—¿La de Frank Lloyd Wright?
T ríe un poco:
—No...
La casa de la pradera
era una serie de televisión. Perdona, me olvidé de que te llevo veinte años...
T identifica una cafetería en la acera opuesta de Madison Avenue y señala en su dirección. Suzanne asiente para aprobarla; tiene un aire coqueto, con una terraza compuesta por mesitas de mármol rodeadas de pequeños limoneros, adornada de banderitas italianas. El escaso tráfico del domingo por la mañana les permite cruzar la avenida por cualquier parte. Se sientan a una de las mesas; Suzanne expone su flor pintada apoyándola contra el servilletero y finge regarla. Enseguida sale un camarero con pajarita y aspecto de italiano de verdad. Suzanne, ante la interminable carta de cafés, logra decidirse por un
espresso machiatto with a dollop of foamed milk,
y T por un sutilmente distinto
espresso doppio streamed milk machiatto,
que promete ser lo más parecido a un simple café cortado que puede tomarse allí.
—¿Y cómo sabes que son veinte? —pregunta Suzanne, cuando el camarero ha anotado el pedido.
—El qué...
—Los años que me llevas. Has dicho que te habías olvidado de que me llevabas veinte años...
—Bueno, yo tengo cuarenta y tres. Pero no pienso perder los modales hasta el extremo de preguntarte cuántos tienes tú, aunque evidentemente no tengas necesidad de quitarte ninguno.
—
OK:
tus modales están a salvo: tengo veinticuatro años, así que me llevas sólo diecinueve.
—Ah, qué alivio: sólo diecinueve... De modo que cuando tú ya tomabas papillas yo ni siquiera había terminado el servicio militar... Perdona: ¿sabes lo que era el «Servicio Militar»?: eso que te obligaban a hacer antiguamente en España, vestido de soldado...
Susanne finge enfado:
—Ya sé lo que es el servicio militar, muchas gracias. —Pausa—. Pues a mí no me pareces tan mayor, la verdad...
—Eso es porque no me has visto sin dentadura ni peluquín...
—Bueno, eso es como lo de conocer Irlanda, también tiene fácil remedio...
A T se le hace evidente que Suzanne está empezando a coquetear de manera franca. Y a lo largo de la conversación empieza a ser él el que hace gestos y mímicas y bromas, ella le cede en parte ese papel para situarse como espectadora, en cierto modo como homenajeada por el ingenio de él, que progresivamente se despliega hasta formar algo parecido a una cola de pavo real. Quizá ha llegado el momento de no ser tan tacaño con el sentido del humor.
Después del café vuelven hacia el oeste por alguna de las Setenta, casi sin hablar, disfrutando un poco más del buen tiempo y el tráfico escaso. T entra en un
Deli
a por tabaco y comete el error de comprar también la voluminosa edición dominical del
Times,
«Es que voy a empapelar mi habitación del hotel», le dice a Suzanne. De nuevo en el parque se paran unos minutos para escuchar a un músico que versiona a los Beatles,
If I fell in love / Oh, please, I must be sure...
., y T deposita un billete de diez dólares en el estuche de su guitarra. Luego toman el camino que pasa por el zoo hasta salir a la calle en Grand Army y enfilar la Quinta Avenida hacia el sur. Éste parece el momento propicio para hablar del almuerzo, así que T pregunta a Suzanne adonde le apetece ir a tomarlo. Ella hace un mohín y dice que lo siente pero no puede faltar a la comida con sus compañeras de piso. T se alegra de que a ella parezca apetecerle más quedarse con él que acudir a esa cita previa, pero no insiste. Ella mira entonces su reloj y se sorprende (ambos se sorprenden) al comprobar que son las dos y cuarto. Suzanne dice que lo mejor será tomar un taxi hasta su apartamento. T se ofrece a acompañarla. Ella dice muy segura que no, que es una tontería bajar tan al sur para luego tener que subir hasta su hotel.
—Bueno, ¿cuándo podemos volver a vernos? —pregunta él.
—No sé... Cualquier día de éstos. Tenemos una Hermandad Hispano-Irlandesa, ¿no?
—«Cualquier día de éstos» me parece un poco tarde: en cuanto te subas al taxi empezaré a echarte de menos. —Ella ríe—. Podemos ir al cine, al circo, al dentista..., a donde tengas costumbre de ir. ¿Quedamos para cenar esta noche?
—No puedo..., de verdad.
—¿Te llamo mañana por la mañana al Instituto?, ¿a qué hora sales a desayunar?, estoy haciendo un estudio antropológico y necesito saber cómo untas las tostadas.
—¿Con cubiertos de plástico?... Mira, por ahí viene un taxi...
Es T el que alza la mano para pararlo, y después abre la portezuela para que ella suba; en el interior del habitáculo suena el
Red, red, wine
de Ub40. Vuelven a besarse las mejillas a modo de despedida. T cierra la puerta y espera para echar a andar a que el taxi arranque y se pierda en el tráfico.
Después se encamina al hotel cantando:
Red, red, wine, yon make me feel so fine...
Ya en alguna de las Cuarenta, cerca de unas bolsas de basura, ve una rata, gordezuela pero no muy grande, quizá como una ardilla del parque. Está estúpidamente desprevenida, con medio cuerpo metido en una bolsa de papel de McDonald's, sólo le asoma la cola y la bola ventral. T se acerca a la carrera y la patea fuerte de puntera, como un delantero lanzando un penalti. Es un golpe que produce cierto placer sensual, incluso a través del calzado: el placer que da el golpear algo pesado y blando, un
punching ball,
o un globo lleno de agua.
La rata y la bolsa de McDonald's salen volando hacia la calzada. La puntera de la zapatilla derecha de T se ha manchado un poco. Parece ketchup, quizá con algunos grumos de mostaza.
Inmediatamente, T siente una fuerte erección.
* * *
El lunes a primera hora T bebe su acostumbrado primer café en la calle y apura su acostumbrado primer par de cigarrillos junto al grupo de fumadores de la acera. Cuando vuelve al hotel son las nueve. Le preocupa esperar demasiado y va directo a los teléfonos.
Contesta la misma Suzanne; T la reconoce sin vacilar esta vez, pero de todas maneras pregunta por ella en inglés para ponerla a prueba,
May I speak to Ms Ortega, please.
—Hola, soy yo —contesta ella en tono alegre.
—No puede ser...
—Cómo que no puede ser...
—Déjame que me frote los ojos... ¿Así que existes de verdad?, ¿no eres un sueño...?
Ella ríe al otro lado de la línea y luego carraspea ostentosamente:
—Eh... Instituto de Estudios Aplicados, al habla Ortega. ¿En qué puedo servirle?
—Vale, estás trabajando... Al grano: ¿quieres desayunar conmigo?
—Uf... ¿hoy, esta mañana?
—Bueno, la oferta es extensiva a los próximos cincuenta años...
—¿Piensas vivir hasta los noventa y tres?
—Si pudiera desayunar contigo a diario, puede que valiera la pena. —Hace una breve pausa para que ella asimile el requiebro—. Además tengo que decirte una cosa.
—Pues hoy va a ser difícil, tengo montañas de papeles sobre la mesa...
—Pero ¿desayunarás tarde o temprano, no? Puede que esta ciudad no duerma, pero nadie se salta el
breakfast
a menos que lo estén operando de amígdalas.
—Déjame que consulte la agenda... No, ninguna operación de amígdalas para hoy —cambio a tono más serio—: Pero no sé a qué hora podré salir, y no creo que tenga más de quince o veinte minutos libres...
—Suficiente, dime a qué cafetería vas y dame una horquilla horaria. Yo te espero comiendo un donut tras otro para que no me quiten la mesa.
—No, en serio...
—Completamente en serio: ¿no te apetece oír mis zetas? Soy de las pocas personas de esta ciudad con la que puedes desayunar un verdadero zumo de zanahoria.
Ella hace una pausa un poco más larga, él la imagina sonriendo al otro lado del aparato. Al fin concede:
—Suelo desayunar en Berny's. Está en Lexington entre la 43 y la 44, muy cerca del Instituto. Puedo intentar estar allí sobre las diez, pero tendrás que perdonarme si te hago esperar un poco, es posible que me llegue alguna visita justo a esa hora.
—
OK,
pero no olvides traerte esos ojos que tienes, los grandes.
Cuando cuelga el aparato, T mira el reloj: las nueve y cinco. Caminar hasta el lugar le llevará unos veinte minutos, tiene tiempo de subir a la habitación y vestirse adecuadamente.
Ante el armario abierto considera distintas posibilidades y decide que ha llegado el momento de disfrazarse de petirrojo: camisa encarnada y el resto combinando gris y negro. Al bajar, el guardia de seguridad de las mañanas parece quedarse un momento pensando si el tipo que sale del ascensor es el mismo que ha subido cinco minutos antes con unos vaqueros y camisa de mecánico. T, de un humor exultante, lo saluda llevándose la mano a la sien y el tipo devuelve el saludo sonriendo y moviendo la cabeza de derecha a izquierda.
Cuando llega a la cafetería precisa en Lexington, T observa el interior a través de los cristales: típico lugar donde se sirve desayuno americano, con algunas mesas libres pese a la hora. Queda un buen rato para las diez. Gira sobre sus talones y la punta estilográfica del edificio Chrysler se cierne sobre él con esa inesperada naturalidad con que se elevan los rascacielos: sin ruido, como si no costara ningún esfuerzo ser tan alto. Se le ocurre acercarse y hacer tiempo curioseando el
hall,
que según su guía de la ciudad tiene fama de maravilla Art déco. En realidad resulta una distracción muy corta y dos minutos después vuelve a estar en la calle buscando un lugar donde sentarse. No es fácil. A uno puede darle un vahído en lo más profundo de Central Park y las ardillas tendrán tiempo de devorar el cadáver antes de que alguien lo encuentre; sin embargo, una simple replaceta con dos bancos en el Midtown es pedir demasiado. Piensa todo eso con estas mismas palabras, a modo de ejercitación de su recién desenterrado sentido del humor: «Devorar», «Replaceta», «Vahído»..., le divierte esa mezcla de registros. Fuma mientras le da vueltas a la manzana como para ponerla en hora: Lexington, calle 44, Tercera Avenida, calle 43 y otra vez Lexington. Entretiene el periplo contando limusinas, da igual blancas o negras. ¿Será más gracioso «lipotimia» que «vahído»? Dos limusinas. A él le gusta «vahído», es sin duda el sonido que articularía una doncella victoriana al desplomarse sobre el diván:
vahíiiido,
la onomatopeya misma de la pusilanimidad. Tres limusinas. Definitivamente es un tipo con sentido del humor, lo único que necesita es un buen motivo para ser generoso con él. Cuatro limusinas. A la undécima limusina faltan cinco minutos para las diez y se encamina a la cafetería convencido de que su capacidad para los juegos de palabras es ilimitada. Doce limusinas. No entra todavía en el local, como ve que hay mesas libres se queda apoyado en la fachada junto a la puerta y ahí empieza otra etapa de la espera que esta vez entretiene contando ejecutivos con maletín.
Suzanne aparece entre el séptimo y el octavo, resplandeciendo en su vestido blanco como una reina de las oficinistas:
—¿Hace mucho que esperas?
—Doce limusinas y ocho ejecutivos con maletín, pero ha valido la pena.
Entran en la cafetería y se sientan a una mesa junto a la cristalera. Miran la carta de desayunos sin hablar; enseguida llega una camarera negra y estatopígea, vestida con delantal y gorra de barquillo. Toma nota: el número 2 para ella, el 3 para él y café para los dos.
—Bueno —dice Suzanne—, ¿alguna novedad desde ayer?
—Una sola. Pero para ponerte al corriente tendré que hablar un rato en serio. ¿Estás preparada?
—Espera. —Ella hace la pantomima de arreglarse el peinado y el cuello del vestido—. Ya.
—Verás: he estado pensando en nuestra Hermandad Hispano-Irlandesa. Creo que deberíamos redactar algunos estatutos.
—Ajá... ¿Por ejemplo?
—Para empezar creo que nos convendría celebrar una reunión de trabajo al menos una vez al día.
—Uf...
—Vale, ya sé que eres una mujer muy ocupada. Pero no creo que sea tan difícil, yo no tengo horarios: estoy disponible para desayunar, para almorzar, para comer, para subir al Empire State por las escaleras a medianoche...
—Siempre he querido subir al Empire State por las escaleras a medianoche, pero no sé si tendré algo adecuado que ponerme...
—Lo ideal es un Jean Paul Gauthier, casco y rodilleras... —Ella ríe—. Bueno, qué, ¿cuento contigo para una sesión diaria?
—En fin..., tengo pendiente un
jumping
desde el puente de Brooklyn con mis compañeras de piso..., pero haré lo que pueda.
—Estupendo, entonces ya tenemos el primer estatuto establecido: «Las reuniones de la Hermandad tendrán carácter diario salvo
jumping
de alguno de los participantes». Sólo hay un pequeño problema... No quisiera que pensaras que ahora me retracto, pero si alguna vez quedamos para subir al Empire State mejor que sea en ascensor, tengo una rótula un poco resentida...
—
OK,
nada de subir escaleras a medianoche...
—
OK,
entonces se terminó la conversación seria. Y ahora haz el favor de comer algo, no puedes pasarte toda la mañana con el estómago vacío.
Ella mira el plato con cara de poco apetito:
—Uf...
—Venga, si no vendrá la camarera del culo gordo y se te llevará con las oficinistas anoréxicas. —T se estira para tomar los cubiertos de ella, corta un pedazo de salchicha y se lo acerca con el tenedor a la boca. Ella acepta el bocado pero trata de tomar el control del tenedor al tiempo que protesta:
—Que no tengo hambre...
—¿Cómo que no tienes hambre? Mira, yo también como. —Corta un trozo de salchicha, esta vez en su propio plato—: Mmmm, qué rico... Ahora moja la tostada en el huevo, ¿ves?, auténtico huevo electrocutado,
Made in USA.
A Suzanne se le escapa la risa:
—No quiero huevo electrocutado, quiero zumo...
—Ni hablar: no hay más zumo si antes no le das un par de untos al huevo. Que yo te vea.
—Mejor tostada con mantequilla...
—Primero huevo. Y unas pocas patatas. ¿Quieres quedarte veinteañera para siempre? Luego te doy un Lucky sin filtro en la calle, ¿quieres?, y contamos limusinas de camino al Instituto, a ver quién ve más.
—No me gusta el Lucky, quiero Marlboro Light...
—Bueeeno, Tomás te compra después Marlboro en un
Deli.
Pero primero el huevo.
* * *
El miércoles se han citado para su primer almuerzo juntos. Suzanne dice disponer de una sola hora, de dos a tres, y T ocupa parte de la mañana en buscar un restaurante adecuado en las cercanías del Instituto. No debe ser ni demasiado vulgar ni demasiado lujoso, algo intermedio, lo propio para una agradable pero informal comida en día laborable. En la Tercera con la cuarenta y pico encuentra uno que desde fuera promete encajar:
Goldberg and McQuency, Steak and Chops,
dice el rótulo; ocupa los dos únicos pisos de un pastiche de
cottage
nórdico, cabaña japonesa y palacete Art déco rodeado de rascacielos.