Acompañaban a los guerreros las muchachas Mayo y Mará, con sus botas blandas, mantos y capuchas, la primera con una jarra de leche recién ordeñada para el dios Odín y la segunda como guía de la expedición a través del centro de la isla hasta Puerto Frío. Afreyt había insistido en ello: «Esta muchacha nació en una granja de Puerto Frío y conoce el camino. Además, es tan resistente como cualquier hombre».
Fafhrd asintió dubitativo al oír estas palabras. No le gustaba aceptar la responsabilidad de una muchacha llamada igual que su primer amor juvenil. Tampoco le agradaba dejar al frente de todo en Puerto Salado al Ratonero y las dos mujeres, ahora que había tanto que hacer y, por si fuera poco, estaba la nueva tarea de investigar el Gran Torbellino, observar su comportamiento, lo cual tendría ocupado al Ratonero durante todo un día por lo menos, y era una misión más apropiada para Fafhrd, como navegante más experimentado. Pero los cuatro habían sostenido una conversación por la noche, en el camarote del
Pecio,
detrás de las portillas cerradas, aportando sus conocimientos, consejos y las profecías de los dos dioses, y así habían decidido ese curso de acción.
El Ratonero iría acompañado de Ourph, por su añeja sabiduría marinera, y de Mikkidu, para disciplinarle, utilizando una pequeña embarcación perteneciente a las mujeres. Entretanto, Pshawri se quedaría solo y a cargo de las reparaciones del
Pecio
y el
Halcón Marino,
siguiendo las orientaciones de los tres mingoles restantes, e intentaría mantener la ilusión de que los guerreros de Fafhrd se hallaban aún a bordo de su nave. Cif y Afreyt se turnarían en los diques para atajar las pesquisas de Groniger y resolver cualquier otro asunto que pudiera presentarse inesperadamente.
Fafhrd estaba convencido de que el plan saldría a la perfección, dado que los isleños eran gentes obtusas, nada sutiles, temerarias y sencillas. Desde luego, el Ratonero parecía tener suficiente confianza, y él le había visto inquieto y enérgico, con los ojos brillantes, tarareando una canción entre dientes.
El alba se extendía, tiñendo de rosa el horizonte oriental, mientras Fafhrd avanzaba pesadamente entre los brezos, el oído aguzado para captar las voces graves de los hombres que le seguían y las más ligeras de las muchachas. Una mirada por encima del hombro le reveló que avanzaban ordenadamente, Mará y Mayo las primeras detrás de él.
Cuando la Colina del Patíbulo apareció a la izquierda, Fafhrd oyó que los hombres prorrumpían en sombrías exclamaciones. Dos de ellos escupieron para defenderse contra el mal augurio.
—Saluda de mi parte al dios —oyó decir a Mará.
—Si se despierta lo suficiente para hacer algo más que tomar la leche y volver a dormirse —replicó Mayo mientras se separaba de la expedición y se encaminaba a la colina con la jarra de leche, a través de las sombras nocturnas, que iban disipándose.
Eso también hizo que algunos de los hombres lanzaran melancólicas exclamaciones, y Skor les pidió silencio.
Mará se dirigió a Fafhrd en voz baja:
—Aquí nos desviaremos un poco a la izquierda, para rodear la cascada de hielo de Fuego Oscuro, y pasaremos por el centro de la isla hasta el glaciar del monte Luz Infernal.
Fafhrd pensó un momento en la curiosa toponimia del lugar y examinó el terreno que tenía delante. Brezos y aulagas iban escaseando y empezaban a aparecer extensiones de roca pizarrosa cubierta de líquenes.
—¿Cómo llamáis a esta parte de la isla? —preguntó a la joven.
—Las Tierras de la Muerte.
Fafhrd pensó que, en efecto, tenían la costumbre de usar nombres curiosos. En cualquier caso, ese último era muy adecuado para los fieros y mortíferos mingoles, así como para el dios Odín, tan aficionado a los patíbulos.
El Ratonero era el de mayor estatura de los cuatro hombres bajos y membrudos que esperaban en el borde del dique público. Pshawri, a su lado, parecía resuelto y atento, aunque aún estaba algo pálido. Un pulcro vendaje le cubría la frente. Ourph y Mikkidu semejaban dos monos, uno enjuto y juicioso, el otro joven y un tanto abatido.
Al este, el acantilado salino apenas ocultaba el sol naciente, que brillaba a lo largo de su cumbre cristalina e iluminaba la mitad del puerto y la flota pesquera que zarpaba. El Ratonero contempló los pequeños navíos con expresión especulativa. Cabía esperar que los isleños se conformarían con la captura del día anterior, pero no era así, e incluso hoy parecían más apresurados, como si se dispusieran a pescar para todo Nehwon o como si un cántico impaciente sonara en sus cabezas, impulsándoles adelante, como el que ahora sonaba en la del Ratonero.
Los mingoles deben encontrar la muerte, ir al frondoso fondo infernal...
¡Sí, realmente debían irse al infierno! El tiempo pasaba, ¿y dónde estaba Cif?
Obtuvo la respuesta a esa pregunta cuando un esquife se aproximó muy silenciosamente al dique. La madre Grum iba sentada en la popa y manejaba un solo remo de un lado a otro, como la cola de un pescado. Cuando Cif se irguió en medio del bote, su cabeza quedó al nivel del dique. Cogió la mano que el Ratonero le tendía y subió a tierra en un par de zancadas.
—Pocas palabras —le dijo—. La madre Grum te llevará al
Duende.
—Entregó una bolsa al Ratonero—, Es sólo plata —añadió, arrugando la nariz cuando él hizo ademán de mirar el contenido.
El Ratonero pasó la bolsa a Pshawri.
—Dos piezas para cada hombre cuando anochezca, si no he regresado —le instruyó—. Hazles trabajar duro. Sería conveniente que el
Pecio
estuviera en condiciones mañana al mediodía como más tarde. Ahora vete.
Pshawri saludó y se marchó. El Ratonero se volvió hacia los demás.
—Embarquemos en el esquife.
Los hombres le obedecieron, Ourph con el rostro impasible, Mikkidu con una aprensiva mirada de soslayo a su torva remera. Cif tocó el brazo del Ratonero y éste se volvió. La joven le miró fijamente a los ojos.
—El Torbellino es peligroso —le dijo—. Aquí tienes lo que quizá pueda aplacarlo si te atrapa. Si es necesario, lánzalo exactamente al centro del remolino. Guárdalo bien y considéralo un secreto.
Sorprendido por el peso del pequeño objeto cúbico que ella puso en su mano, lo miró subrepticiamente.
—¿Oro? —musitó, un tanto asombrado.
Tenía la forma básica de un cubo, doce bordes destellantes unidos en caras cuadradas.
—Sí —replicó ella rotundamente—. Las vidas son más valiosas.
—¿Y hay alguna superstición...?
—Sí —le atajó ella.
El Ratonero asintió, se guardó con cuidado el cubo de oro y, sin decir nada más, descendió ágilmente al esquife. La madre Grum movió su remo adelante y atrás, avanzando hacia un pequeño, pesquero que permanecía en el puerto.
Cif se quedó mirándoles hasta que el esquife abandonó la zona de. sombras. Poco después ella notó la misma luz solar en su cabeza y supo que arrancaba destellos dorados de su cabello oscuro, pero el Ratonero no volvió la vista atrás. Cierto que ella no quería que lo hiciera. El esquife llegó al
Duende
y los tres hombres subieron a bordo.
Cif habría jurado que no había nadie cerca, pero a sus espaldas oyó un carraspeo. Esperó unos instantes y se volvió.
—Señor Groniger —saludó.
—Dama Cif —respondió él en un tono igual de suave.
No parecía un nombre que se mueve furtivamente.
—¿Habéis enviado a los forasteros a una misión? —inquirió poco después.
Ella meneó la cabeza lentamente.
—Les he alquilado un barco, el de dama Afreyt y mío. Quizá vayan de pesca. —Se encogió de hombros—. Como cualquier isleño, me gano algún dinero cuando puedo, y pescar no es la única manera de obtener beneficios. ¿No capitaneáis hoy vuestro barco?
El anciano meneó la cabeza a su vez.
—Un jefe de puerto tiene ante todo las responsabilidades de su cargo, señora. Al otro forastero no se le ha visto hoy, ni tampoco a sus hombres...
—¿Y bien? —preguntó ella cuando Groniger hizo una pausa.
—...a pesar de que hay mucho por hacer bajo la cubierta de su galera.
Ella asintió y volvió la cabeza para contemplar el
Duende,
que navegaba hacia la bocana del puerto con las velas desplegadas, y el esquife que se deslizaba con su solitaria, desgreñada y achaparrada remera.
—Ha sido convocada una reunión del consejo para esta medianoche —dijo Groniger, como si se le acabara de ocurrir. Ella asintió sin volverse. El anciano explicó con la mayor naturalidad—: Señora tesorera, se ha pedido una auditoria de todas las monedas de oro y tesoros escárchanos que vos custodiáis..., la flecha dorada de la verdad, los círculos dorados de la unidad, el cubo dorado del juego limpio...
Cif asintió de nuevo y luego se llevó una mano a la boca. Groniger oyó el leve sonido de un bostezo. El sol brillaba en el cabello de la dama.
A media tarde el grupo de Fafhrd se había adentrado mucho en las Tierras de la Muerte, y ahora recorrían una extensión de tierra rocosa oscura y yerma, entre dos bajas paredes glaciares, a tiro de flecha la de la izquierda y más cercana la de la derecha, una especie de ancho desfiladero. La luz del sol poniente era intensa, pero soplaba una brisa helada. El cielo azul parecía próximo.
El guerrero más joven iba por delante de los demás, desarmado. (Un hombre desarmado explora realmente en busca del enemigo y no se traba en combate con él.) A cuarenta varas tras él iba Mannimark como cobertura, y detrás de éste el grueso del grupo dirigido por Fafhrd, con Mará a su lado y Skor cerrando la marcha.
Una gran liebre blanca abandonó su escondrijo delante de ellos y echó a correr por el camino que habían seguido, dando unos saltos fantásticos, al parecer aterrada. Fafhrd hizo una seña a los hombres adelantados y dispuso dos tercios de sus fuerzas emboscados tras las rocas, dejando a Skor al frente con órdenes de mantener la posición y atacar al enemigo con una densa descarga de flechas, pero sin trabar combate. Entonces condujo a los restantes guerreros por una ruta serpenteante a través del glaciar más cercano. Les acompañaban Skullick, Mará y otros tres. Hasta entonces Mará se había portado tal como Afreyt dijo que lo haría, sin crear ningún problema.
Mientras Fafhrd les precedía cautamente por el hielo, rompió el silencio de las alturas el leve sonido vibrante de las flechas disparadas, y se oyeron gritos procedentes del lugar de la emboscada, así como de más allá.
Desde su punto de observación, Fafhrd podía ver la emboscada y, casi a tiro de flecha por delante de ella, en el desfiladero, un grupo de unos cuarenta hombres, mingoles a juzgar por las pieles con que se cubrían, los gorros y los arcos curvados. Los hombres que habían tendido la emboscada y alrededor de una docena de mingoles intercambiaban disparos de flechas, que trazaban altas curvas. Uno de los mingoles había caído y sus jefes parecían discutir. Fafhrd se apresuró a tensar su arco y ordenó a los cuatro hombres que le acompañaban que hicieran lo mismo. Desde aquella posición en el flanco, enviaron una lluvia de flechas. Otro mingol resultó alcanzado, uno de los que discutían. Media docena devolvieron los disparos, pero la posición de Fafhrd tenía la ventaja de la altura. Los restantes se pusieron a cubierto.' Uno daba brincos, como si estuviera enfurecido, pero sus compañeros tiraron de él para que se pusiera a cubierto detrás de las rocas. Poco después pareció que todo el grupo de mingoles empezaba a regresar por donde habían venido, llevándose consigo a los heridos.
—¿Y ahora qué, les atacamos y destruimos? —preguntó Skullick, sonriendo cruelmente.
Mará le miró ansiosa.
—¿Y demostrarle que sólo somos una docena? —replicó Fafhrd—. Te perdono por tu juventud. —Hizo un gesto a Skor para que cesaran los disparos—. No, lo que vamos a hacer es escoltarles fielmente hasta su nave, a Puerto Frío, o donde sea. El mejor enemigo es el que huye.
Envió un mensajero a Skor para transmitirle su plan, y entretanto pensó que los hombres esteparios vestidos con pieles parecían menos violentamente deseosos de rapiña de lo que había supuesto. Debería andarse con pies de plomo, guardándose de las tretas mingolas. Se preguntó qué opinaría de su decisión el dios Odín, el cual había dicho que destruyera a los mingoles. Tal vez los ojos de Mará, fijos en él con una expresión de inequívoco desencanto, le daban la respuesta.
El Ratonero estaba sentado en la cubierta de proa del
Duende,
la espalda apoyada en el mástil y los pies descansando en la base del bauprés. Volvían a aproximarse a la Isla de la Escarcha por el noroeste. Un poco más adelante debía de hallarse el lugar donde se formaría el remolino, y ahora, cuando bajaba la marea, sin duda estaba a punto de producirse, si había calculado bien y era de fiar la información que Cif y Ourph le habían dado anteriormente. Detrás de él, en la popa, el viejo mingol manejaba diestramente la caña del timón y la vela mayor triangular, mientras que Mikkidu, más cerca, vigilaba el único y estrecho foque.
El Ratonero desató los cordones de la bolsa que le pendía del cinto y echó un vistazo al «amansador de remolinos» (por poner un nombre al objeto que Cif le había dado). Volvió a ocurrírsele lo pródigo, pero también lo rematadamente estúpido, que era hacer de oro un objeto que luego habría que tirar. Claro que no era posible dictar prudencia a la superstición..., o tal vez sí.
—¡Mikkidu! —llamó de repente.
—Sí, señor —respondió el aludido, rápido, obediente y un tanto aprensivo.
—¿Has visto el largo rollo de cuerda delgada colgado dentro de la escotilla? ¿La clase de género fino pero fuerte que usarías para bajar el botín a tu cómplice desde una ventana alta, o al que confiarías tu propio peso en un caso de apuro? ¿Esa cuerda como la que usan algunos estranguladores?
—¡Sí, señor!
—Muy bien. Tráemela.
La cuerda resultó ser tal como la había descrito, y juzgó que tendría por lo menos cien varas de largo. Una sonrisa sardónica curvó sus labios mientras anudaba un extremo al «amansador de remolinos» y el otro a una argolla fijada en la cubierta, comprobaba que el resto de la cuerda se desenrollaba con facilidad, y volvía a guardarse el cubo de oro en su bolsa.
Llevaban medio día navegando. Primero avanzaron velozmente hacia el este, con el viento por el través en cuanto salieron de Puerto Salado, dejando a la flota pesquera isleña muy ocupada en el sudoeste, donde el mar parecía en ebullición, tal era la cantidad de pescado acumulada en aquellas aguas, hasta que dejaron bastante atrás el blanco cabo salino. Entonces dieron una larga bordada hacia el norte, la proa al viento, que les alejó gradualmente de la escarpada costa oriental de la isla, la cual, sustituyendo a la sal destellante, corría hacia el oeste. Finalmente habían emprendido un rápido regreso, volando ante el viento, hacia aquella misma costa, donde una bahía de aguas someras, resguardada por unos peñascos gemelos, atraía al marinero desprevenido. La vela cantaba y las pequeñas olas, avanzando en hileras, golpeaban la proa, que abría un surco blanco en las aguas. El sol brillaba por doquier.