Espadas y magia helada (7 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

BOOK: Espadas y magia helada
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Los dioses espectadores empezaron a dispersarse.

Pero Kos, todavía cejijunto, enfrascado en su tarea hasta tal punto que ni se daba cuenta del dolor que experimentaba en sus cortos y gruesos muslos por estar sentado durante tanto tiempo con las piernas cruzadas, exclamó:

—¡Esperad! Ahí hay otra pareja, a saber, una tal Nemia de la Oscuridad y otra llamada Ojos de Ogo, mujeres de moral laxa y, además, receptoras de propiedades robadas... ¡Ah, qué maldad!

Issek soltó una risa fatigada.

—Déjalo ya, querido Kos. Eliminé a esas dos desde el principio. Son las peores enemigas de nuestros hombres, les timaron un precioso botín en joyas, como casi cualquiera de los dioses que nos rodean podría confirmarte. Antes que ir en su busca (en cualquier caso para ser rechazados, por supuesto), nuestros muchachos se pudrirían en el infierno.

Mog, que había estado bostezando, añadió:

—¿Es que nunca sabes cuándo ha terminado un juego, querido Kos?

Así pues, el rechoncho dios envuelto en pieles se encogió de hombros y cedió, soltando maldiciones mientras trataba de enderezar las piernas.

Entretanto, las llamadas Ojos de Ogo y Nemia de la Oscuridad llegaron a lo alto de la interminable escalera y entraron en su tugurio, nada placentero por cierto. Era un antro pobre, sucio e incluso ruidoso, pues las dos mejores ladronas de Lankhmar atravesaban tiempos difíciles, como les ocurre incluso a los mejores ladrones y receptores de mercancías robadas en el curso de sus largas carreras.

Nemia se volvió y dijo:

—Mira lo que nos ha traído el gato a rastras.

Las penalidades habían alisado severamente sus curvas, en otro tiempo extraordinarias. Su compañera Ojos de Ogo aún tenía cierto aire infantil, pero no ocultaba los estragos de una vida disoluta.

—Vaya —dijo en tono fatigado—. Tenéis un aspecto deplorable, como si hubierais escapado de la muerte y lamentarais haberlo hecho. ¿Por qué no ponéis fin .a vuestras cuitas rompiéndoos el cuello escaleras
abajo?

Como Fafhrd y el Ratonero no se movían ni cambiaban sus expresiones melancólicas, la mujer emitió una breve risa, se dejó caer en una silla con el asiento destrozado, tendió una pierna al Ratonero y le dijo:

—Bien, si no te marchas, por lo menos sé útil. Quítame las sandalias y lávame los pies.

Entretanto, Nemia se sentó ante un desvencijado tocador y, mientras se examinaba en el espejo roto, tendió a Fafhrd un peine de púas incompletas.

—Péiname, bárbaro —le dijo—. Y ten cuidado con las greñas y los nudos.

Fafhrd y el Ratonero, este último poniendo un caldero de agua a calentar, empezaron a hacer lo que les habían ordenado, con toda diligencia y seriedad.

Al cabo de largo tiempo, y después de que los dos amigos hubieran prestado otros pequeños servicios, o serviles penitencias, las dos mujeres no pudieron por menos que sonreír. A la desgracia, después de que ha sido consolada, le gusta la compañía.

—Es suficiente por ahora —le dijo Ojos al Ratonero—. Ven y ponte cómodo.

Nemia habló de igual modo a Fafhrd, añadiendo:

—Luego podéis hacer la cena e ir en busca de vino.

Poco después, el Ratonero comentó:

—Por Mog que esto es más bien lo que andábamos buscando.

Fafhrd estuvo de acuerdo.

—Sí, por Issek. Que Kos maldiga todas esas espantosas aventuras.

Los tres dioses, al oír sus nombres tomados en vano mientras descansaban tras sus fatigosas tareas en el paraíso, se sintieron satisfechos.

Atrapados en el Mar de Estrellas

Fafhrd, el bárbaro educado, y su constante camarada el Ratonero Gris, nacido en una ciudad pero instruido en los bosques por un mago, habían zarpado en su barco
Corredor Negro
—una embarcación de la clase llamada leopardo— y avanzado hacia el extremo sur del Mar Exterior, a lo largo de la costa de Quarmall, o costa occidental del continente de Lankhmar, más lejos de lo que nunca se habían aventurado hasta entonces, como tampoco lo había hecho ningún otro marinero sincero que conocieran.

Les habían atraído un par de trasgos resplandecientes, como les llaman, una clase de fuegos fatuos considerados como guías infalibles hacia los yacimientos de metales preciosos, siempre que uno tenga paciencia y pericia de cazador para localizarlos, por cuyo motivo también se los conoce como moscas del tesoro, mariposas de plata y chinches doradas. Aquella pareja tenía un color rosado cobrizo de día y negro con destellos plateados de noche, tonalidades que prometían un hallazgo de electro y oro blanco, este último más importante porque siempre se encontraba en grandes cantidades. Los tales trasgos parecían pequeñas láminas de gasa muy fina que se deslizaban incansables por el aire, aleteaban sin cesar alrededor del palo mayor, se lanzaban velozmente adelante y se rezagaban. En ocasiones resultaban casi invisibles, débiles borrones en el ardor del sol, que caía a plomo, espectrales destellos en la oscuridad de la noche, que era fácil de confundir con los reflejos de la Cazadora Blanca en el remo y la vela, pues ahora la luna estaba casi llena. Algunas veces se movían con la vivacidad de los trasgos cuyo nombre llevaban, otras languidecían y parecían arrastrarse, pero siempre seguían adelante. En tales ocasiones parecían tristes (o melancólicos, según Fafhrd, uno de sus estados de ánimo favoritos). En otros momentos, si uno podía dar crédito a sus oídos, expresaban sonoramente su alegría, llenando la atmósfera que rodeaba al barco de tenues y dulces palabras incomprensibles, susurros a medio camino entre el murmullo del viento y la voz humana, y largos ronroneos de satisfacción.

Según los cálculos de Fafhrd y el Ratonero Gris, el
Corredor Negro había
dejado atrás el continente de Lankhmar, por el lado de carga, y el hipotético continente Occidental lejos, muy lejos, por el lado de pilotaje, y avanzaba hacia el sur por el Gran Océano Ecuatorial, llamado a veces, sin que se supiera bien por qué, Mar de las Estrellas, que rodea Nehwon y que tanto los lankhmareses como los orientales consideran espantoso e innavegable. Los marinos se ciñen en sus periplos a las costas de los continentes septentrionales, y hasta los navegantes más intrépidos retroceden antes de aventurarse más allá.

Pero no era sólo la esperanza de conseguir grandes riquezas, como tampoco, ni mucho menos, el gran valor de los dos héroes, lo que les impulsaba a adentrarse en aquellas aguas, arrostrando peligros desconocidos, como los horrendos monstruos legendarios capaces de convertir barcos en astillas, corrientes marinas más veloces que el huracán, y remolinos del tamaño de cráteres volcánicos, que engullían naves de gran calado en un santiamén e incluso succionaban islas cuya situación les hacía correr un riesgo permanente. Era el motivo de que los dos amigos hablaran poco entre ellos y lo hicieran siempre con cautela, en tono bajo, tras largos silencios en las largas y silenciosas guardias nocturnas. Y he aquí la explicación: de noche, cuando estaban a punto de dormirse, o durante el día, al despertar perezosamente tras una siesta a la sombra de la vela, veían por un momento a los trasgos resplandecientes en forma de hermosas, esbeltas y transparentes muchachas, hermanas gemelas, de rostro adorable y alas grandes y brillantes, muchachas de fino cabello como nubes de oro o plata, y ojos de mirada abstraída, rebosantes de concentración y brujería, mujeres de una delgadez casi increíble pero no tanto como para imposibilitar el acto del amor, con sólo que adquiriesen suficiente sustancia, cosa que sus sonrisas y miradas parecían prometer que podía ocurrir. Y los dos aventureros deseaban a esas dos muchachas resplandecientes como jamás habían deseado a ninguna mujer mortal y, como hombres embrujados o que han perdido por completo la razón, no podían volver atrás.

Aquella mañana, mientras sus trasgos del tesoro les precedían, similares a rayos de arco iris bajo el sol, el Ratonero y Fafhrd, perdidos en sus secretos pensamientos sobre muchachas y oro, no observaron los sutiles cambios en la superficie del océano delante de ellos: el agua ondulante se volvió semilisa y aparecieron unas extrañas líneas de espuma que corrían hacia el este. De súbito, los chinches de oro se precipitaron a su vez hacia el este y un instante después algo aferró la quilla del barco leopardo, el cual se desvió básicamente en la misma dirección, con un salto como el de la ágil fiera con cuyo nombre se denominaba esa clase de embarcación. El palo mayor fue casi arrancado de cuajo y los dos héroes estuvieron a punto de caer por la borda, y cuando se recobraron de su sorpresa, el
Corredor Negro
navegaba a toda velocidad hacia el este, los dos trasgos resplandecientes aleteando exultantes delante de ellos, y los dos héroes supieron que estaban en poder de la Gran Corriente Ecuatorial que corre hacia oriente, y que no se trataba de ninguna fábula.

Olvidando por un momento a aquellas criaturas aéreas semejantes a muchachas, se abalanzaron a la caña del timón para cambiar el rumbo y regresar al norte. Mientras Fafhrd se apoyaba en el timón, el Ratonero se encargó de orientar la única gran vela, pero en aquel momento un viento del noroeste les cogió de popa con una fuerza tremenda, casi hundiendo al
Corredor Negro
mientras lo impulsaba velozmente hacia el sur en la corriente. No se trataba de una mera ráfaga, sino que tenía una fuerza de tormenta constante, de manera que habría desgarrado inevitablemente la vela, que los tripulantes no recogían, y si no lo hizo fue porque la corriente que les arrastraba era casi tan rápida como el mismo viento.

Cuando llevaban una legua adentrados en el sur, vieron tres trombas marinas que avanzaban juntas por el este, columnas grises que se extendían a medio camino entre la superficie del agua y el cielo, a una velocidad por lo menos tres veces superior a la del
Corredor Negro,
lo cual indicaba que la corriente era allí todavía más rápida. Los dos marinos, que aún no habían salido de su asombro, se vieron obligados a aceptar que estaban en una situación apurada, impotentes bajo la doble férula de la corriente impetuosa y el viento, que dirigían la nave a su antojo.

—Oh, Fafhrd —gritó el Ratonero Gris—. Ahora estoy convencido de la veracidad de ese capricho metafísico, eso de que todo el universo es agua y nuestro mundo no es en ella más que una burbuja movida por el viento.

Fafhrd, con los nudillos blancos de tanto apretar la caña del timón, le replicó:

—Concedo que con esas trombas y esta espuma volante parece que hay agua por todas partes. Sin embargo, no puedo creer en ese sueño filosófico de que el mundo de Nehwon es una burbuja, cuando cualquier necio puede ver que el sol y la luna son esferas sólidas como Nehwon, situadas a millares de leguas de distancia en el aire, que, por cierto, debe de ser muy tenue allá arriba.

»Pero éste no es momento para sofismas, amigo mío. Ataré la caña del timón y, mientras dure esta extraña calma, debida a la igualdad de velocidades de la corriente y el viento, como si el aire se abriera delante y se cerrase detrás, tomemos un triple rizo de vela y aparejemos bien el buque.

Mientras trabajaban, los tres lejanos tifones que avistaban por la proa se desvanecieron, y fueron sustituidos por un grupo de otros cinco que se aproximaba a gran velocidad por la popa, algo más cerca esta vez, pues las fuerzas del agua y el viento conducían sin cesar, gradual pero implacablemente, al
Corredor Negro
hacía el sur. El sol del mediodía, casi vertical, caía a plomo sobre sus cabezas, pues el viento de tormenta, que soplaba con una fuerza cercana a la del huracán, no había traído consigo nubes ni aire opaco, lo cual era un prodigio sin precedentes en la memoria del Ratonero, e incluso de Fafhrd, que había navegado mucho. Tras varios intentos inútiles de dirigir el barco al norte, desviándolo de la poderosa corriente, con el único resultado de que el viento de tormenta se deslizara perversamente uno o dos puntos, impulsándoles todavía más al sur, los dos hombres cejaron en sus esfuerzos, admitiendo su absoluta incapacidad temporal para influir en el rumbo de su barco leopardo.

—A este paso —opinó Fafhrd—, cruzaremos el Gran Océano Ecuatorial en cosa de uno o dos meses. Por suerte, estamos bien aprovisionados.

—Me sorprendería que el Corredor resistiera siquiera un día entre esos torbellinos y velocidades —replicó el Ratonero tristemente.

—Es una nave robusta —dijo Fafhrd con despreocupación—. ¡No te pongas tétrico y piensa que nos dirigimos a los continentes meridionales, desconocidos por el hombre! ¡Seremos los primeros en visitarlos!

—Si es que tales continentes existen y si nuestras cuadernas no se rompen. ¿Continentes dices? Daría mi alma por un solo islote.

—¡Los primeros en llegar al polo sur de Nehwon! —insistió Fafhrd, que seguía disfrutando de su ensueño—. ¡Los primeros en escalar los Stardocks meridionales! ¡Los primeros en conseguir los tesoros del sur! ¡Los primeros en descubrir qué hay en . las antípodas del Reino de las Sombras, donde habita la Muerte! Los primeros...

El Ratonero se deslizó en silencio al otro lado de la vela acortada, alejándose de Fafhrd, y cautamente se dirigió a la proa, donde se tendió en un estrecho ángulo de sombra. Estaba aturdido por el viento, el rocío del oleaje, la fatiga, el sol implacable y la misma velocidad de la nave. Allí tendido, contempló con aire sombrío a los trasgos resplandecientes, que mantenían su posición con una exactitud notable, a la altura del mástil y a la distancia de la eslora de un barco por delante de ellos.

Al cabo de un rato se durmió, y soñó que uno de los trasgos se separaba del otro, descendía y se cernía sobre él como un largo espectro rosado, y entonces se convertía en una afectuosa muchacha de rostro estrecho y ojos verdes, la cual le despojaba de sus vestidos con dedos esbeltos y fríos como leche guardada en un pozo, y al mirar hacia abajo, vio los pezones de sus pequeños senos presionando como dedales de cobre recién pulidos contra el rizado vello oscuro de su pecho. Y ella le decía suave y dulcemente, la cabeza inclinada hacia la suya, los labios y la lengua rozándole la oreja: «Avanza deprisa. Éste es el único camino hacia la Vida, la inmortalidad y el paraíso». Y él replicaba: «Lo haré, querida mía».

Le despertó un grito de Fafhrd, y tuvo una visión huidiza pero clara, aunque casi cegadora, de un rostro femenino estrecho y hermoso, pero por lo demás distinto por completo del de la dulce muchacha de su sueño: era un rostro de facciones duras, imperioso, vivaz, hecho de luz roja y dorada, con los iris de sus grandes ojos de color bermellón.

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