Authors: Douglas Niles
Pero aquí algo no iba bien.
Convertida en una brisa helada, subió por los muros hasta los tejados del palacio. Allí vio al reverendo canciller, resplandeciente con su tocado de plumas y su capa de muchos colores. Los hombres de la Legión Dorada rodeaban a Naltecona. Alarmada, Erixitl se acercó más, atenta a la profundidad de las sombras proyectadas por la luna. Las figuras formaban un círculo, como dispuestas en un escenario.
Erix vio una figura con la cabeza cubierta con un casco de hierro, y ojos negros de mirada dura, y supo que era Cordel!. Con una leve sorpresa, observó que Halloran se encontraba entre ellos, si bien sus antiguos compañeros no deseaban su presencia. Comprendió todas estas cosas mientras contemplaba la inmóvil escena.
Y alrededor del palacio, distribuidos en la amplia plaza amurallada, había miles de guerreros furiosos. Erix vio que en el pecho de muchos de ellos aparecía la cabeza roja de una serpiente viva. Las lenguas bífidas de los ofidios asomaban ansiosas, atentas al olor de la sangre en el aire.
De pronto se rompió la inmovilidad de la escena en la terraza del palacio cuando, con movimientos lentos pero deliberados, los actores volvieron a la vida.
Alumbrado por la resplandeciente luz de la luna, que ascendía poco a poco por el este, Naltecona cayó muerto. Erix se movió, demasiado tarde para hacer otra cosa que dar una vuelta final alrededor del sangrante cuerpo del gran gobernante. Los hombres de la legión dieron un paso atrás, consternados ante el asesinato. Las tinieblas envolvieron el mundo, y el caos cayó desde el cielo. El volcán tronó.
Y, entonces, las sombras oscuras se extendieron sobre la faz de Maztica. La tierra se convirtió en una pústula abierta, y de ella brotó veneno que se extendió como una mancha hasta más allá del alcance de su vista, sin dejar de crecer.
Erix supo que estaba contemplando el fin del mundo.
——Se llama «acero» —explicó Halloran, mientras le enseñaba a Poshtli el filo reluciente de su espada—. Está hecho con una mezcla de metales, que se combinan sometidos a temperaturas muy altas. La mayor parte es hierro.
El joven disfrutaba de sus conversaciones con el guerrero, y durante el viaje había descubierto que él y Poshtli tenían muchas cosas en común. Había ocasiones en que casi olvidaba que este hombre era el producto de una sociedad salvaje y sanguinaria.
——¿Hierro? ¿Acero? —Poshtli repitió las palabras extranjeras, con mucho cuidado. Había podido ver las armas de Hal en acción, las había tenido en las manos y las había examinado, pero ahora aprovechaba que Hal tenía un mayor dominio del idioma para preguntarle acerca de ellas—. Deben de ser metales de gran poder.
——Así es. Son materiales muy fuertes, y conservan el filo. Ya has visto cómo destrozan las armas de madera y las hojas de piedra.
——Estos metales no existen en el Mundo Verdadero —explicó el guerrero, en tono de pena.
——Yo creo que sí —replicó Hal—. Pero no tenéis las herramientas, los «poderes» para extraerlos de la tierra.
——Metales. La plata y el oro son los metales que conocemos. Son hermosos, hasta deseables. Sirven para muchas cosas: en el arte, para ornamentos... Los señores llevan pendientes y colgantes de estos metales, y el polvo de oro se utiliza para comerciar. Es más fácil de transportar que un valor igual en vainas de cacao. Sin embargo, estos metales no despiertan en nosotros un ansia como la que parece sentir tu gente. Dime una cosa, Halloran: ¿os coméis estos metales?
Hal sonrió al escuchar la pregunta de su amigo.
——No. Los codiciamos, al menos muchos de nosotros los codician, porque se han convertido en una representación de la riqueza. En nuestras tierras, la riqueza es poder.
——Somos personas diferentes, que pertenecen a mundos distintos —dijo Poshtli, con un lento movimiento de cabeza. Apartó la mirada del arma y miró directamente a los ojos de Hal—. Aun así, me alegro de que nuestros caminos se hayan cruzado.
Hal asintió, sorprendido por el calor de la amistad que sentía por el guerrero.
——Sin tu ayuda, Erix y yo habríamos muerto hace tiempo —respondió, con toda sinceridad—. Sólo puedo dar las gracias a los dioses que nos observan, por haber hecho que los tres nos hayamos encontrado.
Ambos miraron a Erixitl, que se movía inquieta en su sueño. De pronto, la muchacha sacudió la cabeza, como espantada, y levantó una mano. Sus largos dedos cobrizos se apoyaron sobre su frente, y Halloran se admiró, como se había admirado antes muchas veces, de la serenidad de su belleza. Los estragos de la marcha, aliviados ahora por el descanso y el agua, parecían no haber hecho mella en Erix.
Los hombres no tardaron en acomodarse para dormir. Poshtli se durmió de inmediato; Hal, en cambio, no conseguía mantener los ojos cerrados.
Lo atormentaba la profusión de imágenes de esta tierra que desfilaban por su mente. Miró a Erix y Poshtli, y reconoció la nobleza de carácter, la profundidad de su amistad y lealtad. Sin duda, a los dos les hubiese sido más fácil moverse por su cuenta, en lugar de tener que cargar con él, un gigante, un extranjero de piel blanca procedente de otro mundo. Ellos representaban la fuerza, lo mejor de este continente.
Pero también recordaba la brutalidad del clérigo en Payit, el adorador de Zaltec que había arrancado el corazón a una mujer indefensa, sujeta a su asqueroso altar mientras a él lo tenían maniatado un par de metros más allá, sin poder hacer nada por salvarla. Vio en su memoria la estatua del dios asesino, y sintió un escalofrío al pensar en esta cultura capaz de tolerar una religión tan bestial, que aceptaba el sacrificio de tantos de los suyos como ofrenda adecuada a un dios.
Ahora viajaba hacia la ciudad, que se encontraba en el centro mismo de este mundo. ¿Por qué? Se repitió la pregunta que lo atormentaba, y tampoco esta vez quedó satisfecho con la respuesta. En realidad, no tenía otra alternativa. ¡Pero él no pertenecía a este lugar! Todo lo que había a su alrededor destacaba la naturaleza extraña de esta tierra. La barbarie de la religión maztica lo sorprendía y alarmaba.
Sin embargo, ¿a qué otro sitio podía ir? Sacudió la cabeza, frustrado, y pensó en sus antiguos compañeros de la Legión Dorada. Sin duda, todos ellos no le deseaban otra cosa que la muerte; desde luego, éste era el deseo ferviente de fray Domincus y de Darién, la siniestra hechicera elfa.
Recordó su fuga del calabozo de la legión, donde había sido enviado por el fraile, dispuesto a vengar la muerte de su hija. Hal había escapado, en busca de la ocasión de redimirse en el campo de batalla. Allí se había topado con Alvarro, que, llevado por su furia homicida, se disponía a matar a Erix.
En aquel momento, al igual que ahora, la elección había sido muy clara: la había salvado, para después escapar juntos. Este acto había tenido la consecuencia de que lo calificaran de traidor.
Así que había permanecido con estos fieles compañeros, y los acompañaba a Nexal, la gran ciudad de la que ambos hablaban con mucha reverencia. En realidad, él no tenía ningún otro lugar adonde ir. Pero había algo de mucha más importancia.
Recordó a la hija del fraile, Martine, muerta en el sacrificio. En otro tiempo, había imaginado estar enamorado de ella. Ahora, en cambio, sabía que su belleza, su sonrisa, sus atenciones, habían sido un halago a su vanidad, pero nada más. Martine había sido una muchacha egoísta y superficial, y él un idiota rematado. Aunque esta conclusión no aliviaba el dolor por su muerte, le daba a Halloran una nueva perspectiva acerca de su propia vida.
Una vez más su mirada se posó en Erix, que no dejaba de sufrir en sueños, y deseó poder abrazarla, apretarla contra su pecho. Temeroso, no obstante, de la reacción de la muchacha, se contentó con observarla, mientras se sentía más indefenso que nunca.
Pero ahora sabía que la amaba.
De la crónica de Coton:
En silenciosa adoración de Qotal, el Padre Plumífero, permanezco como fiel observador del destino.
Como el veneno de la mordedura de una serpiente en la pierna, en la mano o en el brazo, las diversas simientes de la catástrofe se unen en las regiones más distantes de Maztica.
Los payitas ya han sido conquistados, subyugados por los hombres invasores y su brutal dios guerrero llamado Helm. El veneno se reúne en Payit y, desde luego, correrá por la sangre de Maztica.
Y los Muy Ancianos preparan la destrucción, llevando a los ciegos sacerdotes de Zaltec cada vez más cerca de su propio y terrible destino. La marca de la Mano Viperina se ha convertido en su símbolo, y, como la inflamación del veneno que se extiende, se infiltra en el cuerpo del Mundo Verdadero y lo infecta.
En todas partes, las luchas intestinas dividen la tierra. Los kultakas luchan contra Nexal; Nexal lucha por conquistar todo Maztica. Esta división también es venenosa.
Así crece el poder de la destrucción, el veneno en los músculos y la sangre de Maztica. Y, como ocurre con todos los venenos, correrá por el cuerpo de esta tierra, hasta alcanzar el corazón del Mundo Verdadero.
Un cervatillo se deslizó entre dos helechos, buscando en silencio su camino a través de la selva del Lejano Payit. La criatura vaciló un instante, y después se lanzó a la carrera; presentía el peligro, pero no podía situar la amenaza.
De pronto, un enorme jaguar le cerró el paso, y clavó su terrible mirada en el ciervo. El terror inmovilizó al animal más pequeño, que contempló los ojos amarillos que no pestañeaban. Los únicos movimientos de la víctima eran el temblor de sus delgadas patas y el de sus flancos al respirar.
Durante unos momentos, el jaguar mantuvo hipnotizado al cervatillo. Entonces, con un parpadeo lento y deliberado, el gran felino cerró los ojos. En el acto, el ciervo dio un salto para sumergirse en la espesura en una carrera desesperada. Corrió tan rápido, tan aterrorizado, que no advirtió que el jaguar no lo perseguía.
——Bien hecho, Gultec. —El orador, un hombre anciano de larga cabellera blanca y piel cobriza arrugada por los años, salió de su escondite para hablar con el jaguar.
O lo que había sido el jaguar. Ahora, en el lugar del felino, había un hombre alto y musculoso. Los dos hombres vestían taparrabos como única prenda, y no llevaban armas.
——Gracias, Zochimaloc —dijo el más joven, con una profunda reverencia. Cuando Gultec volvió a mirar al viejo, la expresión de su rostro traslucía una cierta confusión—. Dime una cosa, maestro: ¿por qué me pides que cace de esta manera, sin matar y sin comer?
Zochimaloc se sentó con un suspiro en un tronco cubierto de musgo. Mientras esperaba una respuesta, Gultec pensó en la facilidad de su relación con este hombre extraño y enjuto. Unas semanas antes, la idea de tener un «maestro» habría resultado insoportable para el Caballero Jaguar. Ciertamente, la muerte le habría parecido preferible a la servidumbre y la devoción. Ahora, sin embargo, el hecho de que el anciano se hubiera convertido en su maestro era para él lo más importante de su vida, y cada día recibía una prueba de su propia ignorancia.
——Muy pronto estarás preparado para aprender más —respondió el anciano—. Todavía no es el momento.
Gultec aceptó la afirmación con un cabeceo, sin poner en duda la sabiduría de su maestro.
——Ahora volvamos a Tulom—Itzi —dijo Zochimaloc. En un abrir y cerrar de ojos, la forma del anciano se transformó en la de una deslumbrante cacatúa. Con un aleteo rápido, remontó el vuelo y desapareció entre los árboles. Por su parte, Gultec echó a andar.
El Caballero Jaguar se abrió paso entre la vegetación, sin prisa, mientras reflexionaba sobre los cambios sufridos en su vida desde que había llegado a este lugar. Recordó su desesperación cuando los extranjeros de piel metálica habían vencido a su ejército y conquistado Payit, su patria. Después, revivió la liberación de su fuga a la selva convertido en jaguar.
Su huida había concluido con la humillación de la captura por parte de los hombres que servían a Zochimaloc; casi de inmediato, su cautiverio se transformó en la disciplina de las muchas horas de enseñanza de su maestro.
Gultec jamás había aprendido tantas cosas, o formulado tantas preguntas. Pese a que había estado en contacto con la selva durante toda su vida, Zochimaloc le había demostrado lo poco que sabía en realidad de ella. Gultec estudió los animales y las plantas, observó los cambios meteorológicos y las estrellas. Por cierto que el orgullo de Tulom—Itzi era un edificio construido con el único fin de estudiar el firmamento.
Todos sus estudios, toda la fuerza de su nueva disciplina, según le había insinuado su maestro en repetidas ocasiones, no tardarían en concentrarse en un gran propósito: la razón por la cual Gultec había sido llevado a Tulom—Itzi. Aquel propósito permanecía envuelto en el misterio, pero otra característica que el guerrero había desarrollado era la paciencia.
Gultec sabía que, en el momento oportuno, le sería revelado el secreto.
Al llegar a la cresta de la gran montaña, los tres se detuvieron, asombrados ante el panorama. En el fondo del valle, las aguas azules de los lagos resplandecían como turquesas a la luz del sol. En una isla llana, en el centro del lago mayor, estaba la gema del valle: Nexal, la magnífica ciudad en el corazón del Mundo Verdadero.
——¿Veis los cuatro lagos? —dijo Poshtli, con la voz rebosante de orgullo—. Llevan los nombres de los dioses. Aquí, delante de nosotros, en el sur, tenemos el amplio lago Tezca. Por él pasa el camino para ir al desierto del dios del sol.
»Al este —apuntó hacia la derecha— está el más grande, el lago Zaltec, dios de la guerra. Es el más grande, porque la guerra es el propósito más elevado del hombre, y no hay hombres mejores en el combate que los de Nexal. —De pronto, el guerrero miró de reojo a Halloran. Había recitado de memoria las lecciones aprendidas en la niñez. Ahora, al recordar a los compañeros de Hal en la Legión Dorada, no le pareció tan cierto.
Se apresuró a señalar a la distancia.
——El lago Azul, profundo y frío, llamado así por el dios de la lluvia. Y allí, hacia el oeste, está el lago Qotal.
Las aguas de este último tenían un color pardusco, y los hierbajos y las cañas que se adentraban en el lago desde sus orillas fangosas, indicaban su poca profundidad.
——Es pequeño y sus aguas huelen mal —explicó Poshtli, en un tono un poco triste—. Lleva el nombre de Qotal, el dios ausente, que volvió la espalda a su gente y la entregó a la furia de los dioses jóvenes.