En el nombre del cerdo (13 page)

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Authors: Pablo Tusset

Tags: #humor, #Intriga

BOOK: En el nombre del cerdo
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—Tampoco queríamos gastar mucho dinero —interviene el comisario.

—José María, por favor, déjame a mí...

—¿Cuánto viene a costar uno de esos de tres botones? —insiste el comisario.

—Bueno —dice el dependiente, dispuesto a armarse de paciencia—, depende del género, y de la marca... Tenemos cositas muy presentables a partir de quinientos euros, y luego, claro: hasta dos o tres mil los de más categoría... Pero estamos hablando de paños de calidad...

—Ya... Supongo que los de tres mil vendrán con airbag, ¿no?

El dependiente ríe por cortesía.

—No le haga caso —dice ella—, la que paga soy yo. —Dirigiéndose al comisario—: No seas tonto, vamos a ver qué nos ofrece este señor y después si quieres lo hablamos.

El calvario dura casi una hora. El comisario es medido, calibrado y sometido a varios enclaustramientos en un diminuto probador donde apenas puede moverse sin que se abra la cortina dejándolo en paños menores ante cualquier turista rubicunda que entre en la tienda. Finalmente su mujer decide que lo mejor será hacerle un traje a medida en fina cachemira negra. Eso viene a costar unos mil ochocientos euros a los que hay que sumar un cinturón de ciento diez —no sirve de nada que el comisario alegue que ya tiene cinturón tanto negro como marrón, e incluso unos tirantes—, una camisa blanca de ciento treinta —al parecer tampoco valen ninguna de las camisas blancas que ya tiene— y la corbata Yves Saint-Laurent de ciento cincuenta.

Cuando salen de la tienda el comisario vuelve a meterse las manos en los bolsillos. Su mujer camina al lado, llevando la bolsa de los complementos:

—Ya verás lo guapo que vas a estar en las fotos...

—Quiero un bañador —dice él, parándose en una tienda donde se exponen colgados en una percha.

—¿Que quieres qué?

—Un bañador.

A ella le da un poco de risa:

—¿Y para qué quieres un bañador si no vienes nunca a la playa? ¿No dices siempre que eres alérgico al sol?

—Por si acaso. Y el lunes me voy al concesionario de coches, para que lo sepas.

* * *

[...] Un delincuente que consiguió una puntuación alta en el
Psychopathy Checklist
asesinó a un anciano durante un robo. Así describía los hechos: «Estaba revolviendo la casa cuando el viejo baja las escaleras y..., uh..., empieza a gritar y a darle un puto ataque [...] así que le doy en la cabeza, pero el tío no para. Le pego un tajo en el pescuezo y se tambalea y se cae al suelo. Allí está el tipo dando grititos ahogados como un cerdo [ríe] y, joder, me estaba poniendo nervioso así que [...] le doy unas patadas en la cabeza. Eso lo calló por fin. [...] Como estaba bastante cansado, cogí unas cuantas cervezas de la nevera, puse la televisión y me quedé dormido. Me despertaron los policías [ríe]».

Después de leer este párrafo, el comisario decide olvidarse un rato del libro de Hare y bajar a la primera planta a tomar un café, a ser posible charlando con alguien.

Saliendo de su despacho se para un momento delante de Varela y le dice, como confidencialmente:

—Por esta vez no lo voy a mandar azotar, pero que sepa usted que lleva un lamparón en la camisa... Yo diría que es tomate... Si alguien me busca estoy en la cafetería.

Llegado allí, el comisario se alegra de ver acodado al final de la barra de la cafetería a Sanchís, el jefe de prensa. Va de uniforme.

—Hombre, Sanchís, qué hace de romano...

—Ya ve: tengo rueda de prensa a las doce. Por lo del alijo en el puerto... Qué toma.

—Un descafeinado de máquina, llevo ya tres cafés esta mañana.

Sanchís llama al camarero y hace el pedido.

—Qué, cómo va nuestro escritor —pregunta el comisario.

—¿Quique?: bien..., a ratos parece que le falte un hervor, pero es simpático. Me lo llevé a Homicidios y le presenté a la panda. Allí se quedó, hablando con Rodero en su despacho. Ya sabe usted cómo es Rodero: con sus caramelos de menta y la pajarita..., supongo que debió de parecerle muy pintoresco.

—La verdad es que él también es bastante pintoresco. Dice que las entrevistas son como interrogatorios —el comisario sonríe—. Pero da la sensación de que se toma su oficio en serio. Y la verdad es que se agradece, hoy día todo el mundo trabaja al ralentí.

—A ratos me vuelve loco, quiere saberlo todo: si también son policías los que hacen la limpieza, a qué edad nos jubilamos, de dónde sacamos «los disfraces»... Y sobre todo, dice que no me preocupe, que en su novela los policías son los buenos... —Los dos ríen—. Este miércoles hemos quedado para ir a la Científica... Eso sí: le pregunté si quería asistir a una autopsia y me dijo que ya se lo pensaría.

—No me lo asuste, Sanchís, que tiene que pasar a verme esta semana, quiero hacerle una consulta... Por cierto: ¿tenemos a alguien en la Central que entienda de poesía?

—Pfff... Como no hable usted con un psiqui...

—Ya...

Sanchís sonríe:

—No me diga que va a dedicarse a la poesía ahora que se jubila...

—No, es por el asunto Uni-Pork... En fin: tengo una de esas corazonadas.

—¿Anda usted metido en eso?

—Oficialmente no, pero le estoy dando vueltas.

Llega Varela apresurado. Localiza al comisario en la barra y se acerca para hablarle:

—Comisario: atraco con violencia en una tienda de discos, en la calle Santa Cecilia, a dos manzanas.

—¿Hay heridos?

—Le han dado en las narices a uno de los empleados, nada serio en principio, pero habrá que llevarlo al hospital a que lo remienden un poco. Tenemos allí a la patrulla, pero pregunta Batista si quiere usted mandar a un inspector.

El comisario cabecea y suelta aire:

—Que esperen antes de llevarse al chico, ya me paso yo, me parece que lo conozco.

El comisario sale del edificio en mangas de camisa para no perder tiempo subiendo a su despacho a por la americana. Cinco minutos después llega a la tienda. El coche celular tiene las luces encendidas y dos ruedas sobre la acera. Varios vecinos, comerciantes de alrededor, forman un pequeño corrillo a la entrada, donde uno de los agentes hace de tope para que no entren. El agente saluda al comisario y le deja paso; adentro, el otro agente de la patrulla, que también saluda, y el empleado agredido sentado en una silla, con la camiseta fucsia manchada de oscuro sobre el
piercing.
Tiene los ojos llorosos y se cubre ligeramente la nariz con un pañuelo de papel muy manchado de sangre. Su compañero, de pie junto a él, deposita una mano en su hombro y con la otra se tapa también el embozo. Un cubo con la fregona enrojecida indica que ya han limpiado la sangre del suelo.

—Bueno, joven —pregunta el comisario tratando de usar un tono ligero—, ¿no me diga que ahora le ha dado por el boxeo?

El muchacho rompe a llorar. El comisario se acerca y le da un apretón en el hombro:

—Venga, venga, ya está... A ver eso. —Trata de apartarle la mano que sujeta el kleenex y le levanta la barbilla. La nariz del muchacho tiene un corte horizontal sangrante y está inflamada, pero no parece rota, mantiene la posición y la forma—. Bueno, no es nada, un par de grapas y ya está. Debe de haberle cortado con el anillo.

—No... —empieza a decir el chico, pero no le resulta fácil hablar.

—Le ha dado un cabezazo con el casco de moto —dice el otro dependiente.

—¿Era uno sólo?

—No, dos; con cascos de moto.

—¿Y guantes?

—Sí.

—¿No les habéis dado el dinero?, ¿os habéis resistido?

—No —contestan los dos al unísono.

—¿Habéis hecho algo que pudiera... enfurecerlos?

—No —contesta el indemne, pero no muy convencido.

—A ver, qué ha pasado exactamente...

El indemne relata. Han entrado dos tipos con los cascos de moto puestos, se han ido directos al mostrador, uno de ellos ha sacado una navaja, ha agarrado al indemne por el pescuezo y le ha pedido al otro que sacara todo lo que hubiera en la caja. El agredido estaba en ese momento tras el mostrador, ha dicho que bueno, ha abierto la caja y ha entregado todos los billetes, unos setenta euros, lo que había para cambio. Luego, mientras se los dejaba en el mostrador, ha dicho algo que al de la navaja le ha molestado y el tipo ha pasado detrás y le ha dado un cabezazo con la visera del casco medio abierta. Después ha cogido el dinero y se ha marchado con su compinche.

—Y qué es eso que le has dicho que le ha molestado tanto —pregunta el comisario al agredido, tuteándolo por primera vez desde que lo conoce. Ante la renuencia del agredido contesta de nuevo el otro, con cierta cara de culpabilidad:

—Nada, que con los setenta euros debería comprarse unos pantalones en algún mercadillo porque los que llevaba le hacían bolsas y estaban pasados de moda. Bueno..., más o menos eso, pero de otra manera.

El comisario esconde los labios bajo el bigote y se pone en jarras:

—¿Y tú no sabes que a según quién no se le pueden hacer ese tipo de comentarios, sobre todo si entra en la tienda con una navaja y un casco de moto puesto? —Señalando al mostrador—: ¿No ves que si en vez de darte un cabezazo se le hubiera ocurrido pincharte el páncreas ahora tendríamos ahí un cadáver con mucho estilazo?, ¿no se te ha ocurrido pensar que hay gente por ahí capaz de eso y de más?

—Era un palurdo y un energúmeno —contesta el muchacho, con toda la dignidad que su estado le permite—, y se lo tenía merecido.

—Bueno, pues ahora a ti van a tener que coserte las narices, y el palurdo andará por ahí presumiendo de que le ha roto la cara a un niñato la mar de moderno. ¿Crees que ha valido la pena?

—Si la policía cumple con su obligación y lo detiene, sí, habrá valido la pena.

—¿Sabes que a veces resultas bastante impertinente, hijo? ¿Se te ha ocurrido que no es posible detener a un individuo del que lo único que podéis decir es que llevaba casco de moto y unos pantalones pasados de moda? Se acostumbra a dar más pistas, jovencito, esto de identificar a delincuentes es casi tan difícil como encontrar un disco en las estanterías, ¿te haces cargo?

El comisario ha ido endureciendo el tono y se da cuenta de que el muchacho está a punto de volver a ponerse a llorar, así que afloja:

—Anda, vete a que te arreglen eso y a ver si aprendes la lección para otro día.

Al llegar a su despacho diez minutos después, el comisario vuelve a abrir al azar el libro de Hare sin pensar demasiado en lo que hace, quizá con la ingenua pretensión de distraerse:

[...] Preguntamos a un recluso si había perdido alguna vez el control y respondió: «No. Siempre tengo el control. Por ejemplo, soy yo quien decido el daño que le voy a hacer al tipo».

EN EL PARAÍSO

T abre los ojos cinco minutos antes de que suene el despertador pese a haberse acostado al amanecer. Tiene resaca, regusto a güisqui rancio, no recuerda el momento en el que se acostó, ni siquiera cómo llegó al hotel. Debió de haber bebido demasiado en el bar de la 33, eso sí lo recuerda, como el haber comido gran cantidad de alitas de pollo en el coreano de la Séptima. Y sobre todo recuerda que tiene una cita a las once en el parque, ésa es la idea casi obsesiva que lo ha despertado cinco minutos antes de tiempo.

Al salir de la ducha abre el armario empotrado que hay frente a la puerta del baño. De los percheros sólo cuelga la ropa, en su mayor parte sin estrenar, que ha ido comprando en la ciudad. Lo que busca, una camiseta blanca, está dentro de su bolsa de viaje, en el suelo del armario; pero hay algo entre las prendas colgadas que le llama la atención. Algo gris, de tela de algodón gruesa, afelpada. No recuerda haber comprado nada así: es una sudadera con bolsillo central y capucha, como las que suelen llevar algunos negros. Sí recuerda haber querido comprar algo parecido para su cita en el parque: una sudadera con capucha. Pero si la hubiera comprado, lo recordaría, ¿correcto?, correcto. Se le ocurre que quizá las empleadas de la limpieza la en contraran en alguna parte, debajo de la cama, en cualquier cajón, o a la puerta de la habitación, y la colgaran en su armario pensando que era suya. Quizá es de un huésped anterior. Parece nueva, y no huele a nada especial. Bueno, quizá le parece que huele un poco a Boucheron, pero debe de ser porque el armario huele un poco a eso. Es de su talla, XXL americana. Se le ocurre que podría ponérsela esta mañana y devolverla después. En el pecho tiene estampadas las iniciales NY en color azul. No le gusta mucho eso, pero tampoco está tan mal, combina bien con los vaqueros que guarda en la bolsa de viaje.

A las diez, con la sudadera puesta, está desayunando en la calle: café y una rosquilla judía, no le queda apetito para más después de las alitas de pollo de madrugada. Y a las diez y media entra en el metro en la 33, toma un
local
hasta la 72 con Broadway y desde allí echa a andar hacia el parque. La zona le parece sorprendentemente limpia incluso a la luz del sol, si uno mantiene la vista baja para no ver la altura de los edificios casi puede imaginar estar en una ciudad europea.

Camina sin mucha prisa y una manzana antes de Central Park West cambia de acera para no pisar la vereda del edificio Dakota.
Just in case.
Después se sienta en el murete del parque a hacer tiempo fumando. Hace calor, a lo largo de la acera se han montado paradas de helados y bebida fría; mucha gente va en manga corta. También él se quita la sudadera y se la coloca a los hombros. Observa cómo los bíceps le deforman la manga de la camiseta y los pectorales la tensan ostensiblemente en el torso, eso a pesar de que ha perdido un poco de tensión muscular en las últimas semanas, desde que no va al gimnasio. ¿Quizá tiene el aspecto de uno de esos culturistas presumidos que usan ropa ceñida? Vuelve a ponerse la sudadera, termina el cigarrillo y se mete en el parque con la esperanza de encontrar un hueco a la sombra en los bancos de Strawberry Fields.

Lo encuentra: al parecer todo el mundo busca exponerse directamente al sol. Se sienta sobre las tablas de madera malograda por la lluvia y observa a la gente disfrutando del buen tiempo. Los turistas, inconfundibles, se detienen ante el rosetón de mosaico embutido en el suelo, con la palabra «IMAGINE» escrita en el centro. Remanso de paz dominical: además de turistas también hay mujeres, todas blancas, que leen o dormitan en los bancos, y hasta algunos niños y viejos. No suele haber ni niños ni viejos por la calle, en especial no suele haber niños. T trata de recordar dónde ha visto alguno antes y sólo le viene a la memoria un patio de colegio en el East Village, donde unos crios de seis o siete años jugaban tras unas rejas de gallinero.

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