar que ella ocupa se oscurece repentinamente como si una nube hubiera tapado el sol que antes entraba por el parabrisas delantero. El hombre vuelve a su lugar y se dispone a arrancar pero se detiene, a tiempo, porque ve por el espejo que la puerta trasera sigue abierta. Elena termina de acomodar la cartera cruzada sobre su vientre, pero todavía no cierra la puerta. Apenas entró una de las dos piernas con la que arruga una alfombra de papel del lavadero donde el hombre lavó su taxi, la otra no entra, todavía no puede, apunta con la rodilla hacia fuera, el pie se mantiene en el aire esperando que Elena lo pueda acomodar en el piso empujando con sus dos manos. El hombre se impacienta, ¿la ayudo?, no hace falta, dice Elena, y usando de apoyo la pierna que ya está dentro, hace entrar la otra, girándola en ángulo recto como si fuera una barrera y luego hace fuerza sobre el muslo hacia abajo hasta que el pie pisa. Recién entonces sabe que lo ha logrado. ¿Estamos?, dice el taxista, y ella se estira un poco más, se agarra de la manija, tira la puerta hacia su cuerpo con fuerza, como si fuera la soga de la que se vale cada mañana para levantarse. Estamos, dice Elena, ahora sí. Se imagina al taxista mirándola por el espejo retrovisor, mirando la raya de su pelo sembrada de canas, las pequeñas manchas de caspa de las que Rita se quejaba al ver asomar junto a la raíz, usá el anticaspa, mamá. Por pudor intenta hacer un esfuerzo por levantar la cabeza y mirado. Pero su tiempo, el tiempo de Elena, se detuvo. Ya no hay resto de levodopa que la ayude a moverla. Nada, Elena sabe. Sabe que viene la espera, unos minutos hasta que le toque la próxima pastilla y luego el tiempo necesario para que la droga se disuelva y recorra su cuerpo. Su espera, ese tiempo que se mide sin agujas, el que ella usa para decir su rezo, el que a ella le sirve porque la acompaña. El rezo en que aparecen Ella, y el chasqui, el rey derrocado y el emperador sin traje, las calles que separan su casa de la estación y las otras que están por venir, las estaciones del ferrocarril que acaba de dejar, la levodopa y la dopamina, el músculo y otra vez Ella, el rey, el rey sin corona, desnudo.

BOOK: Elena sabe
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