—Bueno, no tienes que molestarte por eso, Quim. Tú no inventaste los términos.
—No discutamos.
—Entonces, no nos metamos en las meditaciones de los demás.
—Un noble sentimiento. Excepto que has decidido descansar a la sombra de un amigo mío, con quien necesito conversar. Pensé que sería más amable hablar contigo primero antes de empezar a golpear con palos a Raíz.
—¿Éste es Raíz?
—Dile hola. Sé que estaba esperando ansiosamente tu regreso.
—No llegué a conocerlo.
—Pero él lo sabe todo acerca de ti. Creo que no te das cuenta, Miro, del héroe que eres entre los pequeninos. Saben lo que hiciste por ellos, y lo que te costó.
—¿Y saben lo que probablemente nos costará a todos al final?
—Al final, todos nos encontraremos ante el juicio de Dios. Si todo el planeta de almas es destruido a la vez, entonces la única preocupación es asegurarse de que no quede sin bautizar ninguna alma que pudiera ser bienvenida entre los santos.
—Entonces, ¿no te importa?
—Claro que me importa. Pero digamos que hay una visión a largo plazo donde la vida y la muerte son materias menos importantes que elegir qué clase de vida y qué clase de muerte tendremos.
—Crees de verdad en todo esto, ¿no?
—Depende de lo que quieras decir con «todo esto», sí, creo.
—Me refiero a todo. Un Dios vivo, Cristo resucitado, milagros, visiones, bautismo, transubstanciación…
—Sí.
—Milagros. Curación.
—Sí.
—Como en el altar de los abuelos.
—Hemos sido informados de muchas curaciones allí.
—¿Las crees?
—Miro, no lo sé. Algunas pudieron deberse a la histeria. Algunas pudieron ser un efecto placebo. Algunas curaciones tal vez fueron remisiones espontáneas o recuperaciones naturales.
—Pero algunas fueron reales.
—Tal vez.
—Crees que los milagros son posibles.
—Sí.
—Pero no crees que sucedan de verdad.
—Miro, creo que sí suceden. Lo que ignoro es si la gente percibe adecuadamente los hechos que son milagros y los que no. No cabe duda de que muchos supuestos milagros no lo fueron. Probablemente también existen muchos milagros que nadie reconoció cuando ocurrieron.
—¿Qué hay de mí, Quim?
—¿Qué hay de ti?
—¿Por qué no hay ningún milagro para mí?
Quim agachó la cabeza y arrancó algunas briznas de hierba. Era una costumbre que tenía desde niño: intentar evitar una pregunta difícil. Era la forma en que respondía cuando su supuesto padre, Marcáo, sufría una de sus iras de borracho.
—¿Qué pasa, Quim? ¿Acaso los milagros sólo existen para los demás?
—Parte del milagro es que nadie sabe por qué sucede.
—¿Qué rata eres, Quim?
Quim se ruborizó.
—¿Quieres saber por qué no recibes una curación milagrosa? Porque no tienes fe, Miro.
—¿Que hay del hombre que dijo: «Sí, Maestro, creo. Olvida mi incredulidad»?
—¿Eres tú ese hombre? ¿Has pedido siquiera ser curado?
—Lo estoy pidiendo ahora —dijo Miro. Y entonces, irrefrenables, las lágrimas asomaron en sus ojos—. Oh, Dios —susurró—. Estoy muy avergonzado.
—¿De qué? —preguntó Quim—. ¿De haber pedido ayuda a Dios? ¿De llorar delante de tu hermano? ¿De tus pecados? ¿De tus dudas?
Miro sacudió la cabeza. No lo sabía. Las preguntas eran demasiado penosas. Entonces se dio cuenta de que sabía la respuesta. Extendió los brazos hacia los costados.
—De este cuerpo —respondió.
Quim lo cogió por los hombros, lo atrajo hacia sí, y sus manos resbalaron por los brazos de Miro hasta detenerse en las muñecas.
—Éste es mi cuerpo que será entregado por vosotros, nos dijo Él. Igual que tú entregaste tu cuerpo por los pequeninos.
—Sí, Quim, pero Él recuperó su cuerpo, ¿no?
—También murió.
—¿Es así como me curaré? ¿Encontrando una forma de morir?
—No seas gilipollas —espetó Quim—. Cristo no se suicidó. Fue un plan de Judas.
La furia de Miro explotó.
—Toda esa gente que se cura de un resfriado, que se libran milagrosamente de las migrañas…, ¿me estás diciendo que merecen más a Dios que yo?
—Tal vez no se base en lo que te mereces. Tal vez se base en lo que necesitas.
Miro se abalanzó hacia delante, agarrando la parte delantera de la túnica de Quim con sus dedos medio rígidos.
—¡Necesito recuperar mi cuerpo!
—Tal vez —dijo Quim.
—¿Qué quieres decir con eso, cretino gilipollas?
—Quiero decir —explicó Quim mansamente— que aunque tú quieras recuperar tu cuerpo, tal vez Dios, en su gran sabiduría, sepa que para que te conviertas en el mejor hombre posible necesitas pasar cierto tiempo como lisiado.
—¿Cuánto tiempo? —demandó Miro.
—Desde luego, no más que el resto de tu vida.
Miro gruñó disgustado y soltó la túnica de Quim.
—Tal vez menos —prosiguió Quim—. Así lo espero.
—Esperanza —bufó Miro.
—Junto con la fe y el amor puro, es una de las grandes virtudes. Deberías intentarlo.
—He visto a Ouanda.
—Ha intentado hablar contigo desde que llegaste.
—Es vieja y gorda. Ha tenido un puñado de críos, ha vivido treinta años y el tipo con quien se casó la ha ido desgastando todo ese tiempo. ¡Habría preferido visitar su tumba!
—Qué generoso de tu parte.
—¡Sabes lo que quiero decir! Dejar Lusitania fue una buena idea, pero treinta años no han bastado.
—Habrías preferido volver a un mundo donde nadie te conociera.
—Nadie me conoce aquí tampoco.
—Tal vez no. Pero te queremos, Miro.
—Queréis lo que yo era.
—Eres el mismo hombre, Miro. Sólo tienes un cuerpo diferente.
Miro se levantó con esfuerzo, apoyándose contra Raíz para equilibrarse.
—Habla a tu amigo árbol, Quim. Nada de lo que tengas que decir me interesa.
—Eso crees —replicó Quim.
—¿Sabes qué es peor que un gilipollas, Quim?
—Claro. Un gilipollas inútil, hostil, amargado, autocompasivo, abusivo y miserable que tiene una opinión demasiado elevada de su propio sufrimiento.
Fue más de lo que Miro pudo soportar. Gritó lleno de furia y se lanzó contra Quim, para derribarlo al suelo. Naturalmente, Miro perdió el equilibrio y cayó encima de su hermano, y luego se enredó en la túnica del sacerdote. Pero no importaba: Miro no intentaba levantarse, sino causar dolor a Quim si de esta forma pudiera librarse de algo.
Sin embargo, después de unos pocos golpes, Miro dejó de debatirse y se echó a llorar sobre el pecho de su hermano. Un instante después, sintió los brazos de Quim a su alrededor. Oyó su suave voz, entonando una plegaria.
—Pai Nosso, que estás no céu.
A partir de aquí, sin embargo, el sortilegio se rompió y las palabras se volvieron nuevas y por tanto reales.
—O teu filho está com dor, o meu irmáo precisa a resurreiço da alma, ele merece o refresco da esperança.
Al oír Miro poner voz a su dolor, a sus desaforadas demandas, Miro volvió a avergonzarse. ¿Por qué debería imaginar que se merecía una nueva esperanza? ¿Cómo podía atreverse a exigir que Quim rezara pidiendo un milagro para él, para que su cuerpo volviera a estar completo? Miro supo que era injusto poner en juego la fe de Quim para un agnóstico autocompasivo como él.
Pero la oración continuó:
—Ele deu tudo aos pequeninos, e tu nos disseste, Salvador, que qualquer coisa que fazemos a estes pequeninos, fazemos a ti.
Miro quiso interrumpir. «Si lo di todo a los pequeninos, lo hice por ellos, no por mí mismo.» Pero las palabras de Quim lo mantuvieron en silencio: «Nos dijiste, Salvador, que lo que hiciéramos a estos pequeños te lo haríamos a ti». Era como si Quim exigiera a Dios que cumpliera su parte del acuerdo. La relación que Quim debía mantener con Dios era extraña, como si tuviera derecho a pedirle cuentas.
—Ele náo é como Jó, perfecto na coraçâo.
«No, no soy tan perfecto como Job. Pero lo he perdido todo, igual que lo perdió Job. Otro hombre fue padre de mis hijos con la mujer que debería haber sido mi esposa. Otros han conseguido mis logros. Y donde Job tuvo llagas, yo tengo esta semiparálisis. ¿Se cambiaría de lugar Job conmigo?»
—Restabeleçe ele como restabeleceste Jó. Em nome do Pai, e do Filho, e do Espirito Santo. Amem.
Miro sintió que los brazos de su hermano lo soltaban, y como si hubieran sido ellos, y no la gravedad, los que lo sujetaban contra el pecho de Quim, Miro se levantó de inmediato y se quedó mirando a su hermano. Una magulladura crecía en la mejilla de Quim. Su labio sangraba.
—Te he hecho daño —dijo Miro—. Lo siento.
—Sí. Me lastimaste. Y yo a ti. Este pasatiempo tiene mucho éxito por aquí. Ayúdame a levantarme.
Por un momento, sólo por un breve momento, Miro olvidó que estaba lisiado, que apenas podía mantener el equilibrio él solo. Durante ese instante, empezó a extender la mano hacia Quim. Pero entonces se tambaleó. cuando su equilibrio peligró, y recordó.
—No puedo —dijo.
—Oh, deja de quejarte por ser un lisiado y échame una mano.
Así que Miro separó mucho las piernas y se inclinó sobre su hermano. Su hermano menor, que ahora le aventajaba en tres décadas, y era aún mayor en sabiduría y compasión. Miro extendió la mano. Quim la agarró y con su ayuda se levantó del suelo. El esfuerzo fue agotador para Miro: no tenía fuerza para esta labor, y Quim no fingía, confiaba en él para que lo levantara. Terminaron mirándose a la cara, hombro con hombro, las manos todavía juntas.
—Eres un buen sacerdote —dijo Miro.
—Sí. Y si alguna vez necesito un sparring, te llamaré.
—¿Responderá Dios a tu plegaria?
—Por supuesto. Dios responde a todas las plegarias.
Miro tardó un instante en comprender qué quería decir Quim.
—Me refiero a si atenderá mi ruego.
—Ah. Nunca estoy seguro de esa parte. Dime más tarde si lo hace.
Quim se dirigió, envarado y cojeando, hacia el árbol. Se inclinó y recogió del suelo un par de palos habladores.
—¿De qué vas a hablar con Raíz?
—Mandó decirme que tenía que hablar con él. Hay una especie de herejía nueva en uno de los bosques.
—Los conviertes y luego se vuelven locos, ¿eh?
—La verdad es que no. Es uno de los grupos a los que nunca he predicado. Los padres-árbol se hablan entre sí, de forma que las ideas del cristianismo ya están en todas partes del mundo. Como siempre, la herejía se extiende más rápidamente que la verdad. Y Raíz se siente culpable porque se basa en una especulación suya.
—Supongo que para ti es un asunto serio —observó Miro.
Quim dio un respingo.
—No sólo para mí.
—Lo siento. Me refería a la Iglesia. A los creyentes.
—Nada tan parroquial como eso, Miro. Los pequeninos han encontrado una herejía realmente interesante. Una vez, no hace mucho, Raíz especuló que, igual que Cristo vino a los humanos, el Espíritu Santo podría venir algún día a los pequeninos. Es una burda malinterpretación de la Santísima Trinidad, pero este bosque se lo tomó bastante en serio.
—Me parece bastante parroquial.
—A mí también. Hasta que Raíz me contó los detalles. Verás, están convencidos de que el virus de la descolada es la encarnación del Espíritu Santo. Tiene una especie de sentido perverso; ya que el Espíritu Santo siempre ha habitado en todas partes, en todas las creaciones de Dios, es apropiado que su encarnación sea la descolada, que también penetra en todas las partes de cada ser vivo.
—¿Adoran al virus?
—Oh, sí. Después de todo, ¿no descubristeis vosotros que los pequeninos fueron creados, como seres conscientes, por el virus de la descolada? Así que el virus está imbuido con el poder creador, lo que significa que tiene naturaleza divina.
—Supongo que hay tantas pruebas literales para eso como para la encarnación de Dios en Cristo.
—No, hay muchas más. Pero si eso fuera todo, Miro, lo consideraría un asunto de la Iglesia. Complicado, difícil, pero, como tú dijiste, parroquial.
—¿Qué pasa entonces?
—La descolada es el segundo bautismo. Por el fuego. Sólo los pequeninos pueden soportar ese bautismo, y los conduce a la tercera vida. Están claramente más cerca de Dios que los humanos, a quienes les ha sido negada la tercera vida.
—La mitología de la superioridad. Supongo que era de esperar —observó Miro—. La mayoría de las comunidades que intentan sobrevivir bajo la presión irresistible de una cultura dominante desarrollan un mito que les permite creer que son de algún modo un pueblo especial. Elegidos. Favoritos de los dioses. Gitanos, judíos…, hay muchos precedentes históricos.
—Prueba con esto, senhor zenador. Ya que los pequeninos son los elegidos por el Espíritu Santo, su misión es esparcir el segundo bautismo a cada lengua y cada pueblo.
—¿Esparcir la descolada?
—A todos los mundos. Una especie de juicio final ambulante. Llegan, la descolada se extiende, se adapta, mata… y todo el mundo va al encuentro de su Hacedor.
—Dios nos ampare.
—Eso esperamos.
Entonces Miro hizo una conexión con algo que sabía tan sólo desde el día anterior.
—Quim, los insectores están construyendo una nave para los pequeninos.
—Eso me ha dicho Ender. Y cuando confronté el tema con el padre Amanecer…
—¿Es un pequenino?
—Uno de los hijos de Humano. Dijo «desde luego», como si todo el mundo lo supiera. Tal vez eso es lo que pensó, que si los pequeninos lo saben, entonces se sabe. También me dijo que ese grupo herético está presionando para conseguir el mando de la nave.
—¿Por qué?
—Para poder llevarla a un mundo habitado, desde luego. En vez de encontrar un planeta deshabitado que terraformar y colonizar.
—Creo que tendríamos que llamarlo lusiformar.
—Es gracioso. —Sin embargo, Quim no se rió—. Puede que se salgan con la suya. Esta idea de que los pequeninos son una especie superior es bien recibida, sobre todo entre los pequeninos no cristianos. La mayoría no son muy sofisticados. No comprenden que están hablando de xenocidio. De aniquilar a la especie humana.
—¿Cómo pueden pasar por alto un detallito como ése?
—Porque los herejes refuerzan el hecho de que Dios ama tanto a los humanos que les envió a Su único Hijo. Recuerda las Escrituras.
—Quien crea en Él no perecerá.