—Después de ti. —Ava asiente con la cabeza, consulta su reloj y frunce el ceño antes de decir—: Dímelo una vez más: ¿cuánto tiempo tenemos exactamente?
Me miro la muñeca y veo la pulsera con forma de herradura de cristal que Damen me regaló aquel día en las carreras, la misma que llena mi corazón de anhelo cada vez que la veo. Pero me niego a quitármela. Bueno, lo cierto es que no puedo hacerlo. Es el único recuerdo de lo que una vez compartimos.
—Oye, ¿te encuentras bien? —me pregunta Ava con la frente arrugada por la preocupación.
Trago saliva con fuerza y asiento.
—Tenemos tiempo de sobra, aunque debo advertirte que Damen tiene la mala costumbre de saltarse las clases y volver a casa antes de tiempo.
—En ese caso será mejor que empecemos. —Ava sonríe, se adentra en el vestíbulo y mira a su alrededor. Pasea la mirada desde la gigantesca lámpara de araña de la entrada hasta el elaborado pasamanos de hierro forjado que adorna las escaleras. Se gira hacia mí con un brillo especial en los ojos y me pregunta—: ¿Dices que este chico tiene diecisiete años?
Me dirijo a la cocina sin molestarme en contestar, puesto que ella ya conoce la respuesta. Además, hay cosas mucho más importantes en juego que los metros útiles del edificio y la improbabilidad de que un chico de diecisiete años que no sea una estrella de la música ni de la televisión posea un lugar como este.
—Oye… espera —dice al tiempo que me agarra del brazo para detenerme—. ¿Qué hay arriba?
—Nada. —Y me doy cuenta de que la he fastidiado en cuanto pronuncio esa palabra, ya que he respondido demasiado rápido como para resultar creíble. Aun así, lo último que quiero es que Ava suba a fisgonear y encuentre su habitación «especial».
—Vamos… —dice ella, sonriendo como una adolescente rebelde cuyos padres se han marchado fuera el fin de semana—. ¿Cuándo acaban las clases? ¿A las tres menos diez?
Asiento levemente, pero eso es suficiente para animarla.
—¿Cuánto se tarda en llegar? ¿Diez minutos desde el instituto hasta aquí?
—Más bien dos. —Niego con la cabeza—. No, borra eso. Más bien treinta segundos. No te haces una idea de lo rápido que conduce Damen.
Vuelve a consultar su reloj y me mira. Una sonrisa juguetea en las comisuras de sus labios cuando me dice:
—Bueno, eso nos deja mucho tiempo para echar un vistazo a la casa, cambiar las bebidas y marcharnos.
Y, cuando la miro, lo único que puedo oír es la vocecilla de mi cabeza que grita: «¡Di que no! ¡Di que no! ¡Limítate a decirle que no!».
Sé muy bien que debería hacerle caso a esa vocecilla. Pero dejo de escucharla de inmediato cuando Ava dice:
—Venga, Ever… No todos los días se presenta la oportunidad de ver una casa como esta. Además, necesitamos encontrar algo útil, ¿has considerado eso?
Aprieto los labios y asiento como si me doliera. La sigo a regañadientes mientras ella echa a correr como una colegiala entusiasmada por ver su habitación nueva, cuando lo cierto es que me lleva más de diez años. Se dirige hacia la primera puerta abierta que ve y que resulta ser el dormitorio de Damen. Cuando la sigo al interior, no estoy segura de si me siento sorprendida o aliviada al ver que está tal y como la dejé.
Aunque más desordenada.
Bastante más desordenada.
Pero me niego a pensar qué puede haber ocurrido para que esté así.
No obstante, las sábanas, los muebles, incluso los cuadros de las paredes (todos, me alegra poder decir) siguen igual que antes. Son las mismas cosas que le ayudé a colocar hace unas semanas, cuando me negué a pasar un minuto más en ese mausoleo en el que solía dormir. La verdad es que enrollarme con él en medio de todos esos recuerdos polvorientos empezaba a darme escalofríos.
Aunque, técnicamente hablando, ahora yo también soy uno de esos recuerdos polvorientos.
Con todo, seguía prefiriendo que nos quedáramos en mi casa una vez que los muebles nuevos estuvieron en su lugar. Supongo que me sentía… no sé, más «segura». Como si la amenaza de que Sabine regresara en cualquier momento pudiera evitar que hiciera algo que no tenía claro si quería hacer.
Algo que ahora, después de todo lo que ha ocurrido, me parece una soberana estupidez.
—Vaya, mira el baño de esta habitación… —comenta Ava mientras contempla la enorme mampara de cristal con el diseño de mosaicos y suficientes cabezales de ducha como para asear a veinte personas—. ¡Podría acostumbrarme a vivir así! —Se sienta en el borde de la bañera del jacuzzi y juguetea con los grifos—. ¡Siempre he querido uno de estos! ¿Lo has utilizado alguna vez?
Aparto la mirada, pero no antes de que ella pueda atisbar el sonrojo que tiñe mis mejillas. El hecho de que le haya contado unos cuantos secretos y haya permitido que venga aquí no significa que tenga acceso libre a mi vida privada.
—Tengo uno en casa —respondo al final con la esperanza de zanjar el tema y acabar de una vez con la visita turística para seguir con lo nuestro. Necesito volver abajo para poder cambiar las botellas de elixir de Damen por las que he traído. Y, si ella se queda aquí arriba sola, me temo que jamás querrá marcharse.
Le doy unos golpecitos a mi reloj de pulsera para recordarle quién de las dos está al mando aquí.
—Está bien… —dice, aunque casi arrastra los pies cuando salimos del dormitorio al pasillo. Sigue avanzando pesadamente y se detiene unas cuantas puertas más allá y dice—: Echemos un vistazo rápido a lo que hay aquí.
Y, antes de que pueda detenerla, entra en «la Habitación»… el lugar sagrado de Damen. Su santuario privado. Su espeluznante soleo.
Sin embargo, ha cambiado.
Y me refiero a que ha cambiado drásticamente.
Todos los recuerdos de la trayectoria vital de Damen se han desvanecido; no hay ningún Picasso, ningún Van Gogh… ni siquiera el sofá de terciopelo está a la vista.
Todo ha sido reemplazado por una mesa de billar con fieltro de color rojo, una barra de bar de mármol bien surtida con brillantes taburetes cromados, y una larga fila de sillones reclinables de cara a una pared ocupada por una pantalla plana gigantesca.
No puedo evitar preguntarme qué ha sido de todas sus viejas cosas. Tengo que admitir que antes esos objetos de valor incalculable me ponían los nervios de punta, pero ahora que han sido sustituidos por brillantes artilugios modernos, me parecen algo así como símbolos perdidos de tiempos mucho mejores.
Echo de menos al antiguo Damen. Echo de menos al novio guapo, inteligente y caballeroso que se aferraba con firmeza a su pasado renacentista.
Este Damen del nuevo milenio es un desconocido para mí. Y, mientras contemplo esta habitación una vez más, me pregunto si no será demasiado tarde para ayudarlo.
—¿Qué pasa? —Ava me mira con el ceño fruncido—. Te has quedado pálida.
La agarro del brazo y tiro de ella escaleras abajo.
—Tenemos que darnos prisa… —le digo—. ¡Antes de que sea demasiado tarde!
B
ajo volando las escaleras y entro a la carrera en la cocina.
—¡Coge la mochila que hay junto a la puerta y tráemela! —le grito a Ava.
Entretanto, me acerco a toda velocidad al frigorífico, impaciente por vaciarla de todo su contenido y reemplazarlo por el que traigo. Necesito acabar antes de que Damen regrese a casa y nos pille aquí.
Sin embargo, cuando abro la gigantesca nevera me pasa lo mismo que en la habitación de arriba: no encuentro en absoluto lo que me esperaba. Para empezar, está llena de comida.
Y me refiero a que hay mucha, muchísima comida, como si planeara celebrar una macrofiesta gigante… una que fuera a durar tres días por lo menos.
Hablo de costillas de ternera, buenos filetes, enormes cuñas de queso, medio pollo, dos pizzas de tamaño familiar, ketchup, mayonesa, varios paquetes de comida para llevar… ¡De todo! Por no mencionar los seis packs de cerveza que están alineados en el estante de abajo.
Y, aunque parezca algo bastante normal, la cosa es que…
Damen no es normal. No ha comido de verdad en seiscientos años.
Tampoco bebe cerveza.
El elixir de la inmortalidad, agua, una copa de champán de vez en cuando… eso sí.
Heineken y Corona… ni de coña.
—¿Qué pasa? —pregunta Ava, que deja caer la mochila al suelo y echa un vistazo por encima de mi hombro con la intención de averiguar qué es lo que me ha puesto tan nerviosa. Cuando abre el congelador, descubre que está lleno de vodka, pizzas congeladas y varios tarros de helado de Ben and Jerry's—. Vale… está claro que ha ido al supermercado hace poco… ¿Hay algo por lo que alarmarse que no llego a entender? ¿Es que vosotros hacíais aparecer la comida de la nada siempre que teníais hambre?
Hago un gesto negativo con la cabeza. Soy consciente de que no puedo decirle que Damen y yo nunca tenemos hambre. El hecho de que sepa que somos psíquicos con la capacidad de manifestar cosas tanto aquí como en Summerland no significa que deba conocer la otra parte de la historia, la parte de: «Ah, sí, olvidé mencionarte que ambos somos inmortales…».
Lo único que sabe es lo que le he contado: que tengo la fuerte sospecha de que Damen está siendo envenenado. Lo que no le he dicho es que lo están envenenando con algo que está eliminando sus habilidades psíquicas, su fuerza física superior, su enorme inteligencia, sus desarrollados talentos y habilidades e incluso sus recuerdos a largo plazo… Todo su ser se está borrando poco a poco mientras recupera su forma mortal.
Aunque quizá parezca un chico normal de instituto (vale, uno que está buenísimo, que tiene montones de dinero y una residencia propia que vale millones de dólares), es solo cuestión de tiempo que empiece a envejecer.
Y luego llegará el deterioro.
Y luego, al final, morirá, tal y como vi en la pantalla.
Y esa es precisamente la razón por la que necesito cambiar esas bebidas. Necesito que vuelva a tomar el elixir sin adulterar para que recupere las fuerzas y, con un poco de suerte, repare alguno de los daños que ya le han causado. Mientras tanto, yo intentaré descubrir un antídoto que pueda salvarlo y conseguir que vuelva a ser como antes.
Y si su casa desordenada, su habitación remodelada y su frigorífico lleno de provisiones son una indicación, Damen está progresando mucho más rápido de lo que yo creía.
—Ni siquiera veo esas botellas de las que me hablabas —dice Ava, que mira por encima de mi hombro y entorna los ojos para protegerse del resplandor de la luz de la nevera—. ¿Estás segura de que las guarda aquí?
—Confía en mí, están aquí. —Rebusco entre la colección de condimentos más grande del mundo y localizo el elixir. Deslizo los dedos alrededor del cuello de varias botellas y después se las entrego a Ava—. Tal y como pensaba. —Asiento al ver que por fin hacemos algún progreso.
Ava me mira con las cejas enarcadas mientras dice:
—¿No te parece un poco extraño que siga bebiéndolo? Porque, si de verdad está envenenado, ¿no crees que el sabor tendría que ser distinto?
Y no hace falta más para hacerme dudar.
¿Qué pasa si me equivoco?
¿Qué pasa si lo que ocurre no tiene nada que ver con el elixir?
¿Y si Damen se ha hartado de mí sin más, si todos se han hartado de mí, y Roman no es el responsable?
Me encojo de hombros y doy un sorbo con la esperanza de que tina cantidad tan pequeña no me haga ningún daño, porque supongo que es la única forma de saber con seguridad si está envenenado o no. En el momento en que lo pruebo, sé con certeza por qué Damen no ha notado ninguna diferencia: porque no hay ninguna, al menos, ninguna hasta que empieza a notarse el regustillo.
—¡Agua! —exclamo antes de salir corriendo hasta el fregadero y meter la cabeza bajo el grifo a fin de tragar toda el agua necesaria para eliminar ese horrible sabor.
—¿Tan mal sabe?
Asiento mientras me seco la boca con la manga.
—Peor. Aunque si alguna vez hubieras visto cómo se bebe esto Damen, sabrías por qué no ha notado la diferencia. Se traga esto como… —Iba a decir «como si se estuviera muriendo», pero se acerca demasiado a la verdad. Así que trago saliva y añado—: como si tuviese muchísima sed.
Le entrego a Ava las botellas que quedan en el frigorífico para que pueda colocar las contaminadas junto al borde del fregadero… después de apartar todos los platos sucios a un lado para dejar sitio, claro.
Formamos un equipo tan bien organizado y compenetrado que apenas he terminado de darle la última botella cuando ya me he indinado para coger las botellas «buenas» de mi mochila. Sé que no tienen peligro alguno, ya que Damen me las entregó hace unas cuantas semanas, mucho antes de que apareciera Roman. Voy a ponerlas justo donde estaban las otras, para que Damen nunca llegue a sospechar que he estado aquí.
—¿Y qué hacemos con estas? —pregunta Ava— ¿Nos deshacemos de ellas? ¿O las guardamos como prueba?
Y, justo cuando levanto la vista para contestar, Damen entra por la puerta lateral y dice:
—¿Qué demonios estáis haciendo en mi cocina?
M
e quedo paralizada. Dos de las botellas del elixir sin adulterar siguen suspendidas entre el frigorífico y yo. Me doy cuenta de que estaba tan preocupada pensando en Damen que he olvidado sintonizar con él para percibir si estaba cerca de aquí.
Ava ahoga una exclamación, y su rostro muestra la misma expresión de pánico que yo intento ocultar. Miro a Damen y me aclaro la garganta antes de decir:
—No es lo que piensas.
Aunque es lo más cutre y ridículo que podría haber dicho, porque lo cierto es que es exactamente lo que piensa: Ava y yo nos hemos colado en su casa para manipular sus alimentos. Tan sencillo como eso.
El deja caer su mochila y se acerca a mí sin dejar de mirarme a los ojos.
—No tienes ni la menor idea de lo que estoy pensando.
¡Claro que sí!, exclamo para mis adentros. Me encojo de miedo al visualizar los terribles pensamientos que inundan su cabeza, las acusaciones mentales de «¡Acosadora!», «¡Bicho raro!»… y cosas mucho peores.
—¿Y cómo has conseguido entrar aquí? —pregunta, paseando la mirada entre ambas.
—Bueno… Sheila me dejó pasar —le digo, aunque no sé muy bien qué hacer con la botella que aún tengo en la mano.
Una vena comienza a palpitar en su sien cuando sacude la cabeza y aprieta los puños. Justo en ese momento me doy cuenta de que nunca lo había visto tan furioso, ni siquiera sabía que era capaz de enfadarse así, y me siento bastante mal al saber que yo soy la causante.