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Authors: Douglas Niles

Erixitl de Palul (4 page)

BOOK: Erixitl de Palul
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Halloran intentó abarcar la inmensidad del panorama. Su cansancio se evaporó al ver aquella magnífica visión. Los días de marcha hacia el norte, hasta salir del desierto, y la fatiga de la larga ascensión a la montaña, se desvanecieron reemplazados por el asombro y el respeto.

——Nada de lo que me has contado podía prepararme para esto —manifestó con voz entrecortada. No miró a Poshtli mientras hablaba.

——Es el lugar con el que había soñado —dijo Erix, reverente.

El legionario contempló los tres lagos azules, casi tan azules como el mar, y recordó que cada uno llevaba el nombre de un dios sanguinario. El cuarto, el más feo, lo habían dedicado al «Dios Plumífero», el que había desaparecido. Sin embargo, sabía que muchos pobladores de Maztica, entre ellos Erixitl, creían en la leyenda que afirmaba que Qotal regresaría.

Una vez más guardaron silencio, Halloran todavía asombrado por las maravillas que tenía delante de los ojos: la ciudad de edificios blancos y plazas multicolores, que se extendía en una superficie de muchos kilómetros cuadrados; las altas pirámides escalonadas, reunidas alrededor y empequeñecidas por la gigantesca mole que los nexalas llamaban la Gran Pirámide. Observó los muchos palacios, y pensó en el tamaño de la urbe, en las franjas verdes que rodeaban los edificios y penetraban en los lagos. Estos jardines flotantes se extendían como una alfombra de musgo sobre la superficie del lago, para encerrar a Nexal con un cinturón de abundancia.

El tamaño de la ciudad lo dejaba atónito. Había visto Aguas Profundas, había vivido en Calimshan y Amn, y había viajado a lo largo de toda la Costa de la Espada en los Reinos. Pero ninguna de aquellas tierras civilizadas podía vanagloriarse de tener una ciudad equiparable a Nexal en tamaño y grandeza. Calculó que unas mil canoas o más surcaban los lagos, mientras que muchísimas más navegaban por los canales.

Erixitl de Palul admiró la ciudad por su belleza. Se fijó en la abundancia de flores y en los jardines multicolores, en las resplandecientes mantas de plumas que flotaban en el aire por encima de los mercados. Las fuentes y los estanques reflejaban la luz del sol desde un millar de grandes viveros.

——Mi tío es el señor de todo esto —dijo Poshtli, orgulloso pero, al mismo tiempo, discreto. Los había guiado a través del desierto, y después por el paso entre las alturas de la montaña. No obstante, ahora también parecía impresionado a pesar de que había pasado la mayor parte de su vida en la metrópoli.

——Sobrepasa a cualquier otra cosa que haya visto jamás; los colores, la ubicación, el propio tamaño del lugar... Sin murallas ni bastiones... —La voz de Hal se apagó. Por un momento, se olvidó hasta de los ritos salvajes que eran la parte central de la religión, que practicaban en este lugar admirable. Los colores parecían titilar a la luz del sol, como invitándolos a bajar, a entrar en Nexal.

——¿No os dije que era de verdad el lugar más grande a la vista de los dioses? —se vanaglorió Poshtli, mientras iniciaba el descenso por el sendero—. En cuanto a la defensa, ninguna nación de Maztica osaría atacar Nexal. En caso de que lo intentaran, los lagos constituyen una barrera más que suficiente para contenerlos. Venga, vamos. ¡Estaremos en el palacio de mi tío antes del anochecer!

El camino serpenteaba por la ladera de la montaña, entre el enorme monte Zatal, a la izquierda, y otro pico gigantesco, llamado Popol, a la derecha. A medida que descendían, la vegetación era cada vez más abundante, y, durante una parte del trayecto, los árboles les impidieron ver el fondo del valle.

La suave brisa que agitaba las hojas le recordó a Hal los grandes cedros que poblaban la Costa de la Espada. El descenso no presentaba ninguna dificultad, y no encontraron a nadie en el bosque.

Al cabo de una hora de marcha, llegaron a un jardín exuberante donde había un manantial cerrado con un muro de piedra. El sendero rodeaba el estanque, y Halloran vio un canal de mampostería que llevaba agua del manantial.

——¡Un acueducto! —exclamó, sorprendido, mientras observaba la obra que llevaba agua a la ciudad.

——Tenemos muchísima agua en Nexal —explicó Poshtli—, pero el agua del manantial de Cicada es la mejor de todas. El acueducto llega hasta el centro de la ciudad, para que todos puedan beberla.

Atravesaron el jardín, y el sendero los condujo otra vez a la ladera. En esta parte había enormes terrazas destinadas al cultivo de maíz, el delicioso grano que al parecer servía de alimento a todo Maztica. Desde aquí volvieron a ver la ciudad, y Halloran divisó las grandes calzadas de piedra que conducían desde la costa hasta la isla donde se alzaba la metrópoli.

Erixitl contempló Nexal mientras Poshtli le narraba a Hal detalles de la construcción del acueducto, que había sido edificado cuando él era un niño. Vio que una sombra ocultaba por un momento el sol, a pesar de que no había ni una sola nube en el cielo.

De pronto, le pareció que Nexal tenía el mismo aspecto que en su sueño: una ciudad fría y desolada, alumbrada por la luz de la luna. Asustada, intentó volverse para no mirar.

Pero no pudo. Vio la oscuridad extenderse sobre las plazas y el gran mercado, en dirección a la Gran Pirámide, con sus altares manchados de sangre. Mientras miraba el escenario de los sacrificios, las sombras se hicieron más oscuras. Por fin consiguió desviar la mirada, y cerró los ojos; temblaba como una hoja.

Unos segundos después, abrió los ojos y la ciudad apareció ante ella con toda su intensa y delicada belleza, resplandeciente de vitalidad. La admiró tal como era ahora, y disfrutó con su grandeza. Sin embargo, no pudo olvidar la sombra, y, mientras se acercaban a Nexal, la temible oscuridad pesó sobre su espíritu.

Por un segundo, se estremeció al pensar que todo el esplendor y magnificencia que tenía ante ella no tardarían en desaparecer.

Naltecona dormitaba en su gran trono de plumas. Los lujosos cojines flotando por obra de la
plumamagia
sobre la tarima que se alzaba en el centro de la gran sala de ceremonia, sostenían su cuerpo sin esfuerzo. El reverendo canciller, vestido con una amplia túnica, con entorchados de plumas en la cabeza, los hombros y las rodillas, disfrutaba de uno de los escasos momentos de paz.

A su alrededor, los sacerdotes, guerreros y hechiceros que formaban su corte, permanecían en silencio. No era necesario que estuviesen presentes mientras su gobernante dormía, pero ninguno de ellos tenía el valor suficiente para marcharse y correr el riesgo de despertarlo.

Naltecona se acomodó mejor, consciente de su entorno e incluso de la incomodidad de sus cortesanos. «Que sigan de pie —pensó—. Que aprendan un poco de la disciplina que debe guiar cada uno de mis movimientos.» Sintió un cierto desprecio hacia todos aquellos viejos que se afanaban a su alrededor y lo seguían a todas partes, y que, no obstante, eran incapaces de ayudarlo en aquellos asuntos en los que el canciller más necesitaba de sus consejos y sabiduría; asuntos tales como aquellos misteriosos extranjeros que habían desembarcado en las costas del Mundo Verdadero, y conquistado Payit con una única y brutal batalla.

Dormido otra vez, Naltecona soñó con su sobrino, Poshtli. ¡Ése era un hombre de verdad! Un guerrero valiente, sabio y comedido. Era una lástima no poder reemplazar a una docena de los tontos que lo rodeaban por uno como Poshtli.

Las puertas de la sala del trono se abrieron con suavidad, pero el movimiento fue suficiente para despertar al canciller. Abrió los ojos, enfadado.

Un sacerdote se adelantó presuroso, sin olvidarse de hacer las tres reverencias de respeto antes de aproximarse al trono emplumado. El clérigo enjuto, de miembros frágiles y con el rostro cubierto de cicatrices de las heridas de penitencia, se detuvo ante su gobernante. Sus cabellos se alzaban como las púas de un puerco espín, embadurnados con la sangre seca de las víctimas de los sacrificios. El hombre esperó en silencio, con la mirada baja, mientras Naltecona se desperezaba.

——¿Sí, Hoxitl? —preguntó el monarca, al reconocer al sumo sacerdote de Zaltec. Este dios era el patrono de Nexala, y su patriarca, Hoxitl, tenía grandes poderes en el consejo.

——Muy excelentísimo señor, hemos recibido noticias de vuestro sobrino, el señor Poshtli, desde el desierto. Se dice que regresa con uno de los extranjeros como su prisionero. Estas nuevas son muy agradables para Zaltec y los Muy Ancianos.

——No me cabe ninguna duda —respondió Naltecona, irónico. Sabía muy bien que cualquier posible sacrificio resultaba agradable para el dios de Hoxitl. Miró a los otros cortesanos—. Ésta es una prueba para todos aquellos que ponían en duda el retorno de Poshtli. Partió en busca de una visión. Estoy seguro de que sus visiones le han enseñado más de lo que vosotros sabréis jamás.

——Desde luego —manifestó Hoxitl, con otra reverencia—. Zaltec lo ha bendecido con su sabiduría.

La mirada de Naltecona se clavó en el sacerdote, que, todavía inclinado, no pareció advertirla.

——Hay más de una fuente de sabiduría en el Mundo Verdadero —dijo el canciller, tajante—. No dejes que tu fe te ciegue.

——Desde luego —asintió Hoxitl. Ocultó su escepticismo con una nueva reverencia.

——¿Esto es todo? —preguntó el canciller. Una nota de aburrimiento apareció en su voz.

——Hay otro asunto —contestó el sacerdote—. Si mi señor canciller quisiera honrarnos con su presencia, me complace informaros que esta tarde, con la puesta de sol, consagraremos más guerreros al culto de la Mano Viperina.

Mano Viperina. Naltecona sintió un escalofrío al escuchar el nombre. El culto de la Mano Viperina parecía crecer a diario desde la llegada de los extranjeros a Maztica. Siempre había sido el culto de los más fieles seguidores de Zaltec, pero ahora los guerreros, sacerdotes y hasta el vulgo iban en masa a los templos para jurar fidelidad eterna al dios de la guerra y llevar su marca sangrienta.

La marca sólo podía ser impresa por el sumo sacerdote. Esta noche, la señal quedaría impresa para siempre en la carne de muchísimos jóvenes nexalas.

Naltecona suspiró, sin hacer caso de la demanda del patriarca de Zaltec, y después volvió su atención al resto de los presentes.

——Coton, ven aquí —llamó el canciller.

Un sacerdote vestido de blanco hizo una reverencia. y se separó del grupo. El hombre, a diferencia de Hoxitl, parecía bien alimentado, hasta el punto de ser casi obeso. Su melena blanca y su arrugada piel morena se veían limpias, sin ninguna marca de cicatrices, sangre o suciedad. Coton, sumo sacerdote de Qotal, se acercó en silencio. En realidad, como todos los demás clérigos de su culto, había hecho un voto de silencio a su maestro inmortal, el Dios Mariposa.

——Déjanos solos —ordenó Naltecona a Hoxitl, que miró a Coton con cara de pocos amigos, mientras se apartaba.

»Uno de los extranjeros viene a Nexal —explicó el canciller. Como de costumbre, se sentía cómodo al hablar con el mudo voluntario—. Hoxitl desea depositar su corazón en el altar de Zaltec.

»Tenemos noticias del poder de estos extranjeros. Quizá sería prudente matarlo, evitar su amenaza. Pero tengo curiosidad por saber cómo son y. después de todo, ¿qué puede hacer un hombre solo contra nuestra ciudad, nuestra nación?

Naltecona tenía presentes las leyendas que anunciaban el regreso de Qotal, el Dios Mariposa, a Maztica. Decían que volvería a través del océano oriental, en una gran canoa alada. Algunos de los relatos llegaban a mencionar que tendría la piel clara y barba en el rostro, igual que muchos de estos extranjeros.

Estas historias pesaban en la mente del canciller, pero lo mismo ocurría con el hambre de Zaltec. Y ahora su culto, el culto de la Mano Viperina, se extendía más rápido que nunca. Con la llegada de los extranjeros, los jóvenes guerreros de Nexal parecían muy ansiosos de tomar el voto sagrado a Zaltec.

Coton, desde luego, no respondió, pero el haber podido expresar sus dudas impulsó a Naltecona a tomar una decisión.

——No permitiré su muerte..., al menos de inmediato —le explicó a Coton—. Debo dejar que viva, incluso protegerlo, para poder aprender más acerca de él y de su gente. —Tras tomar esta decisión, Naltecona se volvió hacia Hoxitl.

»El extranjero será perdonado —informó al sacerdote. Después, en deferencia al vengativo dios, añadió—: Asistiré esta noche a la consagración de la Mano Viperina.

Darién se desperezó lánguidamente y se levantó de la cama, desnuda, para ir hasta la palmatoria junto a la puerta. Cordell contuvo el aliento, admirado ante la nívea blancura de su piel albina y la gracia y belleza de sus formas. La hechicera entrecerró los ojos para protegerlos del resplandor de la vela, y apagó la llama de un soplo, dejando la habitación en tinieblas.

Volvió a la cama, algo que Cordell olió y sintió, aunque sin poder verla. Maldijo para sus adentros no tener visión nocturna, tanta era su ansia de poder contemplarla. No sabía cómo denominar el sentimiento que lo abrasaba —¿era necesidad, deseo, quizás amor?—, que sentía crecer como una hoguera en su pecho. Tembloroso, la rodeó con sus brazos.

Por fin, la maga se durmió a su lado. Los suaves sonidos de la ciudad de Ulatos tendrían que haberlo sumido también a él en un sueño profundo. En cambio, no podía evitar pensar en la mañana siguiente, y en la marcha que iniciarían con la primera luz del alba.

Encabezaría la Legión Dorada en su misión de gran audacia, y no podía menos que reconocer que tenía algunas dudas acerca de la racionalidad del plan. Su fuerza, quinientos veteranos, tendría el refuerzo de unos cinco mil guerreros de la nación payita, la primera que había conquistado.

Desde Ulatos, los llevaría a Nexal. Los relatos referentes a la riqueza de la ciudad, al oro y al poder que había allí, lo atraían como un imán. Aquélla era la ansiada meta de la expedición; allí se encontraba el oro que habían venido a buscar, desde el otro lado del mar. ¡Marcharían al corazón de este continente salvaje!

El ejército que lo esperaba en Nexal era grande —muchas veces más grande— que la fuerza derrotada en Payit. Su informante le había dicho que había otra nación guerrera, Kultaka, cuyo territorio debía cruzar en su camino a Nexal. Era lógico esperar que atacarían a sus tropas.

Desde luego, no había mejores soldados que sus veteranos de la Legión Dorada. Sus logros desde el comienzo del viaje garantizaban el éxito. Habían conquistado una nación de guerreros con una población de más de cien mil almas. Habían obtenido tesoros suficientes para pagar diez veces los costes de la expedición.

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