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Authors: Claudia Piñeiro

Tags: #Drama, Policial

Elena sabe (6 page)

BOOK: Elena sabe
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Nadie puede conocer tanto de su hija como ella, piensa, porque es madre, o porque fue madre. La maternidad, Elena piensa, garantiza ciertos atributos, una madre conoce a su hijo, una madre sabe, una madre quiere. Así dicen, así será. Ella quiso y quiere aunque no lo haya dicho, aunque se peleara desde la distancia, aunque discutiera como si lanzara latigazos, y no acariciara ni besara, una madre quiere. ¿Seguirá siendo madre ahora que no tiene hija?, se pregunta. Si la muerta fuera ella, Rita sería huérfana. ¿Qué nombre tiene ella sin su hija? ¿La muerte de Rita puede haber barrido con lo que ella fue? Su enfermedad no pudo, ser madre, Elena sabe, no lo cambia ninguna enfermedad que impida ponerse una campera, ni que detenga la marcha con pies inmóviles, ni que someta a vivir con la cabeza gacha, ¿pero puede la muerte haberse llevado no sólo el cuerpo de Rita sino también la palabra que la nombre a ella?

Elena sabe que a su hija la mataron. No sabe quién ni por qué. No encuentra el móvil de su muerte. No puede verlo. Entonces tiene que aceptar que un juez diga, suicidio. Y que diga suicidio el inspector Avellaneda. Y que lo diga Roberto Almada. Y que lo digan para sí todos los que la miran y callan. Pero llovía, ella es la madre, y llovía. Eso la salva, eso cambia todo, aunque sola no pueda demostrarlo, sola no lo va a lograr porque ya no tiene cuerpo. No ahora que el rey fue derrocado y que Ella manda. Ni con todas las burlas posibles podría llegar a la verdad si no encuentra otro cuerpo que la ayude. Un cuerpo ajeno que trabaje por ella. Que investigue, que pregunte, que marche, que mire de frente, directo a los ojos sin pasar por las propias cejas. Un cuerpo al que ella, Elena, pueda mandar y le obedezca. No el suyo. El de alguien que sienta la necesidad de pagar una deuda. El cuerpo de Isabel. Por eso está subida a ese tren, para que ese otro cuerpo, el de esa mujer que no ve desde hace veinte años, la ayude a buscar la verdad que al suyo se le niega. La verdad que ella no puede ver. Aunque llegar a Buenos Aires le lleve el día entero. Aunque se quede parada a mitad de camino cada vez que una pastilla deje de hacer efecto y entonces no quede otra alternativa que la espera, la suya, esa en que el tiempo se detiene, otra vez, para contar calles y estaciones, y reyes, y putas, y emperadores sin traje, al revés y al derecho, emperadores, putas, reyes, calles, estaciones.

Allá va, un pie delante del otro, a pesar de que ya nadie pueda devolverle al rey su corona, ni a su hija la vida, ni a ella su hija muerta.

8

El Padre Juan fue desde el principio uno de los menos dispuestos a hablar del tema. Elena se cansó de que el inspector Avellaneda le dijera que todavía no había podido recibirlo. O usted no insiste lo suficiente, o el Padre lo toma de idiota, inspector, ¿no me pedirá que agregue a la lista de sospechosos al cura, Elena?, ya le dije, su obligación es investigar todas las hipótesis posibles. Elena buscó un buen horario, lejos de las dos misas diarias y fuera del tiempo reservado a las confesiones, o a la siesta. Fue a la sacristía y tocó el timbre. El padre salió acomodándose ese cuello que reemplaza lo que alguna vez fue la sotana, seguramente la duración de su siesta se había ido prolongando con el correr de los años y eso hizo que el cálculo de Elena hubiera fallado por algunos minutos. Pase, Elena, dijo, y ella pasó. Cuidado con el escalón, le advirtió pero no fue suficiente, Elena no acertó a pasar el pie por encima de la moldura, la punta de su zapato chocó dos veces contra la madera, y al tercer intento el Padre se acercó a darle la mano para ayudarla a entrar sin caerse. Qué coincidencia, Elena, estaba por llamarla, me vienen pidiendo en el colegio que pongamos una misa por su hija Rita, lo vamos a hacer este domingo en la misa de siete, me gustaría que nos acompañara. Elena hizo el cálculo mentalmente y supo que las siete de la tarde no era buena hora para la frecuencia de sus pastillas, pero asintió con la cabeza. ¿Cómo va llevando el duelo?, le preguntó el Padre Juan, y ella le contestó, no lo llevo todavía, eso no está bien, Elena, hay un tiempo para todo, tiempo de morir, y también tiempo de llorar, yo todavía no tengo tiempo para llorar, Padre, tiene que tener, Elena, lo dice la Biblia, en el Eclesiastés, a usted le está haciendo falta llorar, voy a llorar recién cuando sepa toda la verdad, cuando sepa quién hizo que mi hija terminara ese día como lo terminó. El cura la miró y aunque dudó si Elena estaba preparada para escuchar lo que él tenía para decir, dijo, ese día no tiene más secretos que las razones que Rita se llevó a la tumba, Elena, ese día llovía, Padre, y Rita no se acercaba a la parroquia los días de lluvia, ¿no se dio cuenta en tantos años?, no, no me di cuenta, ¿por qué no iba a acercarse?, porque tenía miedo de que la partiera un rayo, ¡ay, Elena, usted no puede creer eso!, no era yo la que lo creía, era mi hija, pero ese día se acercó, Elena, yo mismo vi el cuerpo cuando me avisaron los chicos de Gómez, los conoce, ¿no?, los hijos del dueño del corralón del otro lado de la avenida, chicos traviesos pero buenos, me ayudan con algunas cosas sencillas del mantenimiento de la parroquia y yo les dejo tocar las campanas que anuncian la misa, se divierten allá arriba, se divertían. El Padre le ofrece un té, Elena no acepta. ¿Quiere que recemos juntos?, no vine a rezar, Padre, vine a buscar la parte de la historia que me falta, hasta ahora lo único que sé es que el cuerpo de mi hija colgaba del campanario de su parroquia, no es mi parroquia, Elena, es la parroquia de todos, de la comunidad, no me explico cómo pudo llegar allí, Padre, usted sabe cómo llegó allí, Elena, no, le aseguro que no sé, es doloroso aceptar la muerte de un ser querido y mucho más en estas circunstancias en que se mezclan las cosas, ¿qué cosas se mezclan, Padre?, el dolor y el enojo, porque nosotros, como cristianos, sabemos que no somos dueños de nuestro cuerpo, que el dueño de nuestro cuerpo es Dios, entonces, uno no puede ir por sobre Él, y justamente porque usted lo sabe es que le cuesta tanto aceptado, yo la entiendo, Elena, pero yo no lo entiendo a usted, Padre. El Padre Juan la miró, un poco más allá de su cabeza gacha vio esos ojos asombrados sin asombro que lo miraban arrastrando la vista sobre las cejas y la frente, que le reclamaban, pero Elena no dijo nada, le mantuvo el silencio, esperó, entonces el cura fue más explícito, la Iglesia condena el suicidio tanto como condena cualquier asesinato, cualquier uso indebido del cuerpo que no es nuestro, lleve el nombre que lleve, suicidio, aborto, eutanasia. Parkinson, dice ella, pero él lo pasa por alto. El Padre se acercó a un aparador, se sirvió té frío de una jarra y bebió, ¿seguro no quiere? Elena tuvo la sensación de que lo hacía sólo para darle tiempo, como un dentista que aplica la anestesia pero cuando va a sacar la muela su paciente grita y entonces sabe que aún tiene que esperar un poco más, que todavía el nervio no puede ignorar el dolor. Elena, usted tiene que estar tranquila, usted, a pesar de las pruebas que el Señor está poniendo en su camino, da muestra permanente de que conserva su fe, ¿mi fe?, ¿quién le dijo que conservo alguna fe, Padre?, ¿quién le dijo que alguna vez la tuve?, usted me lo dice, Elena, con sus actos, ¿lo dice porque no me mato?, ¿lo dice porque con este cuerpo inútil no me cuelgo de su campana?, ¿o porque se me murió mi hija y yo sigo viva?, Elena, por favor, no blasfeme, el cuerpo es un objeto del dominio de Dios y el hombre tiene sobre él únicamente el derecho de uso, yo no tengo derecho de uso sobre mi cuerpo, hace rato, y no fue Dios quien me lo quitó, sino esa puta enfermedad puta, Elena, tranquilícese, maldiciendo no va a solucionar nada, yo le sugiero que rece por el alma de su hija, para que Dios sea misericordioso con ella el día del Juicio Final, no me interesa el día del Juicio Final, padre, me interesa el juicio en la Tierra, quiero que me diga todo lo que sepa para ayudarme a encontrar la verdad hoy, ¿quiere la verdad, Elena?, se la repito entonces, con todas las palabras, y usted escuche, ese día su hija cometió un acto aberrante, se quitó la vida, dispuso de un cuerpo que no era de ella sino de Dios, dijo basta, cuando todo cristiano sabe que no nos está dado ponerle fin a nuestra vida, ésa es la verdad y tenemos que sentir piedad por ella, llovía, Padre, no insista con la lluvia o voy a concluir que está cometiendo pecado de soberbia, Elena, ¿qué dice que cometo?, vanidad y soberbia, pensar que todo lo sabe, pensar que las cosas son como usted dice cuando la realidad muestra otra cosa, ¿y no es lo que usted y su iglesia enseñan todo el tiempo?, nosotros enseñamos la palabra de Dios, vanidad de vanidades es arrogarse la palabra de Dios, Padre, todo es vanidad. Elena se levantó con dificultad, tuvo que hacer tres intentos antes de lograrlo, pero lo logró sin ayuda, y avanzó hacia la puerta. El Padre Juan la miró marchar, se compadeció de ella y se persignó en silencio, siguiendo con la mirada su espalda encorvada que se alejaba con pasos arrastrados. Cuando llegó a la puerta Elena levantó un pie para esquivar el escalón de la entrada, pero la altura que logró no fue suficiente. El Padre Juan entonces la siguió, y a pesar de ella, la ayudó. Elena quedó de un lado de la puerta y él del otro. ¿No tiene nadie que le lustre los zapatos, Padre?, dijo, y el cura miró sus mocasines negros que hacía tiempo no recibían pomada, pídale a los chicos esos que se ocupan del mantenimiento de su iglesia, sus zapatos también son su iglesia, Padre. Elena dio dos pasos y el Padre Juan estuvo a punto de cerrar la puerta pero antes dijo, ay, Elena, Elena, me olvido de que usted es una madre. Ella no lo mira pero se detiene y dice, ¿soy una madre, Padre?, ¿por qué lo duda?, ¿qué nombre tienen las mujeres a las que se les murió un hijo?, no soy viuda, no soy huérfana, ¿qué soy? Elena lo espera en silencio, frente a él pero de espaldas, y antes de que responda dice, mejor no me ponga un nombre, Padre, tal vez si usted o su iglesia encuentran una palabra para nombrarme, después se arroguen el derecho de decirme cómo tengo que ser, cómo tengo que vivir. O morir. Mejor no, dice y empieza a dar un paso. Madre, Elena, usted sigue siendo eso, usted siempre será eso. Amén, dice ella y se va sabiendo que no va a volver.

II
MEDIODÍA

(tercera pastilla)

1

El tren llega a Plaza Constitución. Elena espera que todos los pasajeros abandonen el vagón y sólo después lo intenta ella. Se desliza sobre el asiento de cuerina que recién descubre roto, se arrastra desde la ventana hacia el pasillo. El camino inverso al que ya hizo. El cierre de la pollera se le engancha en la gomaespuma que aflora de un tajo antiguo. Tira y logra soltarse. Se apoya en el apoyabrazos y se levanta. Se alegra de que todavía haya levodopa en su cuerpo. Mira el reloj, faltan más de dos horas para la próxima pastilla. Cuelga su cartera del hombro pero la apoya sobre su vientre y cruza sus brazos sobre ella; aunque hace tiempo que no viaja en tren sabe que no se puede andar alegremente por un andén de Constitución con la cartera colgando del hombro. Sabe que ella es una presa fácil para quien quiera sacarle algo y salir corriendo. Aunque buen chasco se llevaría el ladrón, Elena sabe, si apenas tiene en la cartera dinero para el viaje. Pero lleva el documento y las pastillas, el pañuelo, las llaves de su casa, un cartón con jugo y un sándwich de queso. El equipaje que necesita para ese viaje. Por eso cruza su cartera sobre el vientre y la aprieta, porque si pierde lo que lleva en un rato ya no podrá andar. Va hacia la puerta del vagón y sale al andén; camina, detrás de la muchedumbre que se agolpa como en la boca de un embudo para luego dividirse en improvisadas filas donde mostrar sus boletos. Un hombre se acerca y dice, ¿necesita que la ayude, abuela?, abuela un carajo, piensa, pero no dice nada, lo mira y sigue, como si además fuera sorda. Sorda como sus pies cuando no responden. Sorda como quienes no quieren escuchar que aquella tarde llovía. Un hombre que no debe tener más de diez años menos que ella. A lo mejor ni cinco. Pero que no tiene el cuerpo achicharrado como el suyo, entonces, porque no sabe como sabe Elena, se siente mucho más joven, se siente con derecho. El hombre mira su cuerpo y dice, abuela. Podría serlo a sus sesenta y tres años, pero no en el sentido desvalido en que lo usó el hombre que quiso ayudarla. A ella le hubiera gustado ser abuela, pero nunca pudo imaginarse a Rita madre. Siempre la imaginó estéril. Tal vez porque tardó tanto en menstruar, casi a los quince, la última de su clase en ser "señorita". Y siempre muy irregular, siempre poco, reglas amarretas tenés vos, Rita, mejor, mamá, menos tiempo sucia. Rita nunca manchó una sábana, nunca un dolor que le impidiera hacer la vida de todos los días. Como si su menstruación no tuviera la contundencia necesaria. Como si fuera un simulacro, apenas lo suficiente para que nadie se pregunte por qué no. En cambio Elena sí, ella siempre tuvo reglas abundantes, generosas, de esas que no dejan dudas de que todo, ahí dentro, funciona. Todavía se acuerda del día en que manchó la butaca del cine donde habían ido una tarde cuando Rita tenía diez o doce años, levantate, hija, y salí rápido, levantate ya mismo, pero Rita se tomó su tiempo, tenía que juntar sus golosinas, ponerse los zapatos, dije que te apures y salgas, volvió a decir Elena, esperá, mamá, ¿qué apuro hay?, este apuro, le contestó, y le dio vuelta la cara para que mirara la mancha sobre la butaca de pana marrón, entonces Rita se apuró, salió casi corriendo de ese cine, llorando, pero sin dejar de mirar hacia atrás para saber si alguien más veía la mancha de su madre. Que su vientre funcionaba estaba claro, pero del de su hija siempre tuvo dudas. Si Rita no era capaz de manchar como ella, Elena no podía estar segura. Cerca de los veinte años la llevó a consultar al doctor Benegas; ya no tenía edad para pediatra así que la llevó al médico de Elena de toda la vida, que también había sido médico de la madre de Elena. Y de sus tías. De casi todo el barrio. El mismo que años después les enseñaría lo que es la levodopa, la sustancia nigra, el esterno cleido mastoideo, el Parkinson. Pero en aquel entonces, cuando esas palabras no existían porque nadie las había nombrado, el doctor Benegas le indicó un estudio que permitiera comprobar si su hija tenía útero, quien le dice nos llevamos una sorpresa, Elena, y esta es una vaina sin semilla que no nos puede cumplir la posta para la que vino al mundo. En esa época no existían las ecografías de hoy donde se puede ver como en el cine lo que hay detrás de la piel y la carne. Antes, para ver, había que entrar de alguna manera, meterse dentro del cuerpo. Rita y Elena llegaron juntas al consultorio. Benegas las esperaba con dos asistentes. El día anterior Rita había tenido que hacer ayuno, lo último que había podido comer era jalea de membrillo y dos galletas sin gusto a nada. Y en las últimas seis horas ni siquiera agua. Tenía hambre, pero de sólo pensar en la jalea le daban arcadas. La pusieron en una camilla y trajeron un aparato del que Rita nunca supo el nombre pero idéntico a un inflador de pelota número cinco. Sólo que el pico se lo pusieron a ella. Lo clavaron en su vientre e inflaron. Una, dos, tres, diez veces. Rita lloraba. No podés decir que eso te duele, Rita, le dijo el doctor Benegas. Y ella no contestó, sino su madre, claro que no le duele, doctor, lo hace para hacernos sentir mal a nosotros. Cuando la panza de Rita estuvo lo suficientemente inflada levantaron la camilla, los pies hacia el techo y la cabeza hacia abajo, dibujando una diagonal con el piso de mosaico gris. Y la estudiaron. Rita no sabe cómo porque cerró los ojos. Elena tampoco porque el doctor Benegas la hizo salir, se peleaban tanto madre e hija que el estudio peligraba. Pará de llorar, Rita, que si te ponés así por un estudio mejor que no puedas tener hijos en serio, si supieras lo que duele, ¿no, doctor?, ah, yo no sé cuánto duele, dijo Benegas y se rieron juntos, junto a su hija inclinada a cuarenta y cinco grados respecto del suelo, inflada de aire. Por la posición de la camilla las lágrimas de Rita hacían el recorrido inverso al llanto habitual, desde el lagrimal recorrían la curva del párpado superior, dibujaban el arco de la cejas y en la punta de ese arco lo abandonaban para correr por su frente y desaparecer dentro del flequillo. Rita sintió que alguien le rozaba la mano debajo de la sábana y luego la tomaba, fuerte, una mano fuerte apretando la suya. Abrió un instante los ojos y vio parado de ese lado, junto a la camilla, a uno de los asistentes del doctor Benegas. Cuando ella abrió los ojos él la estaba mirando. El asistente, al ver los ojos de Rita clavados en los suyos, hizo un movimiento, no la apretó más fuerte, sólo un movimiento, como si le acariciara la mano. y le sonrió. Rita apretó los ojos más que antes y apartó la mano de la de él corriéndola junto a su cuerpo. Esperó, dura, tensa, pero nadie vino por su mano. Un rato después sintió que tiraban del pico clavado en su cuerpo y abrió los ojos, ya no había nadie de ese lado. No te pongas tan dura que te va a costar sacar el aire que te metimos, le dijo el doctor Benegas mientras apretaba la panza de Rita para que saliera el gas con el que la habían inflado. Y entonces todo se acabó, la bajaron, le enseñaron a apretarse la panza para sacarse el aire sobrante, si no dejás que lo hagamos nosotros lo vas a tener que hacer vos, y la mandaron a casa. Tiene útero, quédese tranquila, le dijo el médico a Elena mientras las despedía en la sala de espera.

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