Espadas y magia helada (21 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

BOOK: Espadas y magia helada
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El Ratonero se levantó y examinó atentamente la zona más cercana al barco en busca de rocas sumergidas y señales de marea. La velocidad del
Duende
pareció aumentar más allá de la que le daba el viento, como si lo impulsara una corriente. Observó un remolino más adelante, unas curvas súbitas en las líneas de espuma que coronaban las olas. ¡Ahora era el momento! Tenía que serlo. Llamó a Ourph y le dijo que estuviera preparado para virar por avante.

A pesar de todas estas medidas, se llevó una sorpresa cuando algo que parecía la mano de un gigante agarró al
Duende
por debajo, lo hizo girar en un instante y lo lanzó hacia adelante. El barco trazó una curva y se inclinó fuertemente hacia el remolino. El Ratonero vio a Mikkidu en el aire por encima del agua, a una vara de la cubierta. Al moverse de manera involuntaria para unirse al pasmado ladrón, su mano izquierda aferró automáticamente el mástil, mientras extendía la derecha y cogía a Mikkidu Por el cuello. Sus músculos crujieron pero resistieron la tensión.

Depositó a Mikkidu en la cubierta, poniéndole un pie encima para retenerle allí, y entonces se agachó, de cara al viento, que
azotaba
las velas, y miró a su alrededor.

Donde poco antes las olas avanzaban en hileras, ahora el
Duende,
a una velocidad prodigiosa, rodeaba un círculo de agua en movimiento, cada vez más profundo, de casi doscientas varas de diámetro. El Ratonero distinguió vagamente a Ourph, más allá de la vela mayor, sacudida con violencia, y vio que aferraba con ambas manos el timón. Miró de nuevo el remolino y observó que el
Duende
estaba apreciablemente más cerca del centro rehundido, por lo que ahora las rocas puntiagudas y melladas sobresalían como los colmillos ennegrecidos y rotos de un monstruo. Sin pérdida de tiempo, sacó el «amansador» de su bolsa y, procurando afinar al máximo la puntería, cosa difícil debido al viento y la velocidad del
Duende,
lo lanzó al centro del pozo. Por unos instante pareció suspendido, destellante a la luz del sol, y entonces cayó en el mismo centro.

Esta vez fue como si un centenar de invisibles manos de gigante hubieran alisado el remolino. El barco pareció chocar con un muro. El oleaje entrecruzado produjo tanta espuma acumulada en la cubierta que uno habría jurado que el agua estaba llena de jabón.

El Ratonero se aseguró de que Ourph y Mikkidu seguían allí y erguidos, de modo que, al cabo de cierto tiempo, pudieran recuperarse. Luego comprobó si el cielo y el mar estaban en el sitio adecuado. A continuación examinó la caña del timón y las velas. Su mirada se apartó del destartalado foque para posarse en la argolla fija en la proa. Fue enrollando la cuerda que había atado a la argolla, sin demasiadas esperanzas, pues lo más probable sería que se hubiera roto en el caos que acababan de soportar, pero, increíblemente, salió del agua con el «amansador» todavía bien atado en su extremo, más brillante aún por la fricción contra las rocas. Mientras lo guardaba en la bolsa mojada y anudaba con fuerza el cordón, se sintió muy satisfecho.

Las olas y el viento parecían haber vuelto a la normalidad, y Ourph y Mikkidu salían de su aturdimiento. El Ratonero les hizo volver a sus tareas, negándose a comentar el fenómeno del remolino que
aparecía y
se esfumaba, y arrogantemente les ordenó que acercaran el
Duende a
la orilla, donde había visto una playa pedregosa sobre la que estaba diseminada mucha madera grisácea, restos de barcos naufragados.

Se dijo jovialmente que ya era hora de que los isleños recogieran otra carga de madera de acarreo. Tendría que decírselo a Groniger, o quizá sería mejor esperar a los siguientes naufragios..., ¡los barcos mingoles!..., que proporcionarían una cosecha prodigiosa.

Sonriente, el Ratonero puso rumbo a Puerto Salado, y ahora, con el viento favorable, la navegación resultó fácil. Tarareó entre dientes:

—Los mingoles deben encontrar la muerte, ir al frondoso fondo infernal.

Sí, y las rocas semejantes a colmillos desgarrarían sus barcos.

En algún lugar entre capas de nubes al norte de la isla, flotaba como por milagro la esfera de hielo negro que era la morada, y muy a menudo prisión, de Khahkht. La nieve, que caía continuamente entre las nubes, cubría la esfera negra con un casquete blanco. La nieve también se acumulaba, ribeteándolas de blanco, en las poderosas alas, espalda, cuello y cresta del ser invisible suspendido al lado de la esfera, la cual debía de aferrar de alguna manera, pues cada vez que movía la cabeza para desalojar la nieve, la esfera se tambaleaba en el aire.

En la parte inferior de la esfera se había abierto una trampilla, por la que Khahkht asomó la cabeza, los hombros y un brazo, como un dios peculiarmente desagradable que mirase de soslayo hacia abajo desde el suelo del cielo.

Los dos seres conversaban.

Khahkht:
¡Monstruo molesto! ¿Por qué turbas mi celestial intimidad, golpeando mi esfera? Pronto lamentaré haberte dado alas.

Faroomfar:
Preferiría montar una raya volante invisible. Tendría ventajas.

Khahkht:
¡Por dos perros negros, te voy a...!

Faroomfar:
Contén tus feas iras, abuelo. Tengo buenas razones para despertarte. El frenesí de los mingoles parece disminuir. Gonov, al frente de los solares, que se dirigen a la Isla de la Escarcha, ha ordenado a sus barcos acortar vela ante una simple borrasca, mientras que los guerreros oscuros que cruzan la isla han retrocedido ante una fuerza que no llegaba a un tercio de la suya. ¿Es que se han debilitado tus encantamientos?

Khahkht:
Date por satisfecho. He tratado de evaluar a los dos nuevos dioses que ayudan a la Isla de la Escarcha: cuál es su poder, de dónde proceden, cuál es su propósito último y si les han sobornado. Mi conclusión provisional es que se trata de un par traicionero, de escaso poder. Dioses bribones de un universo menor. Podemos hacerles perfectamente caso omiso.

La nieve había vuelto a acumularse en el ser volante, y un tenue polvo blanco revelaba incluso algunos de sus rasgos, finos, crueles, aristocráticos. Se la sacudió.

Faroomfar:
Bien, ¿qué hacemos entonces?

Khahkht:
Enviaré nuevamente a los mingoles a un lugar donde, en caso de que retrocedan, no hayas de temer. Entretanto, líbrate si puedes de tus malignas hermanas, y hazles a Fafhrd y a su banda, si son ellos quienes han acobardado a los mingoles oscuros, todas las travesuras de que seas capaz, ¿de acuerdo? Apunta a la muchacha. ¡Manos a la obra!

El mago se retiró al interior de la esfera negra con su casquete de nieve y cerró la trampilla, como un muñeco de resorte invertido. Las alas extendidas de Faroomfar barrieron la nieve mientras iniciaba su descenso desde las alturas.

Ciertamente era digno de alabanza que la madre Grum, a bordo del esquife, esperase en el embarcadero cuando Ourph y Mikkidu acercaron con destreza el
Duende
para amarrarlo a la boya y aferrar la vela bajo la mirada vigilante y aprobadora del Ratonero. A éste le embargaba todavía la deliciosa sensación del triunfo, e incluso se había dignado hacer algunas observaciones benévolas a Mikkidu, cosa que dejó al hombre perplejo, y conversar juiciosamente, obedeciendo a caprichosos arranques de locuacidad, con el prudente aunque un tanto taciturno viejo mingol.

Ahora compartía con Ourph la bancada central de la embarcación, mientras que Mikkidu se acurrucaba en la proa.

—¿Cómo te ha ido la jornada, madre? —preguntó jovialmente a la vieja bruja remera—. ¿Tienes algún mensaje para mí de parte de tu señora? —Y cuando ella se limitó a responder con un gruñido que podía significar todo o nada, el Ratonero añadió en un tono algo sentencioso—: Bendita seas por tu fidelidad, anciana.

Entonces dejó que su atención se dispersara por el puerto.

Había anochecido y los últimos barcos de la flota acababan de atracar, con la línea de flotación muy sumergida por el peso de otra extraordinaria captura de pescado. El Ratonero se fijó en el embarcadero más próximo, al otro lado del cual cuatro isleños descargaban un barco a la luz de unas antorchas. Lo hacían en fila india, trasladando a la orilla lo que sin duda era el producto de una monstruosa captura.

Si el día anterior los isleños le habían impresionado como un pueblo muy serio y sobrio, ahora le parecían cada vez más zafios y patanes, sobre todo aquellos cuatro que iban haciendo cabriolas, sonrientes y boquiabiertos, con los ojos desorbitados bajo sus considerables cargas.

El primero era un individuo encorvado, barbudo, que llevaba a la espalda, cogido por las aletas de la cola, un gran atún plateado tan largo como él e incluso más grueso.

Le seguía un individuo delgado y larguirucho que aferraba por el cuello y la cola, enrollada alrededor de los hombros, la anguila más grande que el Ratonero había visto jamás. El hombre parecía luchar con ella mientras caminaba renqueando, pues el animal aún estaba vivo y se contorsionaba briosamente. El Ratonero pensó que podía considerarse afortunado por no tenerla enroscada alrededor del cuello.

El hombre que seguía al de la anguila llevaba un cangrejo gigante a la espalda, sujeto por un garfio que le atravesaba el caparazón. Agitaba con insistencia sus diez patas, abriendo y cerrando las grandes pinzas. Habría sido difícil determinar qué ojos sobresalían más, si los del crustáceo o los del pescador.

Cerraba la fila un hombre que llevaba sobre un hombro, sujeto por los tentáculos juntos, un pulpo que todavía adoptaba los colores del arco iris en sus espasmos agónicos, y sus grandes ojos hundidos se velaban por encima de su pico monstruoso.

«Monstruos que transportan a otros monstruos —resumió para sí el Ratonero, con una risita mordaz—. ¡Señor, qué grotescos somos los mortales!»

Ya estaban cerca del dique. El Ratonero se volvió en aquella dirección y vio..., no, no era Cif, comprobó con pesadumbre al cabo de un momento... Con cierta sorpresa inicial, distinguió a Hilsa y Rill en el borde del dique, la última provista de una antorcha que chisporroteaba alegremente, y ambas sonrientes, dándoles una calurosa bienvenida. Recién maquilladas y con su atavío de prostitutas, tenían un gran aspecto, Hilsa con sus medias rojas y Rill con unas de color amarillo brillante, ambas enfundadas en vestidos cortos y chillones con grandes escotes. Ataviadas así, al Ratonero le parecieron más jóvenes, o por lo menos no tan deterioradas, y saltó al dique para reunirse con ellas. Qué amable había sido Loki al enviar a sus sacerdotisas..., bueno, no exactamente sacerdotisas, sino más bien doncellas del templo..., no, tampoco doncellas, sino damas profesionales, enfermeras y compañeras de juegos de los dioses..., para dar la bienvenida al fiel servidor del dios.

Pero apenas las había saludado con una reverencia, cuando las dos mujeres dejaron de sonreír e Hilsa le habló en voz baja y apremiante.

—Hay malas noticias, capitán. La dama Cif nos envía para deciros que tanto ella como la dama Afreyt han sido inculpadas por los demás miembros del consejo. Las acusan de haber utilizado oro acuñado que estaba bajo su custodia y otros tesoros de la isla para pagaros a vos, al capitán alto y a vuestros hombres. Esperan de vuestra inteligencia alguna excusa ingeniosa para contrarrestar esos cargos.

La sonrisa del Ratonero apenas se alteró. Le asombraba la alegre vivacidad con que la antorcha de Rill chisporroteaba mientras Hilsa desgranaba sus afligidas palabras. A la mención de los tesoros isleños, tocó su bolsa, donde reposaba el «amansador de remolinos» atado al cabo de cuerda cortado. No dudaba de que el cubo dorado era uno de aquellos tesoros, pero, sin saber por qué, esa certeza no le preocupaba.

—¿Eso es todo? —preguntó a Hilsa—. Creí que por lo menos me dirías que los trolls habían hecho acto de presencia, esos seres contra los que nos advirtió el dios. ¡Conducidme, queridas, al salón del consejo! ¡Ourph y Mikkidu, escoltadnos! Cobra ánimo, madre Grum —añadió en dirección al esquife—, no dudes de que tu señora está a salvo.

Y cogiendo del brazo a Hilsa y Rill, partió a paso vivo, diciéndose que en reveses de la fortuna como aquél, lo más importante era mostrar una gran confianza en uno mismo, ¡llamear con ella como la antorcha de Rill! Ése era el secreto. ¿Qué importaba que no tuviera la menor idea de lo que iba a decir en el consejo? ¡Sólo tenía que mantener la apariencia de la confianza en sí mismo y, llegado el momento, acudiría la inspiración!

Como la flota pesquera había regresado tarde, las estrechas calles estaban atestadas de gente. Tal vez también era noche de mercado, y quizá la reunión del consejo tenía algo que ver con esa circunstancia. En cualquier caso, pululaban por las calles muchos «extranjeros» e isleños, y no dejaba de ser curioso que estos últimos pareciesen más forasteros y más risiblemente grotescos que los primeros. ¡Por allí llegaban, con andares penosos, aquellos cuatro pescadores que el Ratonero había visto en el dique con su carga monstruosa! Un muchacho gordo les miraba boquiabierto, y nuestro héroe le dio unas palmaditas en la cabeza al pasar. ¡Ah, qué gran espectáculo era la vida!

Su
alegría y
despreocupación contagiaron a Hilsa y Rill, las cuales volvieron a sonreír. Él pensó en lo llamativa que debía de ser su estampa, paseando con dos vistosas furcias como si fuese el amo de la ciudad.

Apareció la fachada azul del edificio que albergaba el consejo, su puerta enmarcada por la popa de un macizo galeón naufragado y flanqueada por dos sombríos patanes armados con picas. El Ratonero notó que Hilsa y Rill titubeaban, pero gritó: «¡Todos los honores para el consejo!» y entró con las mujeres cogidas del brazo, seguidos de Ourph y Mikkidu.

La sala era más grande y algo más alta que la de la taberna El Arenque Salado, pero, al igual que ésta, sus paredes estaban revestidas de madera gris, restos de naufragios. Carecía de chimenea y la caldeaban precariamente por medio de dos braseros humeantes. Las antorchas que la iluminaban ardían con una triste llama azulada (quizá contenían clavos de bronce), no de alegre e intenso color amarillo como la de Rill. La pieza principal del mobiliario era una mesa larga y pesada, a uno de cuyos extremos se sentaban Cif y Afreyt, ambas con su expresión más altiva. Alejados de ellas, hacia el otro extremo de la mesa, se sentaban diez isleños corpulentos y serios, en su mayoría de edad mediana, Groniger entre ellos, y tales eran la aflicción, indignación y enojo que reflejaban sus rostros que el Ratonero se echó a reír. Otros isleños, incluidas algunas mujeres, se apretujaban ante las paredes. Todos se volvieron hacia los recién llegados, con expresiones en las que se mezclaban el asombro y la desaprobación.

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