Ivivis miró al Ratonero con curiosidad pero con una desaprobación inmediata.
—¿Qué haces aquí, ficción de mi pasado servil? Es cierto que me rescataste de Quarmall, por lo que te pagué entregándote amorosamente mi cuerpo, pero eso terminó en Tovilysis, cuando nos separamos. ¡Estamos en paz, querido Ratonero, sí, por Mog, lo estamos!
(La muchacha se preguntó por qué había utilizado esa invocación en concreto.)
De la misma manera, Friska miró a Fafhrd y dijo:
—Eso también reza contigo, audaz bárbaro. Recuerda que también mataste a mi amante Hovis, como el Ratonero mató al Klevis de Ivivis. Ya no somos candorosas esclavas, juguetes de los hombres, sino la sutil secretaria y la actual tesorera del Gremio de Mujeres Libres de Tovilysis. Jamás amaremos de nuevo a menos que yo lo decida... ¡cosa que no haré hoy! Así pues, por Kos e Issek, ¡marchaos!
(Al igual que su amiga, se preguntó por qué invocaba a esas deidades particulares, hacia las que no sentía ningún respeto.)
Tales rechazos dolieron profundamente a los dos héroes, que no tuvieron fuerzas para responder con negativas, chanzas o pacientes galanterías. La lengua se les pegó al paladar, un frío cada vez más intenso les cubrió el corazón y las partes íntimas, casi se encogieron de temor..., y bien podría decirse que huyeron de aquella cámara por la puerta abierta que tenían delante..., para entrar en una gran estancia excavada en hielo azulado, o en roca de la misma tonalidad, transparencia y frialdad, de modo que experimentaron no poca satisfacción al ver las llamas que danzaban en la gran chimenea. Ante el hogar se extendía una alfombra de extraño aspecto, muy gruesa y muelle, sobre la que estaban esparcidos tarros de ungüento, frasquitos de perfume, que se daban a conocer por sus efluvios, y otros envases de cosméticos. Además, la alfombra de textura invitadora mostraba depresiones formadas sin duda por dos personas acostadas, mientras que a un codo de altura flotaban dos máscaras vivas, delgadas como el papel o la seda, o incluso más finas, que tenían la forma de rostros de muchachas maliciosamente bellas e impertinentes, la una de una rosa malva y la otra verde turquesa.
Otros lo habrían considerado un prodigio, pero el Ratonero y Fafhrd reconocieron en seguida a Keyaira e Hirriwi, las invisibles princesas de la escarcha con las que estuvieran emparejados por separado una larguísima noche en el Stardock, el pico más alto al norte de Nehwon, y sabían que las dos alegres muchachas estaban recostadas desnudas ante el fuego y, juguetonas, se habían embadurnado mutuamente el rostro con ungüentos pigmentados.
Entonces la máscara turquesa saltó entre Fafhrd y el fuego, de modo que las danzarinas llamas anaranjadas sólo brillaban a través de los orificios de sus ojos y entre sus labios, ahora crueles y divertidos, mientras le decían:
—¿En qué lecho mohoso duermes ahora el sueño eterno, vulgar amante de una noche, que tu alma chillona puede volar a través de medio mundo para mirarme boquiabierto? Algún día vuelve a escalar el Stardock y, en tu forma sólida, importúname. Tal vez te escuche. Pero ahora, ¡márchate, fantasma!
De igual modo, la máscara malva se dirigió desdeñosamente al Ratonero, diciéndole en tonos tan ardientes e imperiosos como las llamas visibles a través de sus orificios faciales:
—Y tú vete también, desdichado espectro. Por Khahkht del hielo negro y Gara del azul e incluso Kos del verde... ¡lo ordeno! ¡Vientos, soplad! ¡Que se extingan todas las luces!
Estos nuevos rechazos hirieron aún más dolorosamente a los dos aventureros, y se les encogió el alma al pensar que eran en verdad fantasmas y las máscaras parlantes la realidad sólida. Sin embargo, habrían podido hacer acopio de valor para tratar de responder al desafío (aunque tal cosa resultaba dudosa), de no ser porque tras la última orden de Keyaira les envolvió una oscuridad absoluta y se vieron arrastrados por fuertes vientos, que les arrojaron a una zona iluminada. Una puerta empujada por el viento se cerró estrepitosamente tras ellos.
Con un alivio considerable, vieron que no tenían que enfrentarse a otro par de muchachas, lo cual habría sido insoportable, sino que se encontraban en otro tramo de corredor iluminado por antorchas de llama clara, sujetas en la pared por medio de brazos de bronce en forma de garras de ave, tentáculos de calamar enroscados y pinzas de cangrejo. Agradecidos por la tregua, respiraron hondo.
Entonces Fafhrd habló a su camarada con el ceño intensamente fruncido:
—Mira lo que te digo, Ratonero: todo esto es cosa de brujería, o bien ha intervenido la mano de algún dios.
—Si se trata de un dios —replicó con aire sombrío el Ratonero—, es uno que tiene un dedo pulgar y señala con él continuamente hacia abajo, para que nos rechacen.
Los pensamientos de Fafhrd tomaron un nuevo rumbo, como evidenciaron los surcos cambiantes en su frente.
—Jamás he chillado, Ratonero —protestó—. Hirriwi me ha llamado chillón.
—Supongo que es sólo una manera de hablar —le consoló su camarada—. Pero, ¡por todos los dioses!, qué desgraciado me siento, como si ya no fuese un hombre y esto no fuera más que un palo de escoba —se lamentó, señalando su espada
Escalpelo,
que pendía de su costado, mientras miraba meneando la cabeza la envainada
Vara Gris
de Fafhrd.
—A lo mejor estamos soñando... —empezó a decir el norteño, dubitativo.
—Bien, si estamos soñando, sigamos con ello —sugirió el Ratonero, y rodeando con el brazo los hombros de su amigo, echó a andar con él por el corredor.
Pero a pesar de estas palabras y acciones reconfortantes, ambos tenían conciencia de que se hallaban cada vez más sumidos en una pesadilla que les arrastraba contra su voluntad.
Doblaron una esquina. Durante cierto trecho, la pared derecha se convirtió en una hilera de esbeltas columnas oscuras, espaciadas de manera irregular, entre las cuales se veían más fustes delgados y oscuros, distribuidos al azar, y, a media distancia, un largo altar sobre el que incidía desde arriba una luz suave, revelando a una mujer alta y desnuda, tendida sobre el ara, y a su lado a una sacerdotisa con túnica morada, empuñando una daga y con un gran cáliz de plata en la otra mano, que estaba entonando una letanía.
—¡Ratonero! —susurró Fafhrd—. La víctima del sacrificio es la cortesana Lessnya, con la que tuve algunos tratos cuando fui acólito de Issek años atrás.
—Y la otra es Hala —susurró el Ratonero a su vez—, sacerdotisa de la diosa de igual nombre, con la que tuve cierto comercio cuando era lugarteniente de Pulg, el extorsionador.
—Pero no es posible que hayamos recorrido ya todo el camino hasta el templo de Hala, aunque este lugar se le parece.
Desde La Anguila hay que recorrer media Lankhmar para llegar allí.
El Ratonero recordó los rumores que había oído sobre pasajes secretos de Lankhmar que conectaban puntos por distancias más cortas que la distancia más corta entre ellos.
Líala se volvió hacia los dos hombres y les miró con las cejas enarcadas.
—¡No os mováis de ahí! —les gritó—. Estáis cometiendo un sacrilegio al violar el ritual más sagrado de la diosa más grande de cuantas existen. ¡Marchaos de aquí, impíos intrusos!
Mientras decía esto, Lessnya se irguió sobre un hombro y les miró altivamente. Luego volvió a tenderse y contempló el techo, al tiempo que Hala sumergía la daga en el cáliz y acto seguido rociaba con vino (o cualquier otro fluido que el cáliz contuviera) el cuerpo desnudo de Lessnya, blandiendo la hoja como si fuese un hisopo. La roció tres veces, en los senos, las ijadas y las rodillas, y entonces reanudó su letanía, mientras Lessnya repetía sus palabras (o tal vez roncaba). El Ratonero y Fafhrd se alejaron con sigilo por el corredor que iluminaban las antorchas.
Pero tuvieron poco tiempo para reflexionar sobre las extrañas geometrías y las religiosidades aún más extrañas de su viaje de pesadilla, pues ahora la pared izquierda dio paso durante un trecho a una cámara fabulosamente decorada, grande y poco iluminada, que reconocieron como la residencia oficial del Gran Maestre del Gremio de los Ladrones, en la Casa de los Ladrones, separada por media ciudad de Lankhmar del templo de líala. En primer término había una serie de figuras arrodilladas, en devota actitud de súplica, mirando hacia una mesa de ébano de gruesa superficie, tras la cual estaba en pie una alta y bella pelirroja cubierta de joyas y, a sus espaldas, otra bella mujer, que vestía una túnica negra de esclava, con el cuello y los puños blancos.
—Ésa es Ivlis, en el esplendor de su pasada belleza, para la que robé las ruborosas yemas de los dedos de Ohmphal —susurró el Ratonero con satisfacción—. Y veo que ahora se ha procurado unas cuantas gemas más.
—Y la otra es Freg, su doncella, que no parece haber envejecido en absoluto —replicó Fafhrd en un áspero susurro, maravillado como si estuviera bajo los efectos de una pócima.
—Pero ¿qué está haciendo en la Casa de los Ladrones? —preguntó febrilmente el Ratonero—. Aquí las mujeres tienen prohibida la entrada. Y parece la Gran Maestre del Gremio..., un gran maestre femenino..., una diosa... adorada... ¿Es que está del revés del Gremio de los Ladrones? ¿Acaso se ha trastornado todo Nehwon?
Ivlis les miró por encima de las cabezas de sus fieles arrodillados. Sus ojos verdes se estrecharon. Con naturalidad, se llevó los dedos a los labios y luego los hizo revolotear dos veces hacia un lado, indicando al Ratonero que debía tomar en silencio aquella dirección y no regresar.
Con una sonrisa lenta y hostil, Freg hizo exactamente el mismo gesto a Fafhrd, pero de un modo incluso más indolente, como si tararease un estribillo. Los dos hombres obedecieron, pero mirando hacia atrás, por lo cual se llevaron una sorpresa, casi un sobresalto, al ver que habían entrado a ciegas en una sala de paredes forradas de madera preciosas, embellecidas con tallas complicadas, con una puerta ante ellos y sendas puertas a los lados, y en una de las últimas, la más cercana al Ratonero, una joven núbil de mirada maliciosa, vestida con una túnica verde de áspera tela de toalla, el pelo negro húmedo, mientras que en la puerta más próxima a él, Fafhrd vio a dos esbeltas rubias sonrientes, ambas indudablemente alegres y ataviadas con las capuchas y las túnicas negras de las monjas de Lankhmar. En plena posesión de la pesadilla, se dieron cuenta de que aquél era el mismo pabellón de madera del duque Danius, frecuentado por sus primeros y más profundos amores, reconstruido de manera irreverente a partir de las cenizas a las que el brujo Sheelba lo había reducido, y restaurado con todas las chucherías que el mago Ningauble había arrebatado allí por arte de magia y esparcido a los cuatro vientos; y vieron que aquellas tres jóvenes eran Ivmiss Ovartamortes, sobrina de Karstak del mismo apellido, en aquel tiempo Señor Supremo de Lankhmar, y Fralek y Fro, hijas gemelas del duque enloquecido por la muerte, las tres potrancas de la oscuridad a las que ellos se dirigieron insensatamente tras haber perdido incluso los espectros de sus verdaderos amores en el Reino de las Sombras. Algo curioso en aquella serie de acontecimientos llamaba la atención de Fafhrd. «Fralek y Fro, Freg, Friska y Frig —se decía para sus adentros—; ¿obedecerá a algún encantamiento el hecho de que todos esos nombres empiecen por Fr?», mientras que el Ratonero pensaba de manera similar: «Ivlis, Ivmiss, Ivivis..., siempre las mismas letras "i" y "v", incluso en Hisvet... ¿A qué se deberá tal coincidencia?».
(Cerca del Polo de la Vida, los dioses Mog, Issek y Kos estaban por completo enfrascados en la realización de su magia, y se gritaban mutuamente nuevos descubrimientos de muchachas con las que atormentar a aquellos fieles que habían dejado de rendirles culto. Ahora la multitud de dioses reunidos a su alrededor era considerable.)
Entonces, el Ratonero pensó estremecido que entre todas aquellas mujeres cuyo nombre empezaba por Iv no figuraba la más importante de todas, la blanca Ivrian, perdida para siempre en los dominios de la Muerte. Y un estremecimiento similar sacudió a Fafhrd. Todas las bellezas que les flanqueaban les hicieron pucheros y mohines, mientras se veían casi catapultados al interior de un pabellón de seda oscura como el vino, más allá de cuyos pliegues inmóviles se extendían los horizontes lisos y negros del Reino de las Sombras.
La hermosa Vlana, con el rostro de color pizarra, escupió a Fafhrd en la cara, diciéndole:
—Te dije que haría esto si regresabas.
Pero la blanca Ivrian se limitó a mirar al Ratonero sin hacer un solo gesto ni decir palabra.
Entonces retrocedieron por el corredor iluminado con antorchas, apresurándose contra su voluntad, como si les empujaran, y el Ratonero envidió a Fafhrd el escupitajo de la muerte que se deslizaba por su mejilla. Las muchachas pasaban como relámpagos por su lado, sin prestarles atención..., la Mará de la juventud de Fafhrd, Atya, que adoraba a Tyaa, Hrenlet de ojos bovinos, Ahura de Seleucia y muchísimas más..., hasta que los dos amigos experimentaron la terrible desesperación de ser rechazados no por una o varias amantes, sino por todas. La injusticia de semejante situación bastaba para hacer morir a un hombre.
Entonces, en aquella carrera precipitada, una escena permaneció un poco más ante sus ojos: Alyx la ladrona, ataviada con las ropas escarlata y la tiara de oro cubierta de rubíes del arcipreste de un culto oriental, y arrodillada ante ella, vestida de amanuense, Lilyblack, la juvenil amante del Ratonero en su época de delincuencia, entonando:
«Papá,
el furor pagano, la decadencia civilizada», mientras la archipreste travestida afirmaba: «Todos los hombres son enemigos...».
Fafhrd y el Ratonero estuvieron a punto de caer de rodillas y rogar a todos los dioses existentes que cesara aquella tortura, Pero por algún motivo no lo hicieron, y, de improviso, se encontraron en la calle de la Baratura, cerca del cruce con la de los Oficios, entrando en un oscuro portal tras dos mujeres, cuyas espaldas les eran provocativamente familiares, y siguiéndolas por un estrecho tramo de escalera, tan largo que su absurda combadura se magnificaba.
En la Tierra de los Dioses, Mog se echó atrás, exhaló aire con fuerza y dijo:
—¡Ya está! Así se llevan lo suyo.
Issek se estiró (cuanto se lo permitían sus tobillos y muñecas permanentemente doblados) e hizo esta observación:
—Señor, la gente no aprecia cómo trabajamos los dioses, la fatiga que comporta observar a los gorriones.