En el nombre del cerdo (11 page)

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Authors: Pablo Tusset

Tags: #humor, #Intriga

BOOK: En el nombre del cerdo
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—¿Cree que en el pueblo hay alguien que pueda haber hecho algo como lo que nos encontramos en el matadero?

—Cualquiera sabe... Están todos medio majaras... Hay un viejo..., se parece a Einstein pero lo llaman Betoven..., dice que Maupassant pasó una temporada en el Horlá antes de empezar a volverse loco, y que el pueblo entero es un purgatorio donde va la gente a cumplir penitencia por sus pecados... A lo mejor está un poco chiflado, pero la verdad es que cuando uno llega allí se comprende lo que dice.

—Ya... Yo desde luego hubiera apostado por que al menos la identificación del cadáver iba a ser fácil.

—Ah, es verdad, usted no lo sabe... Resulta que a falta de confirmación ya sabemos de quién se trata, en cuanto cruzamos datos apareció una coincidencia clara. Tiene todos los números para corresponder a una vecina del valle, de un pueblecito a unos cincuenta kilómetros de San Juan del Horlá. Se denunció su desaparición dos días antes de que nosotros encontráramos el cadáver, y el análisis ectoscópico coincide con ella, estamos a falta de una prueba de ADN. Según el informe de Prades..., lo que dice de los hematomas y demás, parece coherente con que la trajeran desde el valle en el camión, quizá con varios cerdos, ya sabe que junto con la víctima se sacrificaron otros animales. Quiero decir... animales.

—¿Viajó treinta kilómetros de curvas en una jaula con cerdos y llegó viva?

—Sí, la verdad es que es tremendo. Pero eso al menos nos da una línea de investigación clara.

—Pues yo no lo veo tan claro...

—Bueno, si se confirma la identidad sabremos al menos por dónde empezar a movernos. Y nos interesa también averiguar de dónde salieron esos cerdos que la acompañaron, lo que será difícil porque la jueza de instrucción mandó incinerar todos los restos no humanos que aparecieron en las neveras. Habrá que rastrear las ventas de animales, y ver si se ha denunciado algún robo de ganado porcino..., en fin...

—¿A quién le han pasado el sumario?

—Un tal juez Óscar Domínguez. ¿Le suena?

—De oídas. No debe de tener ni treinta años.

—Dice Rodero que en eso hemos tenido suerte porque suele darnos libertad de acción.

—Qué remedio: todavía no se atreve a negarse a nada. Pero es verdad que puede que nos beneficie...

—Habrá visto que hago mención a su comparecencia en mi informe. Por si le parece oportuno añadir algún comentario, algo que a mí se me hubiera escapado.

—Sí..., no..., la verdad es que no se me ocurre nada que añadir... Pero no he podido dejar de darle vueltas al asunto, aunque no sea oficialmente cosa mía. El otro día me fui a ver a un psiqui de la Científica, por lo de la nota... No es una nota corriente, de hecho es la primera vez que me encuentro con algo así, parece de película.

—¿Y qué le dijo el psiqui...?

—Nada definitivo, ya sabe cómo son... Que en un cuadro de El Bosco sale un cerdo vestido de monja, y que el Cerdo con mayúsculas representa al Diablo, o al Padre con mayúsculas y minúsculas, o en fin... Terminó recomendándome un libro sobre psicópatas. Pero sobre todo me ayudó a establecer una asociación mental.

—Ya... Bueno, de todas maneras me dijo ayer Rodero que quería contar con usted, así que seguramente le llamará para tenerlo al corriente...

—Me lo imagino, desde el momento en que me metí en el pastel... En realidad lo hace sólo por cortesía, yo ya pincho y corto poco... ¿Se sabe a quién va a asignar?

—No. Pero dice que todo el asunto le huele a narcotráfico.

—Menudo descubrimiento: hace treinta años que todo huele a narcotráfico...

—Bueno, últimamente por aquí casi tenemos más problemas de inmigración...

—Lo mismo que aquí... En fin, Berganza, sólo quería darle las gracias por enviarme el informe y darle un saludo para Prades.

—De su parte... De todas maneras creo que nos veremos, me dijo Rodero que quiere organizar una reunión conjunta más adelante.

—Ah..., perdone, Berganza, otra cosa... Casi se me olvida..., también quería pedirle a usted un favor, si es que puede hacérmelo sin pasar por los trámites habituales...

—Lo que quiera...

—¿Me dijo usted que el propietario del matadero escribía poesías...?

—Sí, las publica en el diario comarcal.

—¿Cada día?

—No sé... Supongo que de vez en cuando.

—¿No puede usted hacerme llegar por correo interno algún ejemplar en el que salga algo suyo...? Lo más reciente... Es sólo curiosidad.

—No creo que haya problema... Puedo ir a la redacción del periódico y pedirles unas copias, seguro que no ponen reparos.

—No: prefiero no levantar la liebre...

—Bueno, pues supongo que podría usted mirarlo en la Web.

—La qué...

—Una dirección de Internet... Los periódicos suelen tener una versión digital...

—¿Y eso también puedo yo verlo aquí en la Central?

—Claro... Pídaselo a su ayudante.

* * *

El miércoles por la mañana temprano, el comisario se va directo al mostrador de la tienda de discos:

—¿Sabe que casi me gustó el CD que me vendió el otro día, joven?

—Naturalmente: me precio de conocer mi trabajo, caballero.

—No presuma tanto: todos nos conocemos el nuestro...

—Déjeme adivinar..., es usted notario, ¿a que sí?, estaría perfecto en una butaca Chesterton con 200 volúmenes de protocolo a la espalda.

Al comisario no le gusta mucho la imagen, seguramente por eso contesta sinceramente sobre su profesión, cosa que no suele hacer a menos que se justifique por razones de servicio:

—Pues se equivoca, joven: soy comisario de policía.

—Uh, por Dios, qué miedo... ¿Y va usted a detenerme, caballero?

—Mmmm, no sé... ¿Ha cometido usted algún delito recientemente?

—En las últimas dos horas creo que no... Espere: ¿hay alguna ley que prohiba hacerse la manicura en horario de trabajo?

—Bueno, eso depende del contrato que haya firmado con su jefe.

—Uy, no tenemos nada firmado... Ni siquiera hemos podido casarnos: dicen que uno de los dos tiene que ser mujer.

—Menuda ocurrencia...

—Figúrese. Ya sabe usted lo heterosexualota que es la burocracia...

—No me hable: está infestada de falócratas.

—Ya ve... Pero de momento seguimos viviendo en pecado y también es divino de la muerte.

—Y, dígame, ¿quién hubiera llevado el ramo de flores? Curiosidad heterosexualota...

—Bueno, en luciendo un hermoso lirio cada uno...

—Ah, claro: y dos trajes con cola...

—Vaya, no sabía que las autoridades gubernativas fueran tan ocurrentes... Y hablando de trajes, ¿no lleva usted nunca uniforme, señor brigadier?

—Comisario principal, si no le importa... Sólo me lo pongo en los actos oficiales: decapitación de insurgentes, quema de brujas, ese tipo de cosas...

—A mí lo que me gustan son los botones plateados... ¿Y la gorra? Huy la gorraaa... ¿Lleva usted gorra?, dígame que sí y le grabo un caset de Mónica Naranjo.

—Llega tarde: me compré el otro día un aparato estupendo para escuchar discos compactos.

—¿En serio? ¿Y no será peligroso, a su edad? A ver si se le va a desconfigurar algún esquema...

—Mis esquemas se mantienen perfectamente rígidos, joven, muchas gracias por su interés.

—No sé, no sé... Yo no me fiaría mucho: está empezando a caerle bien un mariquita que vende discos.

—¿Qué mariquita? Yo sólo conozco a ciudadanos y ciudadanas que hacen uso de su libertad sexual y sexuala... ¿No será usted el que se está volviendo un poco antiguo desde que trata con falócratas?

—¿Antiguo yo? Dios me libre, caballero: antes me arranco el pirsin.

Al comisario se le escapa la sonrisa y un ligero espasmo que le sacude el corpachón, así que tiene que darse otra vez por vencido. Pero sale de la tienda de buen humor, con un CD de Kool and the Gang y otro de Tom Waits: «Para contrastar tendencias, mi brigadier principal». Camina de vuelta a la Central casi sonriendo bajo el bigote, buscando el sol por los callejones, hasta que se acuerda de que le han supuesto el oficio de notario: «¿Notario?, ¿parezco un notario?». Ni rastro de yonquis ante la autocaravana del ayuntamiento, aunque sí hay dos magrebíes tratando de ligar con la chica que reparte los preservativos. Al llegar a la comisaría se detiene en la primera planta a tomar un cortado, sólo por tomarlo en un lugar más animado que su sala de juntas, pero no encuentra a nadie con quien hilvanar una conversación, al menos nadie a quien conozca de más de un año. Así que sube a sus dependencias en la segunda planta y, por primera vez desde que se inauguró el edificio, lo hace por las escaleras. Varela está como siempre sentado en la antesa y se sorprende al ver aparecer al comisario por un camino distinto al habitual. El comisario a su vez sabe que algo estaba haciendo Varela en el ordenador que no debía, lo nota en que se levanta de la silla, como siempre que lo ve aparecer de repente, pero esta vez también se lleva la mano a la gorra para formalizar el saludo.

—Varela —le dice el comisario—. ¿Tenemos a alguien en la Central que sepa de poesía?

—¿Poesía?

—Sí, poesía: necesito hacerle una consulta a alguien que entienda de poesía.

Varela parece un estudiante poco aplicado ante una pregunta difícil y busca una salida al apuro:

—No sé..., ¿quiere que le ponga con un psiqui?

El comisario, sin proponérselo, se lo queda mirando desde justo el borde superior de las gafas, exactamente como solía hacer en los interrogatorios:

—¿Y se puede saber qué tienen que ver los psiquis con la poesía?

—Bueno..., no sé..., como saben tantas cosas raras...

El comisario se acuerda de las divagaciones de Puértolas y hasta le parece convincente la respuesta de Varela, así que lo libra de la mirada y le hace un gesto con la mano de que se siente. Pero no ha llegado a entrar en su despacho cuando se da la vuelta de nuevo hacia él y le pregunta:

—Varela: ¿usted cree que parezco un notario?

—Un notario..., de qué...

—Un notario, Varela, un notario: de los que escriben... escrituras... y testamentos...

Varela no sabe exactamente ni qué le están preguntando ni qué le conviene contestar, pero aun así mira al comisario por partes, como si estuviera tratando de hacer un balance sincero y objetivo:

—De notario..., sí, un poco; pero no mucho...

El comisario trata de dulcificar el tono de su voz por el método de bajar el volumen:

—Varela, ¿cree usted que cualquier día de éstos voy a lanzarme a morderle la yugular, o algo parecido?

Varela no puede evitar hacer gesto de llevarse la mano a la yugular, pero lo aborta a tiempo:

—No..., no lo creo...

—¿Entonces por qué me contesta siempre como si me tuviera miedo? Soy pacífico, paciente y según cómo hasta puedo ser amable. ¿Comprende usted lo que le quiero decir?

—Sí..., sí.

—Vale, entonces le agradecería mucho que no lo olvidase. ¿Tendrá usted la bondad de no olvidarlo?

—Sí, claro.

—Bien: gracias.

El comisario entra en su despacho, se quita la americana, se afloja la corbata y se arremanga un poco la pulquérrima camisa blanca que su mujer le ha planchado por la mañana. Luego se lo piensa mejor, se quita la corbata del todo y se arremanga hasta los codos antes de sentarse a la mesa. Ahí sigue el breve poema que a primera hora le ha hecho buscar a Varela en Internet y que luego le ha impreso en letras grandes.

* * *

Le ha dado ya mil vueltas a las dos estrofas, y sigue pensando que hay cosas que encajan y otras que no:

Hábil, astuto, cruel,

es el noble guerrero,

oro calza la yegua

del Señor que en secreto

rige con voz de mando

en el Monte Perverso.

¡Luz se hará sobre el nombre

que se expone de lleno

a quien supla la falta

en el orden perfecto!

Consejero de diablos

es el hombre de negro,

emplear bien sus zarpas

del león es derecho.

Rogad al mal romance

que se torne sereno:

descubrís que el virrey

que se esconde en el verso

ofrendó sacrificio...

Lo firma un tal Juan de Horlá, que no es pseudónimo sino el verdadero nombre del propietario del matadero. Varela ha anotado a lápiz el nombre del periódico,
La Gaceta del Horlá,
y la fecha de publicación, ocho días antes del hallazgo del cuerpo en el matadero. Al comisario le parece que nada rima del todo bien, al menos no como riman «jamón» y «camión». Y también le parece que hay siete sílabas por verso, lo cual le resulta al comisario significativo, aunque en realidad no acaban de salirle las cuentas. Por ejemplo, en «Hábil, astuto, cruel» cuenta seis, y en cambio en «Que se esconde en el verso», le salen nueve. Por otro lado se le hace raro que la poesía termine con esos puntos suspensivos, le otorga al conjunto la apariencia de estar inacabado. Hasta le da un aire de adivinanza. También le cuesta encontrarle un sentido preciso a las palabras; aunque aparece «sacrificio» y eso le interesa. Apunta en su libreta: «Buscar origen de "sacrificio"». De momento decide concentrarse en los seis primeros versos. Apunta en su libreta: «Hay un noble guerrero astuto y cruel, y también hay un Señor (con mayúscula) que rige en el Monte Perverso (con mayúsculas)». No le queda claro si el Señor con mayúscula y el noble guerrero son la misma persona, y tampoco le cuadra otra cosa: ¿qué significa que su yegua vaya pisando oro?, ¿significa que el Señor es rico? El comisario echa de menos a Puértolas y su dominio de las mayúsculas y minúsculas. Veamos, piensa el comisario: se trata de razonar como un psiqui, no puede ser tan difícil... El Señor con mayúsculas podría ser el Diablo, eso encajaría con que mandase en el Monte Perverso, que, conociendo la reticencia de los poetas a llamar a las cosas por su nombre, bien podría ser el Infierno. Pero si su yegua pisa oro, ¿no será más bien Dios cabalgando por los cielos, y el oro serían quizá los rayos del sol que la yegua va pisando?

Y justamente el icono de un sol, de un círculo radiante de oro, le trae al comisario la imagen precisa a la que se refiere la metáfora. Nada de Dios ni de Diablo: de pronto los seis primeros versos han adquirido sentido pleno.

Muy satisfecho, mira el reloj, las once menos cinco. A las once tiene cita con Quique Aribau, el escritor. Algo le dice que su visita va a ser escrupulosamente puntual, así que guarda el poema y se limita a esperar a que lo avisen de recepción observando las coladas de los inmigrantes ilegales. Cuando el teléfono suena son exactamente las once y un minuto.

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