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Authors: Claudia Piñeiro

Tags: #Drama, Policial

Elena sabe (8 page)

BOOK: Elena sabe
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El auto se mueve, y Elena agradece que alguien lo haga por ella.

4

Agregue a la lista a las dos empleadas de la medicina prepaga, inspector Avellaneda. ¿Le parece, Elena?, le contestó el cabo sentado junto a ella en la raíz más curva del ombú de la plaza. Eran los días en que ya no se encontraban en la comisaría. Hicimos más de lo humanamente posible por esa mujer, Avellaneda, y la gente del barrio empieza a comentar, le había dicho el comisario unos días antes, ¿qué cosa comentan, comisario?, que le sacamos plata, Avellaneda, hijos de puta, ¿cómo se les ocurre que podemos hacer eso con una vieja?, así son. Pero el cabo no se atrevió a decirle que no viniera más. Por ella, pero también por él. A esa altura atender a Elena se había convertido en la tarea que más esperaba, una de esas actividades que alguien incorpora a su pesar y pronto se convierte en parte de la vida, en la vida misma. Avellaneda esperaba cada visita con un entusiasmo que lo sorprendía dado lo poco que podía hacer por esa mujer. Inventó una excusa, me están pintado la oficina, ya va a ver cómo me la dejan, Elena. Y Elena no le creyó, pero igual fue a la plaza, y habló con él como si le creyera. Rita trataba muy mal a las chicas de la prepaga, insistió, bueno, Elena, no parece un móvil suficiente, mal en serio le digo, ¿me entiende?, mal, mal, inspector, la entiendo, pero uno no anda matando a cada persona que lo trata mal, si no, cuántos quedaríamos en este mundo, o quedarían, yo tendría que matar a más de un patrón que tuve, no en la policía, en la construcción, yo antes trabajaba en la construcción, Elena, ¿nunca le conté?, no, nunca me dijo, y a mi hermano, primero a mi hermano y después a mis patrones, mi hermano tendría que matar a su suegro, mi cuñada a mi madre, soltero y todo ni yo sé si quedaría vivo, dijo el cabo, usted sí, inspector, corrigió Elena, usted parece buena persona, no se fíe de las apariencias, Elena, mire que el uniforme ayuda, no sea modesto, inspector, se ríe Elena, mire si el uniforme lo va a ayudar, usted, Elena, usted sí que es buena persona. Pero Elena negó con la cabeza, dice eso porque no me vio pelear con Rita, la agrego a la lista a usted, entonces, dijo el cabo haciendo un chiste que en el mismo momento en que salía de su boca juzgó tonto e inoportuno, por qué no, inspector, le contestó ella, usted tiene que investigarnos a todos, me daría una alegría si lo hiciera, aunque empezara por mí.

La relación con las empleadas de la prepaga empeoró a medida que empeoraba la enfermedad de Elena y, con ella, aumentaban los gastos que tenían que rembolsar. Ejemplos para ilustrar el maltrato era lo que a Elena le sobraba. El evidente maltrato de su hija hacia ellas, o el que le devolvían, el maltrato disfrazado detrás de una suave voz entrenada especialmente en las oficinas de la casa central de la empresa de medicina prepaga. El tono de voz no ayudaba, Rita siempre se llevó mal con las personas que hablan bajo, me dan miedo, mamá. Que se había excedido en el cupo de kinesiología, que la receta decía por quinientos y la prepaga autorizaba por trescientos. ¿Trescientos qué?, comprimidos. Que el genérico que le indicó el médico de cartilla no concuerda con la medicación que le pide, que ese tratamiento no lo cubre el plan que paga Rita religiosamente para las dos desde hace veinte años, ¿no intentó con el PAMI? Con el PAMI no intentaron, el PAMI era mala palabra para las dos después de que esperaron más de una hora a que una de sus ambulancias viniera a auxiliar a Antonio que se moría de un infarto, tirado en la cocina de la casa donde ahora sólo vive Elena, para que finalmente llegara cinco minutos después de que había muerto. La sirena sonaba en la calle, cada vez más cerca de su casa, pero Elena sabía que ya no serviría de nada. Sí intentaron en el antiguo Instituto del Lisiado, al que madre e hija seguían llamando por su viejo nombre, a pesar de que desde hace años lleva otro que en su extensión intenta no ofender a nadie pero cansa, vaya a la calle Ramsay, al Servicio Nacional de Rehabilitación y Promoción de la Persona con Discapacidad, Rita, y saque el certificado de discapacidad, eso le va a allanar muchos caminos, le habían dicho las chicas de la prepaga en cuanto los gastos empezaron a aumentar en proporción geométrica. Pero Rita no vio la necesidad, ¿por qué lo tengo que hacer?, y por ejemplo cada vez que usted me trae un pedido de sesiones de kinesiología para su madre yo tengo que pedir autorización a auditoría de Casa Central y eso lleva su tiempo, además en caso de que se lo den se lo tengo que bajar de su cupo, cuando se acaba el cupo, se acaba la kinesiología, ¿me entiende?, no, no le entiendo, le explico, entonces, con un certificado de discapacidad ya no tiene ese límite y todo es mucho más rápido, ¿y cuál va a ser el límite después?, perdón, ¿por qué tengo que ir a un lugar a certificar que mi madre es discapacitada?, ¿acaso usted no la está viendo?, la empleada baja la mirada, mírela, la detiene Rita, ¿qué le parece?, la empleada levanta la vista pero no responde, ¿no le alcanza?, no, no es por mí, si yo la conozco bien a su mamá, necesito el certificado de discapacidad para, pero no pudo continuar la frase porque Rita la interrumpió, atrévase a mirar a mi madre, ¿le parece que ese cuerpo necesita que alguien le certifique que no es capaz?, ¿quién puede pedir una cosa tan obvia?, de Casa Central nos piden el papel, y usted no es capaz de decirles que no, aunque yo les diga se lo van a pedir igual, ¿no les alcanza que usted le diga, no les alcanza la historia clínica, no les alcanza con el certificado de su médico de cabecera?, son las normas, dígales que la llevo donde están ellos, esos que no nos creen, para que la vean, pero no hagan que mi madre tenga que padecer un trámite que no se merece. No hubo razones que cambiaran la exigencia de Casa Central. Allá fueron, a Ramsay, catorce meses después de aquella sugerencia, ¿me está dando fecha para el año que viene?, preguntó Rita a la empleada que la atendió en la recepción de lo que había sido el Instituto del Lisiado, un chalet al que se le fueron agregando anexos, un lugar para su sorpresa abierto, hasta con árboles, ¿no hay turnos antes?, hay mucha gente que necesita lo mismo, señora, ojalá que esa gente siga viviendo dentro de catorce meses, señorita. Cuando llegó la fecha pactada Roberto Almada consiguió que en el banco le dieran día libre y le prestaran una furgoneta, ¿hace falta que ese hombre se moleste, Rita?, decile que por mí no hace falta, lo hace por mí, no por vos, mamá. Llegaron en el horario convenido, de mal humor, sobre todo Rita, segura de que se encontraría con alguna traba, cualquiera, que la hiciera volver otro día, un papel, una firma, un sello, cualquier requisito mínimo pero que ante el descubrimiento de su olvido o inexistencia se tornara de una importancia superlativa. Pero no fue así, esperaron poco tiempo, Elena le dijo a Rita que prefería que Roberto las esperara en la furgoneta, a ver si se creen que el lisiado que viene por el certificado es él, Rita, y Rita a pesar del enojo por el comentario de su madre debe haber dudado porque sin más trámite lo mandó fuera. Se sentaron en una sala de espera rodeadas de otras personas en busca de su certificado. Una pareja que se tomaban de la mano y se turnaban para acariciar a su bebé con síndrome de Down, una madre anciana que arrastraba a una hija que se tapaba la cara con la cartera como si fuera una actriz que no quería ser descubierta, un hombre en una silla de ruedas al que le faltaban las dos piernas. Elena los veía de costado, inventaba historias que no conocía a partir de sus zapatos, del movimiento de sus pies si es que podían moverlos o de su quietud si no podían, y cuando no le alcanzaba con lo que llegaba a ver o con lo que completaba su imaginación le preguntaba a Rita, callate, mamá, ¿te gustaría que hablaran así de vos?

Todos los accesos tenían rampas, todas las oficinas carteles que indicaban el cargo o el nombre de quien se encontraba detrás de las puertas, en las paredes colgaban pósteres con instrucciones que resolvían cualquier problema que pudiera aparecer en el trámite. No tuvieron que esperar mucho, enseguida los atendió una médica que en menos de tres minutos leyó la carpeta que contenía las copias del DNI de Elena, del carnet de la obra social, del último recibo de la jubilación, la historia clínica que les había fotocopiado la secretaria del doctor Benegas, los formularios completos y firmados, y sin levantar la vista para mirar a Elena estampó su firma en el papel que de ahora en más diría, a quien quisiera enterarse, que Elena era discapacitada. Parkinson, escribió en uno de los casilleros. ¿Ya está?, preguntó Rita cuando le extendió el papel, sí, ya está, le dijo la doctora, el caso de su madre es muy claro, no presenta dudas, es que siempre nos dan tantas vueltas para todo, doctora, ¿acá?, no, acá no, en la obra social, en los sanatorios, y sí, confirmó la médica, especulan con que ustedes se cansen y ya no pidan más, usted no les dé el gusto, dijo, no se lo voy a dar, doctora, pierda cuidado, cuando salga no se olvide de que pueden hacer el certificado para el automóvil, y vean al asesor letrado para que les aclare cualquier duda. Auto no tenían, por lo que no necesitaban ni libre estacionamiento ni permiso para no pagar las patentes, así que fueron a escuchar al asesor. Compartieron un cuarto con el matrimonio que tenía el bebé con síndrome de Down y con una chica que acompañaba a otra chica ciega. El abogado les sugirió que antes que nada plastificaran el certificado, y lo guardan bajo siete llaves, no es agradable tener que hacer otra vez todo este tramiterío. Elena pensó que, aunque no llegaba a vede la cara, el abogado debería ser un lindo muchacho, y bueno si se preocupaba por ella y por el tiempo que había perdido en ese trámite. Los que quieran la oblea de libre estacionamiento y la exención del pago de patentes pueden iniciar el trámite hoy mismo, dijo el asesor y Elena supo que los miró a todos aunque no lo viera como no podía vedo la chica ciega, la ley que los ampara es la 22.431, cualquier consulta acá están nuestros teléfonos, dijo señalando un región en el certificado modelo que luego subrayó con birome azul en el que llevaba cada uno, y lo más importante que tengo para decirles es que de ahora en más, nadie, en ninguna obra social, o en ningún sanatorio, puede intentar cobrarles o dilatarles la autorización de la medicación o de los tratamientos que están previstos para la discapacidad que ustedes padecen, ya que a partir de hoy esos gastos no los pagan ellos, sino el Estado. Esa frase dejó claro por qué a la Casa Central de la prepaga no le alcanzaba con verla a Elena para saber de su incapacidad. Cobro contra entrega. El abogado les dio la mano a cada uno de ellos, Elena escondió su pañuelo abollado dentro de la manga de su suéter y extendió la suya. Se hubiera quedado un rato apretando esa mano suave y fuerte a la vez, pero Rita, la apuró, vamos, mamá, que el doctor tiene que saludar a todos, la agarró del hombro y se la llevó. Cuando se iban el abogado llamó al matrimonio con el bebé, quédense un segundo que quiero hablar con ustedes. Es bueno, te dije que era bueno, le dijo a Rita, pero ella iba unos metros más adelante y no la escuchó.

Elena salió de Ramsay llorando, cuando entró en la camioneta Roberto Almada le preguntó, ¿qué le pasó, Elena, que llora?, me trataron bien, nene, dijo, y no pudo decir nada más.

Después de obtener el certificado de discapacidad las peleas con las chicas de la prepaga se espaciaron, no había tantas negativas, total pagaba otro, y eso hacía que Rita no tuviera motivo para estamparles su enojo delante de la cara. Hasta aquella tarde en que pidió que le autorizaran dos cajas de Madopar juntas, el doctor Benegas iba a estar fuera por un congreso y no quería que Elena se quedara sin su medicación. Le extendió la receta a la empleada que solía atenderla, esta receta no dice tratamiento prolongado, ¿y?, que no le puedo autorizar dos cajas si no dice tratamiento prolongado, dice dos cajas la receta, sí, sí, dice dos cajas pero no aclara "tratamiento prolongado", pero si el Parkinson no tiene cura, cómo no va a ser prolongado, tiene que hacerle escribir al médico tratamiento prolongado de puño y letra, puño es el que te vas a comer vos si me seguís poniendo palos en la rueda, yo solamente cumplo con mi trabajo, a mí no me vengas con la obediencia, si a vos tu superior te da una orden idiota y la acatás, es porque vos también sos idiota, y lamento informarte que la idiotez también es de tratamiento prolongado aunque nadie te lo escriba de puño y letra. Y en ese mismo acto Rita le arrancó la receta y salió del lugar sin más, olvidándose en el apuro de que su madre estaba con ella, sentada en el sillón de la recepción, esperándola. Ninguna de las tres atinó a decir ni hacer nada. Permanecieron así, como Rita las había dejado, las empleadas detrás del escritorio, y Elena frente a ellas, torcida, con la cabeza gacha, babeando sobre la remera de modal que se había comprado con la última jubilación. Elena pensó que las chicas de la prepaga debían estar incómodas con ella ahí sentada, frente a su escritorio, intentó pararse pero no pudo. Sonó el teléfono, ninguna de las dos empleadas atendió. Elena se balanceó una vez más y con esfuerzo se puso de pie, agarrándose del respaldo de la silla. La silla se deslizó y Elena se deslizó con ella, una de las empleadas salió de su inmovilidad y corrió a atajarla. En ese momento se abrió la puerta del local y entró Rita hecha una tromba, no se te ocurra tocarla, le dijo, la empleada la soltó y Elena tambaleó otra vez. Vamos, le ordenó su hija, ojalá pudiera, le contestó ella.

5

Elena se deja llevar. Apura la medicación unos minutos. Sabe que puede hacerla, que aunque a Ella, a esa puta enfermedad puta le moleste, ella puede manejar su tiempo a fuerza de pastillas, apenas, un poco, pero puede. Abre la cartera, tantea dentro y saca un pedazo del sándwich de queso que puso allí esta mañana, sabe que es más fácil cuando la pastilla se confunde con la miga mojada, por eso lo hizo, por eso lleva ese pedazo de pan con queso junto a su billetera y a las llaves de su casa. Lo mastica, lo traga, algunas migas se caen en el piso del taxi y Elena se apura a taparlas con la alfombra de papel para que el taxista no las vea. Cuando termina de masticar abre otra vez la cartera, busca, saca el pastillero y un cartón con jugo, lo rasga como puede y pone la pajita de plástico dentro, toma la pastilla que le toca y se la mete en la boca, apretada entre el dedo pulgar y el índice, hasta el fondo. La sostiene con la lengua. Clava la pajita en la caja y sorbe. La pastilla no llega a la garganta, no pasa de la campanilla. Sorbe otra vez. El taxista le habla, ella lo ignora, respira profundo por la nariz para no ahogarse. Un bocinazo la estremece, y otro bocinazo más, será posible, se pregunta quien maneja el taxi, si Elena pudiera ver sabría que se refiere al hombre que no llegó al otro lado de la avenida antes de que la luz del semáforo cambiara, y lo peor es que si lo piso lo tengo que pagar por bueno. Ella sorbe otra vez, aprieta la caja de cartón para que el jugo suba, y aunque la pastilla no logra bajar empieza a disolverse de tanto líquido. Si pudiera apenas inclinar la cabeza hacia atrás lo lograría, pero no puede, ella no, a su cuerpo no le está permitido ese pequeño sacudón que cualquiera hace para tragar una aspirina, entonces se inclina de costado en el asiento, se desliza para que la pastilla logre pasar esa curva que no pasa, y esta vez lo consigue, ahora sí, la pastilla le raspa la garganta y desaparece, pero ella, relajada, cae sobre su propio brazo que todavía sostiene el cartón con el jugo, intenta enderezarlo para que no se derrame, queda recostada de lado. Espera. Una mano intenta limpiar el vidrio del parabrisas delantero, Elena llega a verla por el espacio que queda entre un asiento y otro, pero el taxista toca otra vez un bocinazo, esta vez constante, hasta que la mano limpia el detergente que echó sobre el vidrio y desaparece. Elena no ve de quién es esa mano, seguramente de alguien joven porque es chica, porque no tiene arrugas, pero son todas suposiciones, desde su posición ella sólo puede estar segura de lo que ve en el techo sucio del taxi que la lleva, qué barbaridad, dice el taxista y Elena no aventura a qué barbaridad se referirá el hombre, por eso calla, intenta correr su brazo aplastado para que no se le duerma apretado por el peso de su cuerpo, lo logra con esfuerzo y se siente aliviada por esa pequeña victoria sobre Ella. El taxista enciende la radio y eso le da una esperanza, cree que la voz lo mantendrá callado pero se equivoca, porque el locutor habla de las mismas cosas que el taxista, como si lo conociera, despotrica aún con más ahínco, enojado, actúa su enojo para que no queden dudas, es así nomás, apoya el taxista y la busca por el espejo, ¿se le cayó algo?, pregunta, me caí yo, contesta Elena, ¿está bien?, muy bien, muy bien, le dice ella desde su posición, ¿necesita ayuda?, no, no, ya tomé la medicación, ¿quiere que pare?, no, quiero que siga, ¿no estará por lanzar, no?, ¿lanzar qué?, vomitar, señora, pero no, hombre, estoy enferma, nada más, ¿qué enfermedad tiene?, Parkinson, dice Elena, ah, Parkinson, repite él, a mí una vez me dijeron que a lo mejor tenía pero no, era por la bebida, el tembleque que tenía era por la bebida, a mí me gusta la bebida, ah, qué bien, dice Elena, pero mi mujer me dio el ultimátum, o dejo de tomar o me echa de patitas a la calle, así son las mujeres, terminantes, se creen que mandan, y uno las deja creer, total, cuando trabajo no, cuando trabajo casi nunca, pero me gusta la bebida, qué se le va a hacer. Y Elena piensa que ella no sabe si le gusta, pero que nunca toma. Piensa en el vino que no bebe mientras mira una araña que camina de una costura del techo a otra. Debería haberse emborrachado alguna vez en la vida, y aprendido a manejar, y usado biquini, piensa. Un amante, también tendría que haber tenido un amante, porque el único sexo que conoce es el que tuvo con Antonio, y eso era un orgullo, haber sido sólo de un hombre, pero hoy, vieja y doblada, caída sobre su brazo, sabiendo que nunca más habrá sexo para ella, Elena no siente orgullo, siente otra cosa, tampoco pena, ni bronca, siente un sentimiento que no sabe qué nombre tiene, eso que uno siente cuando se descubre tonto. Haber guardado la virginidad para quién, haber sido fiel por qué, haberse mantenido casta después de viuda con qué motivo, con qué esperanza, creyendo qué. Ni virginidad ni fidelidad ni castidad significan para ella hoy lo mismo, tirada en el asiento de ese taxi. Ni sexo. Se pregunta si podría tener sexo con alguien si quisiera. Se pregunta por qué no quiere, si por el Parkinson, por la viudez o por la edad. O por la falta de costumbre después de tanto tiempo sin siquiera pensar en eso. Se pregunta si una mujer con Parkinson que quisiera tener sexo podría. Se ríe imaginándose en la próxima consulta haciéndole la pregunta al doctor Benegas. ¿Y un hombre con Parkinson?, ¿podrá un hombre con Parkinson hacer el amor?, ¿podrá penetrar a una mujer? Para un hombre debe ser más difícil, piensa, porque no se trata sólo de dejar hacer. ¿Deberá un hombre enfermo como ella programar su sexo en función al horario de las pastillas que toma? Siente pena por ese hombre que no conoce, lo compadece, se alegra de no ser hombre. En la radio empiezan a pasar un bolero y el taxista lo tararea. Bésame mucho, dice el cantante y el taxista le contesta, como si fuera esta noche la última vez. Tararea un poco más y cuando se da cuenta de que no sabe más la letra vuelve a la charla del vino y la bebida, mi mujer me echa si sigo tomando. La última vez que Elena tomó fue un vino espumante con gusto a frutilla que trajo Roberto Almada la primera noche que fue a comer a su casa. Era la "presentación oficial", aunque se conocían de toda la vida, quién iba a sospechar que el jorobadito terminaría casi de la familia, ¿no, Rita?, no le digas el jorobadito, la verdad no ofende, claro que ofende, mamá, ¿querés probar si ofende? A Roberto y Rita los unieron sus certezas más que ninguna otra cosa, esas que les hacían decir como verdades absolutas conceptos de los más variados, arbitrarios, repetidos. Certezas de cómo hay que vivir cosas que nunca vivieron, de cómo hay que andar por la vida en los caminos que andan y en los que no, que pregonan lo que se puede y lo que no se puede hacer. La primera, la más profunda, grabada a fuego en alguna parte del pacto secreto que une a una persona con esa otra que le está designada, el miedo a las iglesias. Y en el caso de Roberto el espanto no se limitaba a los días de lluvia, sino a cualquier circunstancia climática. Lo traía desde chico, de sus épocas en Lima, cuando su madre, Marta o Mimí como se hacía llamar desde que habían vuelto, se había ido detrás de un novio bailarín de tango que no era su padre, uno que había venido a dar un show a beneficio al Club Sportivo donde ella atendía la barra los domingos y los días de fiesta. Se llevó al chico con ella, quién se lo iba a agarrar si de bebé ya se le notaba la joroba, basta, mamá, y al poco tiempo el bailarín se cansó de ambos y los largó sin un peso en ese país al que no los unía ninguna otra cosa que la calentura de su madre. Allá aprendió el oficio de peluquera, antes sólo sabía el de manicura, y se instaló en Barranco, en un cuarto que le alquiló una compañera del instituto donde le enseñaban a peinar, cortar, teñir. Lo lógico habría sido que hubieran vuelto, pero ella no estaba dispuesta a mostrar un fracaso que el pronto regreso habría hecho evidente, así que aunque en Perú apenas tenían para comer se mantuvo con su hijo en esa ciudad siempre cubierta de nubes y sin lluvia, donde el mar le recordaba cada día lo pequeños que eran. Los años fueron pasando sin conciencia de ellos, el chico creció y con él su joroba, y mientras sus amigos llevaban a las chicas al puente de los suspiros para mentirles amor eterno, él iba día por medio al mismo puente, solo, a mirar de lejos la Parroquia de la Ermita, esa donde decían que la campana había caído después de un terremoto y le había aplastado la cabeza al cura. Una mancha en el pavimento, que cada uno ubica donde le parece, recuerda la estampa de masa encefálica grabada para siempre, el cerebro del cura desparramado. Si te portás mal te va a llevar el cura sin cabeza, le decía la vieja que lo cuidaba cuando su madre trabajaba o lo que fuera. Y Roberto creció sintiendo terror no por el cura, porque él mal no sabía portarse, sino por los campanarios, calculando las probabilidades de que otra campana cayera y matara a alguien, alejándose siempre lo suficiente para que el decapitado no fuera él. Poco le importó a Roberto que en el con urbano bonaerense no hubiera antecedentes de terremotos, igual no se acercó a iglesia alguna. Por eso, Roberto no pudo haber matado a Rita y haberla colgado del campanario, porque además de que él no habría podido con ella tanto más fuerte que su pretendiente, Roberto tampoco se acerca a una iglesia, Elena sabe. Aunque a la hora de dejarlo libre de sospechas la policía se haya fijado en otros aspectos menos profundos, por ejemplo que estuvo todo el día en el banco con una auditoría interna, haciendo un arqueo de caja, con más de veinte personas que pueden dar testimonio, como le dijo el comisario cuando ella insistía sobre el asesinato, los sospechosos y sus móviles. ¿No tiene nadie que la acompañe?, señora, le pregunta el taxista en el mismo momento en que la araña desaparece por el marco apenas abierto de la ventana, no, no tengo, dice Elena, ¿sola en el mundo?, sí, ¡qué lo parió, y uno que se queja!, tenía una hija pero la mataron, se escucha decir Elena casi sin pensarlo, en este país no se puede vivir más, señora, uno sale a la calle y lo matan, es así, dice el taxista. Pero a ella no le importa que el taxista haya entendido cualquier cosa cuando dijo, tenía una hija pero la mataron, ni le importa quién es ese nosotros donde el taxista la incluye a ella ya su cuerpo, que se calle quisiera Elena, un rato, otro bolero, para poder concentrarse en su tarea privada, en mover ese cuerpo que hace tiempo, sabe, no le pertenece.

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