El recuerdo era tan vivo que sentía el viento en el cabello y oía el canto de los pájaros que revoloteaban entre las macizas columnas color crema.
Éste era el recuerdo al que siempre regresaba, un recuerdo de paz y soledad donde se retiraba del torbellino para sumirse en sus pensamientos, para descubrir su propio yo.
Una vez se había imaginado como Athéné en sus diversas formas: mujer sabia, portadora de la victoria, Athéné de las tormentas, Athéné de la pitón y el búho; Athéné con su yelmo adornando viejas monedas, diosa de la gran ciudad torturada de los helenos. Una niña adolescente podía ser todo eso en una hora, y sin embargo no correr peligro por su soberbia, pues Athéné comprendía esos sueños.
Athéné comprendía y perdonaba el fracaso, aunque costara un mundo.
Rhita cerró los ojos y los abrió de nuevo. Hablaban de Patrisha, que era, según recordaba, el modo en que su abuela a veces pronunciaba su nombre.
—Está almacenada en una matriz semejante a nuestra Memoria de Ciudad —dijo Ry Oyu—. Se ha recluido en sí misma, siguiendo sendas personales. No pueden desanudarla. Ella los desafía de la única manera que le queda.
Observaron la borrosa imagen ondulante de la nieta de Patricia, alojada en memoria como un maniquí en un museo, o un animal expuesto en un zoológico.
—Ser Olmy, ¿cómo justifica esto tu jart? —preguntó Korzenowski.
—Le angustia que se dañe una información tan valiosa.
—Me refería al... «almacenamiento» de todo un mundo.
—A su manera, ellos tratan de servir a la Mente Final —dijo Ry Oyu—. Quieren enviar todo lo que han almacenado a la Mente Final. Y eso es lo que hacen. Pero deberíamos detener el sufrimiento de esta mujer. Ha llegado la hora de tomar decisiones. Los jarts saben que la Vía pronto dejará de existir. Me aceptan como representante de mando descendiente. Están ansiosos de presentar los frutos de su labor a la Mente Final. Harán lo que yo diga. En lo que a ellos concierne, éste es el momento que esperaban, el momento que justifica toda su historia.
»Puedo llevar el Misterio de Patricia y la mentalidad almacenada de su nieta a las pilas geométricas, y tratar de darles la paz.
—¿Por qué? —preguntó Korzenowski, los ojos gatunos, como si de pronto él sólo fuera Patricia Vasquez—. ¿Por qué sólo a ellas? ¿Por qué no restaurar todos los mundos que los jarts han destruido y guardado? —Ry Oyu sacudió la cabeza.
—No está en mi mano hacerlo. Hago lo que puedo para cumplir mis promesas. Tiempo atrás, cuando yo era un simple abre-puertas —se tocó el pecho enfáticamente—, no logré enseñar bien a Patricia Vasquez. Compenso ese fracaso dándole otra oportunidad, y también a su nieta. Además, está la satisfacción estética.
—Garry Lanier rechazaba los privilegios especiales —le dijo Korzenowski con una mueca, presa de emociones contradictorias—. ¿Por qué nosotros... Patricia Vasquez... debemos ser tratados con una consideración especial? —Ry Oyu reflexionó.
—Por mi yo pasado —dijo—. No podemos enmendar todos nuestros errores. Pero el Ingeniero se ha redimido por la creación de la Vía, Olmy ha sufrido por su gran ambición y su arrogancia, Mirsky ha pagado algunas de sus deudas. Por favor, permitidme corregir uno de mis propios errores. El Ingeniero se relajó.
—De acuerdo —murmuró—. Llévalas a casa.
—¿Y qué escogéis? Ser Olmy, liberado del jart, ¿adonde irías? Ser Korzenowski, todavía portador de una parte de Patricia Vasquez, ¿adonde irías?
—Estoy incompleto sin ella —dijo Korzenowski—. Creo que se alegrará de quedarse conmigo mientras sepa que una parte de ella va a casa. Me gustaría, nos gustaría, viajar Vía abajo y formar parte de la Mente Final.
Olmy reflexionó.
—Eso sería fascinante, pero no sé si estoy preparado. Si todas las historias que hemos oído son ciertas, seguimos ese camino sin importar dónde estemos ni cómo vayamos.
—Son ciertas —dijo Ry Oyu.
—Pienso que muy pocos seres han sabido esto —dijo Olmy—. Somos muy privilegiados. Sé adonde me gustaría ir, todavía vivo, todavía encarnado.
—¿Adonde?
—A Timbl. El mundo de los frants. Tengo muchos amigos allí.
—Debería haber tiempo suficiente para reabrir las puertas de Timbl —dijo Ry Oyu.
—¿No te sientes como Santa Claus? —preguntó Korzenowski, o tal vez Patricia.
El Ingeniero sabía muy poco sobre las antiguas leyendas terrestres.
Ry Oyu sonrió y se volvió hacia la imagen de la habitación, y hacia la desgarbada figura de la mujer.
—Puedo comunicar todo esto a nuestros anfitriones y sin duda se enorgullecerán de que el creador de la Vía los acompañe al encuentro del mando descendiente.
Rhita se concentró en aquel hombre canoso y sonriente con apariencia de sabio; se sentía más segura en su presencia. No tenía el aspecto feroz de un Zeus, sino el aire sereno de Serapis con sus espigas de maíz y sus perros plutonianos, sus toros ceremoniales y sus festivales de resurrección.
Aquel hombre sereno hablaba de ir a casa. —¿Regresar a Gaia? —le preguntó Rhita. Su voz resonó, en aquel sitio donde no había auténtico sonido ni auténticas voces.
—Ahora —dijo Ry Oyu— celebramos una vez más la más sagrada de las bodas. Patricia, que estás dentro de mí, ¿quieres ser receptáculo de los patrones de tu nieta, hasta que podamos buscar el hogar que has perdido?
Olmy vio que la imagen de Rhita titilaba, cobraba solidez, se desvanecía, recobraba la solidez. Los ojos de la joven siempre miraban a Korzenowski, y Korzenowski la miraba a ella.
—Rhita, ¿prestarás parte de tu yo a esta sombra de tu abuela, para que ella tenga las fuerzas necesarias para ir a casa?
—Sí —dijo Rhita.
Sintió una mezcla de sus aguas, como la mezcla de mares tan visible a lo largo de las columnas de Hércules, frente al ancho océano de Atlantis.
Vio una tupida urdimbre de realidades, muchas Gaias, y supo que ninguna de ellas era exactamente como su mundo. Pero el hombre canoso y sonriente, que podría haber sido Zeus o Serapis, le pidió que escogiera uno donde los jarts nunca abrían una puerta, donde nunca realizaban su invasión, donde la expedición nunca se emprendía. No sugirió más.
Rhita cerró los ojos.
—Es hora de decir
au revoir —
dijo el segundo avatar—. Dejo a ser Korzenowski en manos de estos individuos de mando.
Korzenowski le entregó la clavícula al abrepuertas y retrocedió. El Ingeniero se separó de Olmy y Ry Oyu mientras la burbuja se partía en dos. Olmy le vio alejarse y desaparecer detrás de otra barrera negra.
Ry Oyu alzó la clavícula como para habituarse nuevamente a su peso y sus aptitudes.
—Ser Olmy, éstos son servidores de la Mente Final, aunque mal encaminados. Me dicen que ansían acompañarte a la puerta que has escogido. Ahora se están preparando para encontrar la puerta y abrirla. Creo que podemos confiar en ellos. Pero nadie sabe cuánto tiempo ha transcurrido allí...
—Siempre se corre un cierto riesgo —dijo Olmy.
—La incertidumbre mantiene el interés —comentó Ry Oyu.
—Gracias.
—De nada. Ellos aceptarán a su ejecutor modificado cuando tú decidas entregarlo.
Olmy no era reacio a despedirse de aquel recordatorio de su mayor fracaso. Una vez más lo rodeó un fuego pálido. El jart desapareció.
Por un instante, saboreó aquella maravillosa sensación de soledad. Ser de nuevo él mismo, vivo y cuerdo, y regresar a Timbl.
Pensó en Tapi y en Ram Kikura, en fracasos menos espectaculares y quizá más cautivadores.
—Alégrate, ser Olmy —dijo Ry Oyu, estrechándole la mano.
La burbuja volvió a partirse en dos.
Ry Oyu se volvió hacia los individuos de mando.
—Me gustaría regresar a las pilas geométricas. Necesitaré abrir puertas hacia dos mundos en universos levemente distintos del nuestro.
Su burbuja retrocedió por las barreras, hacia la estación, y bajó por la Vía.
Cogió la clavícula de Korzenowski. En el fondo de la burbuja se abrió y le dio acceso a la viviente superficie broncínea.
El abrepuertas cerró los ojos y murmuró los conjuros rituales que preparaban su mente, por innecesarios que fueran dada su forma actual.
—Yo levanto esta clavícula hacia mundos innumerables, y llevo una luz nueva a la Vía abriendo esta entrada para que todos puedan prosperar, los que guían y los que son guiados, los que crean y los que son creados, los que alumbran la Vía y los que se calientan en la luz así creada.
La superficie de la Vía se oscureció con la aproximación del pliegue. Eso dificultaría la apertura de puertas. Quedaba poco tiempo, tal vez sólo unas horas, y tenía mucho trabajo que hacer, muchas búsquedas que realizar una vez abierta la puerta.
—Contemplad, abro un nuevo mundo —concluyó.
Nunca, en toda su carrera de abrepuertas, había hecho una puerta doble. Pero esta puerta se abriría a dos mundos escogidos con precisión.
Una depresión circular de bordes chispeantes se formó bajo sus pies. El primer mundo giraba debajo de él, visto a través de la clavícula.
Era una Gaia alternativa, una rama que nacía de la Gaia donde Patricia había llegado e introducido sus cambios, pero donde nunca había una invasión jart.
El abrepuertas no pudo estirar esta puerta muy atrás en el tiempo. Hizo un breve intento, retrocedió y se concentró en localizar a Rhita Vaskayza.
Una Rhita que nunca había conocido a los jarts, que nunca había viajado en busca de la puerta jart.
La Vía resplandeció violentamente, y el abrepuertas se preguntó si habría tiempo.
Rhita atravesó el bosquecillo donde Bereniké le había dicho que encontraría a su padre. Vio a Rhamón sentado con desaliento entre los olivos, la espalda apoyada en un tronco nudoso, la cara entre las manos, el ro2stro preocupado, tras haber librado una batalla contra la revoltosa junta de la Akademeia. Necesitaba apoyo.
—Padre —dijo Rhita, y retrocedió como si la hubieran abofeteado.
Algo cayó sobre ella, dentro de ella, algo a la vez familiar y muy extraño. Se vio a sí misma, extraña y exhausta, cayendo de ninguna parte, como volcándose en una taza. La colmaron recuerdos de invasión, destrucción y algo semejante a la muerte. Cerró los ojos y se llevó las manos a la cabeza, queriendo gritar. Boqueó como un pez, conmocionada de asimilar tanto, creyendo por un instante que seguramente había perdido el juicio.
Tropezó con una raíz, se tambaleó.
Cuando se recobró, los recuerdos estaban sepultados profundamente, a buen recaudo.
—¿Rhita? —Rhamón despertó de su ensoñación—. ¿Te encuentras bien?
Ella inventó una excusa para disimular su confusión.
—Un malestar, creo... de Alexandreia.
Estaba en casa de vacaciones. En casa, no en un sueño ni en una pesadilla. Se aferró los brazos con ambas manos. Carne verdadera, árboles verdaderos, su verdadero padre. Todo lo demás eran recuerdos, visiones, alucinaciones... rostros. Pesadillas.
—He tenido un mareo. Ya estoy bien —dijo—. Tal vez era la abuela tocándome.
—Su tacto nos vendría bien —dijo Rhamón con desencanto.
—Cuéntame qué ha sucedido —dijo Rhita. Y se sentó ante su padre, hundiendo la mano en el suelo seco, apretando la tierra entre los dedos.
Algún día aclararé esto. Prometo que lo haré. Visiones, sueños y pesadillas suficientes para doce vidas.
El legado de la sophé. Que ahora estaba... ¿dónde? ¿Haciendo qué?
La Vía se estaba desintegrando. La estación de la falla se había perdido de vista, replegándose ante la destrucción orquestada por el Ingeniero. Ry Oyu renunció a su forma humana, revoloteando como una torsión de luz sobre la doble puerta, buscando una Tierra diferente, una Tierra sin la Muerte, buscando en la pila geométrica algunas décadas atrás en el tiempo, encontrando un momento específico.
Aun en su forma inmaterial, las tensiones de la Vía comenzaban a disolverlo. Cambió de nuevo de carácter, se ocultó en la geometría de la puerta, descubrió que la puerta también se disolvía, luchó para mantener la integridad el tiempo suficiente para cumplir aquel último pero importante deber.
Patricia Luisa Vasquez bajó del coche de su novio Paul con una bolsa de comestibles. El aire era frío para lo cálido que solía ser el invierno en California, y las últimas luces del día extendían dedos grises y amarillos sobre las nubes desperdigadas. Ella miró el camino de losas de la casa de sus padres...
Y dejó caer la bolsa en el césped, abriendo los brazos, echando el cuello hacia atrás, con los ojos desorbitados.
—¡Patricia! —exclamó Paul desde el coche. Ella se desplomó, se enderezó, encorvándose, gruñendo y gimiendo.
Luego quedó inerte, agotada.
—Dios mío —dijo Paul, agachándose, poniéndole la mano en la frente, agitando la otra mano sin saber qué hacer.
—Que mi madre no te oiga decir eso —susurró Patricia con voz ronca.
—No sabía que fueras epiléptica.
—No lo soy. Ayúdame a levantarme. —Procuró recoger los comestibles—. Oh, qué desastre.
—¿Qué ha pasado?
Ella sonrió fiera, dulce, triunfalmente. Luego dejó de sonreír y puso cara de asombro.
—No me lo preguntes. No te contaré mentiras.
Si sé dónde estoy
, pensó,
sé quién soy.
Nada era muy claro. Sólo tenía recuerdos vagos y dispersos de un grupo de gente tratando valerosamente de ayudarla, y con éxito. Pero estaba en casa, en el camino del pequeño bungalow de Long Beach, y eso significaba que era Patricia Luisa Vasquez y que el joven preocupado era Paul, a quien había llorado por alguna razón, tal como había llorado...
Calles y casas intactas, sólidas, cielos sin humo ni llamas. Ningún Apocalipsis.
—Mi madre estará encantada —graznó—. Creo que acabo de tener una revelación.
Extendió los brazos y lo estrechó con tal fuerza que Paul jadeó.
Patricia miró con ojos gatunos las estrellas que despuntaban en el cielo.
No hay Piedra en el cielo
, se dijo.
No sé qué significa, pero no hay Piedra en el cielo.
Con grandes reservas, Korzenowski se prestó a ser «almacenado».
El Ingeniero experimentó un instante de fría nulidad, y luego una maravillosa y dantesca zambullida en el remolino de información recogida por los jarts: restos de miles de mundos, de billones de seres reunidos al azar, a lo largo del tiempo, que ahora eran transmitidos por la falla para que se fundieran con la Mente Final.