Espadas y magia helada (12 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

BOOK: Espadas y magia helada
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Un resplandor rojo, de una brillantez sorprendente, surgió de la niebla en el mástil y se alzó misteriosamente diez codos por encima del palo. Entonces el Ratonero vio que, para su seguridad personal y la del barco, el pequeño cabo primero había fijado la llama en el extremo del bichero, llevándola así a lo alto
e
incrementando también la distancia a que podía verse, una milla lankhmaresa por lo menos, según un rápido cálculo. Tuvo que admitir que había sido una buena idea, casi brillante. Ordeno a Mikkidu que invirtiera el rumbo del
Pecio
para ejercitarse, y los remeros de estribor empujaron el agua a fin de que el barco girase por su lado. Entonces fue a la proa para asegurarse de que el embozado mingol que permanecía allí exploraba constantemente la niebla, y regresó a la popa, donde Ourph estaba con su piloto, ambos arrebujados en sus mantos para protegerse del frío.

Entonces, mientras la llama roja seguía brillando y retornaba el relativo silencio, apenas interrumpido por los sonidos acompasados de los remos, el Ratonero, sin proponérselo siquiera, volvió a aguzar el oído para percibir extraños sonidos en la niebla, y, sin mirar a Ourph, le dijo en voz baja:

—Dime, viejo amigo, qué piensas realmente de tus incansables hermanos nómadas y por qué han querido embarcarse en vez de montar a caballo.

—Corretean como ratones, buscando la muerte... de otros —gruñó reflexivamente el viejo—. Galopar sobre las olas en vez de por las pedregosas estepas. Asaltar ciudades es su impulso principal, ya sea por mar o por tierra. Tal vez huyen del Pueblo del Hacha.

—He oído hablar de ese pueblo —respondió el Ratonero, dubitativo—. ¿Crees que está confabulado con los invisibles seres volantes de Stardock, que ondean en los aires helados por encima del mundo?

—No lo sé. Siguen por doquier a sus magos del clan.

La llama roja se extinguió. Pshawri bajó con bastante agilidad desde lo alto del mástil e informó a su temido capitán, el cual le despidió con una mirada furibunda que, inesperadamente, terminó en un guiño, y le dio la orden de encender otra llama al cabo de media hora. Entonces, volviéndose de nuevo hacia Ourph, siguió conversando en voz baja.

—Ya que hablamos de magos, ¿conoces a Khahkht?

El anciano dejó que transcurrieran cinco latidos del corazón antes de graznar:

—Khahkht es Khahkht. No es ningún brujo tribal, con toda seguridad. Habita en el extremo norte, dentro de una cúpula, algunos dicen que un globo flotante, del hielo más negro, desde donde observa los actos de los hombres, tramando hacer el mal a la menor oportunidad, como cuando las estrellas le son propicias y todos los dioses duermen. Los mingoles temen a Khahkht, y no obstante..., cada vez que emprenden una gran empresa se vuelven hacia él, le ruegan que cabalgue delante de sus mejores y más sanguinarios jinetes. El hielo es su elemento favorito y su herramienta, y el hálito helado la señal más segura de su presencia, aparte del parpadeo.

—¿El parpadeo? —le preguntó el Ratonero ansiosamente.

—La luz del sol o de la luna reflejada en el hielo —replicó el mingol—. El parpadeo del hielo.

Un resplandor blanco palideció por un instante la niebla oscura, perlina, y a través de ella el Ratonero oyó el sonido de remos, golpes más poderosos que los producidos por los remeros del
Pecio
y con un ritmo más rápido, pero se trataba indudablemente de remos, y su estrépito era cada vez mayor. La alegría iluminó el rostro del Ratonero. Miró a su alrededor con incertidumbre y vio el dedo inmóvil de Ourph que señalaba adelante. El Ratonero asintió y lanzó un grito que parecía un toque de trompeta.

—¡Fafhrd! ¡Ah del barco!

Se hizo un breve silencio, tan sólo roto por el sonido de los remos del
Pecio
y los del barco que se aproximaba, y entonces salió de la niebla un grito cordial pero, al mismo tiempo, misterioso.

—¡Hola, mi pequeño amigo! ¡Nos encontraremos en aguas confusas, Ratonero! ¡Y ahora... en guardia!

La sonrisa del Ratonero se esfumó. ¿Pretendía Fafhrd en serio llevar a cabo en la niebla su idea de una batalla naval fingida? Miró inquisitivamente a Ourph, el cual se encogió de hombros.

Un destello blanco más brillante aclaró por un momento la niebla. Sin detenerse un instante a pensar, el Ratonero ordenó los gritos:

—¡Remad a babor! ¡Haced fuerza de remo! ¡Rápido! ¡A estribor! ¡Más fuerza!

Haciendo caso omiso del mingol que la manejaba, se abalanzó hacia la caña y la movió a estribor, de modo que el timón reforzara el impulso de los remos para hacer girar el barco.

Fue una suerte que actuara con tanta rapidez, pues de la niebla surgió una verga baja, gruesa y puntiaguda que estuvo en un tris de ensartar la proa del
Pecio
y partir la nave. El ariete rozó el costado del pequeño barco, el cual sufrió una fuerte sacudida mientras viraba bruscamente a babor, respondiendo a los esfuerzos desesperados de los ladrones remeros.

Y entonces, siguiendo a su ariete, la blanca y afilada proa de la nave de Fafhrd salió de la niebla. Era una proa de altura casi increíble, alta como una casa y correspondiente a un barco enorme, por lo que los marinos del
Pecio
tuvieron que echar la cabeza atrás para verla en su totalidad, e incluso el Ratonero sofocó un grito de temor y asombro. Afortunadamente se hallaba a diez varas de distancia a estribor, mientras que el
Pecio
continuaba girando a babor, pues de lo contrario la nave más pequeña habría sido abordada.

De la niebla inmóvil surgió algo aplanado que se deslizaba lateralmente. A una vara por encima de la cubierta, golpeó el mástil y pareció que fuese a partirlo, pero el objeto plano se rompió primero, y a los pies del Ratonero cayó algo que incrementó su sorpresa: la gran pala recubierta de hielo y parte del guión de un remo cuyo tamaño era el doble del de los remos del
Pecio,
y que tenía todo el aspecto de una uña de gigante.

El siguiente remo enorme no tocó el mástil, pero alcanzó a Pshawri de costado y le arrojó al suelo. Los restantes no alcanzaron al
Pecio
por márgenes cada vez más amplios. Desde la enorme masa blanca, que ya se desvanecía en la niebla, llegó un grito imponente:

—¡Ah, cobarde! ¡Huir de la amenaza de combate! ¡Ah, taimado cobarde! ¡Pero vuelve a ponerte en guardia! ¡Aún te cogeré, enano, por mucho que me esquives!

A estas palabras alocadas siguió una risa no menos insensata, la misma clase de risa que el Ratonero le había oído en otras ocasiones, cuando Fafhrd se encontraba en una situación muy apurada, pero más frenética que nunca, incluso diabólica, y tan fuerte como si una docena de Fafhrds la emitieran al unísono. ¿Habría adiestrado a sus guerreros para que le hicieran eco?

Una mano semejante a una garra aferró el codo del Ratonero. Era Ourph, quien señaló el fragmento del gran remo roto sobre la cubierta.

—Es sólo hielo. —En la voz del viejo mingol resonó un temor supersticioso—. Hielo forjado en la helada herrería de Khahkht.

Soltó al Ratonero y, agachándose rápidamente, cogió el objeto con las manos, enfundadas en mitones negros, muy separadas, como si fuese una serpiente muerta, y de repente lo arrojó por encima de la borda.

A unos pasos de él, Mikkidu había rodeado con un brazo los hombros ensangrentados de Pshawri, incorporándolo levemente, pero ahora miraba al capitán por encima de su inmóvil e inconsciente compañero. En sus ojos había un interrogante desesperado.

Las facciones del Ratonero se endurecieron.

—Seguid remando, gandules —les ordenó en tono mesurado—. Empujad con fuerza. Mikkidu, deja que los tripulantes se ocupen de Pshawri y dirige a los remeros con el gong. ¡El ritmo más rápido! Ourph, arma a tus hombres. Que bajen en busca de flechas y vuestros arcos de cuerno..., y para mis soldados hondas y munición, bolas de plomo, no piedras. Gavs, vigila bien la popa, y tú, Trenchi, encárgate de la proa. ¡Vamos, espabilad!

El aspecto del hombrecillo vestido de gris era sombrío y peligroso. Cruzaban por su mente pensamientos que detestaba. Mil años atrás, en La Anguila de Plata, Fafhrd le había anunciado que reclutaría doce guerreros, gentes enloquecidas por los combates. Pero ¿acaso su querido amigo, ahora endemoniado, pudo imaginar hasta qué punto estarían locos sus doce dementes y que su locura sería contagiosa? ¿Y que él mismo se infectaría?

Por encima de la niebla helada, las estrellas brillaban como velas de escarcha, tan sólo amortiguadas por la luz de la luna baja y gibosa en el sudoeste, donde, a lo lejos, el frente de una tormenta desenrollaba la espesa alfombra de cristales de hielo que flotaban en la atmósfera.

A corta distancia sobre la perlina superficie blanca que se extendía hasta el horizonte por todos los puntos cardinales excepto al sudoeste, el halcón mensajero que el Ratonero había soltado volaba hacia el este. Hasta donde alcanzaba la mirada, ningún otro ser vivo compartía la vasta soledad curvada y sin embargo, el ave viró de súbito como si la hubiesen atacado, aleteó frenéticamente y se detuvo en el aire, retorciéndose, como si se hubiesen apoderado de ella y no pudiera liberarse. Pero en el aire claro no había nada más que el ave convulsa.

Como por arte de magia, el trozo de pergamino alrededor de su pata se desenrolló, quedó extendido un momento y volvió a enrollarse en la pata escamosa. El halcón blanco partió desesperadamente hacia el este, zigzagueando corno para esquivar la persecución y volando muy cerca de la blanca superficie del mar, como dispuesto a sumergirse en cualquier momento.

En el lugar vacío donde el ave había sido liberada, una voz entabló un soliloquio.

—Si mi ardid sale bien, ¡y saldrá!, esta alianza entre Oomforafor de Stardock y el Khahkht del Hielo Negro redundará en un provecho más que suficiente. ¡Llorad, mis hermanas diabólicas! Aquellos amantes vuestros que os mancillaron ya son hombres muertos, aunque todavía respiren y caminen por algún tiempo. La venganza pospuesta, que se saborea y se rechaza, es más dulce que la venganza rápida. Y es aún mucho más dulce cuando aquellos a quienes odias se aman pero se ven obligados a matarse, ¡pues si mis notas no surten ese bendito efecto, no me llamo Faroomfar! ¡Y ahora, vuela veloz como el sonido, mi plano caballo aéreo, mi invisible alfombra mágica!

La extraña niebla baja seguía siendo espesa y muy fría, pero el atuendo de Fafhrd, de piel de gamo polar vuelta del revés, era cálido y cómodo. Apoyaba la mano, enfundada en un guantelete, en el bajo mascarón, una silbante serpiente de las nieves, mirando hacia atrás con satisfacción desde la proa del
Halcón Marino
a sus remeros, los cuales seguían remando tan vigorosamente como cuando les diera la primera orden al avistar la llama roja del Ratonero en lo alto del palo mayor. Eran muchachos dignos de confianza, siempre que se les mantuviera ocupados y se les tratase con la debida severidad. Nueve de ellos eran tan altos como Fafhrd, y otros tres le superaban en altura, sus cabos Skullick y Mannimark y el sargento Skor, los dos últimos ocultos por la niebla, desde cuyo seno Skor marcaba el ritmo con el gong en la popa. Cada oficial menor mandaba un pelotón de tres hombres.

¡Y el
Halcón Marino
era una embarcación sólida y marinera!, algo más larga, y más estrecha de manga, y con un mástil mucho más alto, aparejada además a proa y popa, que la nave del Ratonero Gris (aunque Fafhrd no podía saberlo, puesto que nunca había visto el
Pecio).

No obstante, frunció ligeramente el ceño.
Pelly
ya debería haber regresado, siempre que el Ratonero hubiera respondido a su mensaje, y su pequeño amigo nunca se perdía una ocasión de hablar, ya fuese de palabra o por escrito. En cualquier caso, era hora de trepar al mástil, pues el Ratonero podría encender otra llama y quizá Skullick estaría soñando despierto durante su guardia. Pero cuando se acercaba al mástil, un espectro de siete pies de altura apareció ante él, un espectro vestido con una piel de nutria vuelta del revés.

—¿Qué ocurre, Skullick? —le preguntó ásperamente Fafhrd, alzando la
cabeza para
mirarle, pues el otro medía medio palmo más que él—, ¿Por qué has abandonado tu puesto? ¡Habla en seguida, escoria!

Y sin más advertencia ni preparación, asestó a su cabo un puñetazo en el diafragma que le hizo retroceder un paso y, bastante ilógicamente, le hizo perder la mayor parte del aliento que necesitaba para hablar.

—Ahí arriba... hace un frío... como en la matriz de una bruja —jadeó Skullick con dolor y dificultad—. Y ya hace rato... que debían... haberme sustituido.

—A partir cíe ahora esperarás en tu puesto a que te releven hasta que el infierno se congele, y de paso también tú, pero quedas relevado. —Y Fafhrd volvió a golpearle en el mismo lugar crítico—. Ahora riega a los remeros, con cuatro medidas de agua por una de whisky..., ¡y si tomas más de dos tragos de este último, te las verás conmigo!

Se volvió con brusquedad, alcanzó el mástil en dos zancadas y trepó rítmicamente, utilizando las clavijas de sus anillas de bronce, rebasó la verga mayor, a la que estaba aferrada la vela, y el peñol, hasta que sus manos enguantadas cogieron la barra corta y horizontal de la cofa. Una vez arriba se sorprendió de que la niebla hubiera dado paso sin transición al cielo estrellado, como si una fina película, impalpable pero resistente, confinara las motas de hielo, reteniéndolas abajo. Cuando se levantó en la cofa, la niebla le llegaba hasta la cintura y apenas veía sus pies. Él y el extremo del mástil se deslizaban por un mar perlino, fuertemente impulsados por los remeros que se afanaban abajo. Las estrellas le indicaron que el
Halcón Marino
seguía navegando hacia el oeste. Su sentido de la dirección no le había engañado, a pesar de la niebla, y se alegró.

También el irresponsable Skullick había dicho la verdad. En la cofa hacía tanto frío como en los aposentos privados de una diablesa, pero un frío deliciosamente vivificante. Notó el nuevo viento procedente de la niebla, al sudoeste, y al norte el lugar donde había observado la llama del Ratonero en la línea del horizonte. Ahora, la luna deforme y voluminosa estaba allí, casi tocando la línea, pero todavía muy brillante. Si el Ratonero encendía otra llama, habría de estar a mayor altura, porque el esfuerzo de los remeros de Fafhrd acercaría a las naves. Escrutó el oeste para asegurarse de que la intensa luz lunar de Nehwon no le impedía ver otra llama roja.

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