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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

Excesión (8 page)

BOOK: Excesión
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~ ¿Qué? ¡Pero...!

~ Hazlo ahora mismo, traje. Vamos. Sé que la ultima actualización te permite hacerlo sin que se enteren. ¡Oh! Mira eso. ¡Au! ¿No
sientes
esas fauces protésicas alrededor de tu garganta? Cinco Mareas debe de estar despidiéndose ahora mismo de su carrera diplomática. Probablemente ya esté pensando en el modo de desafiarme a un duelo. Después de eso, no importará mucho cuál de los dos mata al otro; probablemente sea el principio de la guerra entre...

~ ¡Vale! ¡Vale! ¡Ya está!

Genar-Hofoen experimentó una sensación zumbante sobre el hombro derecho. El rasgabueso azul sufrió una sacudida, se dobló a la altura del diafragma y lo soltó. El animal del collar rojo salió reptando de debajo del otro, se retorció, se volvió sobre su enemigo y revertió inmediatamente la situación atrapando con las fauces protésicas la garganta de la bestia de collar azul. Junto a Genar-Hofoen, todavía a cámara lenta, Cinco Mareas estaba empezando a elevarse dando un salto.

~ Vale, M y G, ¿qué estabas diciendo?

~
¿A qué ha venido la demora? ¿Qué estabas haciendo?

~
No importa. Como has dicho, es una pérdida de tiempo. Sigamos.

~
Asumo que lo que buscas es una recompensa. ¿Qué quieres?

~
Caramba, déjame que lo piense. ¿Podría tener mi propia nave?

~
Me han dado a entender que eso sería negociable.

~
Ya me lo imagino.

~
Podrás tener lo que quieras. Ahí está. ¿Te vale con eso?

~
Oh, por supuesto.

~
Genar-Hofoen, por favor. Te lo imploro: dime que vas a hacerlo.

~ M y G, ¿me estás
implorando?
–preguntó Genar-Hofoen con una carcajada en la garganta mientras el rasgabueso se debatía sin conseguir soltarse en las fauces del otro animal y Cinco Mareas empezaba a volverse hacia él.

~
¡Sí, así es! Y ahora, ¿quieres decir que sí? ¡El tiempo es esencial!

Por el rabillo del ojo, Genar-Hofoen vio que uno de los miembros de Cinco Mareas empezaba a extenderse hacia él. Preparó su lento cuerpo para el golpe.

~ Lo pensaré.

~ ¡Pero...!

~
Corta esa señal, traje. Dile al módulo que no espere. Y ahora, traje, una orden imperativa: desactívate hasta que te llame.

Genar-Hofoen cortó los efectos del
rápido.
Sonrió y un alegre suspiro brotó de sus pulmones cuando el golpe de júbilo de Cinco Mareas caía con un estremecedor estruendo sobre su espalda y la Cultura perdía mil palos. Todavía sería una velada divertida.

IV

El horror volvió a asaltar al comandante aquella noche, en la zona gris que era la media luz de una luna llena. Esta vez fue peor.

En el sueño, despertaba en su cama del campamento bajo la pálida luz del amanecer. En el valle, las chimeneas de los vagones crematorios eructaban humo negro. En el campamento no se movía otra cosa. Caminó entre las tiendas silenciosas y bajo las torres de guardia hasta llegar al funicular, que lo llevó por el bosque hasta los glaciares.

La luz era tan blanca que cegaba, y el aire, frío y escaso, le provocaba un escozor en el fondo de la garganta. El viento lo azotaba, levantando velos de nieve y hielo que sobrevolaban la superficie fracturada del gran río de hielo contenido entre las dentadas orillas de unas montañas negras de roca y blancas de nieve.

El comandante miró a su alrededor. Estaban excavando la cara occidental. Era la primera vez que veía aquel sitio. La pared se encontraba en el interior de una gran cuenca abierta con explosivos en el glaciar. Hombres, máquinas y perforadoras se movían como insectos en el fondo de aquel vasto tazón de resplandeciente hielo. La pared era completamente blanca a excepción de un reguero de puntos negros que desde la distancia parecían peñas. Era peligrosamente escarpada, pensó, pero para cortarla en un ángulo más suave hubieran necesitado más tiempo y el cuartel general siempre estaba metiéndoles prisa...

En lo alto de la rampa inclinada en la que las perforadoras arrojaban sus cargamentos aguardaba un tren, cuyo negro humo flotaba sobre aquel paisaje cegadoramente blanco. Los guardias pisoteaban el suelo para entrar en calor, unos ingenieros discutían con vehemencia junto al motor de la grúa y una cabaña vomitaba un turno de trabajadores que acababa de terminar su descanso. Un trineo lleno de presidiarios estaba bajando por una enorme hendidura en el hielo. Distinguió las hinchadas y heladas caras de los hombres, ataviados con uniformes y ropajes que no eran mucho mejores que harapos.

Hubo un trueno y una vibración bajo sus pies.

Volvió a dirigir la mirada al acantilado de hielo y vio que toda su mitad oriental se deshacía, se desmoronaba y caía con majestuosa lentitud y formando algodonosas nubes blancas sobre los diminutos puntos negros de los trabajadores y los guardias que había debajo. Las pequeñas figuras se volvieron y huyeron de la apremiante avalancha mientras esta se precipitaba por el aire y la superficie hacia ellos.

Unos pocos lo consiguieron. La mayoría no y, borrada en medio del resplandeciente tumulto, desapareció bajo la enorme oleada blanca. El ruido fue un trueno tan profundo que lo sintió en el pecho.

Corrió por el borde del acantilado de hielo hasta llegar a la parte superior del plano inclinado. Todo el mundo gritaba y corría de acá para allá. El fondo entero de la cuenca estaba llenándose de la blanca neblina de polvo de nieve y hielo pulverizado que cubría a los supervivientes en su huida del mismo modo que el hielo había enterrado a los demás.

El motor de la grúa trabajaba con un sonido agudo y chirriante. Las perforadoras se habían detenido. Se sumó al puñado de personas que estaban reuniéndose junto al plano inclinado.

Sé lo que pasa aquí
–pensó–.
Sé lo que me pasa. Recuerdo el dolor, veo a la chica, conozco esta parte. Sé lo que pasa. Debo dejar de correr. ¿Por qué no lo hago? ¿Por qué no puedo hacerlo? ¿Por qué no puedo despertar?

En el preciso instante en que él llegaba, la tensión que estaba soportando la perforadora –de la que aún tiraba la grúa– llegó a su límite. El cable de acero se partió en algún punto del interior del cuenco de niebla con un ruido parecido a un disparo. Subió hacia el borde de la cuenca, siseando y retorciéndose como una culebra, y arrojó la mayor parte de su horripilante cargamento en todas direcciones, como si fueran gotas de hielo despedidas por un látigo.

Empezó a gritarle a los hombres que había junto al borde, pero en aquel momento tropezó y cayó de bruces sobre la nieve.

Solo uno de los ingenieros se tiró al suelo a tiempo.

Casi todos los demás fueron seccionados limpiamente por la guadaña del cable y cayeron con lentitud sobre la nieve chorreando sangre. Algunos eslabones de acero destrozaron el motor del tren con un estruendoso ruido metálico y se enroscaron alrededor de la estructura de la grúa como si estuvieran ansiando apresarla. Otros cayeron pesadamente sobre la nieve.

Algo lo golpeó en la parte alta de la pierna con la fuerza de un martillo neumático y le destrozó los huesos en un cataclismo de dolor. Impulsado por la fuerza del impacto, dio varias vueltas sobre la nieve mientras los huesos se hundían y clavaban y perforaban. Le pareció que duraba medio día. Fue a detenerse en la nieve, aullando. Estaba frente a la cosa que lo había golpeado.

Era uno de los cuerpos que la perforadora se había sacudido de encima en su ascenso, otro cadáver que aquella mañana le habían arrancado a hachazos y tirones a la nueva cara del glaciar como si fuera un diente podrido, uno de los testigos muertos que tenían que encontrar y extraer y, con toda diligencia y secreto, enviar a los vagones crematorios que esperaban en el valle para reducir las pruebas acusatorias a humo y cenizas. Lo que lo había golpeado y le había destrozado la pierna era uno de los cuerpos que habían arrojado al glaciar media generación atrás, cuando los enemigos de la Raza habían sido expulsados de los territorios recién conquistados.

El grito se abrió camino a la fuerza desde sus pulmones como una criatura desesperada por nacer bajo el aire gélido, como una criatura desesperada por unirse a los gritos que oía por todas partes junto al borde del plano inclinado.

El comandante se quedó sin aliento. Contempló el rostro duro como una roca del cuerpo que lo había golpeado e inspiró con un sollozo para volver a gritar. Era el rostro de una chiquilla, una niña.

La nieve le quemaba el rostro. No podía recobrar el aliento. Su pierna era una ardiente almenara de dolor que le iluminaba el cuerpo entero.

Pero no los ojos. Su visión empezó a apagarse.

¿Por qué me está pasando esto? ¿Por qué no puedo detenerlo? ¿Por qué no puedo despertar? ¿Qué me hace revivir estos recuerdos terribles?

Entonces el dolor y el frío desaparecieron, como si alguien se los hubiera llevado, y lo inundó otra clase de frío, y se encontró... pensando. Pensando en lo que había ocurrido. Revisando, juzgando.

... En el desierto los quemábamos inmediatamente. No había aquel descuido. ¿Habían tratado de hacer un acto poético enterrándolos en el hielo? Sepultados tan adentro que sus cuerpos permanecerían en el hielo durante siglos. Enterrados tan profundamente que nadie podría encontrarlos sin el esfuerzo atroz que nos estaba requiriendo a nosotros. ¿Acaso nuestros líderes habían empezado a creerse su propia propaganda? ¿Acaso pensaban que su régimen duraría un centenar de vidas y habían empezado a medir sus acciones con aquel futuro en perspectiva? ¿Veían los lagos de descarga que se extendían bajo la desgarrada y sucia falda de los glaciares, pasados todos esos siglos, cubiertos por los cuerpos flotantes que el glaciar había liberado al fin? ¿Había empezado a preocuparles lo que el pueblo pensaría de ellos? ¿Acaso, tras haber conquistado el presente de forma tan implacable, se habían embarcado en una campaña para conquistar también el futuro, para conseguir que los amara como todos nosotros fingíamos hacer?

... En el desierto los quemábamos inmediatamente. Atravesaban el ardiente calor y el polvo seco en los alargados trenes y a aquellos que no habían muerto en los negros vagones les ofrecíamos agua con generosidad. No había voluntad que pudiera resistir a la sed que engendraban los días asfixiantes pasados entre los muertos.

Bebían el agua envenenada y morían en cuestión de horas. Incinerábamos los cuerpos saqueados en hornos solares, nuestra ofrenda a los insaciables dioses celestes de la Raza y la Pureza. Y sí que parecía haber algo puro en el modo en que terminábamos con ellos, como si sus muertes les otorgaran una nobleza que mítica podrían haber alcanzado en sus mezquinas y degradadas vidas. Sus cenizas caían como un polvillo liviano sobre la pesada vaciedad del desierto, esperando a que se las llevara la primera tormenta de arena.

Lo último que los hornos incineraron fue a los trabajadores del campamento –gaseados en sus dormitorios, principalmente– y toda la documentación: hasta la última carta, hasta la última orden, hasta el último formulario de requisa, el último albarán, el último archivo, la última nota y el último memorando. Nos registraron a todos, incluido yo. La policía secreta fusiló en el acto a todos aquellos que habían cometido la torpeza de tratar de ocultar un diario. La mayoría de nuestros efectos personales acabó también convertida en humo. Lo poco que nos permitieron conservar había sido registrado tan exhaustivamente que bromeábamos diciendo que habían logrado lo que ni la lavandería: quitarles hasta el último granito de arena.

Nos separaron y nos trasladaron a puestos diferentes por todos los territorios conquistados. Los encuentros no estaban bien vistos.

Pensé en poner por escrito lo que había ocurrido. No para confesarme, sino para explicarlo.

Y nosotros también sufrimos. No solo por las condiciones físicas, que ya eran malas de por sí, sino en nuestras mentes, en nuestras conciencias. Puede que hubiera algunos salvajes, algunos monstruos que lo glorificaron (y quizá sirvió para que hubiera algunos asesinos menos en nuestras calles durante aquel tiempo) pero la mayoría de nosotros sufría agonías intermitentes y se preguntaba en los momentos de crisis si de verdad estaríamos haciendo lo que debíamos, a pesar de saber en el fondo de nuestros corazones que era así.

Muchos teníamos pesadillas. Las cosas que veíamos todos los días, las escenas que presenciábamos, el dolor y el terror... Estas cosas no podían cuando menos que afectarnos.

Aquellos de los que nos encargábamos: su tormento duraba pocos días, puede que un mes o dos, y entonces todo terminaba para ellos tan rápida y eficazmente como era posible.

Nuestro sufrimiento se ha prolongado una generación entera.

Me enorgullezco de lo que hice. Ojalá no me hubiera correspondido a mí hacer lo que había que hacer, pero me alegro de haberlo hecho lo mejor posible, y volvería a hacerlo.

Por eso quería poner por escrito lo que había ocurrido. Para dejar testimonio de nuestra fe, nuestra dedicación y nuestro sufrimiento.

Nunca lo hice.

También me enorgullezco de eso.

Despertó y había algo dentro de su cabeza.

Volvía a estar en la realidad, en el presente, en el dormitorio de la habitación que ocupaba en el complejo de retiro, cerca del mar. Podía ver cómo incidían los rayos del sol en los azulejos de la balconada, en el exterior del cuarto. Sus dos corazones gemelos latían con fuerza y las escamas de su espalda se habían erizado y le picaban. Le dolía la pierna con el eco del dolor de la herida que había sufrido hacía tanto en el glaciar.

El sueño había sido el más vivido hasta la fecha y también el más largo, extendido hasta la avalancha del acantilado occidental y el accidente de la perforadora (sumergido como había estado en las profundidades de su memoria, enterrado bajo el temible y blanco peso del dolor recordado). Aparte de esto, lo que había experimentado había salido de su curso habitual, del paisaje acostumbrado de sus sueños, impulsado hasta allí por la rememoración del accidente y la imagen de sí mismo tratando de recobrar el aliento mientras contemplaba, paralizado por el asombro, el rostro de la chica muerta.

Se había encontrado pensando, explicándose, hasta justificando lo que había hecho en el ejército, durante la parte más importante de su vida.

Y ahora podía sentir algo dentro de su cabeza.

Lo que quiera que había dentro de su cabeza lo obligó a cerrar los ojos.

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