Goma de borrar (10 page)

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Authors: Josep Montalat

BOOK: Goma de borrar
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Salieron juntos de los servicios en dirección a la pista de la discoteca. En medio de la terraza volvió a abrazarlo, estrechándolo contra su desarrollado ombligo. Estaba realmente contento. Al proseguir se cruzaron con el holandés de la camisa negra a rayas. Los dos hablaron algo en alemán. Gunter miró a Cobre y le preguntó:

—¿Tú…
cocaine?
—pronunció, mitad en español, mitad en inglés.

—Vale —contestó él, entendiendo.

Gunter le habló al holandés y luego lo presentó a Cobre. Le dijo que se llamaba Johan y se dieron la mano.

—Vamos. Ven conmigo —le dijo Johan en un buen español, mientras el alemán proseguía el trayecto de vuelta al interior de la discoteca.

Aunque a Cobre su madre de pequeño le decía que no aceptase caramelos de gente extraña, siguió con ganas hasta el baño al alto holandés, al que se le marcaba su amplia espalda.

—Espérame fuera y vigila —indicó el extranjero, entrando en uno de los servicios.

A los pocos minutos salió y lo invitó a pasar. Sobre la tapa había un pequeño espejo con una larga raya de cocaína preparada para él. Cobre hizo un rulo con un billete de mil pesetas y esnifó la droga. Luego salió del servicio.

—Gracias —dijo, devolviéndole el espejo al holandés que se contemplaba en el del baño—. Parece muy buena.

—Es de lo mejor que hay —le respondió Johan, mostrándole un gran trozo de cocaína puesta en un bote de cristal que sacó del bolsillo de su pantalón.

Luego abrió el bote, desprendiendo con los dedos un trozo y se lo dio.

—¿Es para mí? —preguntó Cobre, sorprendido.

—Sí, Gunter me ha dicho que te tratase bien.

Cobre observó la pieza de cocaína, tenía el aspecto de un grumo grande de azúcar, aunque de un color visiblemente rosado, y calculó que habría cerca de tres gramos. Regresaron hablando por la terraza hacia el interior de la discoteca. La gente seguía bailando, pero ya algunos se despedían de Gunter y de Petra. Cobre buscó a David con la mirada y lo vio bailando con Santi y Marta y otros chicos y chicas extranjeras. Se acercó a ellos. Dos de las chicas eran las que lo habían visto con la dentadura de Gunter. Estaban muy bebidas. Lo reconocieron e hicieron broma de ello, riéndose. Cobre, mostrándoles los dientes, intentó hacerles ver que la dentadura no era suya pero ellas se rieron todavía más con este gesto. Estuvieron bailando un rato mientras las chicas alemanas iban y venían de la barra en busca de bebida, haciendo participar a Marta, que hablaba muy animadamente y brindaba con ellas, bebiendo repetidos vasos llenos de un licor de color negro llamado Jainsmaster. Pero al poco rato Marta fue hacia Santi diciéndole que se sentía muy mareada y que quería marcharse. Santi le dijo a David que iba a dejarla en casa de sus padres. La chica ni siquiera se pudo despedir de ellos.

—¿De qué lo conoces? —preguntó Cobre a su amigo nada más verlo salir con su pareja.

—Iba conmigo a la escuela, en La Salle. Era interno… y bastante tonto entonces. Parece que se ha espabilado. Es de Port de la Selva, pero ahora me ha dicho que vive con sus padres en Barcelona.

—Desde luego, parece un poco tonto pero su novia está requetebién.

—Sí, no sé cómo se ha fijado en él —respondió David, riéndose.

Cobre cambió de tema.

—He tomado una coca buenísima. Me ha invitado el holandés que vimos al entrar, que por lo visto es muy amigo de Gunter. Es la mejor coca que he tomado en mi vida.

—¡Qué suerte, tío!

—Tengo un poco —dijo, señalándose el bolsillo de su camisa.

—¡Déjame probarla! —pidió David.

—Vamos, te prepararé una raya. Ya verás, vas a flipar.

Se dirigieron a los servicios y Cobre preparó una dosis.

—Un poco sólo para aprovechar el viaje. —Se separó una pequeña porción para él—. Con la que he tomado ya tengo bastante. Verás qué pasada.

David se metió su raya y aprobó la excelente calidad de la droga.

—Ya te dije, es coca pura. Nunca había tomado nada así.

Cuando regresaron a la pista, había menos gente y al poco rato Gunter vino a despedirse de ellos. Su mujer, medio tambaleándose, también se despedía de alguien, al otro lado de la sala. El alemán fue hacia el grupo donde estaba ella y después, con galantería, cedió el paso a su mujer para que fuera delante de él. Petra hizo unos pasos pero tropezó con un bolso que había en el suelo y cayó de bruces sobre un extranjero, vestido de blanco, que estaba hablando en un sofá, con un vaso de whisky en la mano que derramó sobre la mujer que estaba a su lado. El dueño de la discoteca se les acercó corriendo, hizo señas a un camarero para que viniera a socorrer a la mujer y atrajeron las miradas de noventa pares de ojos (noventa y uno, contando al tipo que llevaba monóculo). David y Cobre se rieron con disimulo, las chicas alemanas, con descaro. Gunter, rojo como una bombilla de puticlub, se excusó ante sus invitados. Ellos no le concedieron mayor importancia y, al cabo de un rato, los anfitriones salieron de la discoteca con los amigos que les habían estado aguardando.

—Ostras, qué risa —dijo David.

—Jondia, sí —respondió Cobre, todavía riéndose—. Primero Gunter perdiendo la dentadura y ahora su mujer cayendo encima de este señor.

—Ja, ja, ja —reía David—. Y lo de tu accidente, ¿qué? —añadió, lo que provocó de nuevo la risa de ambos.

—Bebidos son una pareja peligrosa.

La música continuaba. Los dos amigos permanecieron con sus vasos en la mano, hablando y mirando a las chicas extranjeras que iban ebrias y bailaban haciendo el idiota en la pista, entrecruzándose unas con otras. Al cabo de un rato apareció Santi.

—Ostras, has vuelto —le dijo David, sorprendido.

—Coño... ¿Y qué pensabas? Con estas titis —dijo, señalando a las chicas extranjeras—. Marta, nada más salir de aquí, ha echado todas las papas. La he dejado en Castelló d’Empuries y he vuelto a toda pastilla.

—Bueno, realmente veo que te has espabilado en estos años —observó David.

—Sí, ¿qué te creías? —respondió Santi, yendo hacia la pista a bailar con las alemanas. Lo hacía con un especial donaire, como si un ejército de abejas le picara, y Cobre pensó que era un poco raro o era de los que bailaban incluso con la música del telediario.

Se quedaron observando cómo se enrollaba con las extranjeras. Vieron que a una de ellas le daba una moneda y le decía algo, que las chicas por lo visto no entendieron, pero que las hizo reír.

—Es un poco tonto, pero tiene un morro que se lo pisa —comentó David, mirándolo.

Al cabo de un rato, vino hacia ellos.

—Venga, venid a bailar. Hay una para cada uno.

—¿Qué les has dicho? He visto que le dabas una moneda a una de ellas —le preguntó Cobre.

—Le he dicho: «Toma una peseta y dile a tu madre que no vas dormir a casa» —contestó Santi haciendo reír a los dos—. Venga, vamos a bailar. Ahora no me dejéis solo; están ya a punto de caramelo.

Los tres fueron hacia la pista. Al cabo de un rato, Santi, que hablaba inglés, les propuso sacar las bebidas a escondidas e ir a la playa a bañarse. Aceptaron.

Cobre y David cogieron sus vasos de gin-tonic y ocultándolos entre un jersey pasaron por la puerta. Las chicas venían más atrás con Santi y también consiguieron esconder un par de vasos que mostraron orgullosas unos pocos metros más allá, riéndose de haber podido traspasar la puerta con ellos.

Nada más pisar la arena de la playa, las extranjeras se sacaron los zapatos y, chillando y saltando, con cuidado de que las bebidas no se derramasen más de la cuenta, corrieron descalzas en dirección a la orilla. Santi fue tras ellas con iguales síntomas epilépticos. Los dos amigos intentaron seguirlos pero se detuvieron, al ver que las bebidas no aguantaban aquel traqueteo. Al llegar a la orilla, vieron a las chicas sentadas sobre la arena, contemplando a Santi que, de pie a su lado, ya se había desprendido de la camisa y se estaba sacando los pantalones dispuesto a tirarse al agua, animando a las alemanas a que se desprendieran de sus ropas.

Dejaron las bebidas en el suelo, y empezaron también a desnudarse. Cobre, con cuidado, introdujo el trozo de cocaína que le había dado Johan, envuelto en un papel de celofán del tabaco, dentro de uno de sus zapatos. Luego se quitó el resto de la ropa y la puso junto a la de sus amigos. Las chicas los miraban riéndose de su desnudez. Cobre, detrás de Santi, se metió al agua. David lo siguió. Sin que ellos lo vieran, dos de las chicas cogieron sus prendas y los zapatos para esconderlas. Cobre, ya con el agua del mar por encima de su cintura, se percató de lo que estaban haciendo.

—Jondia, la coca —masculló, viendo cómo las chicas se llevaban las prendas de vestir.

Salió corriendo desnudo, en dirección a la chica que llevaba su ropa. Ella, sujetándola como podía y riéndose de la persecución, empezó a dar vueltas alrededor de la alemana que se había quedado sentada en la arena, hasta que por fin Cobre le dio alcance. Viéndose atrapada, lo soltó todo y se quedó de pie riéndose, mientras él veía cómo se desparramaban todas las prendas sobre la arena. Con premura buscó en sus zapatos la cocaína que le había dado el holandés y vio que ya no estaba. Las extranjeras seguían riéndose divertidas con la broma, mirando cómo hurgaba en el suelo mientras sus amigos dentro del agua contemplaban la escena. Con la ayuda de su mechero, Cobre empezó a mirar desesperadamente en la arena. Las chicas pararon de reírse y lo observaron extrañadas.


Haben Sie schon wieder das Gebiss verloren?
(«¿Otra vez ha perdido la dentadura?») —preguntó una de ellas.

CAPÍTULO 5

Trapicheos

Cerca de las diez de la noche, acostada sobre la cama de la agradable habitación enmoquetada de una casa situada en la zona de Glasnevin, en Dublín, Mamen pensaba en Cobre. Sentía que se había enamorado perdidamente. Veía en Cobre lo que buscaba en un hombre: era independiente y tenía iniciativa, como demostraba el que se hubiera atrevido a abrir un negocio propio, y además lo juzgaba inteligente por haber estudiado una carrera universitaria. Por otro lado, lo creía sincero por haberle revelado sus relaciones pasadas y no haberle ocultado que había tomado un éxtasis la noche en que se fueron juntos a la cama. También por ello lo consideraba atrevido, y en cuanto al sexo, aquella noche había disfrutado como nunca había experimentado hasta entonces con ningún otro chico. Con deleite le venía a la mente el sesenta y nueve que habían hecho, y ya se veía practicando con él otras cifras igual de excitantes. En aquel instante, mientras su mente iba y volvía de estos pensamientos, examinaba las diversas postales que aquella tarde había comprado pensando cuál de ellas podía enviarle.

A más de mil kilómetros de distancia, el destinatario de aquella postal también dudaba. Acababa de cobrar la cuenta de una mesa y frente al cajón abierto de la caja registradora titubeaba al introducir el billete de cinco mil pesetas que tenía en su mano. Cobre miró a un lado y a otro, y luego, con disimulo, guardó el dinero en el bolsillo trasero de su pantalón, pulsó la tecla de anular ticket y cerró el cajón. Esto lo alivió del disgusto por los tres gramos perdidos en la arena de la playa. Había quedado con Tito en comprar un par de gramos de cocaína a Frank y este billete casi iba cubrir la mitad de su parte.

Mamen, finalmente, eligió la imagen de O’Connell Bridge en la que se veían varios autobuses de dos pisos y gente atravesando a pie aquel bonito puente de la capital irlandesa. Luego, con un rotulador de punta fina azul, traspasó el texto que tanto le había costado redactar y cuyo definitivo borrador tenía escrito en la libreta que usaba en la escuela Ef.

El mismo día que recibió aquella postal, Cobre encontró a Johan saliendo de un estanco de Empuriabrava con un cartón de Dunhill bajo el brazo. Se reconocieron y se saludaron. Le propuso comprarle cocaína y el holandés accedió. Le dio el número de teléfono de su casa para que lo llamase a partir del viernes de la siguiente semana pues iba a pasar unos días en Holanda.

Llegado el día, Cobre se ausentó del restaurante para llamarlo desde una cabina y quedaron en verse a las seis de la tarde en su casa. De regreso al trabajo convino con su amigo comprarle cinco gramos: dos los compraba David y tres él.

Un poco antes de la hora acordada le recordó la cita a su socio. Ya no había tanto trabajo en el restaurante pues la primera quincena de septiembre era mucho más tranquila de lo que había sido el mes de agosto. En el cuarto donde preparaban los pollos, se quitó la camiseta que llevaba para trabajar y se puso el jersey con el que había llegado por la mañana.

Las calles de Empuriabrava a esa hora estaban tranquilas y, siguiendo las indicaciones que Johan le había dado, localizó fácilmente la casa. Estaba situada en un extremo de la urbanización, en una zona poblada, junto a una enorme arboleda que invitaba al paseo. Era el típico chalet de turista, como muchos otros de los alrededores. Delante, había un Porsche estacionado; Cobre aparcó su Seat Panda al lado. Se bajó, y abriendo la puerta de madera del jardín, avanzó hasta la puerta principal por un camino empedrado, bordeado por un césped bien recortado. Llamó al timbre. El holandés le abrió la puerta con una sonrisa y lo hizo pasar. Al entrar en el salón vio de refilón cómo una chica rubia, descalza y vestida sólo con una camiseta, se metía dentro de una de las habitaciones. Johan le invitó a sentarse en un sofá. Le preguntó si quería algo para beber y aceptó un gin-tonic.

Mientras el holandés preparaba las bebidas en la cocina, Cobre observó la decoración de la casa. Era acogedora; por lo visto pasaba bastante tiempo en ella, pues estaba más equipada que las típicas casas de veraneo. Johan regresó con las bebidas y se sentó frente a él, en otro sofá.

—¿De qué conoces a Gunter? —le preguntó nada más sentarse.

Cobre le contó lo del accidente y luego lo de la dentadura. Se rio mucho y al cabo de poco estaban hablando como si se conocieran desde hacía tiempo. El holandés le explicó que la casa se la habían comprado precisamente a Petra, la mujer de Gunter, a quien, por lo visto, conocía mucho. Después de un rato más de charla, por fin hablaron de la cocaína, el motivo de su visita.

—¿Cuánto quieres? —le preguntó el extranjero.

—Cinco gramos, si puedes.

—Sí, puedo —le dijo sonriendo.

Johan se levantó, corrió las cortinas de las tres ventanas del salón, encendió una luz y entró en la habitación que estaba al lado de la que Cobre había visto entrar a la chica. Salió al rato con una caja de madera. La puso en el suelo, junto a la mesilla que hacía de centro entre los sofás y se sentó. Del interior de la caja sacó una bolsa de plástico grueso, transparente, cerrada con adhesivo de color azul. Cobre calculó que dentro había como poco unos cuatrocientos gramos de cocaína.

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