El Ratonero meneó la
cabeza.
—Sólo son conjeturas. ¿Cómo se llama el otro dios?
Ella se lo dijo.
—Bueno, ¿qué ocurrió entonces?
—Nos separamos. Fui con Loki a Puerto Salado, él apoyado en mi brazo. Todavía estaba muy delicado. Parece ser que un solo creyente apenas basta para mantener a un dios vivo y visible, por muy activa que esté su mente..., pues ahora me señalaba cosas e indicaba acciones y estados, nombrándolos en escarchano, bajo lankhmarés..., ¡y alto también!, antes de que yo los nombrara, indicación segura de su intelecto de dios.
»Al mismo tiempo, a pesar de su debilidad, empezó a mostrar un creciente interés por mí, me refiero a mi persona, y todas mis dudas sobre cómo esperaba que le agasajara cuando llegáramos a casa se fueron disipando. Pensar que había conseguido un nuevo dios para la Isla de la Escarcha me alegraba mucho, y sabía que debía adorarle, siquiera fuese para mantenerle vivo, pero en cuanto a hacerle sitio en mi cama, tenía cierta renuencia, por muy espectral e insustancial que resultara su carne en el contacto íntimo, ¡si es que seguía así!
«Supongo que, llegado el caso, habría cedido. Dormir con un dios es un gran honor, sin duda, pero una no podría esperar fidelidad, por ejemplo, si deseara tal cosa... Desde luego, no por parte de un dios caprichoso, alegre y malicioso como aquel Loki parecía ser. Además, quería reflexionar con la
cabeza clara
sobre las predicciones y advertencias para la Isla de la Escarcha que esperaba conseguir de él..., no con la mente nebulosa tras haber hecho el amor y dominada por las pequeñas fantasías y temores que acompañan al enamoramiento.
»Tal como fueron las cosas, no me vi obligada a tomar la decisión. Cuando pasamos por delante de esta taberna, le atrajo un vacilante resplandor rojizo y entró sin atraer ninguna mirada, pues todavía era invisible excepto para mí. Le seguí, y a mí sí que me miraron, pues soy una consejera respetable, y fui tras él hasta el fuego que ardía en esta trastienda, donde se celebraba un ruidoso banquete. ¡Y ante mis ojos atónitos el dios se introdujo en las llamas y se fundió con ellas!
»Mi intrusión sorprendió un poco a los presentes, pero tras sonreírles di media vuelta y salí, agitando la mano y diciéndoles: "¡Pasadlo bien!", deseo que hice también extensivo a Loki. Supuse que había encontrado el lugar donde quería permanecer.
Ahora, mientras agitaba la mano señalando las llamas
danza—unas,
se volvió hacia el Ratonero con una sonrisa. Él se la devolvió, meneando maravillado la
cabeza.
La dama prosiguió:
—Entonces me fui a casa, satisfecha, no sin antes haber reservado la Guarida de la Llama, como supe que llamaban a este sitio, para la noche siguiente.
»Ese día contraté los servicios de dos furcias para la noche, de modo que Loki tuviese entretenimiento, y de la madre Grum como nuestra portera, para que nos asegurase la intimidad.
»La noche transcurrió tal como
había
supuesto. Loki, en efecto, se había aposentado permanentemente en el fuego y, al cabo de un rato, pude hablar con él y obtener algunas respuestas a mis preguntas, aunque todavía nada que fuese provechoso para la Isla de la Escarcha. Convine con el ilthmarés la reserva de la Guarida de la Llama una noche a la semana, e hice tratos similares con Hilsa y Rill para que acudieran esas noches, agasajaran al dios y le hicieran feliz. Hilsa, ¿ha estado el dios contigo esta noche? —preguntó, dirigiéndose a la mujer que alimentaba el ruego, la de las medias rojas.
—Dos veces —respondió la aludida monótonamente, con la voz ronca—. Salió del fuego en forma invisible y volvió de nuevo. Está satisfecho.
—Perdona, dama Cif —intervino el Ratonero—, pero ¿qué les parece a estas mujeres profesionales el comercio íntimo con un dios invisible? ¿Cómo lo hacen? Siento curiosidad.
Cif miró a las mujeres sentadas al lado del fuego.
—Es como tener un ratón en la falda —replicó Hilsa con una risa breve, meneando una pierna enfundada en rojo.
—O un sapo —le corrigió su compañera—. Aunque mora en las llamas, su persona es fría.
Rill había dejado a un lado su juego de cunitas y juntó las manos con los dedos entrelazados para proyectar sombras chinescas en la pared, gigantescos hombres lobo de orejas puntiagudas, grandes serpientes marinas, dragones y brujas de nariz y i mentón afilados.
—Le gustan estos espantajos —comentó.
El Ratonero asintió pensativamente, mirándolas un momento antes de desviar la vista hacia las llamas.
Cif prosiguió su relato.
—Muy pronto me di cuenta de que el dios empezaba a asimilar la esencia de Nehwon, adaptaba su mente a nuestro mundo y con ella exploraba sus límites más lejanos, de modo que sus oráculos se hicieron más precisos. Entretanto, Afreyt, con quien me comunicaba a diario, cuidaba del viejo Odín allá en el páramo, siguiendo un método muy parecido al mío, aunque utilizando muchachas para consolarle y apaciguarle en vez de mujeres adultas, pues era un dios más viejo, y sus profecías eran importantes.
»Loki fue el primero en advertirnos de que los mingoles se disponían a atacarnos, que estaban reuniendo barcos y caballos a instancias de Khahkht y que su acción culminaría en una gran oleada de devastación y rapiña. Afreyt, por su parte, le preguntó a Odín y éste lo confirmó. Aunque ambos dioses no tenían ningún contacto, coincidieron en sus predicciones punto por punto.
»Cuando les preguntamos qué debíamos hacer, ambos nos aconsejaron, de nuevo independientemente, que buscáramos a dos héroes determinados de Lankhmar y les hiciéramos venir con sus hombres en defensa de la isla. Fueron muy explícitos, nos dieron vuestros nombres y paradero, diciéndonos que erais sus hombres, lo supierais o no en esta vida, y no variaron sus explicaciones durante nuestros repetidos interrogatorios. Dime, Ratonero Gris, ¿no conocías antes al dios Loki? Dime la verdad.
—Tienes mi palabra de que le desconocía por completo, dama Cif —afirmó—, y no soy más capaz que tú de explicar el misterio de nuestro parecido. Aunque el nombre me resulta vagamente familiar, así como el de Odín, y los he oído en sueños o pesadillas, pero por mucho que me devane los sesos, el misterio sigue sin aclararse.
—Bien —continuó ella tras una pausa—, los dos dioses siguieron acuciándonos para que os buscáramos, de modo que hace medio año Afreyt y yo embarcamos en Hlal rumbo a Lankhmar, con los resultados que conoces.
—Dime, dama Cif —le interrumpió el Ratonero, apartando la vista de las llamas—. ¿Cómo pudisteis regresar a la Isla de la Escarcha tras la brujeril ventisca de Khahkht que os arrebató de La Anguila de Plata?
—Lo cierto es que fue tan rápido como larga nuestra travesía. De repente nos encontramos en el helado poder de ese mago, magulladas y cegadas por un viento cargado de cristales de hielo, y una risa espantosa resonaba en nuestros oídos, y un instante después nos cogieron dos criaturas femeninas aladas, que nos llevaron a una velocidad de vértigo a través de la oscuridad hasta una cálida caverna, donde nos dejaron. Dijeron que eran las hijas de un rey de la montaña.
—¡Que me aspen si no se trata de Hirriwi y Keyaira! —exclamó el Ratonero—. Deben de estar de nuestra parte.
—¿Quiénes son ésas? —inquirió Cif.
—Unas princesas de la montaña a las que Fafhrd y yo conocimos en nuestros buenos tiempos. Invisibles, como el reverenciado habitante del fuego que tenemos aquí. —Movió la cabeza hacia las llamas—. Su padre reina en las alturas de Stardock.
—He oído hablar de ese pico y del temible Oomforafor, su rey, de quien algunos dicen que, junto con su hijo Faroomfar, es un aliado de Khahkht. Hijas contra padre y hermano..., eso sería natural. Pues bien, cuando Afreyt y yo recobramos el aliento, fuimos a la boca de la caverna... y nos encontramos mirando la Isla de la Escarcha y Puerto Salado desde un punto situado hacia la mitad de Fuego Oscuro. Con ciertas dificultades regresamos a casa a través de las rocas y el glaciar.
—El volcán —musitó el Ratonero—. De nuevo el vínculo de Loki con el fuego.
Las llamas hipnóticas habían vuelto a atraer su atención.
Cif asintió.
—Desde entonces Loki y Odín nos mantuvieron informadas del avance de los mingoles hacia la Isla de la Escarcha..., y también del vuestro. Hace cuatro días Loki nos contó largamente vuestro encuentro con la monstreme helada de Khahkht. Su relato era tan vivido que a veces habría jurado que él mismo pilotaba uno de los barcos. Conseguí reservar la Guarida de la Llama para las noches sucesivas (y ahora también la tengo reservada para los tres próximos días y noches), a fin de conocer todos los detalles de esa larga huida o persecución..., la cual, a decir verdad, llegó a ser un poco monótona.
—Deberías haber estado allí —murmuró el Ratonero.
—Loki me hizo sentir que estaba allí.
—Por cierto —dijo el Ratonero como de pasada—, lo más lógico sería haber alquilado la Guarida de la Llama todas las noches desde que vuestro dios se aposentó aquí.
—No nado en oro —replicó ella sin resentimiento—. Además, a Loki le gusta la variedad. Las peleas que otros tienen aquí le divierten..., eso fue lo que le atrajo en primer lugar. Además, en ese caso el consejo habría sospechado todavía más de mis actividades.
El Ratonero asintió.
—Creo haber reconocido a un compinche de Groniger jugando ahí fuera al ajedrez.
—Silencio —le previno ella—. Ahora debo consultar al dios. —Su voz había adquirido cierto sonsonete en las últimas etapas de su relato, y esa musicalidad se hizo más patente cuando, sin transición, entonó—: Y ahora, oh dios Loki, háblanos de nuestros enemigos al otro lado de los mares y en los dominios del hielo. Háblanos del cruel y frío Khahkht, de Edumir, que manda a los mingoles oscuros, y de Gonov, al frente de los solares. Hilsa y Rill, cantad conmigo al dios.
Su voz se convirtió en un soñoliento cántico bitonal sin palabras, al que se unieron las otras mujeres: la voz ronca de Hilsa, la de Rill, algo aguda, y un tenue gruñido que, como comprendió el Ratonero poco después, procedía de la madre Grum..., todas ellas en armonía con el fuego y con la voz de las llamas.
El Ratonero escuchó absorto tan extraña mezcolanza de notas y, de repente, la crepitante voz de las llamas, como transformada mágicamente, se articuló del todo y murmuró con rapidez en bajo lankhmarés, deslizando de vez en cuando una palabra desconocida, tan misteriosa como el mismo nombre del dios.
—Nubes de tormenta se acumulan alrededor de la Isla de la Escarcha. La naturaleza fabrica su bilis más negra, los monstruos se avivan, las pesadillas paren, niss y nicor, drow y troll. —El Ratonero desconocía esos cuatro últimos nombres, y le sorprendió sobre todo el sonido a repique de campana de
troll—.
Suenen las alarmas y redoble el tambor..., dentro de tres días llegarán los mingoles, los solares desde el este, una nave con la proa en forma de cabeza de caballo, cargada de bestias humanas. Engañadlos astutamente, conducidlos al mar turbulento, a la cuenca del torbellino vertiginoso. Confiad en el remolino, ¡cuidado con el troll! Los mingoles deben encontrar la muerte, ir al frondoso fondo infernal, donde no puedan respirar y sufran una agonía interminable, dolor y angustia eternos, una muerte eterna en vida. ¡Que la locura mingola arda para siempre! ¡Que jamás retorne la paz!
La voz de las llamas se descompuso entonces en una lluvia de crepitaciones explosivas que puso fin a la mágica atmósfera de sueño e hizo incorporarse al Ratonero con un gran sobresalto, su sopor disipado por completo. Miró fijamente el fuego, dio rápidos pasos a su alrededor, lo observó de cerca desde el otro lado y luego examinó toda la sala. ¡No había nada! Dirigió a Hilsa y Rill una mirada furibunda. Ellas le devolvieron una mirada inexpresiva y dijeron al unísono: «El dios ha hablado», pero la sensación de una presencia había desaparecido del fuego, así como de la habitación, sin dejar atrás siquiera un agujero negro en el que pudiera haberse retirado, a menos que..., se le ocurrió al Ratonero..., a menos que se hubiera retirado dentro de él, lo cual explicaría la sensación de inquieta energía y llameante pensamiento que ahora le poseía, mientras la letanía de horrores mingoles se repetía una y otra vez en su memoria. Se preguntó si tales cosas eran posibles y se respondió a sí mismo con un instantáneo y resonante «¡sí!».
Regresó al lado de Cif, la cual también se había levantado.
—Tenemos tres días —dijo ella.
—Eso parece. ¿Sabes algo de los trolls? ¿Qué son?
—Iba a preguntarte lo mismo. Esa palabra me resulta tan extraña como parece serlo para ti.
—Hablemos entonces de los remolinos —le pidió él, sus pensamientos atropellándose—. ¿Hay alguno alrededor de la isla? ¿Algún relato de marineros...?
—Oh, sí, el Gran Torbellino, frente a la costa rocosa oriental de la isla, con sus traicioneras corrientes rápidas y mareas engañosas, el Gran Torbellino, de donde la isla obtiene su madera, que es arrojada a la playa de los Huesos Blanqueados. Se forma regularmente todos los días. Nuestros marineros lo conocen bien y lo evitan como a ningún otro peligro.
—¡Magnífico! He de salir a la mar, localizarlo y conocer sus trucos, cómo viene y se va. Para ello me hará falta una pequeña embarcación, pues el
Pecio
todavía necesita reparaciones y hay poco tiempo, sí, y también me hará falta dinero, plata de esta tierra para mis hombres.
—¿Por qué motivo has de zarpar? —le preguntó ella con la voz entrecortada—. ¿Por qué has de arrojarte a las fauces del peligro?
Pero en sus ojos muy abiertos él creyó percibir ya el despuntar de la respuesta.
—¿Por qué va a ser? Para reprimir a tus enemigos. ¿No has oído la profecía de Loki? Tenemos que darnos prisa. ¡Por lo menos hundiremos una parte de la fuerza mingola antes de que pongan pie en la isla! Y si, con la ayuda de Odín, Fafhrd y Afreyt pueden echar a pique, aunque sea con la mitad de nuestra habilidad, a los mingoles oscuros, ¡habremos cumplido con nuestra misión!
El brillo de triunfo en los ojos de la mujer coincidió con el de la mirada del héroe.
La luna menguante se deslizaba en lo alto por el sudoeste, y las estrellas más luminosas todavía brillaban, pero en el este el alba había empezado a aclarar el cielo, y en aquel momento Fafhrd, seguido de sus doce guerreros, salía de Puerto Salado en dirección al norte. Iban tan abrigados como era preciso en aquellas extensiones heladas, y cada uno llevaba un arco largo, aljaba, una carga adicional de flechas, un hacha al cinto y una bolsa de provisiones. Skor cerraba la marcha, empeñado en hacer cumplir la orden dada por Fafhrd de que guardaran un silencio absoluto al cruzar la ciudad, de modo que su transgresión de las regulaciones portuarias pasara desapercibida. Era increíble que nadie les hubiera salido al paso. Tal vez los isleños dormían más profundamente que de costumbre porque muchos de ellos se habían pasado la noche en vela salando la monstruosa captura de pescado, pues los últimos pesqueros cargados habían entrado en el puerto pasada la medianoche.