Authors: Douglas Niles
Marcharon en silencio por varios pasillos muy largos. hasta llegar delante de una puerta enorme. Aquí, para sorpresa de Hal, el cortesano se quitó el tocado y la capa y se las entregó a un sirviente, que le dio a cambio un chal de cuero harapiento. El hombre se echó el chal a los hombros.
A continuación, el sirviente cogió otro chal y miró a Halloran. Pero el noble hizo un pequeño gesto con la cabeza y entró con el legionario en la sala del trono, sin preocuparse de la expresión de asombro del esclavo.
Halloran aminoró el paso sobrecogido por el asombro. La sala era inmensa, con el techo de paja entretejida muy alto apoyada en gruesas vigas de madera. La separación entre el techo y la parte superior de las paredes permitía que la luz natural alumbrara el recinto.
Había una veintena de personas presentes. Salvo una, todas las demás llevaban el mismo tipo de chal andrajoso o capas roñosas como la del mensajero.
La excepción era Naltecona.
El reverendo canciller de Nexal permanecía reclinado en una litera de plumas multicolores, que flotaba sobre una tarima de un par de metros de altura. En cambio, los cortesanos se encontraban a nivel del suelo.
Se sorprendió al ver que Naltecona se ponía de pie, cuando se acercó al trono. El gobernante llevaba un tocado de plumas de un verde iridiscente que formaban un abanico alrededor de su cabeza. Cadenas de oro le rodeaban el cuello, y adornos del valioso metal colgaban de sus muñecas, tobillos, orejas y el labio.
Cuando el canciller se levantó, una gran capa de plumas se desplegó a sus espaldas, flotando en el aire como si careciera de peso, para seguir cada uno de los movimientos de Naltecona.
——Salud, extranjero —dijo el reverendo canciller. Se aproximó a Hal y se detuvo a un par de pasos del legionario, para contemplarlo de arriba abajo.
——Gracias, su... excelencia —contestó Halloran, sin saber muy bien cuál era el título correcto. La utilización del nexala, que le resultaba cada vez más fácil con Erix, se convirtió en algo arduo y difícil.
Naltecona batió palmas, y varios esclavos se acercaron con bultos que depositaron a los pies de Halloran.
——Por favor, aceptad estos presentes como muestra de bienvenida a nuestra tierra —declaró el canciller.
Halloran miró los regalos, y sintió un súbito mareo. Su mirada descartó la capa de plumas y las piezas de tela, para centrarse en dos cuencos. Quería poder ponerse de rodillas y hundir las manos en los recipientes, uno lleno a rebosar de polvo de oro, y el otro con lo que parecían ser guisantes nacarados, pero se contuvo. En cambio, hizo una reverencia, que aprovechó para estudiar más de cerca a los presentes. ¡Oro! ¡Y perlas! Le pareció que le iba a estallar el corazón de tanta alegría.
——Vuestra generosidad me conmueve, excelencia —dijo con voz entrecortada—. Lamento no tener nada en mi pobre equipaje de viajero con lo que poder corresponder.
Naltecona alzó una mano, descartando la disculpa. Al parecer, disfrutaba con su papel de generoso.
——¿Sois un emisario, un portavoz de vuestra gente? —preguntó el canciller.
Halloran pensó su respuesta con mucho cuidado. No quería aparecer como un fugitivo de la legión, un hombre a cuya cabeza sin duda ya habían puesto precio. Pero tampoco podía presentarse como agente de Cordell.
——No —contestó—. Soy un guerrero solitario, que recorre los caminos como vuestro sobrino, Poshtli. Busco un destino que es exclusivamente mío.
Naltecona asintió pensativo al escuchar la explicación, y estudió el semblante de Hal cuando mencionó la búsqueda de su destino. Era obvio que el gobernante era un hombre que creía en la fortuna.
——Hoxitl, Coton, venid aquí —ordenó Naltecona.
El legionario vio a dos hombres mayores —uno sucio, esquelético, marcado de cicatrices, vestido con una túnica roñosa, y el otro, aseado y robusto, con una túnica blanca impoluta— que se separaban de los cortesanos a espaldas del canciller. El aseado, Coton, le recordaba a Kachin, el clérigo del dios Qotal que había muerto defendiendo a Erix del drow llamado Spirali. Las siguientes palabras de Naltecona confirmaron su identificación.
——Éstos son mis sumos sacerdotes: Hoxitl, del sangriento Zaltec, y Coton, del Dios Mariposa, Qotal. Deseo que ambos escuchen las respuestas a mis preguntas. Ahora, decidme: ¿cuál es vuestro dios?
Halloran miró a Naltecona, sorprendido por la pregunta. Los dioses no habían tenido nunca mucha importancia en su vida. Sin embargo, era una pregunta que no podía eludir.
——El todopoderoso Helm, el Eterno Vigilante —respondió. El dios guerrero, patrono de la Legión Dorada, era la deidad que más conocía.
——En Maztica tenemos muchos dioses —explicó Naltecona—. No sólo Zaltec y Qotal, sino también Azul, que nos da la lluvia, y Tezca, dios del sol, y muchos más.
——Muchos, y suficientes —añadió Hoxitl en voz baja. El clérigo, con el rostro cubierto de cenizas, mugre y sangre seca, contempló a Halloran con una mirada rebosante de odio—. ¡No tenemos lugar en Maztica para un nuevo dios!
Halloran respondió a la mirada de Hoxitl con otra de desafío. A pesar de no ser devoto de Helm, no estaba dispuesto a aceptar la soberanía de Zaltec que proclamaba el clérigo.
——Debéis aprender más cosas acerca de nuestros dioses —añadió Naltecona—. Me complacería que esta noche asistierais a nuestros rituales. Podéis acompañarme a la Gran Pirámide, para los ritos de Zaltec.
Hoxitl le dirigió una mirada de burla mientras a Hal se le hacía un nudo en la garganta, y su mente se llenaba de espanto. Recordó los ritos de Zaltec, los corazones arrancados del pecho de los cautivos y ofrecidos para saciar el apetito del dios sanguinario. Halloran no temía por su vida, pero el asco que sentía era tan fuerte que estuvo a punto de lanzarse sobre el depravado Hoxitl y estrangularlo allí mismo. Con un esfuerzo de voluntad, consiguió contenerse y responder con voz serena a la propuesta de Naltecona.
——Me siento muy honrado por vuestra invitación —repuso cortésmente—. No obstante, no puedo aceptar. Mi dios no lo permite.
Naltecona dio un paso atrás, casi como si lo hubieran abofeteado. Entrecerró los ojos. Por encima de su hombro, Hal vio que los ojos de Hoxitl ardían de odio. Coton, por su parte, parecía encontrar divertida la situación. El tiempo pareció detenerse mientras el canciller miraba a Halloran.
——Muy bien —dijo el canciller. Sin más comentarios. se volvió y caminó hacia su trono, con la capa flotando a sus espaldas. Por un momento, Hal permaneció inmóvil, sin saber si debía retirarse. Entonces Naltecona se detuvo y se volvió hacia su invitado. Los ojos del canciller brillaban como canicas de hielo negro.
——Llevad los regalos a sus aposentos —ordenó a los dos esclavos que habían llevado los presentes. Después miró a Hal.
»Podéis retiraros.
Erixitl se paseaba arriba y abajo por sus aposentos. De pronto, el hermoso jardín, la piscina de agua fresca, los valiosos ornamentos, todo se había convertido en una jaula que encerraba su espíritu y la apartaba de su futuro.
Algo en la piscina le recordó un arroyo de su niñez; un caudal cantarino que atravesaba la ciudad de Palul. donde había nacido.
Palul. Desde Nexal sólo se necesitaban dos días de marcha para llegar allá. Habían transcurrido diez años desde que la había raptado un Caballero Jaguar de Kultaka, para venderla como esclava. Después, su amo la había vendido a un sacerdote del lejano país de Payit. donde, a poco de su llegada, habían aparecido los extranjeros.
Ahora se encontraba de regreso en las tierras de los nexalas, en la ciudad que tanto había deseado conocer: Nexal. Se preguntó si su padre todavía vivía, si continuaba con su oficio de trabajar la pluma. En un gesto inconsciente, tocó el amuleto colgado de su cuello, el regalo de su padre. El colgante de plumas tenía poder, un poder que le había salvado la vida en más de una ocasión.
Lotil había sido un buen padre, un hombre sencillo que trabajaba con las manos y amaba el color. Era capaz de crear unas combinaciones de colores y tonos que Erix no había visto jamás en ningún otro lado.
Recordó también a su hermano, Shatil, que por el tiempo de su captura había entrado como novicio en el sacerdocio de Zaltec. ¿Lo habrían aceptado en la congregación? ¿O su corazón habría sido ofrendado al dios sanguinario, como expiación final por haber fracasado en sus estudios?
Erix había dado por hecho que, al llegar a Nexal, podría ir de visita a su pueblo. Ahora ya estaban aquí, y Palul parecía llamarla. Halloran, que en un tiempo se había sentido perdido en Maztica, había recuperado la confianza y conseguido un dominio aceptable de la lengua nexala. Pese a ello, sabía que no quería abandonarlo. En realidad, sus sentimientos hacia Halloran eran cada vez más afectuosos. Deseaba que él la necesitase.
¿Y Poshtli? ¿Qué se había hecho de Poshtli? Era evidente que el Caballero Águila no la necesitaba. De pronto, decidió que los dos hombres podían arreglárselas sin ella. Se volvió hacia la puerta y, por un momento, pensó en salir de la ciudad y tomar la carretera que llevaba a Palul.
Pero se detuvo al ver una figura alta en el portal. Poshtli la saludó con un inclinación de cabeza, y entró en el aposento. A pesar de que no llevaba el casco, su capa de plumas blancas y negras le ensanchaba los hombros, y sus botas con espolones de águila parecían añadir autoridad a su paso.
El caballero miró a su alrededor, como si quisiera cerciorarse de que Halloran no estaba, y después se acercó a ella.
Por un momento, Erix lo vio como a un hombre magnífico. ¡Era tan alto, orgulloso, guapo y valiente! Poshtli apoyó las manos sobre los hombros de la muchacha, y la mirada de sus ojos castaño oscuro parecía arder con una pasión incontenible. Sin saber muy bien por qué, la joven apartó las manos del guerrero y le volvió la espalda, avergonzada.
——¿Alguien os ha molestado? —preguntó el hombre, con una voz que transparentaba su preocupación.
——¿Molestado? —Ella se volvió sorprendida—. No, desde luego que no. ¿Qué quieres decir?
Una vez más, él la miró apasionadamente, y Erix se movió incómoda, incapaz de soportar la mirada.
——Puede haber peligro —afirmó Poshtli. De pronto, apartó la mirada, como si algo lo hubiese distraído—. Más del que pensaba.
Hizo una pausa, y después volvió a mirarla.
——Erixitl, por favor, llámame si ves cualquier cosa que te asuste; ¡cualquier cosa!
La seriedad de la advertencia hizo estremecer a la muchacha.
——¿Qué ocurre? —preguntó Erix, alarmada—. ¿Por qué debemos preocuparnos?
——No pasa nada —contestó el guerrero, con súbito tono despreocupado—. Sólo quería saber si los esclavos de palacio os tratan bien. ¿Y Halloran? ¿Está... bien?
——¡Desde luego que está bien! —Erix captó una nota forzada en la voz de Poshtli al mencionar el nombre de su amigo, y sintió una ligera emoción—. Ha ido a hablar con tu tío. Sin embargo, Naltecona no ha deseado verme. Supongo que... ¿Qué pasa? —Observó, primero molesta y después, preocupada, que Poshtli no le prestaba atención.
——Recuerda que estaré cerca —dijo el caballero—. ¡No dudes en llamarme! —Una vez más, la pasión brilló en sus ojos.
»Si necesitas ayuda —insistió—, llámame.
Acompañado por un centelleo de su capa de plumas, Poshtli dio media vuelta y se marchó.
El largo camino hacia el interior serpenteaba por la ladera de la montaña. Como una larga serpiente, en parte emplumada y en parte acorazada, la columna recorría las vueltas y revueltas del sendero, alejándose lentamente de la costa.
La Legión Dorada marchaba a la cabeza, con los legionarios a paso enérgico a pesar de las dificultades del terreno. Las compañías de infantes formaban de dos y tres en fondo, cuando lo permitía la anchura del camino, con los soldados de armadura en la primera hilera. Los seguían los ballesteros al mando de Daggrande, y atrás venían la caballería —los lanceros de armadura reluciente montados en briosos corceles— y las filas de la infantería ligera.
Varias docenas de grandes sabuesos saltaban y corrían junto a los soldados, felices de encontrarse otra vez en campo abierto. Cordell observó a los perros con una expresión divertida, al recordar el espanto que habían provocado en los payitas, quienes jamás habían visto a un perro de un tamaño superior al de un conejo.
Detrás de la legión, podía verse el colorido espectáculo de los cinco grandes regimientos de guerreros payitas. La nación, conquistada por los extranjeros llegados desde el otro lado del mar, había decido dar su apoyo militar a los invasores vestidos de metal.
Las azules aguas del océano oriental, conocido por los legionarios con el nombre de Mar Insondable, poco a poco desaparecían de la vista, y ahora apenas si eran visibles en el hueco formado por dos colinas. El sendero subía hacia un paso, entre dos cumbres cubiertas de nieve. Aquel lugar, según le habían dicho los exploradores payitas, marcaba la frontera con las tierras de los belicosos kultakas.
Cordell, que marchaba en primer término, desmontó cuando llegaron al paso y maneó su caballo a un costado del camino mientras las tropas proseguían la marcha. Escaló por una de las laderas del paso, hasta llegar a la altura suficiente para ver otra vez el océano. Después, miró más allá de sus tropas y estudió las verdes campiñas de Kultaka en el oeste.
Durante unos minutos, su mirada reposó en el océano. Recordó el azul turquesa de los bajíos costeros, de un azul más oscuro e intenso —al menos así le había parecido— que en cualquier punto de la Costa de la Espada. Pestañeó, dominado durante un momento por la melancolía, consciente de que no volvería a ver a su patria durante mucho tiempo. Algunos de sus hombres no regresarían jamás. Sacudió la cabeza para librarse de estos pensamientos morbosos.
——¿Ya sabe que nos vigilan?
Cordell se volvió para mirar al capitán Daggrande, que había trepado por la ladera hasta situarse a su lado, con la intención de echar una primera ojeada a Kultaka.
——Desde luego que nos vigilan —contestó el general—. Me interesa que nos vean y se preocupen.
Daggrande asintió satisfecho. Los informantes pavitas les habían dicho que el ejército kultaka era muy numeroso y feroz, sólo superado por Nexal dentro del poderío militar de Maztica. Pese a ello, ninguno de los oficiales de la legión temía las batallas que se producirían como consecuencia del avance.
——También nosotros, gracias a Darién, podemos espiarlos —añadió Cordell, en el momento en que fray Domincus se unía a ellos.