Authors: Douglas Niles
——¡Que Helm la ayude a tener los ojos bien abiertos! —El alto y huraño clérigo miró con gesto feroz hacia el valle, deseando ver a los enemigos de la legión.
——Los encontrará —lo tranquilizó el general.
——Sí —dijo el enano, y escupió al suelo—. No fallará.
La maga elfa, con su piel blanca y cabellos albinos, siempre había inquietado a Daggrande, a pesar de que sus habilidades habían demostrado no sólo ser útiles, sino también, en ocasiones, decisivas en el resultado de las batallas. No obstante, había algo en Darién que provocaba su ira. El enano hizo un esfuerzo por dominarse, consciente de que su comandante estaba enamorado de la hechicera con una pasión tan ardiente como misteriosa.
——¡Que Helm maldiga a esos demonios! —gruñó el fraile, aunque no se veía ningún movimiento en el territorio kultaka. Desde la muerte de su hija en un altar de sacrificio, en Payit, Domincus había jurado venganza contra todos los habitantes de Maztica.
Un jinete pelirrojo cabalgó hasta el pie de la ladera y sofrenó su cabalgadura. Se irguió sobre los estribos y miró al grupo con una sonrisa que dejó al descubierto su incompleta dentadura.
——Espero que estén allí para recibirnos —gritó. Observó el valle con desprecio y soltó una carcajada al tiempo que espoleaba su caballo, para alcanzar el final de la columna legionaria que ya bajaba por la ladera del otro lado.
Cordell sacudió la cabeza, intentando disimular su preocupación.
——El capitán Alvarro siempre tiene demasiadas ansias de lucha —dijo sin alzar la voz, para que sólo lo escuchara Daggrande—. Espero que esté preparado cuando llegue el momento.
Ahora les tocaba el turno de desfilar a los guerreros payitas. Los altos lanceros se cubrían la cabeza con tocados de plumas multicolores. Marchaban con orgullo, exhibiendo sus armas ante el nuevo comandante.
——Se han recuperado muy bien de su derrota —comentó Cordell. Sólo había pasado un mes escaso desde que la legión había batido a estos soldados en la batalla de Ulatos.
——Esperan vengarse con sus vecinos —dijo el enano—. Nunca les han tenido mucho cariño. —Daggrande había ayudado a entrenar a los payitas, y había aprendido un poco de la mentalidad de los mazticas; no mucho, pero desde luego mucho más que cualquiera de sus camaradas.
Otro hombre llegó para unirse al grupo mientras desfilaban los nativos. El recién llegado trepó la ladera con muchos esfuerzos y jadeos. Los demás no le hicieron caso hasta que habló.
——¡Esto es una locura! —exclamó Kardann, el gran asesor del Consejo de Amn, que acompañaba a la expedición para poder llevar el registro de los tesoros que se consiguieran, y establecer el reparto correspondiente. El hombre jamás había imaginado que se encontraría formando parte de una pequeña columna que marchaba hacia el corazón de territorio enemigo—. ¡Nos matarán a todos!
——Gracias por evitar a mis hombres la vergüenza de escuchar vuestras predicciones —dijo Cordell con desagrado—. Espero que en el futuro os guardéis vuestras opiniones.
Kardann frunció los labios y miró asustado al general. Tenía miedo de Cordell, pero no era el miedo del soldado ante un comandante severo. El asesor temía a Cordell de la misma manera que un cuerdo teme a los locos. Kardann contuvo un estremecimiento al recordar el resultado de su última discusión. El general había ordenado hundir toda la flota, sencillamente para convencer a sus hombres de que no habría vuelta atrás.
Ahora Kardann deseaba poder señalar la locura de esta aventura, pero tenía miedo de hablar. Maldecía tener que acompañar a la legión en una marcha hacia lo desconocido, pero lo preocupaba aún más la posibilidad de que lo abandonaran. Además, sabía que Cordell no prestaba atención a sus advertencias.
El capitán general se palmeó el muslo, entusiasmado con la visión de sus tropas. El territorio que tenían delante parecía darles la bienvenida.
——¡Adelante, mis valientes! —exclamó, con un gesto que incluyó al propio Kardann—. ¡Vamos a Kultaka. el primer paso en nuestro camino a Nexal!
Lejos de Maztica, en la profundidad de las regiones infernales, vivía Lolth, la diosa araña de los drows. Su morada en el continente de Faerun quedaba muy al este, y muy por debajo de las tierras alumbradas por el sol. Aquellos de sus elfos oscuros que vivían en el oeste. debajo de un lugar llamado el Mundo Verdadero, formaban una pequeña tribu, insignificante entre las poderosas y salvajes naciones de los drows.
Sin embargo, Lolth era diosa celosa, una deidad que no podía tolerar la infidelidad. Ahora había escuchado las palabras del Antepasado. Las había escuchado y rabiaba.
¿Olvidados por su diosa? Ésta era su excusa. Habían adorado a Zaltec, lo habían alimentado y utilizado a sus sacerdotes como marionetas. Ahora excitaban a su gente hasta la locura, empleando el poder del Fuego Oscuro, para formar un nuevo culto llamado Mano Viperina.
¿Así que los Muy Ancianos despreciaban a Lolth? ¡Vaya!
La negra diosa araña juró que, antes de acabar con ellos, sabrían lo que era la auténtica desesperación.
Takamal, jefe militar y reverendo canciller de Kultaka, era conocido por todos como el hombre más sabio del Mundo Verdadero. ¿Acaso no había defendido a su patria de los ataques de Nexal durante más de siete décadas? Desde luego, los kultakas eran gente valiente y osada, con una magnífica tradición guerrera, pero su número apenas era la cuarta parte de los nexalas.
Sólo en una ocasión, cuando las fuerzas de Nexal habían estado al mando del joven pero brillante Caballero Águila Poshtli, los dos bandos habían canjeado igual número de prisioneros. Antes y después, los kultakas habían dejado el campo de batalla con dos o tres cautivos nexalas por cada uno perdido.
Sin embargo, Takamal se enfrentaba ahora a un problema para el que su larga rivalidad con el vecino no lo había preparado. Era un hombre anciano, pero todavía fuerte y vigoroso, que se paseaba arriba y abajo en la sala del trono de Kultaka, exigiendo respuestas en voz alta de un auditorio inexistente, porque ésta era la manera que tenía de reflexionar.
——¿Son de verdad poderosos? Han derrotado a los payitas con sólo librar la batalla de Ulatos. ¿Y qué? ¿Significa que pueden derrotar a los kultakas? ¿Que pueden vencerme a
mí?.
Takamal estrelló el puño contra la palma de su otra mano, furioso. Sólo por esta vez, deseó que los dioses le dieran una respuesta. Escuchó el ruido de las jabalinas contra las dianas en el patio de armas, mientras los jóvenes se entrenaban bajo la mirada atenta de los guerreros veteranos.
Quizás allí tenía su respuesta. Sí, no había ninguna duda. Afrontaría este problema de la misma manera en que había afrontado todas las demás amenazas a su dominio.
——Mis observadores dicen que traen cinco mil guerreros payitas. ¡Bah! No me preocupan. Y en cuanto al relato de su batalla contra los extranjeros... ¡Enfrentarse a ellos en campo abierto! ¡Vaya estupidez, cuando los dioses les han dado sitios donde ocultarse!
Ahora, Takamal tenía la certeza de que los dioses lo escuchaban. Tenía un interés especial en ser oído por una de las deidades.
——¡Zaltec, tu lanza resplandeciente nos guiará a la guerra! Me enfrentaré a los extranjeros, y a sus serviles esclavos payitas, pero escogeré con cuidado el terreno del combate.
Takamal frunció el entrecejo y asintió, haciendo que su tocado de plumas se sacudiera en el aire. Se irguió cuan alto era y cruzó con solemnidad los brazos sobre el pecho, para dirigirse a la imagen de Zaltec, dios de la guerra; había tomado su decisión y, como siempre, esto le despejó la mente.
——Reuniré todo el poder de Kultaka, ¡un ejército de treinta mil hombres! Nuestros Jaguares atacarán, nuestros Águilas los perseguirán, ¡y entre todos haremos que los extranjeros vuelvan al mar!
Las brasas se habían apagado en el fogón. El aire del baño retenía la humedad, como un recuerdo del vapor que había llenado el recinto muchas horas antes. Poshtli permanecía solo, en la misma posición desde el principio de la noche, cuando los demás Águilas habían vuelto a sus hogares, a sus lechos y esposas.
La luz del alba se filtró entre los resquicios de la puerta, como la señal de que había amanecido el nuevo día. Aun así no tuvo voluntad para marcharse.
¿Qué le aguardaba fuera de este santuario de su orden? A pesar de que su rostro era como una máscara inexpresiva, el alma de Poshtli sufría un terrible tormento. Jamás se había sentido tan impotente.
Una vez más, la noche anterior, Chical le había advertido que no debía entrometerse en el destino de las dos personas que había conducido a Nexal. Lamentaba la decisión de haber venido hasta aquí, porque se sentía culpable de haber metido a sus amigos en una trampa.
Reconoció que, de momento, Halloran parecía no correr un peligro inminente. Naltecona le había cogido afición al soldado, y pasaba muchas horas del día conversando con Hal acerca del mundo del otro lado del océano. Sin duda su tío no ordenaría ningún mal contra su invitado.
Pero había otras fuerzas oscuras, que rabiaban debajo de la superficie, y la advertencia de Chical se refería a estos poderes. Los sacerdotes de Zaltec reclamaban en voz baja, aunque cada vez con mayor insistencia, el corazón del intruso. En cuanto a la mujer, Erixitl, no habían dicho nada, pero el Caballero Águila había visto el brillo en los ojos de Hoxitl, cuando el sumo sacerdote la miraba en la plaza sagrada. Era la mirada de un enorme gato salvaje antes de clavar los colmillos en la carne de su víctima inocente.
Por estos motivos, lo desgarraba la agonía de no poder defenderlos, agravada por la sensación de que había sido él quien había puesto en peligro la vida de sus amigos. Podía hacer muy poco, en realidad nada, para ayudar a Hal, si no renunciaba primero al juramento sagrado hecho a la orden.
Por fin, Poshtli se puso de pie ágilmente, a pesar de las muchas horas de inmovilidad. Quizá no pudiera hacer nada por Hal.
Pero se le había ocurrido un plan para proteger a Erixitl.
Los días en Nexal pasaban deprisa para Halloran, pero no para Erixitl. Cada día, llamaban al soldado para otra audiencia con Naltecona. El reverendo canciller quería saber detalles del mundo de Hal, de las tierras de Faerun, de los dioses a los que rendían culto, de la magia que practicaban.
Hal se sentía cada vez más dividido entre la fascinación por esta hermosa y refinada cultura, y el horror de la espantosa carnicería exigida por los dioses de esta gente. Tenía un profundo respeto por Naltecona, consciente de que el canciller era un hombre sabio y orgulloso, que no se avergonzaba al admitir que no lo sabía todo acerca del mundo.
¡Y las maravillas de Nexal! No había visto mucho de la ciudad más allá de las paredes de la plaza sagrada, pero dentro de esta pequeña zona había estructuras como torres, de una altura sorprendente. Las pinturas que cubrían las caras de las pirámides eran un regalo para los ojos. Los jardines y las fuentes eran limpios y serenos, y ofrecían una tranquilidad que no había conocido jamás en su tierra natal.
No obstante, sabía que en lo alto de las pirámides se repetía cada noche la misma matanza. Los sacerdotes de Zaltec estaban por todas partes, con sus cabellos empapados de sangre y sus cuerpos mugrientos y llenos de cicatrices. Lo miraban ansiosos, y él les devolvía sus miradas con otra de profundo desprecio. Hasta ahora, ni él ni los sacerdotes habían cedido en el duelo.
Después del primer día, Naltecona jamás volvió a invitarlo a un sacrificio. A menudo lo interrogaba acerca de Helm, y el canciller demostraba un gran interés por saber si Cordell, el jefe de los extranjeros, también adoraba al mismo dios.
Mientras tanto, para Erix, no había más que horas de soledad en el jardín que cada día más le parecía una jaula. Deseaba ver la ciudad con Halloran o Poshtli, pero, en cambio, sólo tenía la escolta de un grupo de esclavos de palacio. Sin saber por qué, aquello que tanto había anhelado ver la decepcionaba con su vulgaridad.
Había momentos en que la rodeaban unas sombras extrañas, que amenazaban con ocultar la luz del sol incluso al propio mundo. En ocasiones llegaban a ser tan oscuras que no alcanzaba a ver el suelo bajo sus pies, a pesar de que no había ni una nube en el cielo. La inquietaba mirar hacia lo alto, porque siempre tenía delante la temible presencia del monte Zatal. Ante su vista, que se había vuelto de pronto mucho más aguda, la montaña tomaba el aspecto de una pústula infectada, a punto de vomitar su podredumbre sobre el Mundo Verdadero. A menudo, percibía el temblor de la tierra que pisaba, si bien los demás no parecían preocuparse por las sacudidas.
Comenzó a pensar si no estaría volviéndose loca.
Los pocos momentos gratos los tenía en el gran mercado. Entre los presentes que habían llevado a sus aposentos, había sacos con granos de cacao y cánulas llenas de polvo de oro: las dos cosas que se utilizaban como dinero en la gran ciudad. Por primera vez en su vida, Erixitl tenía un dinero suyo para gastar. Y, además, disponía para gastarlo del mercado mejor surtido del Mundo Verdadero.
Allí, los vendedores procedentes de todas las tierras de Maztica —excepto, desde luego, Kultaka— ofrecían sus productos en venta o trueque. La moneda más corriente era los granos de cacao, planta que abundaba en Payit. Le divertía ver a los comerciantes contar cuidadosamente los granos marrones, en el momento de concluir una venta.
Los tenderos entregaban piezas de telas finas a cambio de conchas brillantes y largas cánulas llenas con polvo de oro. Los artesanos ofrecían pequeñas estatuillas de los dioses hechas en madera o piedra, y los fabricantes de armas exponían sus
macas
y cuchillos, las jabalinas y flechas con punta de obsidiana, y arcos elaborados con el sauce más flexible o el resistente cedro.
Se detuvo por un momento, entusiasmada por la
pluma
ofrecida por un humilde artesano. El viejo, cuyos ágiles dedos negaban su aspecto artrítico, le presentó una capa. La prenda era de una trama finísima, tejida con los plumones más hermosos y brillantes que jamás había visto.
«Mejor dicho, casi nunca», se recordó a sí misma, tocando sin darse cuenta el amuleto colgado de su cuello. El regalo de su padre tenía más de diez años y. aun así, no había perdido ni una sola de sus delicadas plumas con el paso del tiempo.
——Veo que sabéis apreciar el arte de la
pluma —
dijo el anciano, complacido. Dejó ir la capa, que flotó inmóvil en el aire. El artesano hizo un ademán, y la prenda se movió para ir a depositarse con mucha suavidad sobre los hombros de Erix.