Goma de borrar (5 page)

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Authors: Josep Montalat

BOOK: Goma de borrar
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—¿Una rayita…? —propuso Gaspar.

CAPÍTULO 2

El accidente

Después de formalizar las escrituras de la sociedad con sus amigos, Gaspar regresó al País Vasco. Gracias al capital suplementario que aportó se pudo terminar el restaurante y, con una semana de retraso sobre lo previsto, El Pollo Feliz se inauguró al público el viernes 21 de junio de 1985. Se emocionaron con la primera venta: un pollo para llevar que les pidió un jubilado alemán. Con la soltura propia para estos menesteres que caracteriza a los universitarios, David lo cortó bajo la atenta mirada del turista, envolvió los siete trozos que salieron en papel de aluminio, y lo puso dentro de una bolsa de plástico blanca que entregó al cliente ante la mirada expectante de Cobre, pendiente de esa primera venta. El negocio arrancaba bien.

Pronto, los amigos se adaptaron al nuevo oficio. Los días de junio que quedaban fueron de tanteo, pero a partir de julio consiguieron llenar todas las mesas del restaurante tanto al mediodía como por las noches. El resplandor de los troncos de leña de olivo quemándose y el estratégico emplazamiento atrajeron enseguida a muchos turistas y gente del país, que se aficionaron al lugar. Los días de más trabajo eran los domingos, tanto para los pollos servidos en las mesas, como para los preparados para llevar. El servicio de alquiler de pollos no lo hacían.

Las luces bajo la hilera de cipreses que rodeaban una parte del jardín y las que estaban bajo el sauce creaban un ambiente muy agradable a la hora de la cena, mientras que los edificios colindantes invitaban a comer al mediodía aportando una refrescante sombra que aplacaba el sofocante calor de ese verano.

Trabajaban diariamente, sin apenas descanso, ya que tenían que cumplir la previsión de gastos que habían prometido a Gaspar, pero dada la buena marcha del negocio, reclutaron a dos personas más, un chico que ayudaba a servir las mesas y un adolescente de quince años al que pagaban en «negro» y que hacía un poco de todo. El resto del personal estaba formado por un señor que controlaba las máquinas de asar, un joven que servía las mesas y una señora que preparaba los pollos, hacía las ensaladas y se encargaba de otros trabajos de la cocina. No había
somelier
, pero los clientes nunca se quejaron de ello.

Cerraban pasadas las doce de la noche. A Cobre, el hecho de tener un negocio propio le hizo aumentar sus ganas de diversión y, desde el principio, le apeteció salir de juerga después del trabajo. David se apuntó, pero avanzado julio no pudo resistir el cansancio y empezó a acostarse temprano. Mientras, Cobre encontró en la cocaína una buena ayuda para soportarlo: salía las noches de los miércoles, las de los viernes y las de los domingos. Iba al apartamento, se duchaba, se afeitaba, se vestía, se perfumaba, se sentaba cómodamente en la mesa del comedor con un gin-tonic y se preparaba una buena porción de cocaína.

Así empezó a relacionarse con gente de la zona. Solía iniciar la noche en un
pub
llamado Captain Dick, donde aparte de encontrarse con Frank, su proveedor de «ultramarinos», al que compraba un mínimo de un gramo a la semana, conoció a Azucena y a Rosi, dos chicas andaluzas muy divertidas que trabajaban de bailaoras en un tablao flamenco, no muy lejos de aquel lugar, en el cual hacían una sesión de tarde y otra de noche, hasta las doce y media. Tenían su apartamento encima del Captain Dick, y después de cambiarse de ropa bajaban al
pub
dispuestas a seguir moviendo sus salerosos cuerpos en bailes menos folklóricos.

Poco a poco, como ellas no tenían coche y Cobre siempre estaba dispuesto a llevarlas donde quisieran, se habituaron a salir los tres y, aunque otros chicos iban detrás de ellas, él pronto tuvo un as en la manga con Azucena, a la que dio a probar la cocaína y le gustó mucho. Rosi, más prudente y menos atrevida, nunca quiso tomar y él no le puso ninguna objeción. Al salir del local Cobre buscaba un sitio discreto, detenía el coche, y sobre la documentación del vehículo preparaba meticulosamente dos rayas de cocaína para Azucena y para él, mientras Rosi vigilaba asustada.

A Cobre le gustaba mucho Azucena. Al verla, notaba «chiribitas» en los ojos y lepidópteros en el estómago, pero ella le permitía únicamente algún que otro beso casi de amigo, y cuando la cogía en busca de algo más, o la acariciaba más de lo decente, lo rechazaba. Él se consolaba pensando que ella quería ir despacio, y no cesaba en su empeño.

Un lluvioso viernes por la noche, a finales del mes de julio, en que Rosi no se sentía bien, Azucena se fue sola con Cobre, y él pensó que sin su amiga de carabina, por fin podrían convertirse en realidad sus expectativas.

Tras un breve recorrido, aparcó el coche junto a un chalet que parecía deshabitado. Preparó dos generosas rayas de cocaína y se las tomaron. La lluvia caía sobre los cristales y Cobre intentó besar a Azucena en la boca. Ella no se resistió y, animado, colocó delicadamente su mano izquierda sobre uno de sus turgentes pechos. Cuando parecía que la cosa iba viento en popa, Azucena, haciéndose la remolona, le apartó su diestra mano de tocólogo. Habituado a estos rechazos, Cobre no insistió y arrancó en dirección a la discoteca Chic, de Roses.

Circulaban a una velocidad normal por la avenida Juan Carlos I y la lluvia caía sobre el parabrisas con fuerza, cuando de pronto en un cruce se les atravesó un Mercedes metalizado de color oscuro. Frenando y girando el volante todo lo que pudo, Cobre intentó evitar la colisión, pero su Panda derrapó y chocó con la parte trasera del otro vehículo quedándose parado en medio de la avenida. El Mercedes también había hecho un brusco giro para evitarlo, pero perdió el control y se fue a empotrar contra una de las altas farolas que iluminaban la calle, que se quedó curvada sobre el coche, con su luz parpadeando unos segundos hasta apagarse del todo.

Dentro del Panda, Cobre masculló unos espontáneos improperios no aptos para menores dirigidos al conductor del otro vehículo, a su cercana familia y a sus más lejanos antepasados. Le preguntó a Azucena si se había hecho daño y se quedaron contemplando el Mercedes sin decir nada, recuperándose de la impresión, al tiempo que el parabrisas seguía limpiando la lluvia que caía sobre el cristal. Intentó abrir su puerta pero no pudo, por lo que salieron por la de Azucena. Cobre revisó el coche y furioso por los desperfectos se dirigió al Mercedes, del que salía un hombre de unos cincuenta años de apariencia extranjera, con una llamativa camisa estampada y una oronda cara tostada al sol de un visible color gamba.

—Pero tío, ¿estás gilipollas o qué? Casi nos matas.

—Ja, Ja.
Sprechen sie Deutsch?
(«Sí, sí, ¿habla alemán?») —preguntó el hombre en alemán, intentando calmarlo.

—No, me cago en la leche, no hablo alemán. ¿No has visto que te has saltado el stop? —y agregó dirigiéndose a Azucena—: ¿Hablas alemán?

—¿Yo? ¡Qué voy a hablar alemán! —respondió la andaluza con su gracioso acento mientras una joven y alta rubia salía del coche y dirigiéndose al extranjero le dijo algo riéndose.

—Un poco… español... pequeño... —expresó seguidamente el alemán volviéndose hacia Cobre.

—¿Hablas español?

—Sí… pequeño… poquito… —dijo indicando con los dedos los cuatro milímetros que conocía de la lengua de Cervantes, al tiempo que otra chica joven, también rubia, de menor estatura, salió por la puerta trasera del Mercedes y se acercó al grupo.

Cobre se percató de que el Panda estaba todavía en medio de la carretera con las luces encendidas enfocando la lluvia.

—Vigila que no se vayan —le dijo a Azucena.

Puso en primera el coche y lo aparcó en el arcén, cerca del Mercedes, sacó los papeles y con ellos en la mano se dirigió a los extranjeros.

—Papeles —dijo señalando su documentación al alemán—. Venga, vamos a arreglar los papeles.


Ja, Ja, papiere… papeles… kein Problem. Eine minute.
(«Sí, sí, papeles... papeles... no hay problema. Un minuto.») —respondió el hombre intentando sosegarlo al tiempo que las chicas observaban los desperfectos de su coche y hablaban entre ellas, con alguna que otra risa. Mientras, el alemán entró en el vehículo y salió con la documentación.

—Nos estamos mojando —le señaló Cobre su camisa mojada a Azucena, que miraba todo y a todos.


Ja, Ja, sehr angenehmer Regen...
(«Sí, sí, lluvia muy agradable... »). Bonitoooo... —les dijo el alemán resaltando la última vocal, riéndose y mirando al cielo.

—Bonito, me cago en la leche con el puto extranjero este —dijo Cobre—. Estos llevan una tajada como un piano —le comentó a su compañera.

Azucena los observó con más detenimiento. El alemán reía mirando a las chicas, que tenían sus ligeros vestidos completamente mojados pegados a sus cuerpos.

—Sí, creo que van un poco «subíos» —dijo.


Regen...
(«lluvia») —comentó el alemán mirando el cielo. Luego añadió—: Papeles...
papiere...
mi casa... allí... —señaló un punto indeterminado, haciendo el gesto de escribir.

—Dice que tiene su casa cerca de aquí y que vayamos allí a rellenar los papeles —tradujo Cobre a su amiga.

—Venga, vamos. Pareces un moco sucio con el agua —le respondió ella.

Como pudo, Cobre le dijo al alemán que iba a seguirlos. Todos subieron en sus coches. El Mercedes dio marcha atrás y se apartó ligeramente de la farola contra la que se había empotrado. Luego empezó a circular hacia delante, pero a los pocos metros se detuvo. Cobre no sabía qué sucedía, pero se lo temía. Azucena tuvo que bajarse del Panda para que él pudiera salir, y fueron a mirar lo que ocurría. Vieron que la carrocería retorcida por el golpe rozaba los neumáticos y que no podía continuar avanzando. Cobre hizo un gesto al alemán para que no siguiera. El alemán se bajó y observó las ruedas trabadas.


Kaputt
(«Estropeado») —dijo mientras las gotas del agua de la lluvia se deslizaban por su rostro.

Las rubias también salieron del coche y se pusieron a reír.


Kaputt
—repitió el alemán riéndose con ellas.


Kaputt
—dijo también Azucena, observando cómo se descojonaban—. «Menua tajá» que llevan.

Convinieron que irían a la casa en el Panda. Empujaron el Mercedes hacia atrás hasta dejarlo más o menos aparcado a un lado de la avenida, junto a unos matorrales. Una de las chicas rubias sacó del coche varias bolsas de diferentes tiendas. La otra la ayudó a llevarlas mientras el alemán recogía una pata de jamón serrano del maletero del coche. Todos, como sardinas en lata, se estrujaron en el coche de Cobre y así, después de girar por algunas calles de la urbanización, llegaron a la casa que señaló el alemán. Era grande, de dos pisos, y estaba rodeada por un amplio jardín.

Se detuvieron ante la enorme puerta principal esperando a que el alemán con la dificultad del peso de su jamón y de su evidente estado etílico, lograra embocar la llave en la cerradura mientras sus amigas se reían divertidas. Abrió la luz y apareció una gran sala de estar. A un lado, había una enorme mesa rodeada de sillas y, un poco más allá, junto a unos sofás, se divisaba una barra de bar, que por el otro extremo comunicaba con una cocina. Al otro lado del salón estaban las puertas que daban a dos habitaciones y a un baño. Se veían otras dos puertas más, al fondo, en un pasillo, y una escalera para acceder al piso de arriba. El salón estaba decorado con pocos muebles. Cobre supuso que sólo se utilizaba en época de vacaciones. En las paredes estaban colgadas las cabezas disecadas de un par de renos y un jabalí al que alguien había puesto un gorro de Papá Noel. A la andaluza le hizo gracia y lo señaló. Cobre la hizo mirar un conejo también disecado, puesto sobre una repisa, con un diminuto sombrero andaluz sobre su cabeza y con una escopeta de caza de juguete colgada a la espalda. Azucena dedujo que el extranjero debía de ser cazador.

Nada más llegar, el alemán había ido directo a la cocina y había abierto una botella de Veuve Clicquot, de la que no digo la marca, y llenó cinco copas, mientras las chicas rubias dejaron en el suelo las bolsas de las compras, apoyadas en una de las dos columnas que había en medio del salón.


Prost
(«Salud») —dijo el alemán, cuando todos tuvieron sus copas en la mano.


Prost
—contestaron las rubias.

—Salud —dijeron Cobre y Azucena brindando con ellos, divertidos.

Como seguían con las ropas mojadas, las chicas le hicieron entender a Azucena, más con señas que con palabras, que iban arriba a secarse y que las acompañase. La rubia alta se llevó consigo la copa de champán, que ella misma se encargó de rellenar, y tambaleándose subió la última, detrás de Azucena, que subía junto a la otra extranjera.

Cobre sostenía en un estuche de plástico la documentación del Panda, pero el alemán parecía no tener prisa para rellenar papeles y puso música en el equipo musical que había junto a un sofá.

—Bueno, ¿arreglamos el tema de los papeles?


Ja…
poco… poco.
Eine minute
(«Sí... poco... poco. Un minuto. ») —dijo el hombre mitad en alemán, mitad en español y, extendiéndole la mano, añadió esta vez en inglés—:
Gunter, my name is Gunter
(«Gunter, mi nombre es Gunter.»).

—Yo, Cobre —dijo él, respondiendo al saludo entrechocando su mano.

—¿Cobro?

—No, cobro no, Cobre.

—Ah… Cobra.

—No, Cobre.

—Ah,
ja
… Cobre —acertó finalmente.

—Bonita casa —dijo entonces él, abarcando con su vista todo el salón.


Danke
(«Gracias») —respondió el alemán, al tiempo que rellenaba las copas.

Cobre bebió apenas unos sorbos, el alemán casi vació su contenido, lo cogió de la mano y lo acercó hacia la puerta de un baño, dándole una toalla para que se secase. Luego habló sin que lo entendiera y se fue escaleras arriba, mientras él se secó el pelo frente el espejo. Buscó entre las repisas, cogió un peine y lo usó. Su camisa estaba empapada, se la quitó y se secó el cuerpo. Aguardó en el salón bebiendo y curioseando. Arriba se oían las risas de las chicas y las de Gunter.

Al poco rato, vio al alto y rechoncho alemán descender las escaleras. Se había cambiado de ropa, vestía un pantalón negro y una camisa de colores parecida a la anterior y en la mano sujetaba otra colorida camisa y un pantalón negro, que le alcanzó. Cobre aceptó la ropa y fue al baño a cambiársela. Se sintió más cómodo, aunque el pantalón le iba ostensiblemente ancho y tuvo que apañarse ciñendo el cinturón. El alemán lo miró y aprobó su vestuario de cantinflas a
tutti colori
. Al poco rato las chicas bajaron, Azucena, vistiendo un sugerente vestido que le habían prestado, extendió su pantalón tejano mojado y su blusa sobre una de las sillas del comedor, sin que Gunter perdiera detalle de ella.

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