—No, no quiero llevarlo.—No voy a montar su caballo de ocho patas. ¡Quitaos todos vosotros esos lazos del cuello!
Vio entonces una expresión de dolor y desconfianza en los ojos de Mará, la cual protestó:
—Pero esto te dará fuerza en el combate. Es un honor de Odín.
Al ver que Afreyt señalaba la litera, cuyas cortinas hacía aletear el viento (percibió la sombría santidad que parecía emanar de ella), con el semblante preocupado, así como la expectación en los ojos de Groniger y los demás isleños, cambió de actitud.
—Os diré lo que voy a hacer —les dijo, procurando que la vehemencia de su voz fuese convincente—. Lo llevaré en la muñeca, para reforzarla.
Y deslizó la mano izquierda a través del lazo, que Mayo apretó un instante después.
—Mi brazo izquierdo —explicó, mintiendo un poco— siempre ha sido en combate considerablemente más débil que el derecho. Este lazo ayudará a reforzarlo. Me pondré también el tuyo —le dijo a Afreyt, con una mirada significativa.
Ella se quitó el lazo del cuello con una sensación de alivio, que se trocó un tanto en aprensión al verlo apretado alrededor de la muñeca de Fafhrd, junto al otro lazo.
—Y también los vuestros —les dijo a las tres niñas—. Así llevaré un lazo por cada una de vosotras. Vamos, no querréis que mi brazo izquierdo flaquee en el combate, ¿verdad?
»¡Ya está! —exclamó cuando terminó, cogiendo los cinco cordones colgantes con la mano izquierda y haciéndolos girar—. ¡Azotaremos a los mingoles hasta echarlos de la isla! ¡Lo haremos!
Las niñas, a quienes la pérdida de sus lazos había parecido entristecer, se echaron a reír encantadas, y los isleños prorrumpieron inesperadamente en aplausos.
Reanudaron la marcha, Skor adelantado para explorar, tras devolverle a Fafhrd su espada. El norteño procuraba imponer cierto orden en los isleños y hacerles guardar silencio..., aunque el viento colaboraba, impidiendo que el estrépito de su cántico llegara a la playa. Las niñas y Afreyt se rezagaron con la litera, aunque no tanto como Fafhrd hubiera deseado. La columna se encontró con dos hombres de Fafhrd, los cuales informaron que los mingoles estaban agrupados en la playa alrededor de sus barcos. Subieron entonces una ligera cuesta, donde las líneas de defensa se extendían hacia el sur desde el montículo fortificado de Puerto Frío, y Fafhrd y sus hombres tuvieron que esforzarse para retener a los isleños, ahora demasiado impacientes. Un griterío angustiado cada vez más intenso llegaba de la playa, y contemplaron una escena de lo más satisfactorio: las tres galeras mingolas se hacían a la mar, sus remos se movían frenéticamente mientras unas pequeñas figuras daban un último empujón a las popas y se apresuraban a subir a bordo.
Entonces se oyó un grito pavoroso procedente de Puerto Frío y vieron por el oeste una multitud de velas que aparecían en el horizonte: era la flota de los mingoles llamados oscuros. Y a esa imagen acompañó un retumbar débil y lejano, como de cascos de innumerables caballos de batalla que avanzaran al galope por la estepa, pero los isleños lo reconocieron como la voz de Luz Infernal, el volcán situado al norte, que expelía un humo negro y amenazaba con entrar en erupción. Por el sur se movían grandes nubarrones, que anunciaban un cambio en el viento y los fenómenos atmosféricos.
No se le escapaba al Ratonero Gris que su situación era una de las más comprometidas en que se había visto implicado durante toda su carrera salpicada de peligros, con la diferencia de que en esta ocasión la afrontaba con otras trescientas personas amigas (e incluso queridas, pues Cif se hallaba a su lado), mientras que sus enemigos eran innumerables: nada menos que la flota de los mingoles llamados solares, que les perseguía de cerca. Le había sido muy fácil poner en pie a los mingoles, y ahora les atraía con tal éxito hacia su destrucción que el
Pecio
era el último barco, no el primero, de la flota isleña, desplegada en desorden ante él, con el
Halcón Marino
más próximo y al alcance de las flechas de sus perseguidores, los cuales avanzaban espumeando, entre gritos y relinchos, sus galeras más rápidas que las naves del Ratonero. Poco antes el exceso de trapo había hecho zozobrar e irse a pique una de las naves mingolas, sin que ninguna nave hermana se hubiera detenido para socorrer a sus tripulantes. A unas cuatro leguas estaba la costa de la isla, con sus dos peñascos y su invitadora bahía (y más allá el monte Fuego Oscuro, del que se alzaba una negra humareda), que indicaban la posición del Gran Torbellino. Al norte las nubes agitadas prometían un cambio en las condiciones meteorológicas. El problema, como siempre, consistía en cómo llevar a los mingoles hasta el remolino sin caer también en él, pero el Ratonero nunca había aquilatado con tanta precisión el problema. La solución en la que confiaba era que el remolino se produjera inmediatamente después de que ellos hubieran cruzado aquellas aguas, engullendo así por lo menos a la vanguardia de la cercana flota mingola, tan próxima a ellos que sería necesaria la intervención divina para que la cosa ocurriera en el momento oportuno. Pero el Ratonero había puesto en juego todo su esfuerzo y habilidad y, al fin y al cabo, los dioses estaban de su parte..., o por lo menos un par de ellos.
Las galeras de los mingoles, con sus caballos enjaulados, se hallaban tan cerca que Mikkidu y sus ladrones habían cargado las hondas con bolas de plomo, aunque tenían orden de no disparar a menos que los mingoles les atacaran con flechas. Entre las olas un caballo relinchaba despavorido en su jaula.
Al pensar en el remolino, el Ratonero recordó el «amansador» de oro y echó un vistazo al interior de su bolsa. Seguía allí, en efecto, pero de alguna manera el fragmento quemado de la antorcha de Loki se había empotrado en él, y en realidad no era más que una escoria negra. Miró la mano vendada de Rill y no le extrañó que hubiera sufrido semejante quemadura. La mujer estaba a su lado, porque cuando Cif se quedó en la cubierta, las prostitutas y la madre Grum insistieron en tener el mismo privilegio. Por lo demás, su presencia parecía animar a los hombres.
El Ratonero empezó a arrancar el negro fragmento de antorcha divina, pero entonces se le ocurrió la extraña idea de que como Loki era un dios (y en cierto sentido aquella escoria era Loki), merecía una casa o un caparazón de oro, y en consecuencia, obedeciendo a un impulso repentino, ató fuertemente con la fina y robusta cuerda el pesado cubo de oro y el trozo de antorcha, que quedaron así unidos de manera indisoluble.
Cif le tocó con el codo. Sus ojos verdes con reflejos dorados brillaban, como diciendo: «¡Qué excitante es esto!». Él hizo un gesto de asentimiento, un tanto comedido. Era excitante, desde luego, pero también condenadamente incierto, pues todo dependía del azar..., él sólo podía hacer conjeturas respecto de las instrucciones que le había dado el dios Loki en el discurso que había olvidado y que nadie había oído...
Miró a su alrededor, examinando los rostros que le rodeaban. Era extraño, pero en todos los ojos anidaba el mismo brillo juvenil de excitación que en los de Cif... Lo observó incluso en los de Gavs, en los de los mingoles Trenchi y Gib..., hasta en los de la madre Grum, brillantes como cuentas negras...
Todos los ojos brillaban, excepto los del viejo Ourph, que ayudaba a Gavs a manejar el timón. Los ojos del anciano parecían expresar una triste y paciente resignación, como si contemplara tranquilamente desde cierta distancia una gran calamidad universal. Obedeciendo a otro impulso, el Ratonero le relevó de su tarea e hizo un aparte con él al lado de la borda a sotavento.
—Escúchame, Ourph. Anteanoche, cuando hablé ante el consejo y todos me vitorearon, tú estabas presente. ¿Debo entender que, como los demás, no oíste una sola palabra de lo que dije, o como mucho unas cuantas..., las instrucciones para el grupo de Groniger y nuestra navegación de hoy?
Por espacio de unas dos inhalaciones de aire el viejo mingol le miró con curiosidad, y entonces meneó lentamente la calva cabeza.
—No, capitán, oí todo lo que dijiste (la vista empieza a fallarme un poco, pero no el oído), y tus palabras me entristecieron en gran manera, pues expresaban la misma filosofía de que hace gala mi pueblo estepario en sus momentos críticos (y a menudo en otras ocasiones), la maligna filosofía que me hizo separarme de ellos cuando era joven para vivir entre los paganos.
—Qué quieres decir —inquirió el Ratonero—. Te pido, por favor, que seas lo más breve posible.
—Pues hablaste, del modo más convincente, tanto que yo mismo me sentí tentado, acerca de las glorias de la muerte y de lo magnífico que es correr alegremente hacia la destrucción llevando a tus enemigos contigo, así como al mayor número posible de tus amigos; dijiste que ésa es la ley de la vida, la belleza y grandeza que la coronan, su satisfacción suprema. Y mientras les decía que pronto deberían morir y cómo, ellos te aplaudían y vitoreaban como lo habrían hecho mis propios mingoles en su arrebato apasionado, y con el mismo brillo en sus ojos, un brillo que conozco bien. Como te digo, me entristeció mucho ver que eres tan ferviente amante de la muerte, pero, como eres mi capitán, lo acepté.
El Ratonero volvió la cabeza y miró a los sorprendidos ojos de Cif, la cual se había acercado a él y oído todo cuando Ourph acababa de decir. Sus miradas se encontraron, corroborando una mutua comprensión.
En aquel mismo instante el Ratonero notó que el
Pecio
se detenía con brusquedad, viraba lateralmente y empezaba a dar vueltas a una velocidad prodigiosa, como le había ocurrido al
Duende
dos días atrás, pero con mucha más fuerza, proporcionada a su mayor tamaño. El cielo se tambaleó, el mar se volvió negro. El Ratonero y Cif fueron empujados brutalmente contra el coronamiento de popa, junto con un amasijo de ladrones, prostitutas, brujas (un solo ejemplar de éstas) y marineros mingoles. Rogó a Cif que se aferrase a la barandilla, puso pie en la cubierta ladeada y echó a correr, pasando junto a la vela mayor, azotada por el viento, y junto al joven Mikkidu, que se aferraba al palo mayor con los ojos cerrados, presa del terror o de un profundo arrobamiento, hasta que llegó a un lugar desde donde podía ver sin ningún obstáculo.
El
Pecio,
el
Halcón. Marino
y toda la flota isleña giraban a una velocidad vertiginosa, hacia la mitad de un remolino cuya anchura superaba las dos leguas y cuyas estribaciones superiores parecían haber atrapado a toda la flota mingola, las galeras cerca del borde diminutas como juguetes contra el cielo agitado, mientras que en el centro todavía distante del remolino, las rocas en forma de colmillo sobresalían de la espuma.
Por debajo del
Pecio,
en la amplia rueda mortífera, giraba el pesquero de Dwone, tan cercano que el Ratonero podía ver las caras de sus tripulantes. Los isleños aferraban sus extrañas armas y se abrazaban, parecían monstruosamente felices, como gigantes borrachos y desequilibrados camino de un baile. El Ratonero se dijo que aquéllos eran los monstruos que Loki había profetizado, aquéllos eran los trolls o como se llamaran. Y eso le recordó que, según el irrefutable testimonio de Ourph, Loki pretendía que él, sus hombres y probablemente también Fafhrd, Afreyt y todos los demás encontraran la muerte.
Sacó el «amansador» de oro de su bolsa y, al ver la escoria negra adherida, pensó: «¡Magnífico! Así nos libramos de dos males a la vez». Sí, pero debía arrojarlo al centro del remolino, que todavía se hallaba muy lejos. ¿Cómo llegar hasta allí? Estaba seguro de que había alguna solución sencilla, pero eran tantas las cosas que ocupaban su atención en aquellos momentos que no se le ocurría.
Cif le dio un codazo en la cintura..., una distracción más. Como hubiera debido esperar, la joven le había seguido, desobedeciendo su ruego, y ahora, con una sonrisa maliciosa, señalaba... ¡su honda, naturalmente!
Centró el precioso proyectil en la tira de cuero, señaló a Cif el mástil para que le hiciera sitio y probó la firmeza de su asidero en la cubierta ladeada, dando breves pasos de baile y midiendo distancia, velocidad, dirección del viento y los diversos imponderables con los ojos y el cerebro. Mientras hacía estas cosas, sin dejar de dar vueltas a la honda carga con el «amansador» y el resto de la antorcha por encima de su cabeza, como si fuese el preludio del que constituiría el lanzamiento más largo e importante de su vida, aparecieron en su mente unas misteriosas palabras que debían de haber madurado allí durante días, y que se correspondían con las últimas frases malignas de Loki (y casi con su tonada), pero con el significado invertido. Y mientras esas palabras ascendían oscilantes a la superficie de su conciencia, las pronunció en voz baja (o así lo creyó) pero muy clara, hasta que reparó en que Cif le escuchaba con un placer inequívoco y Mikkidu había abierto los ojos y también le escuchaba, al tiempo que los isleños del barco de Dwone se habían vuelto para mirarle muy serios. Y, por algún extraño motivo, tuvo la convicción de que, en medio de aquel monstruoso tumulto de los elementos, sus palabras eran escuchadas en el borde del remolino, a una legua de distancia, y más allá..., no sabía hasta dónde. Esto fue lo que dijo:
—¿Los mingoles deben encontrar la muerte? ¡Oh, no, no, de ningún modo! Mingoles, respirad tranquilos, dejad de ansiar la muerte, poned fin a la lucha..., incluso a los mingoles les gusta la vida. Que la locura mingola deje de arder y los dioses retornen a sus mundos.
Dicho esto, su cuerpo trazó un giro, como en un lanzamiento de disco, el destellante proyectil, en el extremo de la honda, completó un círculo sobre su cabeza y salió disparado hacia el centro del remolino. El Ratonero lo siguió con la mirada hasta perderlo de vista.
Entonces, el vasto remolino se aquietó de repente, las negras aguas se llenaron de espuma blanca, el mar y el cielo parecieron sometidos a una misma agitación. Y a través de aquel infierno de vientos aulladores y olas que rompían contra los cascos de las naves, se oyó un vibrante retumbar acompañado del resplandor rojo de grandes y distantes llamaradas: el monte Fuego Oscuro había entrado en erupción, aumentando el pandemónium y añadiendo las fuerzas de la tierra y el fuego a las del agua y el aire, con lo que se completaba el tumulto de los cuatro elementos. Los barcos eran como astillas en medio del caos, apenas o nada visibles, y a los que los hombres se aferraban como hormigas. Las ráfagas de viento parecían soplar desde todos los puntos cardinales, igual que si combatieran entre ellas. La espuma cubría las cubiertas y llegaba a lo alto de los mástiles.