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Authors: Claudia Piñeiro

Tags: #Drama, Policial

Elena sabe (5 page)

BOOK: Elena sabe
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Tuvieron que esperar que Elena se acomodara, que girara sobre sus pies para quedar de frente a la puerta de salida, que enderezara su cuerpo lo que apenas Ella le permitía, que lo alineara con el cajón donde iba Rita, que tomara aire, y luego, con la mano derecha, la que mejor le respondía, se aferrara a esa manija, la primera de la izquierda, la que no le pertenecía a ningún caballero, para marchar llevando el cajón con su hija a ese lugar que sería el último.

7

Sentada por fin en ese tren que la lleva al lugar que busca, Elena ve los árboles pasar corriendo a través de la ventanilla. Es su tiempo de descanso, esas estaciones por recorrer que no le darán mucho más trabajo que mirar por la ventana cómo los árboles se persiguen unos a otros en sentido contrario a la dirección que ella lleva. Siluetas de árboles y casas que se confunden borrosas al ritmo de la locomotora. Como si un árbol se fuera comiendo al otro, una casa a la otra, piensa. Elena los mira de reojo, de la única manera que puede, por el rabillo. Acepta la condena que Ella, su enfermedad, le impuso. Sus ojos todavía le son leales, miran lo que Elena les pida aunque hayan perdido su expresión. Pero su cuello se puso rígido, duro como una piedra, y la somete. Le muestra quién manda y quién obedece. El cuerpo de Elena responde a Ella que lo obliga a bajar la mirada como si estuviera en falta, como si sintiera vergüenza. Hace unos meses además empezó a babear y esa posición doblegada no la ayuda porque la baba no aguanta mucho tiempo dentro de la boca, ¿podés cuidarte de no babear sobre la mesa donde comemos, mamá?, una baba pesada que le mancha el pecho de la blusa que lleve, que la muestra siempre sucia. Rita cada mañana le daba un pañuelo recién lavado y planchado para que su baba no quedara esparcida por toda la casa. Un pañuelo como el que hoy lleva en su cartera pero que tuvo que lavar y planchar ella misma. El intento de su hija fue vano porque de todos modos podía encontrarse con su pañuelo babeado, hecho un bollo, por distintos lugares de la casa, arriba del televisor, sobre la mesa de la cocina, junto al teléfono, expuesto como un trofeo o como un recordatorio donde fuera que Elena lo hubiera dejado, sin expresa voluntad de molestar a su hija, pero haciéndolo. ¿No hay nada que te dé asco a vos, mamá?, las cucarachas, contestaba ella. Rita también intentó tolerarla con barbijos, consiguió a buen precio una caja de diez que, aunque eran descartables, Elena se negaba a tirar después de usados, ¿no viste lo que salen en la farmacia, hija?, y terminaba llevando a lo largo del día sobre su boca un papel celeste arrugado y húmedo, lleno de migas y restos indescifrables de lo que fue alguna comida. No sabe si volverá a sentirse limpia, seguramente no; su enfermedad no tiene cura; paliativos, engaños, procedimientos o elementos que la ayuden a hacer lo que ya no puede, barbijos, pero no cura. Seguirá enferma mientras esté viva, y Rita muerta. Por los días de los días, días como ese que tiene por delante y que terminará recién cuando tome, sola, al final de la tarde, el tren de regreso.

Viaja. Burzaco, Adrogué, Temperley, Lomas, Banfield, Lanús. Lanús, Banfield, Lomas, Temperley, Adrogué, Burzaco. Viaja. Mira por el rabillo del ojo izquierdo. Los árboles siguen comiéndose unos a otros. Luego mira por el rabillo del ojo derecho hacia el pasillo, como si tuviera que mantener una simetría de esfuerzo. Porque si Ella la obliga a tener la cabeza gacha, la obliga a ese acto de contrición que el músculo ejecuta, Elena no la contradice pero la burla, sin reírse, sin siquiera sentirse orgullosa de lo que hace, la burla para sobrevivir. Babea. Busca el pañuelo mojado dentro de la cartera, lo estruja y se lo pasa otra vez por la boca. Levanta los ojos y arquea las cejas como si estuviera asombrada aunque no haya asombro, y trata de mirar hacia delante llevando las pupilas a la frente. Le duelen los músculos de las mejillas y de las cejas cuando lo hace. Si es que las mejillas son músculos como es músculo quien la tira hacia abajo, piensa, porque Elena no sabe bien si se trata de músculos lo que le duele. Nunca antes se preguntó qué clase de cosa son las mejillas. Ni su cuello. Ni las cejas. Si músculos, carne, piel, piensa, y no sabe qué, pero le duelen. Le duele algo, una parte de su cuerpo que no estaba acostumbrada a hacer ese movimiento. El movimiento que Ella, la enfermedad, le obliga a intentar a ella, Elena, para burlarla. Porque que ni sueñe que se va a resignar a sólo mirar el suelo de aquí a que se muera, piensa. Si fuera necesario se acostaría en el piso de cara al cielo, al techo inclusive, sólo para burlarla, para desobedecerla, y así esperaría la muerte. La suya. Una burla más, la última tal vez. Pero antes, de acá a que se muera de cara al cielo, va a tener que encontrar otras burlas si no quiere convertirse en esclava de la puta que la manda. Sogas que la ayuden a levantarse desde distintos lugares, más barbijos que atajen su saliva, collares de gomaespuma que le levanten la pera, collares de plástico duro cuando la gomaespuma no sea suficiente, adaptadores para el inodoro, más sogas, remedios que la ayuden a deglutir, a no orinarse encima más de lo que ya se orina, remedios que la ayuden a que los remedios le hagan efecto, o a que los remedios no le perforen el estómago, más sogas. Por eso, aunque le duela, hace fuerza con sus mejillas y sus cejas para que sus ojos, todavía leales, sigan viendo otra cosa más que el piso. En el tren no mira nunca de frente, el esfuerzo no serviría más que para ver el respaldo de cuerina del asiento que tiene por delante. Después de que bajó el hombre que se golpeaba la rodilla al compás de su música, Elena logró pasarse del lado de la ventana, arrastrándose, y acomodarse otra vez tirando del marco. La pollera quedó hecha un bollo bajo sus piernas pero no le importa. Sentada allí, junto al vidrio, con la cabeza gacha, su mundo se convierte en mover las pupilas hacia un lado, con eso alcanza, eso es suficiente para ver los árboles y las casas correr en sentido contrario, borrarse uno dentro de otro, confundirse de colores, mancharse, indefinidos y veloces hasta que la locomotora aminore poco a poco la marcha, y entonces cada imagen salga de donde se metió para ser otra vez la que sus límites determina y el tren se detenga, finalmente, en alguna estación intermedia, para repetir otra vez su llegada y su partida.

Hace años que no viaja en tren. La última vez fue cuando Rita la convenció de asistir a un grupo de autoayuda para enfermos de Parkinson que se reunían una vez al mes en el Hospital de Clínicas. Pero Rita terminó peor que ella y nunca más le dijo de volver. El lugar no ayudaba, sentirse perdidas en esos pasillos que no se sabe adónde conducen, las escaleras oscuras, los ascensores que ni bajan ni ascienden, la gente que igual espera, hastiada, las banderas colgando con quejas que Elena no podía leer y Rita le contaba. El olor. ¿Olor a qué?, se pregunta Elena. No se acuerda, no puede definirlo. A muerte no, el olor de la muerte es otro, ahora sabe. Como no supo cuando murió su marido. Porque la muerte de su hija fue la verdadera muerte. Olor a enfermedad tal vez. A dolor. Olor a condena, piensa. Porque ahí vieron por primera vez lo que le esperaba. Antes creían saber, pero aquella tarde vieron. Hasta ese momento a Elena apenas se le trababa la marcha. Como cuando alguien quiere arrancar y no se decide. Cuánta gente hay que quiere arrancar y no se decide, pensaba Elena. Pensaba entonces, pero ahora sabe. Sabe lo que sigue, su futuro. Conoce su condena porque la vio. Antes, después de un rato, con poca medicación, arrancaba. Y entonces parecía que todo era casi normal. Como normal es ponerse una campera sin ayuda. Ésa fue la primera señal, que un día Elena ya no pudo ponerse más la manga izquierda de su campera. Quién iba a sospechar que no poder calzarse una manga era tan importante, piensa. Hoy sabe cuánto importa. La derecha sí. Pero la izquierda, por más que su cerebro le ordenara que elevara su brazo en el aire por sobre su hombro, que apuntara con el codo hacia adelante, que extendiera el brazo hacia atrás con la palma hacia el techo en el agujero de la manga y una vez dentro de su campera se deslizara siguiendo el hueco en la tela para regresar con ella a su posición habitual, el cuerpo no obedecía. El brazo quedaba suspendido en el aire, el codo hacia el frente, la mano buscando en vano el agujero donde entrar y la manga sin ponerse. Porque Ella, la puta, había decidido que ese brazo nunca más se metería en una manga. De ahí la costumbre de Elena de usar capa o mañanita que sus vecinas criticaron y no entendieron sino hasta que la enfermedad se hizo evidente. Otra burla. La capa fue la primera burla, si no se acuerda mal, piensa. Si el brazo no puede meterse en una manga nunca más en lo que me queda de vida, entonces no habrá manga, decidió Elena. Y aunque la criticaran, eso ayudó a que nadie supiera antes de tiempo. Porque hasta bastante después, la enfermedad fue un secreto entre Rita, Elena y el doctor Benegas; Ella permaneció oculta como una amante. Si tenés la suerte de no temblar, le había dicho Rita, para qué andar contando, ¿para dar lástima?, si la gente no te ve temblar nadie va a decir Parkinson, mientras más tarden en ponerle nombre, mejor, mamá. Elena no temblaba, ni tiembla, y en esa reunión en el Hospital de Clínicas se enteraron las dos, ella y Rita, de que lejos de ser una ventaja no temblar aumentaba la pena. Pobre, así que usted no tiembla, dicen que el Parkinson que no tiembla es el peor, el que avanza más rápido, le dijo la señora que tenía sentada al lado y que temblaba como una hoja. Y las dos, Rita y Elena, la escucharon pero no dijeron nada. No hablaron con nadie, ni siquiera entre ellas. Tampoco fue necesario confirmarlo con el doctor Benegas en la consulta siguiente. Sólo miraron aquella tarde. Eso bastó. Miraron a cada una de las personas que tenían a su alrededor, las que temblaban y las que no. Elena no se reconocía en ninguno de ellos. Ella no tenía esos ojos vacíos del señor que contaba al grupo cómo había adaptado su cuarto con sogas y barandas para poder levantarse solo en la noche. Ni movía los dedos en el aire como si estuviera contando dinero o repartiendo cartas de póquer invisibles. Ni babeaba como la señora que lloraba en la primera fila. Ni temblaba como la que le había dicho "pobre". No se vio en ninguno de ellos esa tarde, pero supo cuál era su condena porque vio la Elena que sería.

Aquélla fue la última vez que viajó en tren a Buenos Aires, piensa. Entonces no necesitaba mirar por el rabillo porque su cuello todavía no sabía de lo que era capaz el músculo esterno cleido mastoideo, ni siquiera su nombre conocía. Si el rey había sido destronado, sólo lo sabían en la corte de su palacio. Ella se mantenía en las sombras. Amante. Y el chasqui llegaba con la levodopa a tiempo a cualquier batalla que se presentara. Pero mucho más importante que todo eso, Elena no estaba sola en aquel otro viaje. Estaba Rita sentada en el tren a su lado, aunque más no fuera para ayudarla a ponerse la manga de la campera y para pelearla. Para darle latigazos de cuero seco y veloz, y luego marchar dos metros delante de ella. Aquella tarde también habían peleado. A Elena le llevó mucho tiempo subir al vagón y Rita se puso nerviosa. Pensó que se iban a quedar abajo, entonces la subió a los empujones. Le puso las dos manos abiertas en el culo y la subió de prepo, se acuerda, casi la tira. Poné voluntad, mamá, le dijo. Y Elena le contestó, no me rompas las pelotas. Porque ella voluntad ponía y pone, si no, no estaría ahora sentada en este otro tren, sola, mirando cómo los árboles se corren unos a otros por el rabillo del ojo. Pero a veces, Elena ahora sabe, la voluntad no alcanza. Rita también lo terminó sabiendo, cree, si es que en aquel lugar adonde fue a parar, aquel donde acabaremos todos, uno por fin sabe. Aunque aquella tarde se hubiera enojado tanto con ella, si yo te rompo las pelotas vos ni te imaginás en el estado en que están las mías, le dijo. Y Elena, que a pesar del músculo esterno cleido mastoideo, de la baba y de la manga que no se deja calzar quiere seguir viviendo, no cree que su hija haya tenido tampoco voluntad de morirse. No puede creerlo. Pero muerta está. No puede haber subido a ese campanario esa tarde de lluvia, no puede haber atado la soga a la campana para luego pasarla por su cuello, no puede haber hecho ese nudo, no puede haber pateado la silla que la sostenía para dejarse colgar con su peso hasta morir. No puede. Ella no habría podido. Y esa tarde llovía. Elena sabe que no fue un accidente como le asegura el inspector Avellaneda. Nunca le creyó a la policía. No de ahora, de años. Pero está sola, y ya no se trata de que le crean sino de que, al menos, alguien la escuche. No la escuchó el juez, ni el comisario. Avellaneda sí, pero un día le dieron la orden de que diera por cerrado el caso y ya no la recibió más en horario de trabajo. Alguna que otra vez en el bar de la esquina de la comisaría cuando dejaba la guardia, una charla no oficial, Elena, le había advertido. Las últimas veces la citó en el ombú de la plaza. Pero hace tiempo que ya ni siquiera se encuentran para que él repita lo mismo de siempre, lo que Elena no cree, que su hija se suicidó. El Padre Juan sí la seguiría recibiendo en la sacristía, pero a ella ya la cansó, no le sirve de nada, porque la escucha como a quien confiesa, y ella no necesita confesión sino respuestas a sus preguntas. El director del colegio parroquial también la recibe, pero sólo la mira, y la escucha, y mueve la cabeza como si estuviera de acuerdo, pero no aporta nada, sólo tiene para decir, esta mañana plantamos un árbol a la memoria de Rita, Elena, y a ella qué le importa un árbol nuevo. Ni las compañeras de trabajo de Rita, ni las vecinas, alguna hasta llora cuando habla con Elena, y le dice, yo la entiendo, no sabe cómo la entiendo, yo tampoco podría, pero quién pide que la entiendan, ella sólo quiere que la escuchen, y que recuerden y que digan lo que sepan, pero nadie sabe nada, nadie sospecha de nadie, nadie se imagina un móvil posible ni conoce enemigos que hubiera tenido su hija. Entonces, como no saben repiten lo que dice la policía, suicidio, su cuerpo sordo está rodeado de otros sordos, piensa, más sordos que sus pies cuando no caminan. Sordos que dicen entenderla aunque no la escuchan, Elena sabe. Roberto Almada la escuchó al principio, y la seguiría escuchando si ella lo dejara, no vengas más, Roberto, le dijo una tarde cuando pasó de regreso del banco y se puso a llorar en su cocina, no es nada con vos, pero no vengas más. La escuchó pero tampoco hizo ni haría nada. Él fue el primero que aceptó la teoría del suicidio, a ella no se lo dijo pero lo leyó en el expediente, dijo que en el último tiempo Rita no estaba bien, que no era la misma, nada la entusiasmaba, se reía poco, ¿y cuándo se rió mucho?, se preguntó Elena cuando leyó la frase transcripta por el oficial del juzgado, y la volvió a leer dos veces más para asegurarse de que eso decía, que no era ella quien se equivocaba, se reía poco. Se reía poco. Qué sabrá él, Elena piensa. Sordos. Ciegos. Aunque puedan marchar, y moverse, y hacer todo lo que a ella le fue negado. Por eso está tratando de llegar a Buenos Aires. En ese tren que una vez más se detiene en una estación intermedia de la que no puede leer el nombre porque las letras se le confunden, inclinadas, en el rabillo de su ojo voluntariamente bizco. Cuenta con los dedos y calcula que debe ser Avellaneda. Como el inspector que sólo la atiende fuera del horario de trabajo, sentado en la raíz curva y retorcida del ombú de la plaza.

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