Espadas y magia helada (26 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

BOOK: Espadas y magia helada
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Cuando se puso en pie, vio que su antorcha ardía en el suelo rocoso, atravesada por la brillante espada que se la había arrebatado. El aleteo y el grito habían cesado. Aplicó un pie al mango de la antorcha, disponiéndose a retirar la espada de ella, pero cuando iba a coger la empuñadura, sus dedos tocaron una mano escamosa, más delgada que la suya, que la aferraba con fuerza y, como sus dedos descubrieron al tantear, cálidamente húmeda en la muñeca, por donde había sido cortada. Tanto la mano como la sangre eran invisibles, y así, aunque sus dedos tocaban y sentían, sus ojos veían tan sólo la empuñadura de la espada, la guarnición de plata, el pomo en forma de pera y el negro mango de cuero recubierto de hilo de plata trenzado.

Oyó a sus espaldas una vocecita entrecortada que pronunciaba su nombre, y al volverse vio a Mará en pie, con su vestido blanco y una expresión melancólica y confusa, como si
acabaran
de cogerla en lo alto de la columna y depositarla allí. Fafhrd respondió pronunciando el nombre de la niña, pero en aquel instante una voz surgió del aire un poco por encima de Mará, hablando en el tono glacial y abominable de alguien familiar y amado que, en una pesadilla, se ha vuelto odioso. Así habló Hirriwi, la invisible princesa de la montaña:

—¡Ay de ti, bárbaro, por haber venido al norte sin presentar primero tus respetos a Stardock! ¡Ay de ti por acudir a la llamada de otra mujer, aunque estemos a favor de su causa! ¡Ay de ti por abandonar a tus hombres para perseguir a esta chiquilla, a la que habríamos, y de hecho hemos, salvado sin ti! ¡Ay de ti por mezclarte con demonios y dioses! Y, sobre todo, ¡ay de ti por haber alzado la mano para mutilar a un príncipe de Stardock, con quien estamos unidas, aunque sea nuestro mayor enemigo, por vínculos más fuertes que el amor y el odio! Cabeza por cabeza y mano por mano: piensa en ello. ¡Tienes cinco motivos de condena!

Mientras la voz desgranaba este memorial de agravios, Mará se había acercado a Fafhrd, el cual estaba de rodillas y erguido, apretando los dientes y mirando con fijeza el vacío del que surgía la voz. Rodeó con un brazo los hombros de la muchacha y juntos miraron la penumbra parlante.

En un tono menos ritualmente apasionado, pero con la misma frialdad, Hirriwi continuó:

Al día siguiente, muy temprano, era tal la agitación que reinaba en Puerto Salado con los preparativos para la gran navegación, que
habría
sido difícil determinar dónde acababan las preocupaciones distorsionadas durante el sueño y las inspiraciones de las pesadillas, y donde empezaban las más productivas que traía aparejadas, al menos así era de esperar, la nueva jornada. Aquel brío contagiaba incluso a los «extranjeros», como si también ellos hubieran oído en sueños el cántico que clamaba por la muerte de los mingoles, y el Ratonero, prescindiendo por una vez de su prudencia, había cedido a la tentación de tripular el
Halcón Marino
de Fafhrd con los isleños más vehementes, incluidos Bomar, su «alcalde», y el ilthmarés propietario de la taberna. Nombró a Pshawri capitán de la nave, cediéndole a la mitad de los ladrones a fin de que reforzaran su autoridad, y a dos de los mingoles, Trenchi y Gavs, para ayudarle en el manejo del barco.

—Recuerda que eres el jefe —le dijo a Pshawri—. Si no les gusta, que se fastidien..., y mantente a barlovento de mi nave.

Pshawri, todavía con la cicatriz rosada de la herida en la frente, asintió con viveza y fue a tomar posesión del mando. El sol naciente teñía de un rojo amenazante el cielo oriental por encima del acantilado salino, mientras que en el oeste aún permanecían las sombras nocturnas. Soplaba un fuerte viento del este.

Desde la popa del
Pecio
el Ratonero contempló el ajetreo del puerto y su flota de pesqueros convertidos en barcos de guerra. La escena era ciertamente extraña: las cubiertas, hasta poco antes llenas de pescado, ahora estaban erizadas de picas y diversas armas improvisadas, como las que los hombres de Groniger llevaban al hombro el día anterior. Algunos de ellos habían fijado enormes lanzas ceremoniales (en realidad, palos con puntas de bronce) al bauprés, y el Ratonero supuso que pretendían usarlas como arietes. ¡Que el destino fuese clemente con ellos! Otros habían puesto a sus barcos velas rojas y negras, quizá para indicar sangrientas y sombrías intenciones. Nuestro héroe estaba seguro de que el pescador más serio era un pirata en potencia. Tres de las naves estaban medio envueltas en redes de pescar. ¿Para protegerse contra las lluvias de flechas? Las dos naves mayores se hallaban al mando de Dwone y Zwaakin, sus vicealmirantes, si como tales se les podía considerar. El Ratonero meneó la cabeza.

¡Ah, si tuviera tiempo para ordenar sus pensamientos! Pero desde que se despertara, los acontecimientos, y sus propios impulsos impredecibles, se habían precipitado sobre él en estampida. El día anterior había logrado sacar a Cif y a las demás mujeres sanas y salvas de los túneles cavernosos, trémulos y hediondos (miró hacia Fuego Oscuro: todavía expulsaba hacia el cielo rojizo una gruesa columna de humo negro, que el viento del este empujaba hacia el oeste), y al salir descubrió que había perdido la cuenta del tiempo pasado bajo tierra y ya era de noche. Tras ocuparse de la mano de Rill, gravemente quemada por la antorcha de Loki, tuvieron que regresar con precipitación a Puerto Salado para deliberar con los isleños. Apenas tuvo tiempo para comentar con Cif la experiencia de la caverna.

Y ahora tenía que separarse de ella y echar una mano a Mikkidu en la instrucción de los seis sustitutos isleños de los ladrones que habían embarcado en el
Halcón Marino,
enseñarles la manera de manejar los remos y las demás faenas marineras.

Apenas había terminado esa labor (consistente sobre todo en facilitar a Mikkidu unas cuantas instrucciones en voz baja), cuando Cif subió a bordo, seguida de Rill, Hilsa y la madre Grum, todas ellas, salvo la última, enfundadas en atavíos marineros y con cuchillos al cinto. Rill llevaba el brazo derecho en cabestrillo.

—Henos aquí a vuestras órdenes, capitán —dijo briosamente Cif.

—Querida... consejera —respondió el Ratonero, compungido—. El
Pecio
no puede
zarpar
en misión bélica con mujeres a bordo, sobretodo...

Dejó que una mirada significativa sustituyera a «putas y brujas».

—Entonces tripularemos el
Duende
y te seguiremos —replicó! ella, en absoluto alicaída—. O más bien nos adelantaremos para explorar y ser las primeras en avistar a los mingoles solares..., ya sabes que el
Duende
es un velero rápido. Sí, quizá eso sea lo1 mejor, la nave de guerra de unas mujeres tripulada por soldados femeninos.

El Ratonero se sometió a lo inevitable con el buen talante de que fue
capaz.
Rill e Hilsa sonreían satisfechas. Cif le tocó el brazo, compadecida.

—Me alegro de que lo aceptes —le dijo—. Ya he prestado el
Duende
a otras tres mujeres. —Entonces se puso seria mientras bajaba la voz para añadir—: Hay una cosa que me preocupa y que debes saber, íbamos a subir al dios Loki a bordo, en un brasero, igual que ayer viajó en la antorcha de Rill...

—No es posible tener fuego a bordo de un buque que va a combatir —respondió automáticamente el Ratonero—. Además, ya ves cómo se quemó Rill...

—... Pero esta mañana, por primera vez en más de un año,] hemos descubierto que el fuego en la Guarida de la Llama se ha apagado inexplicablemente —concluyó Cif—. Removimos las cenizas y no había ni una chispa.

El Ratonero se quedó un momento pensativo.

—Tal vez ayer, en la gran superficie rocosa, tras haber llamea—
'
do tan alto, el dios cambió temporalmente su morada y se instaló en el ardiente corazón de la montaña. ¡Mira cómo humea!

Señaló hacia Fuego Oscuro, donde la negra columna que se deslizaba al oeste era más gruesa.

—Sí, pero ahora no le tenemos a mano —objetó inquieta Cif.

—Bueno, en cualquier caso sigue en la isla —respondió el Ratonero—. Y, en cierto sentido, estoy seguro de que también le tenemos a bordo del
Pecio
—añadió, recordando el negro fragmento de antorcha que, a riesgo de quemarse los dedos, había guardado en su bolsa; ésa era otra cosa en la que quería pensar...

Pero en aquel momento Dwone pasó cerca con su nave e informó que la flota isleña estaba preparada para la acción y era casi imposible retener a los hombres. El Ratonero se vio obligado a hacerse a la mar, alzando todo el trapo que pudo para virar contra el viento, y ordenó a sus ladrones y a los sustitutos bisoños que remaran mientras Ourph marcaba el ritmo, de modo que pudiera mantenerse por delante del barco de pesca, más fácil de maniobrar.

Se oyeron vítores desde la orilla y, durante unos momentos, el Ratonero cedió a la satisfacción vanidosa al ver que el
Pecio
se deslizaba tan airosamente para ponerse a la
cabeza
de la flota, que su tripulación estaba tan bien disciplinada y que Pshawri, a quien tenia a la vista, manejaba muy bien el
Halcón Marino,
mientras que Cif permanecía a su lado con los ojos brillantes... y él mismo, ¡por Mog!, estaba hecho todo un almirante.

Pero entonces, los pensamientos a los que no había tenido tiempo de prestar atención a lo largo del día, empezaron a incordiarle de nuevo. Por encima de todo se daba cuenta de que había algo temerario, de hecho absolutamente ridículo, en aquella manera de hacerse a la mar con tanta confianza y con un plan de acción apenas bosquejado, sin más base que la voz crepitante de un fuego, el susurro de las ramitas al arder. No obstante, le embargaba la convincente sensación de que estaban haciendo lo que debían y nada podría perjudicarles, que quizá encontraría a la flota mingola y que en el último momento tendría otra inspiración maravillosa...

En aquel instante se fijó en Mikkidu, que remaba con notable estilo en la bancada de estribor más próxima a la proa, y tomó una decisión.

—Ourph, coge el timón y saca la nave del puerto. Controla los remos. —Entonces se dirigió a Cif—: Querida, debo dejarte brevemente. —Pidió al último mingol que le acompañara, fue hacia la proa, y dijo con aspereza a Mikkidu—: Ven a mi camarote. Tenemos que hablar. Gib te sustituirá.

Dicho esto, bajó a toda prisa con su segundo, visiblemente aprensivo. Las mujeres les miraron extrañadas.

En el camarote de techo bajo (se le ocurrió que era una suerte que el capitán de la nave fuese de corta estatura y la tripulación todavía más), hizo sentar a Mikkidu a un lado de la mesa y él lo hizo enfrente, mirando a su subordinado con expresión implacable.

—Alférez, hace dos noches, en la sala del consejo, dirigí un discurso a los isleños y ellos me vitorearon al terminar. Tú estabas presente. ¿Qué les dije?

Mikkidu se removió inquieto.

—Oh, capitán —protestó, ruborizándose—, ¿cómo podéis esperar...?

—No me vengas con ese cuento de que fue tan maravilloso que ni siquiera lo recuerdas, ni intentes escabullirte de cualquier otra manera —le atajó el Ratonero—. Imagina que hay una tempestad y la seguridad del barco depende de que me des la respuesta exacta. Por los dioses, ¿no te he enseñado que ninguno de mis hombres debe temer nada de mí por decirme la verdad?

Mikkidu tragó saliva y se rindió.

—Hice una cosa terrible, capitán —le confesó—. Aquella no—j che, mientras os seguía desde los muelles a la sala del consejo y vos estabais con las dos damas, compré una bebida a un vendedor ambulante y la engullí cuando no mirabais. Su sabor no era fuerte, lo juro, pero debía de producir un tremendo efecto retardado, pues en el mismo instante en que subíais a la mesa y empezabais
a
hablar, perdí el conocimiento..., ¡os doy mi palabra! Cuando desperté, estabais diciendo algo sobre Groniger y Afreyt, los cuales dirigirían a los isleños para reforzar al capitán Fafhrd, mientras que los demás zarparíamos para atraer a los mingoles solares hacia un gran torbellino, y todos gritaban como locos... Naturalmente, me sumé a los aplausos, como si también lo hubiera oído todo.

—¿Me juras que lo que acabas de decir es la verdad? —inquirió el Ratonero en un tono terrible.

Mikkidu asintió, abatido.

El Ratonero contorneó rápidamente la mesa, le abrazó y le dio un beso en la temblorosa mejilla.

—Eres un buen alférez —le dijo con afecto, dándole unas palmaditas en la espalda—. Ahora vete, buen Mikkidu, e invita a la dama Cif a que se reúna aquí conmigo. Luego sé útil en cubierta, de cualquier manera que te sugiera tu astucia. No te quedes aturdido. Ponte manos a la obra, muchacho.

Cuando Cif llegó, poco después, el Ratonero ya había decidido cómo abordarla.

—Querida Cif —le dijo sin preámbulo, acercándose a ella—. Tengo que hacerte una confesión.

Entonces le contó, humilde pero clara y sucintamente, la verdad sobre sus «maravillosas palabras», es decir, que no había oído una sola de ellas. Al terminar, añadió:

—Como ves, ni siquiera ha intervenido mi vanidad... Dijera lo que dijese, se trató de un discurso de Loki, no mío. Así pues, ahora dime la verdad sin ocultar nada.

Ella le miró sonriente e inquisitiva.

—Me intrigaba qué le habrías dicho a Mikkidu para que pareciera tan contento..., y ni siquiera ahora estoy segura de comprenderlo. Pero sí, he de confesar que mi experiencia fue idéntica a la suya..., sólo que yo no tomé una bebida desconocida que pudiera excusarme. La mente se me puso en blanco, el tiempo se deslizó sin que me diera cuenta, y no oí una sola palabra de lo que dijiste, excepto esas últimas instrucciones sobre la expedición de Afreyt y el remolino. Pero todo el mundo gritaba y aplaudía, por lo que fingí haber oído, pues no deseaba herir tus sentimientos ni sentirme como una necia. ¡Qué acobardada estaba! Cierta vez estuve a punto de confesar mi lapsus a Afreyt, y ojalá lo hubiera hecho, pues entonces ella tenía una expresión extraña..., pero no lo hice. ¿Crees, como yo ahora, que también ella...?

El Ratonero asintió con decisión.

—Creo que ni uno solo de ellos se enteró lo más mínimo del cuerpo principal de mi discurso, del de Loki, mejor dicho, pero luego todos fingieron haberlo oído, como otros tantos borregos..., y yo soy la cabra negra que les guía. Así pues, sólo Loki sabe lo que él mismo dijo, y hemos zarpado con rumbo desconocido contra los mingoles, a ojos cerrados.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —inquirió la joven.

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