Pese a que físicamente tenía apariencia de «buena niña» e incluso «muy bella», Henryka Ostrowska declaró que:
«… cuando hablaba con los hombres de las SS o con sus camaradas, ella era encantadora y muy divertida. Pero cuando ella nos hablaba y nos golpeaba, la (su) cara era horrible. La cara no era la cara de una mujer».
El sobrenombre de
Brígida la sanguinaria
no era por casualidad. El motivo más horripilante era que le encantaba azotar a las reclusas hasta que la carne empezaba a sangrar a borbotones. Aquella «puta sádica brutal» —como la denominaba su compañera Christa Roy— se divertía jugando con el látigo, azotando una y otra vez a la espalda y el pecho de los internos. Ninguna parte de su cuerpo se libraba de su seña de identidad.
Lächert siempre salía bien armada a pasear por el campo. Llevaba consigo una pistola y siempre alardeaba ante los reos de ser una buena tiradora. Era la mejor manera de infundirles pavor. Otras veces, cuando veía a alguien robando comida utilizaba una barra de metal. Era en ese instante cuando la
Tigresa
embestía atrozmente contra la víctima hasta dejarla sin conocimiento. Curiosamente, el mayor Schiffer presentaba a la aludida como un modelo de mujer nazi, ya que mostraba una «firmeza necesaria». Esta descripción chocaba de lleno con la que hacían sus reclusas. Estas manifestaban que la guardiana normalmente corría por el campo gritando como alma que lleva el diablo, mientras abofeteaba a todo aquel que no se quitase el sombrero cuando pasaba.
De las 500.000 personas que poblaban el campamento, la mitad fueron asesinadas impunemente y seleccionadas a morir en las cámaras de gas. La extremada irritación que sentía por los niños de Majdanek, le llevaron al menos en dos ocasiones, a gasear a grupos de más de cien pequeños. Para conseguirlo, les daba caramelos. De este modo se ganaba su confianza a la hora de subirlos a los camiones.
Durante el último año de servicio en Majdanek se queda embarazada y tras dar a luz a su tercer hijo, en 1944 deciden trasladarla al campo de concentración de Auschwitz. Allí permaneció hasta el mes de diciembre. Escapa cuando se entera de la inminente llegada del Ejército Soviético. Pero las referencias sobre lo que ocurrió después no son concluyentes. Hay informes que sitúan a Hildegard como supervisora de Bolzano, un campo de detención en el norte de Italia, mientras que otros insisten en que estuvo en el campo de Mauthausen-Gusen en Austria.
Sea como fuere, el 24 de noviembre de 1947 la
Tigresa
se sienta en el banquillo de los acusados con otros 23 exmiembros de las SS, en el famoso juicio de Auschwitz. Entre los procesados de esta primera vista judicial celebrada en Cracovia (Polonia), destacan criminales como María Mandel, Luise Danz, Alice Orlowski o Therese Brandl.
El 22 de diciembre el Tribunal llega a un veredicto y condena a Hildegard Lächert a 15 años de prisión por los crímenes de guerra cometidos en Auschwitz y Piaszów. Enviada a una cárcel de Cracovia, la ex
Aufseherin
pasa allí parte de su pena, tan solo nueve de los quince años que la interpusieron. En 1956 es liberada.
Durante casi veinte años Hildegard recuperó su vida. Se hizo ama de casa, cuidó de sus pequeños y pasó desapercibida entre la comunidad de vecinos. Pero cuando parecía que todo había acabado para la exguardiana nazi, el gobierno alemán decide reabrir el caso y detener a 16 antiguos vigilantes del campo de concentración de Majdanek.
Este proceso —considerado uno de los más largos en la historia de los crímenes de guerra nazi— se inició el 26 de noviembre de 1975 y concluyó el 30 de junio de 1981 en una Corte de Düsseldorf. Uno de los principales motivos por los que se alargó tanto fue que la mayoría de los testigos no querían que sus antiguos verdugos los vieran, ni pasar de nuevo por el horror de contar lo sucedido.
Respecto al iracundo comportamiento de Lächert en el campamento, gran parte de los testigos la describieron como la «peor» persona de todo el campo, «la más cruel», «la bestia», «el pánico de los reclusos».
Uno de los principales cargos que se le imputaron fue el de haber incitado a uno de los perros que siempre la acompañaba, a que atacase a una presa judía. Su único delito: haber sido violada y embarazada por un oficial de las
Waffen-SS
del que la
Aufseherin
se había encaprichado. El animal acabó destrozando a la confinada.
Asimismo, también se la acusó de emplear constantemente una fusta de montar reforzada con bolas de acero y con la que provocó la muerte a más de un preso; de disparar a sangre fría a una judía griega después de que su perro le diese caza; de ahogar a dos internas en el pozo negro por no haber limpiado suficientemente los retretes del campo; y como no, de formar parte en la selección a las cámaras de gas.
En su defensa, la acusada intentó negar lo sucedido.
«Yo nunca lesioné gravemente o maté a nadie, ni siquiera tomé parte en la selección (de personas para ser asesinados)».
Brígida la sanguinaria
se enfrentaba a ocho cadenas perpetuas por los cargos anteriormente citados, al final, el Tribunal la condenó a tan solo 12 años de prisión.
Cuando la gente congregada en la abarrotada sala escuchó la sentencia y el veredicto, comenzaron a gritar y exclama: «esto es un escándalo» y «una ofensa para las víctimas del nazismo». De todos los inculpados, solo uno de ellos había sido condenado a cadena perpetua.
Aquel 30 de junio de 1981 terminaba en Düsseldorf «el último gran juicio» del Nazismo bajo las airadas protestas de los asistentes.
Tras cumplir su pena Hildegard Lächert fue puesta en libertad. Pasó sus últimos años en su ciudad natal, Berlín, donde murió en el año 1995.
La sangre fría de nuestra siguiente protagonista dejó atónitos, a la vez que satisfechos, a los mandamases de los campos de concentración donde Ruth Closius fue destinada. Las aberraciones perpetradas durante su estancia en Ravensbrück y Uckermarck, marcaron la vida de más de 5.000 mujeres y niños que cayeron fulminados por el popular gas Zyklon B. Sus malvadas selecciones llevaron a esta brutal guardiana hasta el escalafón de la inhumanidad femenina dentro del nazismo.
En realidad, se sabe muy poco de la vida personal previa a su incursión en las
Waffen-SS
, Ruth Closius —que adquirió el apellido Neudeck cuando contrajo matrimonio— nació el 5 de julio de 1920 en la ciudad de Breslau (Alemania) en el seno de una familia germana. En su época de estudiante, especialmente después de 1933 cuando el Partido Socialista de Hitler comenzaba a emerger, se dieron a conocer diversas organizaciones juveniles que se dedicaban a captar a nuevos simpatizantes. Una de ellas fue la Liga de Jóvenes Alemanas, asociación para adolescentes de sexo femenino, que fomentaba el apoyo de los rasgos arios y germánicos, y donde se incluía la belleza, la salud y la pureza étnica. Ruth se dejó seducir por aquellos preceptos que lejos de sonarle racistas, sucumbieron con su «encanto».
La educación que recibió a través de este grupo instauró en ella un sentimiento de repulsión hacia los judíos, a quienes describía como seres esencialmente inútiles y peligrosos que amenazarían la pureza racial. Gracias a este adoctrinamiento, Closius dejó los estudios en su ciudad natal, se independizó e inició su carrera laboral. Tuvo varios trabajos, pero siempre mal pagados y sin ninguna motivación. Se casó con un hombre de apellido Neudeck y del que nada se sabe actualmente. Tampoco su nombre de pila.
La oportunidad llamó a su puerta en julio de 1944 cuando envió una solicitud para trabajar como guardiana de campamentos dirigidos por personal nazi. Fue admitida. Bien es cierto que tal y como les pasó a varias de sus camaradas, no se exigía tener estudios ni experiencia previa. De hecho, la mayoría de ellas eran analfabetas.
Pasados los trámites pertinentes, Closius fue enviada al campo de concentración de Ravensbrück para proceder a su formación. Según parece, y tal y como sucedió con la temida Irma Grese, la nueva integrante causó una muy buena impresión a sus superiores, en particular por el tratamiento aplicado en el barracón de las mujeres.
El nivel de crueldad de la
Aufseherin
sucumbió a los oficiales de las SS que admiraron su gran interés y eficacia. Esto le valió para escalar un nuevo puesto y ser promovida como
Blockführerin
(supervisora de barracón).
El cargo actual le trajo consigo una mayor experiencia y ante todo nuevas amistades. En ese momento fue cuando conoció a su superior, Dorothea Binz, quien la entrenó para abusar, torturar y vejar a las prisioneras. Estuvo bajo su protección durante casi cuatro meses, tiempo más que suficiente para que Closius aprendiese todos los escabrosos detalles para llevar a cabo sacrificios humanos de lo más viles. El búnker se convirtió en su lugar preferido. Allí Ruth ayudaba a la Binz a acuchillar en los brazos y en la cara de las víctimas, a patearles la cabeza hasta que perdían el sentido, a flagelar 20, 40 o 50 veces en la espalda, e incluso, a disparar en la cabeza de las reclusas. Todo lo que podamos imaginarnos se queda corto si lo comparamos con lo que ambas criminales podían llegar a ejecutar en una mañana cualquiera.
Aquella brutalidad quedó reflejado en el libro
The Dawn of Hope: A Memoir of Ravensbrück
escrito por la francesa Genevieve de Gaulle-Anthonioz, sobrina de Charles de Gaulle, quien aseguró haber visto a Closius «cortar el cuello de un prisionero con el borde de la pala».
Las buenas referencias de Dorothea junto con el trabajo bien hecho, hicieron que en diciembre de 1944 Ruth fuese ascendida a
Oberaufseherin
y trasladada al centro de exterminio de Uckermark, construido en las cercanías de Ravensbrück, concretamente en Fürstenberg/Havel. En sus inicios aquel campamento estuvo destinado a recluir a chicas criminales y difíciles de entre 16 y 21 años, pero a partir de 1945 se usó —según recoge el libro
Opfer und Taterinnen. Frauenbiographien des Nationalsozialismus
— para liquidar a «las mujeres que estaban enfermas, que no eran lo suficientemente eficientes, y que tenían más de 52 años».
A este respecto, Closius llegó para dar apoyo a sus camaradas Lotte Toberentz o Johanna Braack, pero también, para imponer algo de «orden». Al fin y al cabo alguien tenía que enviar a aquellas mujeres a las cámaras de gas.
Aunque la mayoría de las confinadas sufrían toda clase de enfermedades, como el tifus o la disentería, sin mencionar el hambre, ningún miembro del personal de Uckermark parecía inmutarse al ver tales atrocidades. Muchas de ellas estaban infectadas con piojos, tenían cortes y heridas mal curadas que no paraban de sangrar, pero nadie hacía nada.
Mientras Closius y el resto de sus secuaces decidían quién vivía y quién moría, los presos seleccionados eran obligados a desnudarse y a permanecer de pie durante horas. Daba igual que hiciese calor o frío, que nevase o lloviese, debían esperar su turno.
Aquí me gustaría subrayar la hipótesis que circula en algunos documentos encontrados que aseguran que durante aquellas selecciones Closius llevaba un bastón con un gancho que utilizaba para agarrar a los presos, sacarlos de las filas equivocadas y situarlos donde correspondían. Gracias a este artilugio, la
Oberaufseherin
evitaba cualquier contacto físico con ellos.
Desde su llegada a Uckermark, 300 mujeres murieron diariamente después de haber sido escogidas para las cámaras de gas construidas para la ocasión, aparte de aquellas internas que fueron como consecuencia del hambre, la enfermedad, la falta de higiene y por supuesto, los malos tratos. Según fuentes independientes, durante el periodo comprendido entre febrero y abril de 1945 unas 7.000 mujeres perecieron en este centro de exterminio.
En marzo de 1945 y una vez finalizado su terrorífico trabajo, la su-pervisora decidió marcharse al subcampo de Barth —allí se construían aviones Heinkel— para continuar con los homicidios. Un mes más tarde el ejército aliado irrumpió en el campamento y Closius huyó despavorida en compañía de varios de sus camaradas. La fortuna no estaba de su lado, porque unos días después y pese a sus grandes esfuerzos, los británicos la localizaron y la apresaron. Los militares ya habían podido comprobar el horror de los cadáveres muertos en el campo de Uckermark.
La criminal nazi fue trasladada a la prisión de Recklinghausen donde se quedó hasta el día del juicio. El proceso denominado
Uckermark Trial
y que forma parte de los siete famosos juicios de
Hamburg Ravensbrück Trials
, fue el tercero en producirse.
Se inició el 14 de abril de 1948, casi dos años después de su detención, y tuvo lugar en Hamburgo donde condenarían a cinco de las oficiales del campo de exterminio de Uckermark.
Durante la vista Ruth Closius admitió plenamente su complicidad en el maltrato y muerte de las prisioneras que tenía a su cargo tanto en Ravensbrück como en Uckermark.
En su declaración ante el tribunal militar británico la inculpada no solo mostró fuertes dotes de altivez, sino que además se vanaglorió de los allí presentes:
«A medida que me hice cargo del campo de Uckermark, allí había alrededor de 4.000 prisioneros de todas las nacionalidades. Cuando me trasladaron unas seis semanas después, solo quedaban 1.000 presos en el campo. Durante mi tiempo allí alrededor de 3.000 mujeres fueron seleccionadas para las cámaras de gas».