Fantasmas (36 page)

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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Terror

BOOK: Fantasmas
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—Os aviso… no critiquéis mi cocina.

Los demás asentimos con la cabeza. Deliciosa. Todos tenemos los platos vacíos. Y tragamos, sin dejar de masticar. Pasándonos la lengua por los dientes en busca de cualquier resto de aceite. O de grasa.

La Camarada Sobrada cruza la sala hasta los sofás de tela de tapicería que hay en el centro del vestíbulo, justo en el centro, bajo el resplandor congelado de la lámpara de araña más grande de todas. Levanta con las manos un cojín de terciopelo azul con borlas doradas colgando de las cuatro esquinas y lo coloca en un extremo del sofá. Se quita los zapatos con los pies. Con los calcetines blancos manchados de sangre. Se dispone a sentarse, a recostarse en el sofá con la cabeza apoyada en el cojín. Y la Camarada Sobrada hace un gesto de dolor. Frunce la cara, que permanece tensa un momento y luego se relaja. Se lleva una mano al trasero, palpando, por debajo de sus diversas faldas y enaguas empapadas. Se inclina hacia delante como si fuera a ponerse de pie y sus ojos captan las pisadas sanguinolentas que la han ido siguiendo por la moqueta azul desde la escalera hasta el bar y luego al sofá.

Todos miramos la sangre que se derrama de sus zapatos.

Sin dejar de masticar, con la mandíbula subiendo y bajando, como una vaca rumiando, la Camarada Sobrada nos mira.

Intentando digerir la escena.

Cuando su mano regresa de su trasero, está sosteniendo el cuchillo de deshuesar del Chef Asesino. Con el filo todavía cubierto de un barniz de sangre y coágulos.

El Chef Asesino sale de detrás de la barra del bar. Con la mano abierta, y agitando los dedos grasientos en dirección a ella, le dice:

—Dame eso. Es mío.

Y la Camarada Sobrada deja de masticar. Y traga.

—Yo… —dice.

La Camarada Sobrada mira el cuchillo y la viruta de carne que todavía tiene en la mano.

En el trozo de carne hay una rosa tatuada que ella no había visto nunca. Salvo cuando se miraba al espejo. Aunque ahora está un poco tostada.

La cara del Conde de la Calumnia permanece escondida mientras él se dedica a lamer su plato.

La Camarada Sobrada dice:

—Solamente estaba desmayada…

Dice:

—Estaba desmayada… ¿y os habéis comido mi culo?

Mira el plato de cartón vacío y grasiento que queda sobre la barra del bar y dice:

—¿Me habéis dado de comer mi propio culo?

La Madre Naturaleza eructa tapándose la boca con la palma de la mano y dice:

—Perdón.

El Chef Asesino extiende la mano pidiendo el cuchillo, con un círculo fino de color rojo asomando por debajo de la uña del pulgar. Levanta la vista para ver una miríada de versiones de la Camarada Sobrada centelleando en los cristales de la lámpara de araña polvorienta. Y en la mano de esta, una miríada de rosas cocinadas al estilo cajún.

La Condesa Clarividencia se da la vuelta pero sigue contemplando su propia versión reducida de esta realidad, la versión de medidas televisivas o cinematográficas de la Camarada Sobrada que se refleja en el ancho espejo de detrás del bar.

Todos estamos viendo nuestra propia versión de la Camarada Sobrada. Cada uno tiene su propia historia de lo que está pasando. Y todos convencidos de que nuestra versión es la realidad.

La Hermana Justiciera se mira el reloj y dice:

—Acabaos la comida. Solamente falta una hora para apagar las luces.

Todas esas versiones reducidas de la Camarada Sobrada tragan saliva aparatosamente. Con los carrillos lívidos abultados. Con las gargantas hechas un nudo y con el sabor de su propia piel amarga produciéndoles arcadas.

Todos estamos convirtiendo nuestra realidad en un relato. Digiriéndola para hacer un libro. Todo lo que vemos pasar ya es un guión de cine.

La Mitología de Nosotros.

Luego, en el momento justo, la Camarada Sobrada a escala real que hay sentada en el sofá de tapicería resbala hasta el suelo. Sus ojos todavía se abren un poco para mirar la lámpara de araña. Y por fin queda tirada en medio de un revoltijo de terciopelo y brocado sobre el suelo de mármol rosa. Es entonces cuando se pone a morirse. Con el cuchillo de deshuesar todavía en la mano. Con la viruta marrón de su culo frito todavía en la otra.

Un manchón de color rojo oscuro en el sofá donde estaba sentada. Y la marca de su cabeza todavía en el cojín de terciopelo azul. La Camarada Sobrada no será la cámara tras la cámara tras la cámara. Tenemos la verdad sobre ella en nuestras manos. Entre los dientes.

Con un hilo de voz, la Camarada Sobrada dice:

—Supongo… que me merezco…

Y tras un instante en que oímos el ruido de la grabadora del Conde de la Calumnia al rebobinar, su voz continúa diciendo:

—Me merezco esto… merezco esto…

EXPECTACIÓN

Un poema sobre la Camarada Sobrada

«Perdí la virginidad —dice la Camarada Sobrada— por la oreja.»

Tan joven que todavía creía en Santa Claus.

La Camarada Sobrada en el escenario, los nudillos apoyados en las caderas, los brazos doblados

de forma que los parches de cuero de los codos apuntan a los lados.

Las botas con puntera de acero y cordones hasta arriba muy separadas.

Las piernas enfundadas en pantalones anchos de camuflaje, atados en torno a los tobillos.

Se inclina tanto hacia delante que la barbilla le proyecta una sombra

en la pechera de su chaqueta de campo caqui de los excedentes del ejército.

En el escenario, en vez de un foco, un fragmento de película:

imágenes de letreros de manifestaciones y de piquetes, las bocas abiertas como megáfonos

gritando, abiertas al máximo.

Todo dientes y nada de labios.

Bocas tan abiertas que el esfuerzo les cierra los ojos.

«Después de que el juez concediera la custodia compartida

—dice la Camarada Sobrada—, mi madre me dijo…»

Cuando sea de noche

y estés dormida con la cabeza en la almohada,

si tu padre entra alguna vez de rodillas en tu habitación:

ven a decírmelo.

Su madre le dijo: «Si tu padre te baja alguna vez los

pantalones del pijama y te toca con los dedos…».

Ven a decírmelo.

Si se saca una serpiente gorda de la bragueta de los

pantalones —esa cachiporra caliente y pegajosa que huele mal—

y te la intenta meter a la fuerza en la boca…

ven a decírmelo.

«En vez de todo eso —dice la Camarada Sobrada—, mi padre me llevó al zoo.»

La llevó al ballet. La llevó a los entrenamientos de fútbol.

Le dio besos de buenas noches.

Con los colores de las sentadas, con las siluetas de la

desobediencia

civil todavía desfilando,

desfilando y desfilando

sobre su cara,

la Camarada Sobrada dice:

«Pero el resto de mi vida me lo pasé dispuesta».

DECIR COSAS AMARGAS

Un relato de la Camarada Sobrada

Desde el mismo instante en que se sienta, intentamos explicárselo…

No aceptamos hombres. Este es un refugio para mujeres. El propósito de este grupo es cuidar y dar poder a las mujeres confiriéndoles una sensación de privacidad. Permitir a las mujeres que hablen en libertad sin ser cuestionadas o juzgadas. Excluimos a los hombres porque inhiben a las mujeres. La energía masculina intimida y humilla a las mujeres. Para los hombres, una mujer es una virgen o una guarra. Una madre o una puta.

Cuando le pedimos que se marche, por supuesto, se hace el tonto. Dice que lo llamemos «Miranda».

Respetamos su elección. El esfuerzo y la voluntad que ha puesto en conseguir la apariencia física de una mujer. Pero este espacio, le decimos de una forma amable y sensible, este espacio es solamente para mujeres que han nacido mujeres.

Él nació Miranda Joyce Williams. Dice esto y abre el broche de su pequeño bolso de piel de lagarto color rosa. Saca un permiso de conducir. Con una uña larga y de color rosa coloca el permiso sobre la mesa, dando un golpecito en el sitio donde pone «F» junto a la categoría del sexo.

Puede que el estado reconozca su nuevo sexo, le decimos, pero nosotras decimos no hacerlo. Muchas de nuestras integrantes sufrieron traumas de infancia relacionados con los hombres. Tienen miedo de que se las reduzca a simples cuerpos. Son cuestiones que él nunca podría entender porque nació hombre.

Y él dice: Nací mujer.

Alguien en el grupo dice:

—¿Puedes enseñarnos tu certificado de nacimiento?

Y «Miranda» dice: Claro que no.

Otra persona dice:

—¿Estás menstruando?

Y «Miranda» dice: Ahora mismo no.

Se dedica a jugar con un pañuelo con los colores del arco iris que tiene atado alrededor del cuello. Afectando una caricatura de la conducta nerviosa femenina. Se dedica a jugar con el pañuelo centelleante y resplandeciente que tiene sobre los hombros, dejándolo caer por su espalda de forma que quede suspendido de sus codos. Se dedica a pasar los dedos por entre los largos flecos que hay a ambos lados del pañuelo. Cruza las piernas pasando una rodilla por encima de la otra. Después la de debajo sobre la de encima. Levanta y dobla el abrigo de piel que tiene sobre el regazo. Lo gira y acaricia la piel con una mano abierta, con las uñas juntas, pintadas de rosa y brillantes como joyas.

Sus labios y sus zapatos y su bolso, sus uñas y la correa de su reloj, todo es tan rosadito como el ojo del culo de un pelirrojo.

Alguien del grupo se pone de pie, con una mirada furiosa. Y dice:

—¿A qué coño viene esto? —Mete con malos modos su punto y su botella de agua en su bolsa y dice—: Me paso la semana entera esperando esto. Y ahora me lo han estropeado.

«Miranda» se limita a quedarse sentado, con los ojos resguardados bajo unas pestañas largas y gruesas. Con los ojos flotando en sendas piscinas verdeazules de delineador de ojos. Se embadurna su pintura de labios con más pintura de labios. Se unta colorete por encima del colorete. Rímel encima del rímel. Su blusa recortada se le abomba sobre el pecho. La seda rosa de la misma parece colgarle de los dos puntos de sus pezones, con unos pechos que son aproximadamente del mismo tamaño que su cara y que le sobresalen como globos de las ondulaciones bronceadas de su caja torácica. Su barriga al descubierto, plana y bronceada, es una barriga masculina. Se trata de una fantasía total tipo muñeca sexual, el tipo de mujer en la que solamente un hombre se convertiría.

Para ser un grupo de charla, «Miranda» dice que esperaba un poco más de charla.

Nos lo quedamos mirando.

Menudo tonto. Este «Miranda». He aquí la típica fantasía masculina recreada en forma de una especie de monstruo de Frankenstein de estereotipos: los pechos perfectamente grandes y redondos. Los músculos duros en los muslos largos. La boca, un mohín perfecto, embadurnado de carmín. La falda de cuero rosa demasiado corta y ajustada para cualquier cosa que no sea sexo. Habla con la voz jadeante de una niña o de una estrella de cine. Soltando mucho aire en relación con la vocecita que sale. La clase de voz susurrante que la revista
Cosmopolitan
enseña a usar a las chicas, para hacer que los hombres que las estén escuchando se acerquen más.

Nos quedamos sentadas ahí, todas en silencio, sin que nadie explique sus experiencias. No se puede ser sincera sabiendo que hay un pene debajo de la mesa. Ni siquiera en medio de los pósters de Frida Kahlo y de Georgia O’Keeffe… de las velas de manzana y canela… del gato manchado de la librería.

Muy bien, dice «Miranda», entonces empiezo yo.

«Miranda», con el pelo decolorado recogido en un peinado alto de peluquería, apelmazado de tanta laca y atiborrado de horquillas.

Hay un tío en el trabajo del que «Miranda» se enamoró locamente. Y el tío no le respondía a sus flirteos. Era el típico tío macizo, un ejecutivo asociado de ventas júnior engominado con un Porsche. Estaba casado, pero «Miranda» sabía que por parte del tío había interés animal puro. Un día después del trabajo, dice «Miranda», el tipo vino y le puso la mano…

Y todas nos lo quedamos mirando.

El tío le puso la mano en el brazo a «Miranda» y le preguntó si quería ir a tomar una copa.

Los brazos de «Miranda» son bronceados, musculosos y delgados y no tienen nada flácido. Lisos como plástico bronceado. Y suelta una risita. «Miranda» suelta risitas literalmente. Pone los ojos en blanco.

«Miranda» dice que el ejecutivo asociado de ventas que trabaja con él lo llevó en coche a un bar muy oscuro, de esos adonde vas para que no te vea nadie…

Es un rollo totalmente masculino, todo ese «yo, yo y yo» todo el tiempo.

Venimos aquí para estar lejos de los hombres, de los maridos que no quieren recoger calcetines sucios. De los maridos que nos arrean bofetadas y luego nos ponen los cuernos. De los padres decepcionados porque no somos chicos. De los padrastros que nos manosean. De los hermanos que nos intimidan. De los jefes. Los curas. Los policías de tráfico. Los médicos.

Casi nunca permitimos réplicas, pero ahora alguien del grupo dice:

—¿Miranda?

Y «Miranda» deja de cotorrear.

Le decimos que los grupos de concienciación tienen su base en la queja. En lo que mucha gente llama la terapia de hablar pestes. En la China comunista, en los años posteriores a la revolución de Mao, una parte importante de la construcción de una nueva cultura era permitir a la gente que se quejara de su pasado. Al principio, cuanto más se quejaban, peor les parecían sus vidas. Pero al desahogarse, la gente podía empezar a resolver su pasado. De tanto echar pestes y más pestes, podían agotar el drama de sus historias de terror. Aburrirse. Solamente entonces podían aceptar un nuevo argumento para sus vidas. Y seguir adelante.

Es por esto que venimos aquí todos los miércoles por la noche, al cuarto de atrás sin ventanas de esta librería, a sentarnos en sillas metálicas plegables alrededor de una gran mesa cuadrada.

La revolución llamaba a esto «decir cosas amargas».

«Miranda» se encoge de hombros. Enarca las cejas, niega con la cabeza y dice que ella no tiene ninguna historia de terror. Suspira y sonríe y hace ojitos.

Y alguien del grupo dice:

—Entonces no te queremos aquí.

Esa idea de que los hombres crean mujeres robóticas perfectas para procurarse placer es algo que sucede todos los días. Ninguna de las mujeres más «hermosas» que uno ve en público son de verdad. No hay más que hombres perpetuando su estereotipo perverso de las mujeres. La historia más antigua del mundo. Si sabes dónde mirar, encontrarás un pene en cada página de la revista
Cosmopolitan
.

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