Espadas y magia helada (4 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

BOOK: Espadas y magia helada
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—¿Qué has estado urdiendo? —preguntó severamente Sheelba al Ratonero.

—¿Y tú qué has estado haciendo? —preguntó Ningauble a Fafhrd.

Los dos amigos se hallaban todavía en el Reino de las Sombras, y los magos en el exterior. Les separaba el límite fronterizo, y su conversación era como la de dos parejas en los lados opuestos de una estrecha calle, en uno de los cuales lloviera a cántaros mientras que el otro se mantenía seco y soleado, aunque en este caso hediendo a la sucia niebla de Lankhmar.

—He estado buscando a Reetha —replicó el Ratonero, sinceramente por una vez.

—Y yo a Kreeshkra —dijo Fafhrd audazmente—, pero una tropa de espectros montados nos persiguió y tuvimos que regresar.

Seis de los siete ojos de Ningauble se contorsionaron en el oscuro interior de su capucha y miraron inquisitivamente a Fafhrd. Cuando habló, lo hizo con voz severa.

—Kreeshkra, harta de, tu indomable indocilidad, ha vuelto definitivamente con los espectros, llevándose a Reetha consigo. Te aconsejo que la olvides y busques en cambio a Frix.

La tal Frix era una notable mujer que había desempeñado un importante papel en la aventura de las hordas roedoras, la misma en la que estuviera implicada Kreeshkra, la muchacha de la raza espectral.

—Frix es una mujer valiente, hermosa y muy lista —contemporizó Fafhrd—. Pero ¿cómo encontrarla? Vive en otro mundo, un mundo aéreo.

—Por mi parte, te aconsejo que busques a Hisvet —dijo sombríamente al Ratonero Sheelba del Rostro Sin Ojos.

Bajo su capucha, la negrura sin facciones se hizo aún más negra (debido a la concentración), si es que ello era posible. Se refería a otra mujer implicada en la aventura de las ratas, en la que Reetha también había sido uno de los personajes principales.

—Una gran idea, padre —respondió el Ratonero, que no ocultaba su preferencia por Hisvet entre todas las demás muchachas, sobre todo porque nunca había gozado de sus favores, aunque había estado a punto de hacerlo en varias ocasiones—. Pero probablemente se encuentra en las profundidades de la tierra y tiene el tamaño de una rata. ¿Cómo podría hacerlo? ¿Cómo, cómo?

Si Sheelba y Ningauble hubieran podido sonreír, lo habrían hecho. No obstante, el primero se limitó a decir:

—Es desagradable veros envueltos en niebla, como héroes humeantes.

Sin necesidad de deliberar entre sí, los dos magos colaboraron en la preparación de un encantamiento pequeño pero muy difícil. Tras resistir con gran tenacidad, el Reino de las Sombras y su niebla se retiraron al este, dejando a los dos amigos bajo el mismo sol que sus mentores. Sin embargo, dos invisibles fragmentos de niebla oscura permanecieron, entraron en los cuerpos del Ratonero y Fafhrd y envolvieron para siempre sus corazones.

En el lejano oriente, la Muerte se permitió una ligera maldición que habría escandalizado a los dioses superiores si la hubieran oído. Miró furibunda su mapa y la lengua negra que se acortaba. Estaba de pésimo talante. ¡La habían burlado de nuevo!

Ningauble y Sheelba hicieron otro pequeño conjuro.

Sin previo aviso, Fafhrd salió disparado hacia arriba y fue empequeñeciéndose en el aire hasta perderse de vista.

Sin moverse de donde estaba, el Ratonero también se empequeñeció, hasta quedar reducido a poco menos de un pie de altura, un tamaño apropiado para manejar a Hisvet, dentro o fuera de la cama. Se metió en la boca de ratonera más próxima.

Ninguna de estas hazañas fue tan notable como parece, puesto que Nehwon no es más que una burbuja que asciende a través de las aguas del infinito.

Los dos héroes pasaron un delicioso fin de semana con sus respectivas damas.

—No sé por qué hago cosas así —dijo Hisvet, con su leve ceceo, acariciando íntimamente al Ratonero mientras yacían en sábanas de seda—. Debe de ser porque te odio.

—Un encuentro muy agradable e incluso provechoso —confesó Frix a Fafhrd en una situación similar—. Tengo la manía de jugar, de vez en cuando, con los animales inferiores. Algunos lo considerarían una debilidad en una reina de los aires.

Finalizado el fin de semana, Fafhrd y el Ratonero regresaron por automáticos medios mágicos a Lankhmar, y ambos se encontraron en la calle de la Baratura, cerca del cuchitril de Nattick Dedoságiles. El Ratonero volvía a tener su tamaño habitual.

—Pareces tostado por el sol —observó a su camarada.

—Tostado por el espacio —le corrigió Fafhrd—. Frix vive en una tierra notablemente alejada. Pero tú, amigo mío, pareces más pálido de lo normal.

—Esto es lo que tres días bajo tierra le hacen al cutis de un hombre —respondió el Ratonero—. Anda, vamos a tomar un trago en La Anguila de Plata.

Ningauble, en su caverna cerca de Ilthmar, y Sheelba, en su cabaña móvil en el Gran Pantano Salado, sonrieron a pesar de que les faltaba el equipamiento necesario para esa expresión facial. Habían cargado a sus respectivos protegidos con una obligación más hacia ellos.

El cebo

Fafhrd, el norteño, estaba soñando con un gran montículo de oro.

El sureño Ratonero Gris, siempre más listo a su manera infatigablemente competitiva, soñaba con un montón de diamantes. Aún no había separado todos los amarillentos, pero suponía que su destellante montoncito ya debía de valer más que el reluciente de Fafhrd.

El hecho de que en su sueño supiera lo que Fafhrd estaba soñando era un misterio para todos los seres de Nehwon, excepto quizá para Sheelba del Rostro Sin Ojos y Ningauble de los Siete Ojos, los brujos y mentores del Ratonero y Fafhrd, respectivamente. Tal vez existiera una vasta y negra mente que, a modo de conciencia subterránea, compartían los dos.

Ambos despertaron a la vez, Fafhrd con un poco más de lentitud, y se sentaron en la cama.

Entre los pies de sus dos camastros había un objeto que les llamó la atención. Su altura era de unos cuatro pies y ocho pulgadas, pesaría unas ochenta libras, tenía el cabello liso y negro, la piel blanca como el marfil, y estaba tan exquisitamente formada como una pieza única de ajedrez del Rey de Reyes, tallada de un bloque de piedra de la luna. Aparentaba unos trece años, pero por la sonrisa coqueta que asomaba a sus labios podría tener diecisiete, mientras que los centelleantes estanques de sus ojos mostraban el azul primigenio del deshielo en la Era Glacial. Naturalmente, estaba desnuda.

—¡Es mía! —exclamó el Ratonero Gris, con la rapidez con que siempre desenvainaba su espada.

—¡No, es mía! —dijo Fafhrd casi simultáneamente, pero concediendo con ese «no» inicial que el Ratonero se le había adelantado o que, por lo menos, había esperado que su amigo fuese el primero.

—Pertenezco a mí misma y a nadie más, salvo dos o tres semidiablos viriles —dijo la muchacha desnuda, dirigiendo a cada uno de ellos una mirada lasciva.

—Me batiré contigo por ella —propuso el Ratonero.

—Acepto —respondió Fafhrd, desenvainando lentamente a
Vara Gris,
que yacía junto a su camastro.

A su vez, el Ratonero deslizó a
Escalpelo
fuera de su funda de piel de rata.

Los dos héroes se levantaron de sus camastros.

En ese momento aparecieron dos personajes un poco atrás de la muchacha. Su irrupción en la estancia pareció cosa de magia. Ambos medían por lo menos nueve pies de altura, y tenían que encorvarse para no tocar el techo. Las telarañas les hacían cosquillas en la nariz. El que estaba al lado del Ratonero era negro como el hierro batido, y desenvainó rápidamente una espada que parecía forjada con el mismo material.

Al mismo tiempo, el otro recién llegado, éste blanco como los huesos, blandió una espada que parecía de plata, como acero recubierto de estaño.

El gigante situado junto al Ratonero descargó un golpe que le habría dividido el cráneo, pero el aventurero lo paró en primera y el arma de su contrario se desvió a la izquierda. Entonces, girando diestramente su estoque en sentido contrario al de las agujas del reloj, rebanó la cabeza del felón negro, la cual cayó al suelo con un ruido horrible.

El blanco demonio enfrentado a Fafhrd confió en una estocada hacia abajo. Pero el norteño, tras trabar su hoja, le atravesó. La espada plateada no alcanzó la sien de Fafhrd por el grosor de un cabello.

La ninfa pateó el suelo con el talón descalzo y se desvaneció en el aire, o quizá en el limbo.

El Ratonero hizo ademán de limpiar su hoja en las ropas del camastro, pero descubrió que no era necesario y se encogió de hombros.

—Qué desdicha para ti, camarada —dijo en un tono de fingida aflicción—. Ahora no podrás disfrutar de esa deliciosa criatura mientras retoza sobre tu montón de oro.

Fafhrd se dispuso a limpiar
Vara Gris con
sus sábanas y notó que la hoja tampoco estaba manchada de sangre, cosa que le hizo fruncir el ceño.

—Lo siento por ti, amigo mío —se condolió—. Ahora no podrás poseerla mientras se contorsiona con juvenil abandono sobre tu lecho de diamantes, cuyo brillo produciría tonos opalescentes en su pálida piel.

—Olvidemos esa afeminada basura artística... ¿Cómo has sabido que soñaba con diamantes? —dijo el Ratonero.

—¿Cómo lo he sabido? —se preguntó Fafhrd, extrañado, pero al final zanjó la cuestión diciendo—: Supongo que de la misma manera que tú has sabido que soñaba con oro.

Los dos cadáveres excesivamente largos eligieron ese momento para desvanecerse, y la cabeza cortada con ellos.

—Ratonero, empiezo a creer que unas fuerzas sobrenaturales han participado en los acontecimientos de esta mañana —observó Fafhrd sagazmente.

—O tal vez han sido alucinaciones, oh gran filósofo —replicó el Ratonero, un tanto malhumorado.

—No lo creo, puesto que, como puedes ver, han dejado aquí sus armas.

—Es cierto —concedió el Ratonero, mirando con ojos rapaces las hojas de hierro batido y acero chapado de estaño—. Estos objetos se cotizarían bien en la plazuela de las Rarezas.

El lejano sonido del Gran Gong de Lankhmar, que resonaba a través de las paredes, desgranó los doce toques fúnebres del mediodía, cuando los enterradores, rodeados por los deudos del difunto, hunden sus palas en la tierra.

—Es un augurio —afirmó Fafhrd—. Ahora conocemos el origen de la fuerza sobrenatural. El Reino de las Sombras, término de todos los funerales.

—Sí —convino el Ratonero—, El Príncipe de la Muerte, ese inquieto muchacho, ha intentado de nuevo acabar con nosotros.

Fafhrd se refrescó la cara con agua fría de un palanganero colocado contra la pared.

—Hay que reconocer —dijo mientras se lavaba— que por lo menos ha sido un bonito cebo. Desde luego, no hay nada como una joven núbil, gozada o meramente entrevista desnuda, para que a uno le entre un apetito voraz de desayunar.

—Así es, en efecto —replicó el Ratonero, con los ojos cerrados y frotándose vivamente el rostro con la palma llena de brandy blanco—. Esa chica era exactamente la clase de plato inmaduro que despierta tu gusto satírico por las doncellas que acaban de florecer.

En el silencio que siguió tras terminar de lavarse la cara, Fafhrd inquirió inocentemente:

—¿El gusto satírico de quién?

Bajo los pulgares de los dioses

Una noche, cuando bebían en La Anguila de Plata, el Ratonero Gris y Fafhrd se entregaban a una nostalgia complaciente, incluso exuberante, acerca de sus amores y hazañas del pasado. Llegaron a jactarse un tanto de sus desahogos eróticos más recientes, aunque siempre es poco juicioso jactarse de tales cosas, sobre todo en voz alta, pues uno nunca sabe quién puede estar escuchando.

—A pesar de su considerable talento para hacer el mal—decía el Ratonero—, Hisvet sigue siendo una niña. ¿Por qué habría de sorprenderme eso? El mal es algo natural para los niños, es como un juego, y no les avergüenza en absoluto. Sus senos no son mayores que nueces, o limas, o, como mucho, pequeñas mandarinas con una avellana adherida..., los ocho que tiene.

—Frix es la encarnación misma del drama —dijo Fafhrd—. Deberías haberla visto encaramada en las almenas aquella noche, la mirada arrobada y brillante, contemplando las estrellas. Estaba desnuda, salvo por unos adornos de cobre, fresca como el alba rosada. Parecía a punto de echarse a volar..., cosa que puede hacer, como sabes.

En la Tierra de los Dioses, cerca del Polo de la Vida de Nehwon, que está en el hemisferio meridional, en las antípodas del Reino de las Sombras, morada de la Muerte, tres dioses sentados en círculo con las piernas cruzadas distinguieron las voces de Fafhrd y el Ratonero entre el murmullo general de sus adoradores, tanto leales como convencionales, que resuena eternamente en los oídos de cualquier dios, como si se aplicara una caracola a la oreja.

Uno de los tres dioses era Issek, a quien Fafhrd sirvió cierta vez como acólito durante tres meses. Issek tenía el aspecto de un joven delicado con las muñecas y los tobillos rotos, o más bien permanentemente doblados en ángulo recto. Durante su pasión le habían torturado terriblemente en el potro. Otro era Kos, a quien Fafhrd reverenció de niño en el Yermo Frío, un dios rechoncho, musculoso, envuelto en pieles, con el rostro severo, por no decir hosco, cubierto de espesa barba.

El tercero de los dioses era Mog, el cual parecía una araña de cuatro patas y rostro hermoso, aunque no totalmente humano. En cierta ocasión, Ivrian, el primer amor del Ratonero, se encaprichó de una estatuilla de Mog en mármol negro que él había robado, y afirmó, quizá pícaramente, que Mog y el Ratonero se parecían como dos gotas de agua.

Existe la creencia generalizada de que el Ratonero Gris es, y siempre ha sido, un ateo empedernido, pero eso no es del todo cierto. En parte por seguir la corriente de Ivrian, a la que satisfacía en todos sus caprichos, y en parte porque halagaba su vanidad que un dios decidiera parecerse a él, durante varias semanas fingió creer firmemente en Mog.

Así pues, el Ratonero y Fafhrd eran claramente creyentes, si bien convencionales, y los tres dioses escucharon sus voces por ese motivo, así como porque eran los tres fieles más notables que jamás habían tenido y porque se estaban jactando de sus hazañas. Lo cierto es que los dioses tienen oídos muy finos para la jactancia, las afirmaciones de felicidad y presunción, las aseveraciones de la firme intención de hacer esto o aquello, las declaraciones de que tal cosa debe suceder con toda seguridad, o cualesquiera otras palabras indicadoras de que un hombre ejerce el más leve control sobre su propio destino. Y los dioses son celosos, se enojan con facilidad, son perversos y rápidos en obstaculizar los planes de los humanos.

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