Espadas y magia helada (24 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

BOOK: Espadas y magia helada
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En ese atolladero, le alivió bastante ver más allá del hombro de Cif algo que le permitió decir:

—Hablando de los demonios, ¿quiénes son esas que vienen de Puerto Salado?

Al oír esto Cif se volvió, y vio que, en efecto, Rill e Hilsa corrían hacia ellos a través de los brezos, y la madre Grum avanzaba pesadamente detrás, una oscura figura en contraste con los abigarrados colores de las prostitutas. Y aunque era pleno día, Rill llevaba una antorcha encendida. Era difícil ver la llama a la luz del sol, pero pudieron distinguirla por la manera en que su débil resplandor hacía ondular los brezos. Cuando las dos mujeres estuvieron más cerca, resultó evidente su excitación. Sin duda tenían noticias que darles.

—¿Por qué intentas iluminar el día, Rill? —le preguntó secamente el Ratonero.

—El dios acaba de hablarnos con toda claridad desde el hogar en la Guarida de la Llama. Me ha dicho: «Fuego Oscuro, Fuego Oscuro, llévame a Fuego Oscuro. Sigue la llama...».

—«... sigue el camino que te indiquen sus oscilaciones» —le interrumpió Hilsa con voz cascada.

—Así pues —prosiguió Rill—, encendí una nueva antorcha en la Guarida de la Llama para que el dios viaje en ella, y hemos seguido cuidadosamente el camino que señalaban sus oscilaciones. ¡Nos ha conducido hasta vosotros!

—Y mirad —intervino Hilsa mientras la madre Grum se aproximaba—, ahora la llama quiere que vayamos a la montaña. ¡Señala hacia ella!

Con la mano libre indicó la cascada de hielo y el silencioso pico negro de escorias más allá, con su columna de humo, que se deslizaba hacia el oeste.

Cif y el Ratonero miraron atentamente la llama espectral de la antorcha, con los ojos entrecerrados.

—La llama se inclina, en efecto —dijo el Ratonero—, pero creo que se debe a que arde de manera desigual, Algo en la textura de la madera, o en sus aceites y resinas...

—No, es indudable que nos señala Fuego Oscuro —dijo Cif, excitada—. Precédenos, Rill.

Y las mujeres se volvieron en dirección al norte y avanzaron hacia el glaciar.

—Pero no tenemos tiempo para ir montaña arriba —protestó el Ratonero—. Pensad en los preparativos que hemos de hacer para la defensa de la isla y la expedición marítima de mañana contra los mingoles.

—El dios lo ha ordenado —replicó Cif por encima del hombro—. Él sabe más que nosotros.

La madre Grum terció entonces con su voz gruñona:

—Estoy segura de que no quiere hacernos subir hasta la cima, sino que el viaje será más corto. Una ruta indirecta nos aproxima más a nuestro destino que la línea recta.

Tras esta observación desconcertante, las mujeres prosiguieron su camino. El ratonero no tuvo más remedio que seguirlas, cosa que hizo encogiéndose de hombros, pensando en lo necias que eran aquellas mujeres al guiarse por un leño ardiente como si fuera el mismo dios, aun cuando la llama oscilaba realmente del modo más asombroso. ¿Y acaso él no había oído al fuego hablar hacía dos noches? En cualquier caso, no le necesitaban para las reparaciones de aquel día en el
Pecio.
Pshawri podría dirigir a la tripulación tan bien como él, o por lo menos bastante bien. Sería mejor que vigilara a Cif mientras la joven siguiera presa de aquel curioso paroxismo, y que se ocupara de que ni ella ni las tres servidoras del dios que la acompañaban sufrieran ningún daño.

Pensó en lo dulce, fuerte, juiciosa y cautivadora que era Cif cuando no estaba bajo los efectos de la divinidad. ¡Señor, qué molestos, exigentes y criticones patrones eran los dioses, jamás serenos! (Se dijo que no había peligro alguno en tales pensamientos, pues los dioses no pueden leerlos, todo el mundo tiene al menos esa intimidad, aunque sí oyen cualquier palabra, incluso pronunciada en el tono más bajo, y sin duda pueden nacer deducciones a partir de nuestros arranques y muecas.)

Cruzó por su mente la fatigosa y compulsiva tonada: «Los mingoles deben encontrar la muerte», y casi agradeció que le distrajera de las excentricidades de dioses y mujeres.

La atmósfera había ido enfriándose, y no tardaron en llegar a la cascada de hielo. Vieron entonces un árbol achaparrado y una roca saliente, de un color violáceo oscuro, casi negro, en medio de la cual había una abertura aún más negra, ancha y alta como una puerta.

—Esto no estaba aquí ayer —dijo Cif.

—El glaciar, al retroceder, la ha descubierto —comentó la madre Grum.

—¡La llama se inclina hacia la cueva! —exclamó Rill.

—Entremos —propuso Cif.

Hilsa se estremeció.

—Está oscuro... —adujo.

—No temas —gruñó la madre Grum—. A veces la oscuridad es la mejor luz, e ir hacia abajo, el mejor modo de llegar arriba.

El Ratonero no gastó tiempo en palabras, sino que desgajó
]
tres ramas del árbol muerto, pensando que quizá la antorcha de i Loki no duraría eternamente, y, cargándoselas al hombro, siguió raudo a las mujeres al interior de la cueva.

Fafhrd trepó tenazmente la última y al parecer interminable pendiente de roca helada antes de llegar al inicio del casquete de nieve que cubría la cima del monte Luz Infernal. El resplandor anaranjado del sol poniente acariciaba su espalda sin calentarle, y bañaba la ladera de la montaña y el oscuro pico, con su espiral de humo que se deslizaba hacia el este. La roca era dura como el diamante y tenía numerosos asideros, que facilitaban la escalada, pero Fafhrd estaba fatigado y empezó a lamentarse de haber abandonado a sus hombres en peligro para embarcarse en una absurda y romántica persecución. El viento soplaba desde el oeste, transversalmente a su ascensión.

Aquella situación era el resultado de llevar a una muchacha en una expedición peligrosa y hacer caso a las mujeres, o más bien a una mujer. Afreyt se había mostrado tan segura de sí misma, tan imperiosa, que él se había plegado a los deseos de la dama en contra de su sentido común. Porque era evidente que ahora perseguía a Mará sobre todo por temor a lo que Afreyt pensara de él si algo le ocurría a la niña. Cierto que aquella misma mañana se había dado a sí mismo una justificación por ocuparse en persona de aquella tarea, en vez de encargarla a un par de sus hombres. Concluyó precipitadamente que el príncipe Faroomfar había raptado a Mará, y recordando lo que Afreyt y Cif le dijeran, que las princesas voladoras de la montaña habían acudido en su rescate cuando —la magia de Khahkht las secuestró había confiado en que la princesa Hirriwi, su amada de una gloriosa y remota noche, acudiría volando en su invisible pez aéreo para ofrecerle ayuda contra su odiado hermano.

Ése era, precisamente, otro problema que presentaban las mujeres: nunca estaban donde uno las quería o necesitaba de verdad. Se ayudaban entre ellas, desde luego, pero esperaban que los hombres realizaran toda clase de intrépidas hazañas para demostrar que eran merecedores del gran don de su amor. ¿Y en qué quedaba eso cuando uno se ponía a analizarlo? Un abrazo huidizo en la oscuridad, iluminado tan sólo por la muda e incomprensible perfección de un seno primoroso, que te dejaba desconcertado y triste.

El camino se hizo más empinado, la luz más rojiza, y los músculos le dolían. Al ritmo que avanzaba, la oscuridad le sorprendería en la superficie rocosa, y luego, por lo menos durante un par de horas, la montaña le ocultaría la salida de la luna.

¿Iba en busca de Mará exclusivamente por el temor que le inspiraba Afreyt? ¿No lo hacía también porque llevaba el mismo nombre que su primer amor juvenil, a la que abandonó con su hijo aún no nacido cuando dejó el Rincón Frío para irse con otra mujer, a la que abandonó a su vez... o condujo inconscientemente a la muerte, en realidad la misma cosa? ¿No trataba de satisfacer a la primera Mará rescatando a aquella Mará infantil? Ése era un problema más con las mujeres, o por lo menos con aquellas a las que uno amaba o había amado alguna vez, que seguían haciéndote sentir culpable incluso más allá de su muerte. Tanto si la amas como si no, estás invisiblemente encadenado a toda mujer que alguna vez ha despertado tu pasión.

¿Y no era ése el motivo más profundo por el que iba en busca de la Mará niña?, se preguntó, forzando su análisis en la siguiente grieta tortuosa, al tiempo que sus manos ateridas buscaban los nuevos asideros en la empinada pendiente, bajo la luz de un rojo sucio. ¿Acaso no se excitaba al pensar en ella, como lo hacía el dios Odín con su lubricidad senil? ¿Acaso no era él, y ningún otro, quien perseguía a Faroomfar porque consideraba al príncipe un lujurioso competidor por aquel exquisito bocado de carne juvenil?

Y ya puestos, ¿no era el aspecto juvenil de Afreyt, su esbeltez a pesar de lo alta que era, sus senos pequeños y prometedores, sus anécdotas de imaginarios merodeos infantiles con Cif, la expresión romántica que tenían sus ojos de color violeta, su atolondrada valentía, lo que le había atraído incluso en la lejana Lankhmar? Eso y su plata isleña le habían encadenado, colocándole en la posición, totalmente inadecuada para él, de tener que convertirse en un capitán responsable, él, que había sido durante toda su vida un lobo solitario, con su «leopardo solitario» compañero, el Ratonero Gris. Ahora volvía a ese carácter básico y abandonaba a sus hombres. (¡Pluguiera a los dioses que Skor no perdiese la cabeza y que por lo menos algo de la disciplina que él había impartido y sus prédicas de prudencia hubieran surtido efecto!) Pero ¡ah, esa servidumbre vitalicia a las muchachas, caprichosas, huidizas, ligeros diablillos! ¡Comadrejas blancas, de cuello delgado y dientes afilados, moviéndose incansables, con los ojos melancólicos del lémur!

Su mano, tendida a ciegas, se cerró en el vacío, y comprendió que mientras se reñía a sí mismo con tanta vehemencia había llegado a lo alto de la pendiente sin darse cuenta. Con
tardía
preocupación alzó la cabeza hasta que sus ojos miraron justo por encima del borde. Los últimos rayos oscuros del sol le revelaron un saliente pizarroso de unos treinta pies de ancho, a partir del cual la vertiente de la montaña ascendía de nuevo, escarpada y sin nieve. Delante de Fafhrd, en aquella nueva superficie, había una gran abertura o entrada de caverna, tan ancha como el saliente y el doble de alta. Al otro lado de la entrada la oscuridad era absoluta, pero Fafhrd distinguió el rojo brillante del manto de Mará, con la capucha
alzada,
y dentro de la capucha, ensombrecida por ella, su carita, muy pálida, con los ojos muy oscuros, en realidad un borrón en la penumbra, mirándole fijamente.

Fafhrd se levantó, escrutando a su alrededor con suspicacia, y avanzó hacia ella, llamándola en voz baja por su nombre. Ella no replicó con palabra o gesto algunos, aunque siguió mirándole. Llegaba de la montaña una brisa cálida, con un leve olor a azufre, que agitaba el manto de la muchacha. Fafhrd se apresuró, impulsado por una premonición de horror, apartó bruscamente el manto y reveló un pequeño cráneo sonriente, colocado en lo alto de una cruz de madera, con el travesaño corto, de unos cuatro pies de altura.

Fafhrd retrocedió hacia el saliente, respirando con dificultad. El sol se había puesto y el cielo gris parecía más vasto y, sin sus rayos, su brillantez era más pálida. Reinaba un profundo silencio. El norteño miró a lo largo del saliente en ambas direcciones, sin ningún resultado. Entonces volvió a fijarse en la ca
verna, y
apretó las mandíbulas. Cogió pedernal y hierro, abrió el yesquero y encendió una antorcha. Alzándola con la mano izquierda, mientras la derecha blandía el hacha, se internó en la cueva, hacia el corazón de la montaña, dejando atrás el pequeño espantapájaros y evitando pisar el manto rojo, a lo largo de un pasadizo de paredes extrañamente lisas, lo bastante ancho y alto para permitir el paso de un gigante o un hombre alado.

El Ratonero apenas sabía cuánto tiempo llevaba siguiendo de cerca a las cuatro mujeres dirigidas por el dios, a través de la extraña cueva, parecida a un túnel, que les conducía, cada vez a mayor profundidad, por debajo del glaciar hacia el corazón de la montaña volcánica Fuego Oscuro. En cualquier caso, había transcurrido ya el tiempo suficiente para que partiera y astillara los extremos más grandes de las tres ramas muertas que transportaba, de modo que prendiesen con facilidad, y, desde luego, el tiempo suficiente para hartarse del cántico o cantinela cuyo único tema era la muerte de los mingoles, y que ahora no sólo resonaba en su mente, sino que lo entonaban las cuatro mujeres arrebatadas, como si fuese un himno de marcha, exactamente igual que hicieran los hombres de Groniger. Claro que en este caso nuestro héroe no tenía que preguntarse de dónde habían sacado aquella tonada, pues las mujeres la habían oído con él dos noches atrás en la Guarida de la Llama, cuando el dios Loki pareció hablar desde el fuego. De todos modos, esta circunstancia no la hacía menos insoportable o latosa.

Al principio intentó razonar con Cif mientras ésta avanzaba a toda prisa con las otras como una ménade loca, arguyendo la imprudencia de aventurarse tan temerariamente en una caverna desconocida, pero ella se limitó a señalar la antorcha de Rill y dijo:

—Mira cómo se inclina hacia adelante. El dios nos lo ordena.

Y dicho esto reanudó su cántico.

Era innegable que la llama se inclinaba hacia adelante de una manera antinatural, puesto que el rápido avance de las mujeres debería hacer que oscilara hacia atrás..., y que, por otro lado, duraba más que cualquier antorcha. Así pues, el Ratonero intentó memorizar lo mejor que pudo el camino que seguían entre las rocas. Al principio hacía frío, como era de esperar dado el hielo acumulado encima, pero la atmósfera fue haciéndose perceptiblemente más cálida, y el aire caldeado tenía un ligero olor a azufre.

No le hacía ninguna gracia la sensación de ser instrumento y juguete de fuerzas misteriosas con poderes muy superiores a los suyos, fuerzas que ni siquiera se dignaban informarle de lo que habían dicho a través de él (aquel discurso que había pronunciado pero del que no había oído una sola palabra le molestaba cada vez más). Por encima de todo, no le gustaba nada la servidumbre a lo inescrutable, de lo cual eran ejemplo las mujeres, al repetir estúpidamente palabras de muerte y condenación.

Tampoco le complacía demasiado la sensación de estar sometido a la voluntad de unas mujeres y cada vez más absorto en sus asuntos, sensación que experimentaba continuamente desde que aceptara el encargo de Cif tres meses atrás en Lankhmar y que, a su vez, le había hecho ser un esclavo de sus responsabilidades para con Pshawri, Mikkidu y todos sus hombres, así como de sus ambiciones y amor propio.

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