—¡Uh! —dice una voz impostada, detrás de él.
No le asusta el pequeño aullido, pero se sobresalta al volver la cabeza y encontrarse con un rostro tan conocido: conocido de toda la vida. Es Suzanne, pero ahora lleva el cabello apenas recogido en una cola holgada y, durante un segundo en el que no está poniendo caras extrañas, el parecido con el retrato resulta aún más asombroso que otras veces. Viste vaqueros y un jersey que le viene grande, de perlé celeste, y sostiene una gorra de béisbol en la mano. Al margen del parecido, es la perfecta modelo de un anuncio de agua mineral: frescor, salud y belleza sin artificios.
—
Hi...
Me alegro de verte... Un beso... —dice T cuando se recupera. Se nota que ella no lleva sus tacones habituales porque de pronto su cara queda más abajo de lo que él recordaba, pero la piel sigue siendo la misma sin el amparo del maquillaje, quizá más arrebolada en las mejillas.
—¿Hace mucho que esperas? —dice ella poniendo cara de culpabilidad, alzando las cejas fruncidas y apretando los labios.
—No, acabo de llegar, pero todo el mundo está tan tranquilo aquí que me he quedado embobado.
—Bonito día, eh...
—El mejor desde que estoy en la ciudad.
—Uf, ya verás en verano... Hace un calor horrible —gesto de calor horrible: labios bajos, ojos de perro pachón y dorso de la mano pasando por la frente.
—Eso he oído...
Hay una pausa, quizá demasiado larga: ella no ha encontrado nada divertido que hacer ni que decir. Y en el transcurso de esa pausa, T comprende el porqué de la constante mímica de ella; de las bromas, de las muecas... Es por timidez: no quiere dejar ver a la muchacha que hay detrás de la pantomima. Justo la muchacha que T quiere ver.
—Qué te parece: ¿damos un paseo por el parque? —dice él, echándole un capote.
—Sí, claro... —Ella se pone la gorra.
—Pero tendrás que guiar tú porque yo no me lo conozco.
—Uf, yo tampoco... Suelo bordear el lago por West Driver, hay que tomar ese primer camino a la izquierda... ¿No habías entrado nunca?
—¿En el parque?; sí, a veces, te lo tropiezas por todas partes... Pero nunca me he quedado dentro más de diez minutos, lo justo para fumar un cigarrillo y salir.
—¿No te gusta el verde, la naturaleza? —gesto de mariposas volando.
—Prefiero el gris de las calles —T sonríe—, yo no tengo antecedentes irlandeses...
Ella repite la mímica de bailarina celta que había hecho en el Instituto y sonríe. Pero todavía no se ha roto el hielo, y además parece estar pendiente de alguna clase de explicación que sin duda tendrá que dar T, él ha insistido en concertar la cita y por tanto es el responsable de dotarla de interés, o por lo menos de darle justificación. Por el momento caminan a ritmo demasiado rápido para un paseo, y al poco desembocan en una ancha avenida asfaltada por la que corren ciclistas y
joggers.
Suzanne se acerca a una baliza de información que muestra la maraña de caminos y senderos. «Se trata de llegar al Shakespeare Garden, y luego podemos pasar por el castillo, es el punto más alto del parque...».
Ése es el recorrido que tratan de seguir, titubeantes ante las continuas bifurcaciones que Suzanne no recuerda con precisión (gestos de Sherlock Holmes olfateando en el aire), pero saben que van por buen camino cuando llegan a la orilla del lago. Se detienen allí un momento. El agua cubre un gran vacío de vegetación, turbia, verdosa, tranquila; hay una sola barca ocupada, en la margen opuesta, tan lejos que no se oye el chapoteo de los remos. Después continúan bordeando la orilla a cuyo margen crece una vegetación poderosa y asilvestrada, lo que da pie a Suzanne para imitar a Jane llamando a Chita a cenar. Ciertamente nada hace pensar en el artificio de un parque a menos que uno vuelva la vista atrás, hacia los edificios más altos de Central Park West, o hacia los rascacielos del Midtown, que a veces aparecen entre la arboleda como torreones de un reino de fantasía.
—Parece Camelot —dice T.
—Sí... —hace una onomatopeya de espadas en lucha.
—Mira: una ardilla, ¿la ves?
—¿Dónde?
—En ese árbol —T señala.
—Ya la veo...
—¿Te puedes creer que nunca había visto una ardilla fuera de una jaula?
—¿No? Aquí se ven a montones, son muy confiadas —gesto de ardilla confiada, con las manos haciendo de orejas indolente y asimétricamente caídas, como una diva consentida.
Hace rato que no se cruzan con ningún ser humano, hasta que parece que han llegado a algún lugar de concentración para turistas. Suzanne explica que aquello es un jardín en el que se cultivan todas las plantas que se nombran en las obras de Shakespeare. Pose de Hamlet con su calavera. Desestiman la visita; siguen caminando, dejan atrás una granja de madera con aspecto de auténtica granja de madera y, subiendo una cuesta, llegan a la imitación empequeñecida de un castillo medieval, con un torreón que se eleva sobre el lago. Hay unos chicos subidos en lo más alto, pero parecen cohibirse por la presencia de adultos y bajan enseguida. T y Suzanne suben entonces. Desde lo alto se domina una buena extensión sobre el lago: hacia el norte, los árboles formando un confín hasta Harlem, al frente las terrazas del Upper East Side con sus molduras de piedra caliza reluciente, y al sur, lejos, de nuevo Camelot emergiendo con sus torreones de cristal coloreado.
—Los primeros días venía por aquí a relajarme un rato —dice Suzanne, con gesto de fumar marihuana y bailar reggae.
—¿Cuando echabas de menos el
skyline
de Sligo...?
Ella cambia el paso de reggae por el de bailarina celta que hasta ahora sólo había imitado con los dedos: manos a la espalda y pies de punta-tacón, punta-tacón. Se ríe de su propia parodia y saca un paquete de Marlboro Light. Ofrece uno a T. Él lo acepta. No sabía si ella fumaba y se alegra de enterarse de que sí.
—En Sligo no hay mucho
skyline
que digamos... Hay —hace gesto de enumerar con los dedos— casas de piedra y..., espera, qué más... Ah, sí: un río que pasa por en medio. —Gesto de río por en medio—. ¿Has estado alguna vez en Irlanda?
—No, pero eso tiene fácil remedio.
—Es un país de pueblos diminutos y casitas diseminadas sobre la hierba... Pero puedes ver el arco iris casi a diario, y a veces el aire brilla por efecto del polvo de lluvia, como si lo hubieran tocado con una varita mágica. —Gesto de varita mágica haciendo relucir el aire—. Es una tierra que siempre se añora, no sé..., como un jersey viejo, o una infancia feliz.
Algo le dice a T que ella empieza a relajarse.
—Suena bien... ¿Y qué está haciendo una melancólica celta en esta ciudad de locos?
Ella se vuelve para dar la cara y apoya la espalda y los codos en la almena. Durante varios segundos no hace muecas, sólo pone cara de pensárselo: su auténtica cara de pensárselo. Y T vuelve a ver el rostro que anda buscando.
—¿Que qué hago en esta ciudad de locos? Pues no sé... Me apetecía experimentarla, se me presentó la oportunidad y aquí estoy. Ya sabes lo que se dice: lo que no veas aquí no lo verás en ninguna parte... —vago gesto de marciano moviendo tentáculos.
—Viaje de experimentación...
Otra vez se lo piensa un poco:
—Más o menos... —Gesto de químico fatigando matraces—. Y de paso dejo pasar un poco de tiempo antes de tomar decisiones importantes. —Gesto de entrecomillar «decisiones importantes»—. A veces pienso que estoy esperando que ocurra algo... —Cejas rápidamente arriba a lo Groucho Marx—. ¿Y tú?, ¿qué has venido a hacer a esta ciudad de locos?
T también se toma un tiempo para contestar:
—Digamos que estoy buscando una segunda oportunidad. Ésta siempre ha sido la tierra de las oportunidades, ¿no?, al menos eso dice la propaganda.
—Bueno, supongo que depende del tipo de oportunidad que te interese...
—Ninguna en concreto... Solo que..., bueno, he superado la mitad de mi vida y, vista en perspectiva, resulta que la primera parte no me ha gustado nada. Supongo que es una variante de la crisis de los cuarenta; una variante complicada, seguramente...
—Ah, ¿hay más crisis después de los dieciocho? —cara de aprensión.
—Todas las que quieras, cada cual se hace su
planning.
—Pues yo no pienso tener ni una más, ya lo pasé bastante mal con los granos.
—¿Tenías granos?
—Todos: los míos y los que en justicia hubieran tenido que corresponderles a mis amigas. Justo al revés de lo que pasaba con, en fin..., con otras cosas. Sólo te diré que el gracioso de la clase me llamaba «la Feldespato»...
—Pues has cambiado mucho desde entonces...
—Uf, una barbaridad —gesto de coquetería retirándose la cola.
Pausa.
—Oye, te agradezco mucho que hayamos quedado —dice T—. Espero que no te molestara que fuera tan insistente el otro día por teléfono, debí de parecerte un chalado...
—No... Esta ciudad es difícil para venir solo, sobre todo si no dominas el idioma.
—Si quieres que te sea sincero, no es sólo la ciudad y el idioma... También es que... Bueno, pensé que eras alguien especial. Y no me refiero a que seas tan guapa ni nada de eso —ella sonríe y frunce el ceño como para rechazar el halago, pero inmediatamente vuelve a retirarse la cola con coquetería fingida—, me refiero a otra cosa... Es algo que se nota sólo a veces..., cuando te relajas.
—No sé si tomarlo como un piropo... La verdad es que para ser un piropo es un poco raro.
—No es un piropo. Lo que quiero decir es que estuve seguro de que podríamos ser amigos.
Ella desvía un poco el tema:
—Aquí no es fácil hacer amigos... La ciudad termina por contagiarte su adustez..., la gente va por la calle metida en un caparazón —gesto de cangrejo inasequible al trato.
T acepta el rodeo:
—¿Y cómo es la gente en Irlanda?
—Uf, nada que ver: ruidosa, cálida, confiada... —gestos de bebedores de cerveza alborotados—. Sobre todo en la República, del otro lado son un poco más
British,
incluso los católicos, pero también allí es muy distinto.
—¿Y dónde está Sligo?, ¿en la República?
—Sí, en la costa Atlántica...
—Bueno, pues me alegro de que no seas nada
British.
¿Y sabes qué otra cosa me gusta de ti?, que pronuncias las zetas. Contigo me siento como en casa.
—Tampoco es que yo tenga muchos amigos en la ciudad, no te creas... Bueno, está Deby: la señora de recepción...
¿Eso es también un cambio de tema? quizá...
—Se parece a Diane Keaton...
—Sí, es muy guapa, y encantadora, medio australiana, pero excepto en algún almuerzo rápido nunca nos vemos fuera del Instituto.
—¿Y tus compañeras de piso?
—Las dos son norteamericanas, una de New Jersey y la otra de Vermont, pero llevan en la ciudad desde que terminaron la secundaria y es como si fueran de aquí. Ape nas las veo, la mayoría de las noches duermen por ahí, con alguien que han conocido durante el día... Por eso solemos quedar para comer los domingos, siempre hay algo que decidir con respecto al apartamento; la limpieza, las compras...
Los dos han terminado el cigarrillo. T deja de apoyarse en la almena y se endereza:
—Bueno, y qué te parecería si inauguráramos una especie de Hermandad Hispano-Irlandesa tomando algo en alguna parte...
—Me apetece un café. ¿No me ofrecías un café el otro día por teléfono?
—Pero que sea un
espresso:
por hoy ya he tomado bastante del otro.
* * *
Bajando del castillo, cruzan el parque a lo ancho hasta salir del otro lado por la 79. Después pasan un rato curioseando entre las paradas de los pintores que exponen en la acera del Metropolitan. T se fija en unas pequeñas acuarelas originales a treinta dólares. Elige una que representa una flor geométrica coloreada en distintos tonos de rojo. Parece vagamente una rosa.
—Para ti —dice, haciendo gesto de entrega a Suzanne—. No necesita agua.
Ella la recibe con discreta sorpresa, sólo ligeramente impostada:
—Ah, muchas gracias... Es muy bonita.
La toma con las dos manos y finge que la huele con fruición, cerrando los ojos. Cuando T paga, el vendedor, que también es el artista, quiere saberlo todo de ellos: de dónde son, si les interesa la pintura, si llevan mucho tiempo en la ciudad... Ante las respuestas ambiguas de T, el hombre los toma por una pareja de turistas en vacaciones y les pregunta si tienen hijos.
«Not yet»,
contesta T sonriendo en dirección a Suzanne, y en ese momento piensa que la confusión del pintor indica que después de todo no se ve tan mayor al lado de ella. Por otro lado la conversación en la almena ha servido para romper definitivamente el hielo, apenas un rato después ya se sienten como si se conocieran de tiempo. A T le gusta que cada vez haga menos falta hablar para evitar silencios, y también que se dé esa naturalidad, ese acuerdo tácito, en la manera de caminar el uno junto al otro, cada cual siguiendo su propia iniciativa al detenerse aquí o allá pero en realidad siguiendo una coordinación casi coreográfica. En dos o tres ocasiones se han rozado un brazo, o un hombro, o han acercado las caras a un mismo objeto de interés sin esa precaución con que se guardan las distancias en otros casos: en el metro, en una tienda, o incluso entre amigos.
Después de dejar al pintor en su parada, caminan en dirección a Park Avenue en busca de algún lugar tranquilo donde tomar café. Imponentes porteros con gorra de plato y uniforme hasta las pantorrillas hacen guardia bajo las marquesinas de los edificios de apartamentos, y, tras las cristaleras de los
halls,
aposentadas sobre pequeños trípodes, se han dispuesto placas invariablemente doradas advirtiendo que no se admiten visitas que no hayan sido anunciadas.
Suzanne se pone la gorra de béisbol del revés e imita el andar y el hablar de los raperos:
—
Hey, brother, think I better move on 'round here...
—A mí también me gustaría vivir aquí... —dice T.
—No creo que la beca del Ministerio te dé para tanto...
—Pero ¿no estaría mal, eh?
—Bueno, en realidad un piso en el Upper East Side no es lo que más me apetece en el mundo. Creo que se me ocurriría un lugar mejor en el que gastar veinte millones de dólares.
—¿Por ejemplo?
—Uf, no sé... A veces tengo esas fantasías de vivir en una casita en el campo.
—Ya,
La casa de la pradera...